¿Qué es el humanismo? En respuesta a Félix Ovejero

 

Frans Verbeeck, Portrait d’un bouffon (s. XVI)

Frans Verbeeck, Portrait d’un bouffon (s. XVI)

José Luis Trullo.- En una columna de (estricta) opinión publicada hoy, 26 de septiembre de 2025, en el diario El Mundo, titulada "¡Por favor, no más humanismo empalagoso!" y que reproduzco en su integridad al pie de este artículo, Felix Ovejero arremete de manera frontal y virulenta contra "el filosofar «humanista»" (sic), al cual acusa de estar repleto de "tautologías y vaguedades". 

Curiosamente, el señor Ovejero no precisa qué entiende él por filosofar humanista; utilizando sus propias palabras, "no define". Da por supuesto que todos tenemos en mente a qué o a quién se refiere. Craso error. Los disparos a bulto siempre ocasionan víctimas inocentes. Y, en este caso concreto, intuyo que no lo hace para que seamos nosotros quienes le pongamos cara al damnificado. O mucho me equivoco, o está pensando en una persona muy significada a la que quiere afrentar, pero sin que se lo afeen: es la clásica, y mezquina, estrategia de lanzar el esputo y apretar los labios.

Dice Ovejero que dicho "filosofar" elude la precisión porque –deduce él no se sabe cómo ni por qué– quienes así practican dicho pensamiento creen que "ese el precio del pensamiento profundo" (¿?). "Los conceptos deben ser claros e inequívocos", afirma cartesianamente Ovejero. El sarcasmo es flagrante: exige contornos nítidos cuando él mismo está realizando acusaciones genéricas. Señor Ovejero, si usted quiere polemizar con un humanista que le irrita, está en su derecho: pero cítele, como hacían los caballeros románticos, al alba y con testigos, o cuanto menos llámele por su nombre. Aluda al pasaje de la obra donde tal o cual autor sostiene que pensar entre brumas es hacerlo con hondura. No se escude en una impugnación "impersonal" que todos sabemos que no tiene nada de tal...

Si todo se quedara en eso, en una cobarde soflama escrita a vuelapluma, podríamos dejarlo pasar. Pero el atropello conceptual en el que incurre a renglón seguido ya no puede ser intelectualmente tolerado (aunque moralmente podamos llegar a disculparlo, pues nadie es perfecto... y menos que nadie, como él mismo admite, Felix Ovejero). Escribe con un desparpajo inaudito: "Con frecuencia, la estrategia «humanista» acaba en la máxima crueldad. Si las cosas no funcionan, hay que reeducar a los culpables. Sucedió con los intentos socialistas de forjar hombres nuevos. El problema del socialismo no estaba en las metas. Las habituales comparaciones entre comunismo y nazismo ignoran una diferencia esencial: la superioridad moral del primero". Se percibe enseguida que, de rondón, nos ha colado Ovejero una asociación de ideas totalmente arbitraria y sumamente discutible. ¿A qué se refiere con "estrategia humanista"? ¿A la de Cicerón? ¿A la de Petrarca? ¿A la de Erasmo? ¿A la de Menéndez Pelayo? ¿A la de Werner Jaeger? Imposible precisarlo: en su furibundia, Ovejero ya ha perdido la compostura retórica e incluso la decencia argumental, e identifica marxismo con humanismo. ¡Acabáramos! Ovejero está escribiendo una invectiva contra el progresismo. Si es así, ¿por qué no llama a las cosas por su nombre? ¿Por qué embrolla y no aclara? Pues porque, al parecer, su exigencia de claridad y precisión acaba cuando se sienta ante el teclado para escribir una diatriba como quien se fuma un puro, arrellanado en su suficiencia profesoral y su imprudencia indocta. 

Donde ya Ovejero se estrella contra el muro de su propia ineptitud es al afirmar que "el humanismo elude las tensiones intelectuales". ¡Pero si adolecen de algún defecto los humanistas de todos los tiempos es de una querencia algo enfermiza por la dialéctica verbal y la contienda permanente! ¿O no conoce Ovejero cómo se las gastaba Lorenzo Valla? Por no hablar de la enconada tençó entre Erasmo y Lutero a propósito del libre albedrío. No, Ovejero, los humanistas, aunque apelen una y otra vez a la concordia, eran bastantes pendencieros. Si cogieras un libro, lo habrías leído; pero entiendo que estás demasiado ocupado escribiendo acerca de lo que no conoces...

De haberse documentado mínimamente, Ovejero habría descubierto que el humanismo, contra lo que él afirma de oídas, es un paradigma intelectual sumamente (auto)exigente, disciplinado y riguroso; no se complace en afirmaciones gruesas sin avalarlas argumentalmente; no postula la invención de un 'hombre nuevo' (¡eso lo hicieron los modernos ilustrados y sus hijos bastardos, los revolucionarios!), porque está convencido de que la naturaleza humana es la misma desde siempre y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos... 

El humanismo tiene de su parte un legado de dos mil años de reflexiones escritas que han resistido el examen de las épocas, y por supuesto no sufrirá menoscabo alguno porque un señor publique en un medio de comunicación unas líneas vacuas e indocumentadas de las cuales mañana nadie se acordará. Ahora bien, en nombre de la salud pública, es conveniente abstenerse de proferir frases gruesas y carentes de cualquier densidad intelectual para no acabar contaminando aún más el ya magullado biotopo de la cultura española.

Aunque según Ovejero, "el bienintencionado humanista nunca dice nada. Y cuando lo dice, casi mejor que se calle", lo cierto es que los humanistas de todos los tiempos, cuando han escrito, lo han hecho con pleno conocimiento de causa y, lo que quizás es más importante, de consecuencias. Si Ovejero no tiene tiempo ni ganas de instruirse antes de hablar, efectivamente, debería guardar silencio. Porque, como reza el adagio, "es mejor permanecer callado y ser considerado un ignorante que hablar y eliminar toda sombra de duda”.




Si de verdad queremos responder a los desafíos comunes, debemos mirar más allá de las soluciones fáciles. En este mundo de palabras huecas y pantallas que nos atrapan, donde la humanidad se tambalea entre desigualdades que hieren y un planeta exhausto, la educación surge como un murmullo frágil, un anhelo de sanar lo fracturado. No es una cura milagrosa, sino un espacio donde la sinceridad del encuentro teje futuros menos hostiles. Aprender no es apilar datos, sino cultivar la mirada que ve al otro, que abraza su diferencia sin olvidar lo que nos une. En esa paradoja, en la danza entre lo propio y lo común, late una posibilidad: una sociedad que camine sin aplastar, que avance sin perderse del todo. Educar es escuchar sin alzar la voz, disentir sin arrasar, tender puentes donde otros levantan muros. No hay fórmulas exactas; solo la humildad de saberse incompleto, la paciencia del diálogo, la valentía de comprender sin juzgar. Comprender, no condenar, reconcilia con la posibilidad de ser mejores. Así, en la fragilidad de nuestros pasos, la educación nos invita a seguir, no hacia un destino claro, sino hacia un porvenir donde la empatía y el bienestar común inspiren cada pequeño acto de aprendizaje compartido.
Espero que el lector no me haya atribuido el párrafo anterior. En realidad, no es de un autor en particular, sino de varios. Lo ha configurado la IA: le he dado el nombre de cinco influyentes humanistas, «pensadores» contemporáneos -incluidos un par de premios Príncipe de Asturias- que con distinta frecuencia tercian en las páginas de opinión, y ha salido lo que ha salido. Como ven, ni una mala palabra. Una verdad tras otra. Nadie puede estar en desacuerdo. Sucede con las tautologías, inexorablemente verdaderas «en todos los mundos posibles», como se dice en el gremio filosófico: «Un bebé no es más viejo que su madre»; «lo que está de más, sobra»; «el Gobierno prepara un proyecto de futuro»; «la suma de los tres ángulos internos de un triángulo es 180 grados». Bueno, en realidad, esta última no es verdadera «en todos los mundos posibles»: solo en la geometría (euclidiana) que usamos habitualmente para describir el espacio tridimensional, nuestro mundo de experiencias.
Como ven, hay razones para no sobrevalorar la verdad. La ciencia no busca maximizar el número de verdades. Las páginas de horóscopos están repletas de verdades: «A usted le sucederá algo»..., aunque solo sea que estará esperando que algo le suceda. Interesan las verdades arriesgadas, comprometidas. Preferimos «el PIB crecerá el año que viene un 4%» a «el PIB crecerá», y las dos anteriores al rajoyano «el PIB crecerá o no». La primera afirmación es más probablemente falsa y, por lo mismo, contiene más información: excluye más escenarios. Por eso, ante un crucigrama, saber que una palabra empieza por X es más útil que saber que empieza por A.
Por resumir: el pensamiento interesante ha de tener aristas nítidas. Por supuesto, sin exagerar, sin olvidarnos de la eterna enseñanza de Aristóteles: «Es propio del hombre instruido buscar la precisión en cada clase de cosas solo hasta donde la naturaleza del asunto lo permita».
El filosofar «humanista» rebosa de tautologías y vaguedades. Como dirían -incorrectamente- los comentaristas futbolísticos, «no define». Algunos incluso sostienen que es el precio del pensamiento profundo. La abstracción sería inevitablemente nebulosa. Otra falacia. La precisión no está reñida con la abstracción, ni en la investigación científica ni en la filosofía. «Abstracto» no es lo mismo que «vago». En realidad, lo abstracto -como las definiciones científicas- puede (y debe) ser muy preciso. Por el contrario, lo concreto, como una persona o un perro específico, no puede definirse con un conjunto exacto de características. Podemos definir «mamífero», pero no hay modo de hacerlo con mi amigo Alejandro o con Boby, el perro de Rocío. Los conceptos deben ser claros e inequívocos.
No es raro confundir la vaguedad del mundo con la vaguedad de nuestros conceptos. Conocer claramente que una realidad es confusa es distinto de tener una idea confusa de la realidad. Por eso es estúpida la admonición: «Aclárate y dime si me quieres». Uno puede tener claro que no tiene sentimientos confusos. Hay realidades imprecisas que pueden tratarse con precisión: mientras la afirmación «R está embarazada» es verdadera o falsa, la afirmación «R es guapa» no permite esa respuesta. La belleza, como la inteligencia o la felicidad, admite grados: todos andamos entre Einstein y el tonto de baba. La teoría matemática de los conjuntos borrosos proporciona herramientas para analizar esos conceptos.
El humanismo elude las tensiones intelectuales. A lo sumo, las nombra... para conjurarlas como buenos propósitos: «Una política sin poder», «una economía sin intereses», «una religión sin dogmas», «una identidad sin exclusiones», «una justicia sin coerción». Como quien quiere «un amor sin dependencia». Ante los dilemas, nunca se decide, por no molestar. Si acaso, acude al «sentido común», a cierto ideal del «sentido común», verdadero esqueleto de sus exposiciones. Eso sí, sin rozar el conocimiento consolidado. Un filosofar de sillón (armchair philosophy), a la que salga, como las pinturas de Orbaneja, según Cervantes.
Las exposiciones «humanistas» -y algunas muy rotundas en periódicos- avanzan encadenando ocurrencias sobre las relaciones entre pornografía y machismo, consumo de videojuegos y violencia, inmigración y delincuencia, matrimonio y felicidad... Todo evidente y, si nos atenemos a las investigaciones disponibles, todo falso. Charlas de casino provinciano condimentadas con sentencias de algún clásico indistinguibles de los calendaris del pagès catalanes. Eso sí, arropadas con una prosa grave y engolada que consigue el milagro de avanzar páginas y páginas -y hasta libros y libros- sin dibujar tesis reconocibles. Uno se despista en la página tres, retoma en la 50 y no nota cambio alguno. Solo pompa, circunstancia y erudición. La cultura para recubrir la inanidad. Lainismo, que decía Umbral. Recuerdo a un catedrático catalán de Estética que logró el prodigio de escribir durante años en las páginas de opinión política sin mencionar jamás el nacionalismo. Ni siquiera Georges Perec, que escribió una novela entera sin usar la letra «e», la vocal más frecuente en francés, alcanzó tal hazaña de omisión.
Cuando alcanza alguna precisión, el género se dedica a facturar trivialidades engoladas, como las del primer párrafo. Proclamas moralistas de curas y rabinos: «Sed buenos». Los males del mundo requieren cambios en la humanidad. El remedio previsible: la educación. Si todos fuéramos distintos, todo sería diferente. Una moralización de la política que, precisamente por apelar a soluciones morales, esteriliza la política, que trata con los diseños institucionales, como cambios en las reglas de juego. No se resuelven los atascos de tráfico reclamando empatía, sino con semáforos.
No solo eso. Con frecuencia, la estrategia «humanista» acaba en la máxima crueldad. Si las cosas no funcionan, hay que reeducar a los culpables. Sucedió con los intentos socialistas de forjar hombres nuevos. El problema del socialismo no estaba en las metas. Las habituales comparaciones entre comunismo y nazismo ignoran una diferencia esencial: la superioridad moral del primero. Como recordaron liberales inteligentes -y anticomunistas- como Raymond Aron o Leszek Koakowski, en el Manifiesto comunista no hay un programa de exterminio comparable al que Mein Kampf reserva para los judíos (incluidos los comunistas, el «judaísmo internacional»). El problema fue otro: el fracaso institucional. Cuando la implantación del proyecto no funcionó -por errores de diseño, por estructuras mal concebidas, además de por complejas circunstancias históricas-, no se revisaron las instituciones, sino que se culpó a las personas. Una vez desaparecido el capitalismo, supuesto origen de todos los males, la persistencia de los problemas solo podía explicarse por la existencia de traidores, tibios, infiltrados. Y así, la política moralizada degeneró en persecución. Se pasó de transformar las condiciones sociales a forjar hombres nuevos. La ingeniería institucional dio paso a la ingeniería del alma. La solución ya no era política, sino pedagógica: había que reeducar a los culpables. La paradoja trágica del moralismo político: cuando fracasa, no rectifica, castiga.
En fin, que el bienintencionado humanista nunca dice nada. Y cuando lo dice, casi mejor que se calle. No se trata de prescindir de la inexcusable reflexión ética, sino de recordar que su primera exigencia es la decencia intelectual, el afán de verdad. Salvo que queramos convertir la política en homilías. Y en reproches o represiones.


(Reproducido a partir de la transcripción compartida 
en abierto por el propio autor en su muro de Facebook).




En HUMANISTAS rompemos una lanza por la tradición occidental, con sus claroscuros inclusos, para defenderla de los ataques que viene recibiendo en los últimos tiempos desde múltiples instancias, con la abierta intención de cancelarla o, al menos, neutralizar la influencia de su vigoroso legado sobre las generaciones presentes y futuras. Creemos los clásicos configuran el marco conceptual válido dentro del cual debemos seguir moviéndonos, y que sin ellos nuestra sociedad está abocada a la autodestrucción.


III CONGRESO NACIONAL DE HUMANISTAS
Sevilla, 16-17 de octubre de 2025




ENCUENTROS CON LOS CLÁSICOS
Curso 2025-26




EL BANQUETE DE LOS HUMANISTAS




FUENTES

Cicerón

Séneca

Leonardo Bruni

Lorenzo Valla

Leon Battista Alberti

Guillaume Budé

Girolamo Savonarola

 Marsilio Ficino

Giovanni Pico della Mirandola

Charles de Bovelles

Antonio da Barga

Ambroise Paré

Pierre de Ronsard

Juan Luis Vives

Marco Antonio Camós

Pietro Pomponazzi

François de Rabelais

Francisco Sánchez

Cornelius Agrippa

Pierre Charron

Blaise Pascal

Alexander Pope

François-René de Chateaubriand

TEMAS

Tradición y fuentes del humanismo

[γνωθι σεαυτόν] Historia del precepto délfico: de Sócrates a Minucio Félix

De los dioses antropomorfos grecorromanos al hombre teomorfo cristiano

Las razones del humanismo contra la ciencia: el caso de Sócrates

Platón y el destino del hombre

La naturaleza dual del hombre en el Asclepio

La idea renacentista de Antigüedad cristiana

La impronta cristiana en el concepto de dignitas hominis en el Renacimiento italiano

"Guiados por gracia celestial": el humanismo cristiano y el legado grecolatino

La batalla del ciceronianismo en el Renacimiento italiano

La cultura del parricidio. La Modernidad contra la tradición

Humanismo renacentista y humanismo marxista

Humanismo y existencialismo

Humanismo y tradición a la luz de la hermenéutica

Del anti-humanismo al humanismo del otro hombre



OBRAS Y AUTORES

Cicerón, padre del concepto humanitas

El humanismo de Publilio Siro en sus sentencias

Petrarca, ¿humanista cristiano?

Salutati y la naturaleza de la sabiduría humana

Juan de Lucena y el De vita beata

Janus Readers: los lectores de Panonio

La noción de la felicidad del hombre en el Palinurus de Maffeo Vegio

Marsilio Ficino, de la miseria del hombre al amor de Dios

Ficino: religión cristina y teología humanista

Erasmo: "Monachatus non est pietas"

Rudolph Agricola, "padre" del humanismo germánico

Castellio y la idea de tolerancia en el siglo XVI

En torno a los diálogos de Antonio Brucioli

Comenius y la disciplina de hacerse humano

Los humanismos del Quijote

Los Discursos filosóficos sobre el hombre, de Juan Pablo Forner


REFLEXIONES

Volver al hombre

La tradición traicionada

Entre el suelo y el cielo. Retorno al humanismo

Sobre la utilidad y el perjuicio del saber para la vida

Rehumanismo contra antropoclastia. Diez notas distintivas del hombre

Razón humanista frente a ideología humanitaria 

Conocimiento y dignidad humana en el siglo XXI

Humanismos del siglo XXI

Posthumanismo: el suicidio asistido de Europa

En defensa del viejo humanismo


ENTREVISTAS

Luis Frayle Delgado 

Jesús Cotta

Carlos Marín-Blázquez

Armando Pego Puigbó

Javier García Gibert

Javier Recas

Antonio Barnés

Manuel Neila



RESEÑAS

Un manifiesto contra la amnesia cultural: El banquete de los humanistas

La apertura del saber a lo eterno: De su ignorancia y la de muchos

Lorenzo Valla, Sobre el verdadero y el falso bien

De la autonomía a la providencia: La naturaleza del hombre

Al rescate de la Edad Media: Un tiempo entre luces 

Petrarca nuevamente intempestivo: Remedios para la vida 

Por la educación hacia la libertad: Sobre la juventud, de Fox Morcillo



VÍDEOS

Vigencia y necesidad del canon occidental