"Guiados por gracia celestial": el humanismo cristiano y el legado grecolatino

 


José Luis Trullo.- Que el humanismo renacentista aspiraba a la armonía, a la síntesis y a la integración de los contrarios, es un tópico que no por repetido carece de menos vigencia. La ambición de Marsilio Ficino al pergeñar su Prisca Theologia, o de Agostino Steuco cuando acuñó el concepto de Philosophia Perennis, apuntaban en la dirección de un sustrato común a todas las manifestaciones culturales humanas, con independencia de las épocas y las latitudes, algo que se perdió cuando, a partir del Romanticismo, se optó por priorizar el culto a las identidades nacionales y sus peculiaridades; tanto es así que Herder llegó a postular que cada idioma transfería un modo de ver el mundo tan particular, que resultaba específico suyo, e incluso intraducible a cualquier otro. El humanismo, por el contrario, postula la subsistencia de unas constantes antropológicas que se superponen a cualquier singularidad epocal o geográfica, ya que la especie posee una caracteriología sustancial invariable, la cual es la que nos permite hablar, precisamente, de humanidad en cuanto tal, y no de mero agregado de etnias u otras entidades raciales o sociales. Esta perspectiva fue recuperada en el siglo XX por la antropología filosófica (con una obra como la de Ernst Cassirer), precisamente a la luz de los estudios de campo realizados por insignes etnólogos en todo el planeta, así como por el psicoanálisis, en especial por C.G. Jung y su teoría de los arquetipos del inconsciente. Sin embargo, mientras que la antropología como ciencia social y cultural en cuanto tal se esmeraba en poner el énfasis en las diferencias entre las distintas comunidades humanas, es en la filosofía y en la psicología donde hay que buscar un auténtico interés por preservar la unidad subyacente a todas ellas.

Bien, pues es con el humanismo renacentista y su reivindicación de la vigencia de los clásicos grecolatinos y cristianos más allá de las épocas y los sesgos doctrinales cuando se hace especialmente urgente el reenfoque en la percepción de la tradición cultural de Occidente, contemplada ahora como una fuente de valores más o menos permanentes, lejos, pues, del relativismo moral que empezaba a esbozarse con el descubrimiento del Nuevo Mundo y la constatación de la existencia de formas culturales aparentemente heterogéneas. Sin llegar, todavía, a plantearse las consecuencias que de ello se derivaban (algo que sí merece la atención, aunque ocasional y un tanto ligera, de Montaigne), sí que se percibe en los humanistas del Renacimiento un afán casi obsesivo por superar la oposición entre cristianismo y paganismo, subsumiéndolos en una suerte de síntesis dialéctica superior que, sin embargo, no pusiera en entredicho la superioridad religiosa y espiritual del Evangelio. Si en ciertos momentos de la Edad Media se había planteado la existencia de una doble verdad, una filosófica y otra teológica, para hacer frente a la colisión entre las certezas basadas en la experimentación y aquellas obtenidas mediante la fe, en el Renacimiento (o, al menos, en aquellos humanistas que sufrían en sus carnes el desgarro que les suponía apreciar sobremanera a los autores grecolatinos paganos, cuando su corazón pertenecía a Cristo) es el afán de conseguir la convivencia entre el legado grecolatino y el estrictamente cristiano lo que les estimula a tender puentes entre ambos, todo ello en aras de asegurar la correcta percepción del alma humana y de su destino en el mundo.

Si un autor vivió de manera acuciante la necesidad de armonizar a Sócrates y a Cristo (hasta el punto de afirmar que "Sócrates está en el número de los santos que en ley de natura sirvieron a Dios")  fue Erasmo de Rotterdam, quien dedicó a esta temática abundantes páginas a lo largo de su obra, siempre con la idea en mente de no dejar escapar, con vistas a una finalidad religiosa superior, cualquier documento literario o filosófico idóneo para tal propósito. En uno de sus coloquios, llamado "de los religiosos", podemos leer a este respecto unas palabras iluminadoras y explícitas acerca de la compatibilidad de cierta tradición grecolatina (no, por supuesto, aquellas obras profanas de mera exaltación de los placeres mundanos) con el mensaje cristiano, hasta tal punto de afirmar preferir un Cicerón a un Scoto.

EUSEBIO. No se debe llamar escritura profana a la que tuviere doctrina pía y provechosa para las buenas costumbres. La Escritura Sagrada en todo ha de llevar la ventaja y con esta ninguna se ha de comparar; pero entre las otras yo muchas veces hallo algunas cosas que los antiguos dijeron o los gentiles escribieron, aun hasta los poetas, las cuales son tan puras, tan santas, tan divinas, que no puedo creer sino que cuando las escribían alguna gracia especial de Dios regía sus corazones para ello, y por ventura a más se extendió el espíritu de Dios en repartir su doctrina de lo que no nosotros pensábamos, y aun en la vida pienso haber muchos en la compañía de les santos que acá no sabemos. En cuanto a la doctrina, confesar quiero mis pensamientos, pues estoy entre mis amigos: que nunca leo las obras de un [Marco] Tulio [Cicerón], que hizo De Senectute, De Amicitia, De Officiis y De Questionibus tusculanis, sin que muchas veces bese el libro en que estoy leyendo y tengo en gran acatamiento aquel ánimo que, según yo creo, en mucho de lo que allí dijo fue guiado por gracia celestial.

Lo contrario me acaece algunas veces que leo a estos doctores nuevos que han escrito preceptos de república y de económica y de otras materias pertenecientes a filosofía moral, los cuales -¡cosa maravillosa!- es cuando fríamente proceden en comparación de los antiguos, y cuán enfrascados van en todo lo que escriben, tanto que aun ellos mismos parece no entender lo que dicen. Yo, por lo que a mí incumbe, más sentiría faltarme un libro de materias morales de los que escribieron Tulio o Plutarco que todo cuanto escribió Scoto, no porque me parezca mal lo que él escribió, sino porque se me antoja más útil la lección de estos otros que la suya. Esto digo respecto a las virtudes morales, que en las que llaman teologales basta lo que nos enseñaron los apóstoles y sus sucesores, los doctores antiguos; y en todo lo demás, mejor sería gastar el tiempo en obrarlas que en disputarlas.(1)

Sin embargo, no es un caso aislado en la tradición del humanismo cristiano, muchísimo más ilustrado y menos excluyente de lo que le gustaría a sus adversarios. Es conocido el dictamen favorable que plasmó San Basilio en un opúsculo recomendando el estudio de las letras profanas por parte de los jóvenes, aconsejando extraer de ellas "cuanto de esas obras nos sea familiar y connatural con la verdad y pasaremos por alto lo restante"(2), empleándolas como propedéutica a la consagración a las letras sagradas una vez se disponga de la madurez espiritual necesaria. Nada que ver con la contrición que mostraba San Jerónimo en su epístola a Eustaquia, donde afirmaba: "Señor, si alguna vez tengo libros seculares y los leo, es que he renegado de ti"(3), si bien antes se había formado profusamente en la lectura de todo tipo de autores griegos y latinos, pues "la formación clásica fue la nodriza del gran escriturista, la cuna del Doctor Maximus".(4)

Ahora bien, donde encontramos plasmada de manera más diáfana, franca y honesta la actitud del humanista cristiano respecto a los autores clásicos de Grecia y Roma es en las Instituciones divinas, de Lactancio. El autor le dedica al tema un espacio considerable, pues su propia disertación se realiza de manera dialéctica con los autores de dicha tradición, a quienes es capaz de reconocerles su parte alícuota de razon: "No hubo ninguna secta filosófica tan descarriada ni ningún filósofo tan vacío que no viera algo de verdad"(5), e incluso llega a afirmar que "la verdad se encuentra en todas estas escuelas, pero por partes". Sin embargo, "como se ensañan unos contra otros en su afán de contradicción, al intentar defender incluso lo que hay de falso en su doctrina y erradicar lo que hay de verdad en la de otros, no sólo se les escapa la verdad que simulaban buscar, sino que incluso la perdieron ellos mismos por su propia culpa". Este aspecto, el de extraviarse al no atenerse al objeto de la investigación, es de carácter interno, y apunta a una de las carencias del método dialéctico, a saber, la de parecer más preocupado en imponerse a las tesis del interlocutor que en discernir de su mano lo que hay de verdadero en aquello que se plantea, lo diga Agamenón o su porquero.

En una segunda fase, esta de carácter profundo y doctrinal, Lactancio señala que "la causa de todos los errores de los filósofos fue ésta: que no comprendieron la razón de ser del mundo, razón que contiene toda la sabiduría. Pero esta razón no puede ser comprendida desde su propio sentido ni desde su significado interno: y esto es lo que pretendieron hacer ellos por sí mismos sin la ayuda de ningún maestro. De ahí que cayeran en opiniones variadas y con frecuencia contradictorias, de las cuales no podían escapar". Es decir, que en su búsqueda de la verdad carecían de brújula certera, de modo que les resultaba sumamente sencillo desviarse ante cualquier vicisitud argumentativa o enzarzarse en diatribas ociosas (lo cual uno puede percibir con frecuencia incluso en más de un diálogo platónico, sobre todo los primeros, donde no se llega a ninguna conclusión y cada uno se va por donde vino).

Sin embargo, lo que para Lactancio acaba por decantar la balanza en contra de la matriz profana grecolatina es que "todas las sectas filosóficas tienen necesariamente que estar muy alejadas de la verdad, porque fueron los hombres quienes las fundaron, y no pueden tener ninguna base ni firmeza, ya que no están apuntaladas en ninguna revelación divina". Y es que

conocer la verdad sólo es patrimonio de aquel que ha sido adoctrinado por Dios, ya que, de otra forma, no se puede rechazar lo falso y elegir y aceptar lo verdadero; aunque, si alguien por casualidad lo consiguiera, ése practicaría una filosofía verdadera, y, si bien no podría defenderla con los testimonios divinos, la propia verdad resplandecería, sin embargo, con su propia luz

Llama la atención la posibilidad de que alguien, "por causalidad" (vale decir, sin ser consciente de ello, o sin proponérselo, pero no necesariamente como fruto del azar) pueda "conocer la verdad", y así, practicar "una filosofía verdadera" la cual, aunque no supiera defenderla por carecer de los instrumentos adecuados (la revelación), no dejaría de resplandecer "con su propia luz". ¿No está abriendo aquí la puerta Lactancio a la opción de que la verdad pueda posarse incluso en árboles ajenos pues, como un ave soberana, es dueña y señora de su propio vuelo? De hecho, cuando Erasmo admite haber leído "cosas que los antiguos dijeron o los gentiles escribieron, aun hasta los poetas, las cuales son tan puras, tan santas, tan divinas, que no puedo creer sino que cuando las escribían alguna gracia especial de Dios" no hace otra cosa que retomar esta misma idea: la de que, antes de la venida del Salvador, Dios no había dejado a los hombres abandonados a su suerte, sino que diseminó en su corazón abundantes semillas de verdad, las cuales solo pudieron germinar con Su encarnación.

Bastan estas palabras para ponderar la amplitud de espíritu del humanismo cristiano, capaz de acoger la verdad allá donde se presente, en el bien entendido de que corroboren, en sus propios términos, el mensaje básico común, cual es el de la existencia de un Dios omnisciente y todopoderoso al cual el hombre debe obediencia y cuyos dictados han de guiar su conducta. Ojalá este ecumenismo bien entendido volviese al primer plano del debate intelectual contemporáneo (todavía herido por la lanzada en el costado que le propinó la Modernidad con su historicismo deicida) y fertilizase la consolidación de un mensaje común a la humanidad, más allá de escisiones artificiosas y falsas dialécticas interesadas.


NOTAS

(1) Erasmo de Rotterdam, Coloquios. Edición de I.B. Anzoátegui. Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 2ª ed., 1947, pág. 110, levemente enmendado.

(2) Basilio de Cesarea, A los jóvenes: cómo sacar provecho de la literatura griega, IV, 9. Introducción, traducción y notas de Francisco Antonio García Romero. Ciudad Nueva, Madrid, 2011, pág. 9 de la edición electrónica.

(3) Cartas, vol. I, XXII. Introducción, versión y notas de Daniel Ruiz Bueno, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1962, pp. 192-193.

(4) Enrique Basabe, "San Jerónimo y los clásicos".  Helmantica: Revista de filología clásica y hebrea, ISSN 0018-0114, tomo 2, núm. 5-8, 1951, pág. 171.

(5) Lactancio, Instituciones divinas. Introducción, traducción y notas de E. Sánchez Salor. Gredos, Madrid, 1990, pp 271ss.