Leonardo Bruni, Sobre los estudios y las letras

 


El De studiis et litteris, escrito por Leonardo Bruni entre 1422 y 1429 para Battista Malatesta, esposa del señor de Pesaro, Galeazzo Malatesta, es una de las aportaciones más relevantes y de los “manifiestos” más autorizados de la cultura humanística. En él se aborda, de un modo orgánico y vivaz, el tema fundamental del valor de los “studia humanitatis”, es decir, de los estudios literarios que, según la mentalidad humanística, conducen a la elevación y la realización del hombre. De hecho, aunque la obra aparece dedicada a una mujer, no sólo no limita el horizonte que abarca el pensamiento de Bruni, sino que, en ocasiones, lo enriquece con notas de particular eficacia.

Así pues, el objetivo del De studiis et litteris es el de invitar a las personas de espíritu elevado, y entre ellas, claro, a Battista, a fraguarse una cultura vasta y profunda, adecuada para las situaciones y las exigencias de la existencia humana: una cultura, pues, que no se agote en una disquisición teológica de carácter abstracto y genérico, sino que armonice el conocimiento de las letras y el de la ciencia de las cosas. Esta cultura se adquiere, sobre todo, de los autores que fueron al mismo tiempo sumos teólogos y perfectos literatos, como Lactancio, Agustín y Jerónimo.

Establecido así el propósito y el argumento de la obra, el tratado procede de un modo equilibrado, trazando paso a paso el camino que es preciso recorrer hacia la perfección: necesidad del conocimiento de las obras literarias, elección atenta de los libros a leer, preferencia por aquellos de argumento religioso y moral, atención al estilo y esfuerzo por escribir según los preceptos consolidados, materias que hay que abordar de manera prioritaria, conveniencia de dedicarse a los más variados campos del saber, pero sobre todo deteniéndose en los escritos de historiadores y oradores, e importancia de la lectura de las obras poéticas, especialmente las de Homero y Virgilio, con fines de elevación interior.

La obra se hace eco además de las polémicas que habían acompañado a la progresiva implantación de la cultura humanística a principios del Quattrocento. Bruni, por ejemplo, tiende a contraponer al esplendor de la edad clásica, cuando todos los hombres eran cultos, a la edad presente, tan deprimida que sería difícil hallar una sola persona docta. Ahora bien, la desenvoltura con que Bruni aborda la mayor parte de los temas es absolutamente nueva y responde punto por punto a la mentalidad del autor, un hombre apasionado por los estudios, aunque comprometido sin duda con la vida cívica de su tiempo; ello se percibe en su insistencia en la necesidad de dedicarse a los más variados campos del saber teniendo siempre presente la realidad y las necesidades de la exis-tencia. Se trata, pues, de un concepto de la cultura alejado de la mera adquisición de técnicas retóricas o gramaticales, así como de contenidos vacuos sin aplicación práctica en la vida civil, sino antes bien apegada al mundo de las personas y a la existencia del Estado. Esta perspectiva está presente en otros escritos del autor, como en su biografía de Dante, donde sostiene que la cultura no puede implicar la exclusión del mundo, sino que debe erigirse como un medio para ir al encuentro de los demás: “Me gustaría reprender el error de muchos ignorantes que creen que sólo deben dedicarse a los estudios los solitarios y los ociosos; pues bien, yo no he visto nunca ni uno de esos disfrazados y marginados en las conversaciones de los hombres que saben tres letras”.

Las indicaciones que ofrece Bruni se combinan entre ellas para contribuir a la per-fección del hombre útil para toda la sociedad, desde el momento en que la “pericia literaria” y la “ciencia de las cosas” del individuo se perciben como un beneficio esencial para el conjunto. De ello se deriva la utilidad, por ejemplo, de acudir a los historiadores, puesto que el conocimiento del pasado es una fuente de sabiduría y de estímulo para los vivos, así como a los oradores, con el propósito de aprender de la riqueza de sus discursos, y a los poetas, porque se erigen en fuente de sabiduría en cualquier época. En cualquier caso, es preciso seleccionar los materiales a estudiar, optando únicamente por libros aclamados por su excelencia.

Es preciso contextualizar las afirmaciones de Bruni en una época en la cual circulaban las ideas de un Coluccio Salutati (por ejemplo, en relación a su polémica contra quienes deseaban proscribir el estudio de la literatura clásica) o de un Pietro Paolo Vergerio (quien en su De ingenuis moribus había trazado el camino esencial de la cultura que pugnaba por consolidarse). Bruni, que vivió en una fase más avanzada y menos precaria de esta nueva ideología cultural, representa el punto de referencia más sólido y, en ciertos aspectos, irreversible. Su reflexión no obedece únicamente a sus convicciones personales, ni siquiera a una conquista de carácter colectivo: su producción literaria, de humanista y de canciller, atestigua justamente la más decidida adhesión a las ideas con las que quería estimular y ensalzar a Battista Malatesta y, junto con ella, a todos los hombres dotados de talento intelectual.

La traducción que presentamos, realizada por José Luis Trullo a partir de la versión italiana, se atiene a la edición del texto incluido en Leonardo Bruni, Opere letterarie e politiche, a cargo de Paolo Viti, y publicado por en Novara por UTET en el año 1996. Se ha manejado la edición electrónica, publicada en 2013 (pp. 231-243).

 

A Battista Malatesta.

Impulsado por la fama, tan extendida, de tus milagrosas virtudes, me he decidido a escribirte: para congratularme contigo si ese ingenio tuyo, del que he oído hablar tan bien, ha llegado ya la perfección, o para exortarte a conseguirla si aún no la has alcanzado. Ciertamente, no me faltan ejemplos de mujeres ilustres que destacaron en las letras, en los estudios o en la elocuencia, con cuyo recuerdo pueda yo empujarte y elevarte a la vez. Así, muchos siglos después de su muerte, aún se conservaban cartas de la hija de Escipión el Africano, Cornelia, escritas en un estilo elegantísimo; asimismo, los poemas y los libros de Safo eran tenidos en enorme consideración por su excepcio-nal riqueza de lenguaje y refinamiento artístico. En los tiempos de Sócrates vivía As-pasia, una mujer de muy vasta cultura, y tan dotada en la elocuencia y en las letras que el gran filósofo no se avergonzaba de confesar que había aprendido cosas de ella. Hubo otras de las que podría hablar, pero basten estos tres ejemplos de mujeres famosísimas. Así pues, dirige y eleva tu mente, te ruego, a la altura de las de ellas. Tan gran inte-ligencia y una ingenio tan excepcional no es justo que te hayan sido dados en vano o que te contentes con resultados mediocres: debes tender a las metas más altas, y esfor-zarte en alcanzarlas. Tu gloria será más espléndida que la suya, por el hecho de que ellas florecieron en siglos en los cuales el número de hombres doctos era tan grande que in-cluso atenuaba la admiración de la gente en comparación; tú, por el contrario, lo harás en tiempos en que los estudios se encuentran tan decaídos que resulta milagroso encon-trar, no digo una mujer, ni siquiera un hombre docto. No me refiero, empero, a esa cul-tura ordinaria y confusa que poseen quienes ahora profesan la teología, sino a la cultura auténtica y elevada, que une las nociones literarias con la ciencia de las cosas, como ya ocurrió con Lactancio, Agustín o Jerónimo, ciertamente teólogos excelsos y literatos va-lientes. Hoy en día, por el contrario, provoca vergüenza lo poco que saben de letras quienes profesan la teología.

 

Ahora yo, aunque, por así decir, no haya entrado por la puerta que quería, proseguiré con mi discurso, no para brindarme como maestro o como guía ˗de los cuales estimo que no tienes necesidad˗ sino para que te sea claro mi pensamiento.

 

Para quien trata de alcanzar la meta a la que te animo, creo que en primer lugar sea necesario un conocimiento de las letras no limitado y superficial, sino amplio, parti-cularizado, cuidadoso y profundo; sin este fundamento, nadie puede construirse nada elevado y espléndido. Alguien que carezca de este conocimiento no podrá comprender por completo los escritos de los doctos, y si por propia iniciativa escribe algo, no podrá evitar el ridículo.

 

Para procurarse esta cultura se precisa ciertamente una enseñanza, pero aún más impor-tante resulta un compromiso diligente por nuestra parte. Es necesario, pues, decir al menos algo respecto a la enseñanza. Ante todo, ¿quién ignora que nuestra mente requiere de un maestro para recibir unas nociones y una iniciación que le permita adqui-rir después por sí misma no solo las partes y su estructura, sino también los detalles y, en cierto sentido, los elementos del discurso? Todo esto durante la infancia lo captamos como en un sueño; con el paso del tiempo, ocurre, no sé cómo, que lo evocamos y lo rumiamos para poder extraer finalmente el jugo y el auténtico sabor. Existe también otra clase de enseñanza más robusta y utilísima no tanto para los muchachos como para las personas adultas, y es la de los llamados gramáticos, quienes, tras profundizar con un largo estudio sus aspectos concretos, han elaborado cierta disciplina de las letras. En este grupo podemos incluir a Servio Honorato y Prisciano de Cesarea.

 

Pero, créeme, más que cualquier otra cosa importa nuestro esfuerzo. Él nos revela y nos muestra no sólo las palabras y las sílabas, sino los tropos, las figuras, así como la ele-gancia y la belleza del discurso. Es este esfuerzo el que nos forma y, en cierto sentido, nos educa; gracias a él aprendemos muchas cosas que un maestro difícilmente puede enseñar: el sonido, la elegancia, la simetría, la belleza. El fundamento de este esfuerzo será el de aplicarse a la lectura únicamente de los libros escritos por los mejores y más estimados escritores de la lengua latina, y mantenerse a distancia de los escritos de ma-nera basta y descuidada, como por una desgracia o una enfermedad de nuestra mente. De hecho, la lectura de los libros escritos de manera sumaria e inepta comunica los de-fectos al lector y perjudica a su mente de un mal similar. La lectura es una especie de alimento espiritual de la cual se nutre y empapa nuestra mente. Por ello, como aquellos que deben cuidar su estómago no ingieren ciertas comidas, del mismo modo quien desee conservar un ánimo sano no se permitirá cualquier lectura. Así pues, ante todo habrá que leer exclusivamente los mejores escritos, los más estimados, y aplicando al leerlos un juicio agudo, observando bien la posición de cada término, su significado y su valor, y resolviendo no sólo las dificultades de mayor envergadura, sino también las más ínfi-mas; y, dado que son numerosas las partes del discurso, aprenderá en esta escuela la importancia de cada una de ellas.

 

La práctica de su uso la derivará de los autores que lea. Si, en consecuencia, la mujer se deleita en los libros sacros para conservar en sus letras su elevación espiritual, acudirá a Agustín y a Jerónimo, aunque no debe despreciar a otros como Ambrosio o Cipriano. Ahora bien, entre todos los que han escrito sobre la religión cristiana, se alza y descuella Lactancio por su particular esplendor y la riqueza de su pensamiento, siendo él sin duda el más elocuente de todos los cristianos: su facundia y modo de expresarse pueden per-fectamente aleccionar y alimentar el ingenio del que estoy hablando. De él yo prefiero los libros Contra la falsa religión, Sobre la ira de Dios y Sobre la creación del hombre. Tú léetelos, te lo ruego, si amas las letras, y te embeberás de su dulzura como de néctar y ambrosía. Si luego tienes acceso a escritores griegos, como Gregorio Nacianceno, Juan Cristóstomo o Basilio el Grande, en mi opinión deberías leerlos, siempre y cuando el traductor los haya vertido al latín y no los haya distorsionado.

 

Si, en cambio, prefiere escritores seculares, tome la mujer a Cicerón; ¡qué hombre, oh Dios inmortal! ¡Qué facundia! ¡Qué riqueza! ¡Qué perfecto es en las letras! ¡Qué excep-cional en todos los aspectos! Inmediatamente después de él, espera Virgilio, gloria y delicia de nuestras letras. Luego, Livio y Salustio y aun otros poetas y escritores, por orden de jerarquía. De estos autores en primer lugar se empapará y se alimentará, y cada vez que deba hablar o escribir se mostrará atenta a no usar ninguna palabra que no haya encontrado en alguno de ellos. En ocasiones, también le será útil leer en voz alta. De hecho, no sólo en la poesía sino también en la prosa hay ciertos ritmos y casi una música, percibida y reconocida por el oído, así como ciertas flexiones y modulaciones, de modo que la voz desciende unas veces y otras asciende, así como también ciertas partes, incisos y períodos relacionados entre sí con maravillosa armonía, todo lo cual resulta harto evidente sobre todo en los mejores escritores. Al leer todo ello en voz alta, lo percibirá mejor y habituará el oído a dicha armonía, que luego al escribir advertirá e imitará. De dicha lectura aprenderá a pronunciar las palabras con su medida exacta, no apresurándose cuando se debe demorar ni demorándose cuando se debe apresurar.

 

A continuación, querría que esta mujer fuese capaz de escribir, ahora en lo que respecta no al movimiento de los dedos ˗aunque aprecio la caligrafía, cuando está, si bien no me refiero a ella˗, sino a las letras y las sílabas. Que sepa, pues, cómo debe escribir cual-quier término, cuál es la naturaleza de las letras y sus relaciones, cuáles pueden estar juntas y cuáles no, de ningún modo. Un aspecto, sí, de poca monta, pero que ofrece un indicio notable del grado de nuestra cultura y revela claramente nuestra ignorancia. Aparte, habrá que conocer a la perfección la cantidad de cada sílaba, es decir, si es larga o breve, o bien “alterutra”, uno de los dos. Este es un conocimiento necesario, tanto por-que se presentan muchos casos que de otro modo serían incomprensibles ˗como el verso virgiliano “Omnibus in morem tonsa coma pressa corona” (Eneida, 5, 556), “todos tienen la melena ceñida por una corona bien dispuesta”, y muchos otros casos simi-lares˗,  como porque sería una gran vergüenza para un hombre que presume de literato no conocer ni siquiera cómo son las sílabas, con mayor motivo porque una parte no menor de las obras literarias está compuesta por versos, estos a su vez por pies, y estos por sílabas largas y breves, de manera que no comprendo qué puede ofrecer en este campo, o qué satisfacción puede obtener de la lectura de los poetas, quien no los reco-noce.

 

También en la prosa este conocimiento es necesario para quien escribe o dicta. De hecho, aunque haya quien no se percate de ello, no faltan los pies en la prosa, y de ello se deriva esa armonía que proporciona placer y acaricia el oído. De acuerdo con Aris-tóteles, resulta de la máxima importancia cuál es el pie con el que se da comienzo a un discurso y con cuál se le da conclusión, así como a los pies que se utilizan entre ambos extremos y cuáles se rechazan. Este autor admira sobremanera el peonio, que tiene dos formas: o bien compuesto por una larga seguida por dos breves, o bien por tres breves y una larga al final. Esta última forma la considera adecuada para las cláusulas, mientras que la primera es más adecuada para el inicio así como también para la parte central. En el medio, en cambio, Aristóteles rechaza el dactílico y el yámbico, el primero por ser de tono demasiado elevado, el segundo por excesivamente modesto. Cicerón, por su parte, en las cláusulas prefiere sobre todo el dicóreo, que está compuesto por dos troqueos, y el crético, formado por una larga, una breve y otra larga, así como el peonio, del que he hablado antes. En su opinión, en el medio conviene usar ante todo el yámbico, si se trata de un discurso modesto y humilde; en caso contrario, es preferible optar por el dáctilo, el peonio o el docmio, que tiene cinco sílabas (una breve y dos largas, una breve y una larga) y, a su juicio, funciona bien en cualquier posición. Por otro lado, no hay duda de que ciertos pies deben ser utilizados en los debates, otros en las narraciones y otros en las interrogaciones. De hecho, la ira y la excitación rechazan el espondeo porque exigen aquello que es conciso y rápido; por el contrario, cuando se narra o se enseña algo, la exposición requiere demora y estabilidad, es decir, no admite pies que avanzan con excesiva premura. Todo tipo de discurso, pues, deberá adoptar los pies que le son más propios, y quien al escribir no los conoce, necesariamente caminará como por entre ti-nieblas, procediendo sin guía segura, al azar.

 

Tal vez habrá quienes estimen excesiva esta preocupación mía; estos deben recordar que hablo de un ingenio grande, y que promete entregar logros a su altura. Por ello los me-diocres avanzan, o más bien se arrastran, como pueden. Sin duda, no alcanzará la cima quien no domine estas nociones y haya sido instruido en ellas. Por último, esta es mi idea acerca de las letras: es preciso no descuidar nada de lo que se da en el uso. Por lo demás, hay que aspirar en la exposición a la claridad, la elegancia y el refinamiento; que en los escritos, sea cual sea el tema, el estilo sea límpido y ornamentado, como en una casa hay un mobiliario riquísimo que el autor, en caso necesario, puede exhibir y sacar a la luz. Es por ello que se dice que una cultura auténtica se compone tanto de pericia li-teraria como de ciencia de las cosas. Dado que respecto a las letras ya hemos expuesto nuestro pensamiento, abordemos ahora lo que se refiere a la ciencia.

 

Querría yo que este ingenio que debería reportar grandes logros, poseyera un arden-tísimo deseo de aprender, de manera que no descuidase ningún ámbito de la cultura, que no estimase nada ajeno, que se sintiese atraído, con extraordinario anhelo, por la com-presión y el conocimiento de las cosas. A su ardor y a su pasión natural, yo añadiría a veces mis incitaciones y mis exhortaciones personales, y otras veces les pondría freno y, en cierto sentido, le llamaría al orden. De hecho, existen ciertas disciplinas acerca de las cuales, si bien no es muy decososo permanecer por completo a oscuras, tampoco es motivo de gloria alcanzar su cima, como es el caso de la geometría y la aritmética: si a estas disciplinas uno les quisiera dedicar demasiado tiempo para indagar todas sus suti-lezas y recovecos, yo lo detendría con mis manos y le haría recular. Y lo mismo haría respecto a la astrología, y tal vez a la retórica.

 

Sin embargo, de esta última hablo a regañadientes, pues si hay alguien que se muestra apegado a ella, confieso que ese soy yo. Ahora bien, es cierto que presto atención a mu-chas cosas, y en primer lugar que tengo en cuenta a quien estoy escribiendo. Y es que una mujer, que nunca verá el foro, ¿para qué debe atormentarse con la sutileza de los “status”, las disposiciones, las preocupaciones de los “epiquiremata”, las argumenta-ciones y por los así llamados “crinomena”, los juicios, así como con las mil dificultades ínsitas en tal arte? Eso por no hablar de esa apostura artificiosa que los griegos llamaban “hypocrisis” y los romanos “pronuntiatio”, a la cual Demóstenes atribuía el primer puesto, el segundo y el tercero, porque es necesaria para un orador, pero que una mujer debe evitar de todas todas, dado que si al hablar agita los brazos o eleva demasiado la voz, parecerá loca de atar. Estas son cosas de hombres, como lo son las guerras o las batallas, al igual que las contiendas y las competiciones del foro. Por tanto, una mujer deberá aprender a hablar no a favor ni en contra de los testimonios, ni a favor ni en contra de las torturas, ni a favor ni en contra de las voces del pueblo; ni siquiera deberá ejercitarse en los lugares comunes, ni se detendrá a reflexionar acerca de interrogacio-nes capciosas o sobre respuestas astutas: toda la aspereza del foro se la dejará a los hombres.

 

¿Cuándo, pues, usaré con ella las espuelas? ¿Cuándo la exortaré a correr? Cuando se dedique a los escritos que afectan a la religión y a la moral: entonces yo le animaré a consagrarse, a aplicarse, a insistir día y noche. Y sobre estos dos tipos de obras no debe ahorrarse todo tipo de esfuerzos. En primer lugar, la mujer cristiana busque adquirir el conocimiento de las Sagradas Escrituras. ¿Qué otra cosa debería indicarle en primer lugar? Sobre estos textos se enfrasque en muchos estudios, participe en discusiones, haga indagaciones. Entre los autores, decántese por los antiguos; en cuanto a los moder-nos, si son válidos, hónreles y venéreles, pero que no los utilice demasiado. ¿Qué puede aprender de ellos una mujer culta que no esté en Agustín, más aún cuando este nos ha legado un texto docto y digno de ser escuchado, mientras que aquellos no nos brindan nada por lo que merezcan ser leídos?

 

Sin embargo, yo querría que no se contentase con la Sagradas Escrituras, de modo que la animaré también a abordar estudios seculares. Entre las obras que tratan de la moral, deténgase en aquellas que nos han llegado de los más excelentes ingenios filosóficos: sobre la continencia, sobre la templanza, sobre la modestia, sobre la justicia, sobre la fortaleza, sobre la liberalidad. No ignore su reflexión acerca de la felicidad: ¿o es que tal vez basta la virtud para alcanzar una existencia feliz? ¿O acaso la tortura, la cárcel, el exilio o la pobreza la hacen imposible? Si estas desgracias le acaecen a una persona que es feliz, ¿la volverán miserable? ¿O bien le privarán únicamente de la felicidad, sin por ello acarrearle la miseria? Por lo demás, ¿la felicidad humana consiste en el placer y en la ausencia de dolor, como sostenía Epicuro, o en el ejercicio de la virtud, como es-timaba Aristóteles? Estas materias, créeme, son de la máxima importancia y merecen que las conozcamos, ya que no sólo resultan útiles para encauzar nuestra propia vida, sino que además proporcionan una extensa panoplia de argumentos para abordar cual-quier discusión, tanto oralmente como por escrito.

 

Por lo tanto, estas dos disciplinas ˗de las cuales una atañe a la religión y la otra, a la moral˗ deberán proponerse a esa mujer como esenciales. Todas las demás se pondrán en relación con ellas con el fin de aportarles, bien alguna idea, bien cierto ornamento. Por lo demás, la admirable excelencia de una persona que ostenta un nombre egregio gra-cias a su fama no se deriva sino de muchos y variados conocimientos. De este modo, al leer y aprender de múltiples fuentes conviene captar y retener numerosas informaciones, analizando y penetrando el sentido de todo aquello de lo que podamos obtener alguna ventaja para nuestros estudios. Ahora bien, la elección de esta mujer debe ser atenta y organizar su tiempo con eficiencia, de manera que priorice los asuntos más importantes y ventajosos para ella.

 

A los estudios de los que he hablado antes es preciso añadirles, en primer lugar, los de historia, una disciplina que los estudiosos no deberían desdeñar en absoluto. Es bello conocer tanto el origen como la evolución del propio país, y también las gestas, en la guerra y en la paz, de los pueblos libres y de los más grandes monarcas. El conoci-miento de los sucesos pasados es una guía prudente y sabia, y los resultados de acon-tecimientos análogos nos proporcionan, según la situación, un estímulo o un freno. Por otro lado, la gran cantidad de ejemplos con los cuales a menudo resulta oportuno con-trastar nuestro discurso, de ninguna otra fuente puede extraerse que de la historia. Ade-más, los escritores de esta materia son realmente egregios y excelentes, sumamente refinados en elegancia y en belleza, de modo que vale la pena leerlos ni que fuera por interés literario: hablo de Livio y de Salustio, de Tácito y Curcio, y por encima de todos ellos, de César, en cuyos Comentarios expuso con detalle sus propias hazañas con ex-cepcional espontaneidad y belleza. Una mujer de altas esperanzas leerá a estos es-critores, pues, y se esforzará en enriquecerse con ellos, aún más por el placer que su-pone conocerlos: en ellos no hay ninguna sutileza por descubrir o cuestiones que resolver, pues la historia se limita a un relato de cosas sumamente accesibles, y una vez que el ingenio del que hablo las haya captado, las conservará para siempre en el re-cuerdo.

 

También la animaré a no dejar de leer a los oradores. ¿Quién exalta con mayor pasión que ellos las virtudes, y con mayor decisión fulmina los vicios? De ellos aprenderemos a elogiar las acciones rectas y a condenar las maliciosas, a consolar, a exortar, a estimu-lar, a contener. Ahora bien, si bien todo esto lo hacen también los filósofos, únicamente los oradores, ignoro la razón, son capaces de suscitar y aplacar los diversos movi-mientos del ánimo, como pueden ser la ira y la compasión. Los instrumentos del len-guaje y del pensamiento, que como estrellas y haces iluminan el discurso y lo vuelven admirable, son propios de los oradores, y nosotros, al hablar y al escribir, podemos tomarlos de ellos y utilizarlos, en caso de que la situación lo requiera. Por último, de ellos emularemos la riqueza de las palabras, los recursos y ornamentos de la expresión, la vivacidad y, por así decir, toda la sangre del discurso.

 

También deseo que lea y comprenda a los poetas. Entre los grandes hombres, ¿cuál no ha tenido conocimiento de la poesía? Aristóteles cita continuamente los versos de Ho-mero, de Hesíodo, de Píndaro, de Eurípides y de todos los demás poetas, y todos los conoce de memoria y alude a ellos con facilidad, hasta el punto de que se diría que ha estudiado a los poetas casi tanto como a los filósofos. También Platón alude a menudo a los poetas, en cualquier momento le vienen a la mente, se le presentan espontáneamente y con su autoridad confirma con frecuencia su propio pensamiento. He hablado de los griegos; ¿qué diré de los nuestros? Cicerón parece poco provisto de conocimientos poéticos; no contento con Ennio, Pacuvio, Acio y otros poetas nuestros, tradujo poemas de los griegos al latín, llenando sus libros con ellos. ¿Y qué decir de Séneca, hombre ciertamente austero y severo? ¿Acaso no escribió poemas y en ocasiones sus frases pa-recen auténticos versos? Dejo a un lado a Agustín, a Jerónimo, a Lactancio, a Boecio: sus escritos y sus disputas demuestran a la perfección el vasto conocimiento que poseían de los poetas. En mi opinión, quien no conoce los poetas adolece de una carencia en materia de cultura literaria. Además, muy sabiamente escribieron los poetas acerca de la conducta en la vida: en sus obras encontramos los principios y las causas de la natura-leza y la generación, así como las semillas de todas las doctrinas. Aparte, poseen una gran autoridad, por la idea que se tiene acerca de su sabiduría y su antigüedad. Por lo demás, es extraordinaria su gloria por la elegancia de sus escritos, y su nobleza es digna de hombres libres, de modo que quien las ignora nos parece casi un analfabeto.

 

¿Qué le falta a Homero para poder ser juzgado sapientísimo en cualquier campo del saber? Algunos afirman que su poesía es toda ella una doctrina de vida, diferente para los tiempos de guerra y los de paz. En cuanto a la guerra, ¿qué ha olvidado acerca de la sagacidad de los oficiales, de la astucia y valor de los soldados, de las insidias que hay que evitar y aquellas a las que es preciso tender? ¿Qué consejo no ha dejado de dar? Eneas, caudillo de los troyanos en una batalla, rechazó a los griegos con gran ímpetu tras haberlos expulsado de sus campamentos; mientras los acuciaba con desmesurada audacia y ya estaba lanzando todo su ejército contra ellos, llega Héctor a la carrera para advertirle que se comportase con la máxima cautela, añadiendo que quien conduce a un ejército no debe ser tan audaz cuanto cauto. ¡Qué gran importancia debemos atribuir a este consejo, especialmente de los labios del intrépido Héctor! Generales de nuestra época, por no haber prestado atención a esta admonición y comportarse con más audacia que cautela, se han precipitado junto con sus hombres hacia un gran desastre y una de-rrota casi digna de compasión. En la misma obra, el Ensueño, enviado al Atrida, lo halló durmiendo, se lo reprochó y le dijo que no puede dormir un hombre en quien se ha de-positado la salvación de los pueblos y cuyos hombros cargan con tanta responsabilidad. ¡Y qué sabio es esto, ya lo llames precepto, consejo o admonición! ¿Qué más impor-tante o sacrosanto le podría aconsejar a un general un Sócrates, un Platón o un Pitágo-ras? Diez mil son las afirmaciones de este poeta acerca de la guerra, y podría referirlas todas si no temiera extenderme en exceso. Acerca de la paz encontraremos otras tantas no menos numerosas y egregias.

 

Pero para no centrarme sólo en Homero y los griegos, ¡cuánto debemos estimar la sa-gacidad de nuestro Virgilio! Cuando, como con un apartado oráculo, desvela los miste-rios de la naturaleza:

 

Ante todo sustenta cielo y tierra y los líquidos llanos

y el luminoso globo de la luna y los titánicos astros

un espíritu interno y un alma que penetra cada parte

y que pone su mole en movimiento y se infunde en su fábrica imponente.

En él tienen su origen los hombres y los brutos y las aves

y cuantos monstruos cría el mar bajo su lámina de mármol.

Conservan estos gérmenes de vida igneo vigor de su celeste origen...

 

(Eneida, VI, 725-733)

 

Cuando leemos estos versos, ¿a qué filósofo no tenemos en menor estima? ¿O quién ha hablado jamás de un modo tan claro y preciso acerca de la naturaleza del alma? ¿Y bien? Cuando el mismo poeta, como si estuviese lleno de Dios, profetiza poco antes de la venida del Salvador:

 

La última edad del vaticinio de Cumas es ya llegada;

una gran sucesión de siglos nace de nuevo.

Vuelve ya también la Virgen, vuelve el reinado de Saturno;

una nueva descendencia baja ya de lo alto de los cielos.

 

(Bucólicas, IV, 4-7)

 

Con razón los mayores sabios de la Antigüedad creían que los poetas están dotados de una mente divina, y por ello los llamaron vates, porque hablan no tanto ellos mismos cuanto bajo el efecto de cierta emoción del ánimo y de una inspiración divina. Por lo demás, Virgilio se refiere aquí a la sibila cumana, que Lactancio dice que predijo la venida de Cristo. La sibila, pues, predijo la venida de Cristo, pero no indicó con preci-sión el momento en el que llegaría. Virgilio, nacido muchos siglos después de la sibila, reconoció que el momento estaba llegando y, como preso del estupor y la maravilla, anuncia que “una nueva descendencia baja ya de lo alto de los cielos”.

 

Aun así, hay quien dice que los poetas no deberían ser leídos: es decir, que no se debería leer un género literario que yo, sinceramente, llamaría divino. Pero lo dicen únicamente aquellos que, privados de una cultura un poco elevada, no perciben belleza alguna en las letras, y por tanto no las estiman. A mí, por el contrario, al considerar nuestra estudios, el conocimiento de los poetas me parece más necesario que ningún otro, tanto por la utilidad de la que he hablado antes como por los múltiples y variados conocimientos que nos ofrecen, así como por el magnífico esplendor de su lenguaje. Aparte de esto, de to-dos los estudios no hay otro que nos exija menos tiempo; son cosas que se aprenden desde niños, cuando aún no podemos entregarnos a otras materias, y que se fijan en nuestra memoria por su adictiva armonía, viviendo siempre en nosotros y volviendo a nuestra mente sin necesidad de libros, de manera que incluso puedes dedicarte a la poe-sía mientras lo haces a cualquier otra cosa.

 

Por lo demás, en mi opinión puede constatarse lo intensa que es nuestra natural in-clinación hacia la poesía cuando vemos que los hombres del pueblo analfabeto, privados por completo de conocimientos literarios, si poseen ingenio, se deleitan componiendo ciertas armonías y ciertos ritmos, aunque sea de manera tosca. Y si bien esas mismas cosas las podrían decir con mayor facilidad en prosa, creen que pueden atinar a com-poner algo merecedor de escucha, combinando cadencias y ritmos en verso. Aparte, durante la celebración de la misa en nuestras iglesias, por mucho esmero que se invierta en ella, de vez en cuando uno se adormece y bosteza; ahora bien, si en un momento dado el coro entona los himnos “Primo dierum omnium” (En el primero de todos los días) o “Iste Confessor”  (Este confesor) o “Ut queant laxis resonare fibris” (Por qué pueden resonar las cuerdas distendidas), ¿quién está tan abatido que no se alce y casi se eche a reír? Por ello algunos antiguos pensaron que nuestra alma es armonía y ritmo, desde el momento en que es bien sabido que por naturaleza toda cosa se complace en aquello que es similar y afín a ella, y no hay nada en que se complazca y goce tanto nuestro ánimo como en la armonía y el ritmo. Lo único que quiero que quede claro es esto: que nos sentimos atraídos por la poesía más que por cualquier otro género literario, y que en ella obtenemos una gran utilidad y una elevada satisfacción, de manera que quien carece de ella demuestra poseer una cultura muy poco liberal.

 

Entiendo que me he detenido demasiado sobre este tema, respecto a lo que en principio me había propuesto; sin embargo, cuando empiezan a acudir tantas cosas a la mente, resulta difícil apartar aquello que se nos ofrece espontáneamente en lugar de buscar qué decir. Aparte de esto, lo he hecho con la intención de anticiparme a la oposición de un príncipe de vuestra familia cuando conozca mis afirmaciones: un hombre destinado a altas metas y excelente por muchas y grandes virtudes, pero obstinado en las disputas hasta el punto de que aquello que ha afirmado una vez, lo mantiene siempre. Dado que en cierta ocasión sostuvo que no se debería leer a los poetas, perseverará en este error hasta la muerte. Por mi parte, no deseo discrepar con él, menos aún por escrito, puesto que le debo, aunque lejano, todo mi respeto. Además, a alguno que otro que arremete contra los poetas le preguntaría cuál es el motivo de que no deban ser leídos; estos, al no encontrar nada de lo que acusarles, dirán: porque en sus escritos figuran amores e infa-mias. Por mi parte, yo osaría afirmar que en ningún otro género se encuentran tantos ejemplos de castidad y de buenas acciones cuanto en las obras de los poetas: pensemos en la absoluta fidelidad de Penélope hacia Ulises, o en la increíble honestidad con que Alcestis se comportaba con Admeto, así como la admirable constancia de una y otra du-rante la ausencia y las desventuras de sus respectivos maridos. Y muchos otros casos de esta índole se leen en las obras de los poetas, documentos excepcionales de virtud con-yugal. Que luego los poetas en ocasiones se detienen a describir amores como el de Febo y Dafne, o el de Vulcano y Venus, bueno, ¿quién es tan bobo que no comprenda que se trata de asuntos imaginarios y que poseen un significado muy distinto? En resu-men, los puntos que se condenan son muy limitados, mientras que las partes óptimas son numerosísimas y merecen ser conocidas, como anteriormente he mostrado respecto a Homero y a Virgilio. Es sumamente injusto no hablar de todo aquello que merece ser loado, recordando en cambio lo que puede brindarnos asidero para la crítica. Un hombre austero podría decirme: “No quiero hacer mezclas; prefiero dejar las cosas buenas por temor a las malas, en lugar de incurrir en las malas por la esperanza de las buenas; y por eso no leeré a los poetas ni permitiré que otros los lean”. Pues bien, ¡Platón y Aristóteles los leían! Y si tú pretendes ser superior a ellos en cuando a seriedad moral y conoci-mientos sociales, yo no estoy dispuesto a aceptarlo. ¿O es que acaso crees tú captar algo que a ellos les pasó desapercibido?”. O tal vez: “Yo soy cristiano”. Pero ¿es que ellos vivieron según su propia moral? ¡Como si la honestidad y la rectitud no hubiesen sido entonces las mismas que las de ahora! ¡O como si escenas licenciosas, y aun peores, no pudiesen leerse incluso en los libros sagrados! ¿Acaso en estos no se habla de amores casi demenciales como el de Sansón, quien abandonó su poderosa cabeza sobre el seno de una mujerzuela que le privó de su fuerza al raparle la caballera? ¿Acaso no son estos relatos poéticos y en absoluto vergonzosos? No hablo de la monstruosa villanía de las hijas de Loth, ni de la abominable obscenidad de los sodomitas: dos culpas, por Hércu-les, que ni siquiera yo, que exalto a los poetas, me atrevo a recordar. Y luego está el amor de David por Betsabé, o el oprobio sobre Urías, el fraticidio de Salomón y la gran cantidad de concubinas, ¿a qué fin diríamos que tienden? ¿Y por estos hechos pecami-nosos diremos que las Sagradas Escrituras no se deben leer? Por supuesto que no. Pues entonces, menos aún debemos rechazar a los poetas, si en sus obras de vez en cuando encontramos cosas escritas para proporcionar placer a quien lee. De este modo, cuando leo en Virgilio los amores de Dido y Eneas, me embarga la admiración por el ingenio del poeta, aunque no atiendo al hecho en sí, puesto que sé que es inventado. Esto me ocurre también con el resto de invenciones poéticas: no me perturban en absoluto por-que comprendo que son fábulas y contienen un significado muy distinto. Por el con-trario, cuando esas cosas las leo en las Sagradas Escrituras me conmueven porque sé que son auténticas. Para no pecar de insistente, me permitiré compartir un poco mi cri-terio, especialmente desde el momento en que hablo a una mujer. Admito, pues, que así como el pueblo se divide en nobleza y plebe, así entre los poetas también hay diversos grados de dignidad. Si un escritor cómico presenta un argumento más bien licencioso, o un satírico ataca un vicio con demasiada crudeza, estas cosas una mujer no las lea, ni se detenga en ellas, pues son como el vulgo de los poetas. Ahora bien, si esta mujer no lee a los poetas más elevados, como Virgilio, Séneca y Estacio, sepa que se priva del más grande ornamento de las letras; y si este le falta, no espere alcanzar las más altas cimas.

 

En resumen, esa excelencia de la que hablo no se puede derivar sino del conocimiento de muchas y variadas materias. Por ello es preciso haber visto y haber leído mucho, y haberse dedicado a los filósofos, a los poetas, a los oradores, a los historiadores y a to-dos los demás escritores. De este modo se alcanza, por así decirlo, una plenitud sufi-ciente que nos permitirá mostrarnos elocuentes, variados, amenos y en absoluto toscos o desorientados. Añadamos además una pericia literaria no superficial ni despreciable. Es-tas dos culturas se benefician y se integran cuando se aúnan. Las letras sin la ciencia de las cosas son estériles y vanas; la ciencia de las cosas, por muy amplia que sea, si carece del esplendor de las letras se nos antoja oscura y abstrusa. ¿A quién le sirven tantas cosas interesantes, si no es capaz de hablar de ellas con dignidad o escribir sin caer en el ridículo? De este modo, pericia literaria y ciencia de las cosas están, en cierto modo, estrechamente conectadas. Y unidas ambas culturas han elevado hasta la celebridad y la gloria a esos antiguos cuyo recuerdo veneramos: Platón, Demócrito, Aristóteles, Teo-frasto, Varrón, Cicerón, Séneca, Agustín, Jerónimo, Lactancio, en los cuales resulta di-fícil poder discernir si fue mayor la ciencia de las cosas o la pericia literaria.

 

Llegado al final, concluyo: un ingenio que promete de sí el máximo debe disponer, a mi juicio, de estas dos fuentes de cultura, las cuales se pueden adquirir leyendo y recopi-lando en abundancia de todas partes. En cualquier caso, debe prestarse mucha atención a la distribución del tiempo para dedicarse preferentemente a las materias más impor-tantes y útiles, dejando a un lado las demasiado oscuras o cuya utilidad resulta escasa. Me parecen excelentes los estudios de religión y de moral, mientras que todos los demás deben someterse a ellos como apoyo, a modo de ayuda e ilustración. Por este motivo, es preciso aplicarse a la lectura de los poetas, los oradores y los demás escritores. Por úl-timo, en el campo literario es necesario asegurarse de que la enseñanza sea válida  y la dedicación continua, de manera que nos consagremos únicamente a las materias mejores y más apreciadas.

 

Ya tienes cuál es mi parecer acerca de las letras y los estudios. Si, aun con todo, piensas de manera diferente, yo me rendiré fácilmente: de hecho, si te he escrito no ha sido con el propósito de hacerte de maestro ˗no aspiro a tanto˗ sino porque, sorprendido, como tantos, ante tus dotes excepcionales, he querido compartir contigo mi opinión, e inci-tarte, como se suele decir, a correr hacia la gloria. Adiós.