Traducción del capítulo homónimo (pp. 9-24) del libro de Constantine Cavarnos, Plato’s view of man, publicado en 1975 por el Institute for Byzantine and Modern Greek Studies de Belmont, Massachussetts. Traducción de José Luis Trullo. (Los pasajes de las obras de Platón se toman de la edición de Gredos).
En el Teeteto, Platón afirma que la filosofía tiene su origen en el estupor (θαυμάζειν), y con esta palabra no se refiere a una emoción de sorpresa cualquiera pues, como declara en la República (475d), no se puede calificar de filósofo a quien meramente muestra un interés superficial por aprender o estudiar:
—Todos los que aman los
espectáculos con regocijo por aprehender, me parece a mí, son de esa índole; y
aún más insólitos son los que aman las audiciones, al menos para ubicarlos
entre los filósofos, ya que no estarían dispuestos a participar voluntariamente
de una discusión o de un estudio serio; antes bien, como si hubiesen arrendado
sus oídos, recorren las fiestas dionisíacas para oír todos los coros, sin
perderse uno, sea en las ciudades, sea en las aldeas. A todos estos aprendices
y otros semejantes, incluso de artes menores, ¿llamarás filósofos?
—De ningún modo —respondí—, más bien parecidos a filósofos.
A la pregunta de quiénes pueden ser considerados, en buena lid y con toda propiedad, como filósofos, Platón responde: “A quienes aman el espectáculo de la verdad”. Sin embargo, para Platón la ocupación fundamental de aquel que se consagra a la filosofía debe empezar por el propio hombre pues, de acuerdo con la propuesta de su maestro Sócrates, “se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás seres” (Teeteto, 174b).
Para Platón, la cuestión básica de la filosofía no es de índole académica o meramente intelectual, sino existencial. Es precisamente esta dimensión vital la que se le planteó al propio Platón al principio de su carrera como pensador, de manera que no se sintió atraído por la elucidación de los principios subyacentes a cualquier ciencia –como los presocráticos–, o por desarrollar un sistema que le granjease riqueza o reputación entre sus contemporáneos –como los sofistas–, o por implementar un método que permitiera a la humanidad mejorar sus condiciones de vida material –como los estadistas–; lo fundamental para él era investigar la propia naturaleza humana y, a partir de ahí, la de la verdad de lo real: y es que sin dirimir la primera, como ya hemos dicho, no es posible alcanzar ninguna certeza acerca de la segunda.
Francis Bacon empezó a filosofiar al sentirse insatisfecho con las condiciones de la existencia humana de su época, y se entregó a la reflexión filosófica confiando en materializar de su mano el reino del hombre sobre la tierra. Descartes, por su parte, lo hizo porque no se sentía conforme con el tipo de conocimiento de su tiempo, al cual percibía (a excepción de las matemáticas) como incierto y poco fiable. Tanto en uno como en otro caso, la indagación filosófica cobró ímpetu a partir de la insatisfacción con el estado de las cosas tal y como lo vivían ambos autores. Lo mismo puede decirse acerca de Platón, incluso en mayor medida, ya que su desasosiego anidaba en lo más hondo de su ser, lo cual imprimía a su tarea reflexiva una dimensión aún mayor, si cabe, pues filosofando estaba en juego, en cierto sentido, su propio destino como individuo: Platón filosofaba, no por sentirse en desacuerdo con las condiciones materiales o con el método de la investigación de su época, sino con la propia forma en que el hombre habita la tierra, considerada desde una perspectiva cognitiva, estética, ética y religiosa.
Si bien tanto Platón como Descartes emprenden su singladura filosófica con una negación previa de lo admitido en su época, tomando distancia respecto a las categorías vigentes y alimentando respecto a ellas un denodado escepticismo crítico, en el caso del francés advertimos que se trata de una reserva estratégica, mientras que en el del griego es integral y atañe a su propio ser más profundo. En su Discurso del método, Descartes se propone “dudar de todo”, si bien ello no afecta a materias como la teología, la ética o la política, sino que se trata de una puesta en cuarentena retórica, una mera abstracción; no percibimos en ello una experiencia abismal como la que sí atestiguan otros autores, como Agustín, Pascal o Kierkegaard, en quienes palpita una duda existencial que les sacude sus cimientos más hondos.
El caso de Platón es sustancialmente distinto. Yo me imagino su reflexión interna más o menos en estos términos: “Aquí estoy, en este mundo, rodeado de seres semejantes a mí. Observo que algunos de estos seres mueren y después es como si jamás hubiesen existido. Es evidente que un destino similar nos aguarda a los demás, incluido yo mismo. La vida de estos seres parece consistir en un breve período entre el nacimiento y la muerte. Este efímera existencia consiste, casi en su totalidad, en una perpetua sucesión de luchas, penurias y necesidades. Por su parte, la sociedad humana se caracteriza por la ignorancia, la trivialidad, la crueldad y la injusticia, hasta el punto de haber enviado a la muerte al propio Sócrates, el hombre más justo y sabio. Lo que llamamos historia no parece ser otra cosa que un ciclo carente de sentido en el cual las civilizaciones nacen, crecen y declinan. ¿A esto se reduce la vida humana? ¿Somos las personas sombras ambulantes, tristes actores que representan su papel durante un tiempo sobre el escenario, antes de esfumarse para siempre? ¿Es el hombre un fenómeno meramente empírico y caduco, que habita la tierra durante un brevísimo lapso de tiempo, abocado a la aniquilación y la muerte? ¿O existe algo más que el cuerpo que fenece y se desintegra para siempre? ¿Podría ocurrir que exista en mí algo más, un alma sustancialmente distinta del cuerpo, una instancia consciente que piensa, desea y siente, capaz de sobrevivir a la destrucción? Es más, ¿no puede ser que el alma, tras haber deteriorado muchos cuerpos, perezca a su vez tras abandonar el último de ellos? Sin embargo, tampoco hay que descartar que el alma individual sea inmortal, indestructible, y que exista un ámbito del ser distinto, invisible, donde se vea purificada y, entonces, acceda a la Verdad, la Bondad y la Belleza perfectas. Estas son, para mí, ahora que he empezado a reflexionar seriamente, las cuestiones más importantes; me resultan terriblemente acuciantes y deben ser resueltas de un modo u otro. Cuando encuentre la respuesta, determinará todo lo que seré en adelante. Proseguiré con mis meditaciones, y si llego a la convicción de la primera opción, la de que soy un fenómeno efímero, trataré de olvidar el hecho de la muerte, de borrarlo de mi mente en la medida de lo posible, entregándome sin apuro a las distracciones de la vida diaria. O bien me ocuparé en la creación de valores temporales y corruptibles que me ayuden a olvidar la muerte. En cualquier caso, habré resuelto el enigma de mi existencia al descubrir que esta carece de sentido: «Vivo en medio de un mentira y muero por una mentira, pues la tierra es una mentira y se asienta en la mentira, en un absurdo estúpido». Si, en cambio, alcanzo la convicción de que este planteamiento es falso y el otro verdadero, el conjunto de la situación cambia por completo. Me diré entonces a mí mismo: «Vivo por alcanzar la inmortalidad, y la persigo con ardor. Puedo emprender el camino que dirige al más alto, supremo bien: el eterno ámbito del ser».
Platón está convencido de que esta segunda opción es la correcta. En esta tesitura, Descartes, tras aplicar su duda metódica, alcanzaría su primera verdad indudable: “Pienso, luego existo”. A partir de esta verdad, pasa a deducir la existencia de Dios, y de ella la del mundo exterior, material. Se consagra entonces al estudio de la física y la matemática, de la anatomía y la fisiología. Platón, por su parte, nunca dudó de la existencia del mundo externo, y seguramente habría sonreído ante las “pruebas” que aporta Descartes en su favor; de hecho, el griego procede gradualmente, tras la tortuosa experiencia de una duda radical acerca de las cuestiones más centrales de la existencia, hasta alcanzar la conclusión de que el alma es inmortal y que mora en un mundo que no se puede percibir por los sentidos, un ámbito de eternidad al cual el alma está destinada.
El filósofo griego habría enunciado su conclusión como sigue: “Tras muchas dudas y una prolongada reflexión, he llegado a la convicción de que, en esencia, soy un ser inmortal, cuya auténtica morada es un reino de absoluta verdad, belleza y bondad. Pero el conocimiento que tengo de ello se debe a una serie de conjeturas coincidentes, no de manera irrefutable. Debo esforzarme, pues, en pasar de la vaguedad a la claridad, de la probabilidad a la certeza total. He de tratar de descubrir con la mayor claridad y certeza posibles todo lo que pueda acerca de mí mismo y del modo en que debo disponer mi vida en vistas a dicha existencia inmortal”.
El autoconocimiento se revela, entonces, como la principal preocupación del filósofo. En este punto de su trayectoria, Platón puede afirmar que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla” (Apología, 38a), de modo que “se deben desatender los otros estudios y preocuparse al máximo sólo de éste, para investigar y conocer si se puede descubrir y aprender quién lo hará capaz y entendido para distinguir el modo de vida valioso del perverso, y elegir siempre y en todas partes lo mejor en tanto sea posible” (República, 618a). En el Gorgias, Sócrates dice: “Despreciando, pues, los honores de la multitud y cultivando la verdad, intentaré ser lo mejor que pueda, mientras viva, y al morir cuando llegue la muerte. E invito a todos los demás hombres, en la medida en que puedo, y por cierto también a ti, Calicles, correspondiendo a tu invitación, a esta vida y a este debate que vale por todos los de la tierra” (326d-e). La preocupación principal de Platón es la de adquirir conocimiento –en el sentido estricto del término– acerca de la naturaleza del hombre, y de ello deducir el objeto final de todos los esfuerzos humanos: su bien supremo y los medios necesarios para alcanzarlo. Y es que, si conocemos la naturaleza del hombre, “fácilmente descubriríamos lo que somos, pero seremos incapaces mientras lo ignoremos” (Primer Alcibíades, 129b).
Ahora bien, alcanzar el conocimiento auténtico acerca de la naturaleza del hombre es la tarea más difícil de todas. No estaba bromeando quien inscribió las palabras “Conócete a ti mismo” en el templo de Delfos. De acuerdo con el oráculo, es imposible discernir por completo la naturaleza del alma, a menos que uno analice y sopese qué es cierto y qué es falso en el conjunto de la existencia. El conocimiento que se necesita acerca del hombre no es el de un ser aislado, como una abstracción, sino en su integridad, en todos sus aspectos y relaciones significativas con la realidad como un todo. Así pues, al tratar del hombre, el filósofo lo que hace es tratar de la realidad en general. Debe adquirir conocimiento y comprensión del universo entero.
En este punto, la antropología, o teoría sobre el hombre, desemboca en cosmología, o teoría sobre el cosmos. Esto resulta especialmente notorio en los diálogos tardíos de Platón: la República, el Banquete, Fedro, El político, Las leyes, etc. y en sus epístolas. En sus diálogos tempranos, calificados como “socráticos”, al hombre no se le percibe en un contexto más amplio; aparte, en estos textos son frecuentes las expresiones de duda, de incertidumbre, de reparo. Muchos de los debates dialécticos dejan el problema donde estaba al principio, irresuelto; en los últimos, por su parte, Platón adopta un estilo más expositivo que argumentativo, además de una actitud más positiva y confiada, presentando una enseñanza integradora acerca del hombre y el universo. En su madurez, el filósofo griego se pronuncia como quien posee, no meras conjeturas, sino un conocimiento auténtico acerca de lo humano y lo cósmico; además, transmite la impresión de percatarse de la insuficiencia del lenguaje como medio para expresarlo.
¿Cómo adquirió Platón este conocimiento, dado que no lo tomó de su maestro Sócrates? ¿Fue el resultado de sus propias indagaciones, o lo obtuvo de terceros durantes sus viajes por Grecia, el sur de Italia (donde tuvo contactos con círculos pitagóricos) y Egipto? Al parecer, de ambos. En sus obras se detectan referencias a culturas no griegas, incluyendo expresiones de alta estima hacia ellas. En cualquier caso, todo aquello que recogió el autor durante sus extensos viajes, lo transformó al hacerlo suyo. En el Epinomis, que fue compuesto por su pupilo y secretario Filipo como suplemento a Las leyes, encontramos la siguiente afirmación: “Todo aquello que los griegos han tomado de los extranjeros, lo han convertido en algo más noble” (344d). En su séptima epístola, Platón parece estar hablando de su experiencia personal al afirmar que el conocimiento “de las primeras y más altas verdades de la naturaleza” no se puede solventar simplemente leyendo y escribiendo: “No hay ni habrá nunca una obra mía que trate de estos temas; no se pueden, en efecto, precisar como se hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente” (341c). El conocimiento al que se refiere se puede expresar, aunque de manera inadecuada, mediante afirmaciones como las siguientes: El mundo es una totalidad de cosas ordenadas por leyes matemáticas, estéticas y morales. El fundamento último del mundo es un Ser (Dios) que es al mismo tiempo inmanente y transcendente. Dios es su Creador, Gobernante, Padre y Juez, y es absolutamente bueno y origen de todo lo bueno, aunque no de lo malo. Dios, “el que cuida el universo tiene todas las cosas ordenadas para la salvación y virtud del conjunto, de modo que también cada parte de la multiplicidad padece y hace en lo posible lo que le es conveniente. A cada una de ellas se le han establecido jefes que dirigen continuamente lo que deben sufrir y hacer hasta en el mínimo detalle y hacen cumplir la finalidad del universo hasta en el último rincón” (Leyes, 903b). Todas las cosas creadas pueden ser disueltas por la voluntad de Dios, el más poderoso y el más soberano, si bien nunca lo hará con aquello que permanezca unido y fuerte, lo cual sería propio de alguien maligno. El divino Juez conduce al carácter que crece mejor a un puesto superior, y al que lo hace peor a uno inferior, de lo cual se deduce lo adecuado para cada uno de ellos y así puedan cumplir con su destino propio. El hombre tiene un origen y un destino divinos; es una criatura celestial, no terrenal, y potencialmente posee semejanza con Dios. El destino final de cada hombre tras su muerte, el grado de inmortalidad que alcanzará, depende de cómo se haya conducido en vida: “El que se abona al deseo y a la ambición y se aplica con intensidad a todo eso engendra todas las doctrinas mortales y se vuelve lo más mortal posible, sin quedarse corto en ello, puesto que esto es lo que ha cultivado. Para el que se aplica al aprendizaje y a los pensamientos verdaderos y ejercita especialmente este aspecto en él, es de toda necesidad, creo yo, que piense lo inmortal y lo divino y, si realmente entra en contacto con la verdad, que lo logre, en tanto es posible a la naturaleza humana participar de la inmortalidad” (Timeo, 90a-c).
En cuanto a la ética de Platón, su enseñanza acerca del propósito supremo del hombre en la vida y los medios necesarios para alcanzarlo, se muestra íntimamente conectado con estas ideas esenciales. Si el hombre aspira a la salvación, debe esforzarse en asemejarse lo más posible a Dios. La salvación, al alcanzar el grado más alto del ser, la consecución de la auténtica inmortalidad, sólo puede materializarse a través de un gran esfuerzo. De nuevo afirma: “Todo hombre debe enaltecer su pensamiento para convertirse en uno de los seguidores de Dios” (Leyes, 716b).
En resumen, Dios es Inteligencia, Mente, Razón. Por consiguiente, el hombre debe vivir, en la medida de lo posible, haciendo un uso constante de la razón, y ajustarse a sus dictados. Y decimos esto porque el hombre no está compuesto únicamente de inteligencia o razón, sino que también tiene en él una parte irracional que necesita ser controlada e iluminada por la razón. Dios es perfectamente racional, perfectamente ordenado. Por consiguiente, el hombre –desde el momento en que su propósito es asemejarse lo más posible a Dios–, debe esforzarse en ajustarse a sí mismo todo lo posible. Así como Dios, el Artífice o Artista supremo (demiurgo) impuso el orden al caos y produjo el mundo ordenado, el hombre ha de imponer orden y armonía a su propio cuerpo y a su propia alma, transformándose a sí mismo de un microcaos en un microcosmos.
Para Platón, el estudio de las matemáticas se muestra no sólo como una disciplina intelectual imprescindible para el filósofo, sino también como una forma de imitar a Dios. Dice: “Un hombre no puede dejar de imitar aquello a lo que se consagra con deleite y estupor” (“¿O piensas que hay algún mecanismo por el cual aquel que convive con lo que admira no lo imite?”. República, 500c). Así pues, los objetos de la geometría –la línea recta, el círculo, el plano y los cuerpos sólidos que se forman a partir de ellos– atesoran medida y proporción, y por tanto belleza: “Con la belleza de las figuras no intento aludir a lo que entendería la masa, como la belleza de los seres vivos o la de las pinturas, sino que, dice el argumento, aludo a líneas rectas o circulares y a las superficies o sólidos procedentes de ellas por medio de tornos, de reglas y escuadras, si me vas entendiendo. Pues afirmo que esas cosas no son bellas relativamente, como otras, sino que son siempre bellas por sí mismas” (Filebo, 51c). Por tanto, al contemplar los objetos o la geometría con “deleite y estupor”, el propio ser humana alcanza la medida y la proporción, la belleza interior o suprasensible, la cual es poseída de manera eminente por Dios.
La contemplación de los movimientos fijos, matemáticamente expresables, de los cuerpos celestes y de los arquetipos (o ideas) inmateriales, inmutables, eternos, ejerce el mismo efecto sobre nosotros. El amante de la sabiduría, el hombre que se esfuerza por autoperfeccionarse, estudia “las armonías y las revoluciones del universo” (Timeo, 90d) y explora dialécticamente el ámbito de las ideas eternas. Así, “mirando y contemplando las cosas que están bien dispuestas y se comportan siempre del mismo modo, sin sufrir ni cometer injusticia unas a oirás, conservándose todas en orden y conforme a la razón, tal hombre las imita y se asemeja a ellas al máximo” (República, 500c).
También resulta importante para ordenar y transformar al hombre el método filosófico de investigación conocido como elenchos, el proceso mediante el cual uno examina las creencias, opiniones y sentimientos que alberga. El hombre sufre por la deformidad o la fealdad interiores, por la enfermedad del alma. Es un ser deforme necesitado de armonía, de belleza: es una criatura enferma que requiere terapia. Ahora bien, esta deformidad y esta enfermedad consisten en dos tipos de ignorancia: la consciente (agnoia) y la inconsciente (amathia), así como en la cobardía, la incontinencia y la injusticia. Estos tres últimos vicios son manifestaciones de un desajuste interior, de la insubordinación de las facultades inferiores respecto a las superiores; en los casos más extremos, puede acarrear que éstas acaben sojuzgadas por aquéllas. La causa de todo ello es la ignorancia. Nuestros esfuerzos, pues, deberían estar encaminados a desprenderse de dicha ignorancia.
Hemos dicho que existen dos tipos de ignorancia, la consciente y la inconsciente. La primera es aquella de la cual uno se percata; así, si alguien desconoce qué es la sacralidad y admite que lo ignora, revela que se encuentra en un estado de ignorancia consciente respecto a dicha condición. Pero si, por el contrario, no sabe qué es la sacralidad, y piensa que sí lo sabe, entonces se encuentra en un estado de ignorancia inconsciente. Platón plasma esta segunda disposición en la persona de Eutifrón, en el diálogo homónimo. La ignorancia inconsciente es, de largo, peor que la consciente, pues esta última puede convertirse en el punto de partida para adquirir el conocimiento y el desarrollo interior, mientras que la primera evita que uno se esfuerce por hacerlo, desde el momento en que el ignorante inconsciente cree que sí dispone de conocimiento, y se percibe a sí mismo de un modo mucho mejor de lo que realmente merece: por ello suele mostrarse orgulloso, engreído, prejuicioso, y todo ello acarrea la litigiosidad y la sofistería. El mejor y el más eficaz método de purificación (katharsis) de este serio problema es el elenchos, gracias al cual se puede corregir la hinchazón del alma y colocarla en el camino del conocimiento (El sofista, 231e). El uso adecuado de este método proporciona salud interior e integridad intelectual, y brinda armonía entre lo que la persona cree que sabe y lo que realmente sabe, entre lo que cree que cree y lo que cree de verdad, entre lo que supone que duda y lo que verdaderamente duda, entre la imagen que tiene de sí mismo y su ser real.
Mediante la contemplación de los objetos que se someten a la medida y la proporción (los objetos de las matemáticas, los cuerpos celestes y los arquetipos eternos, o ideas), y purificándose a uno mismo mediante la práctica del autoexamen, el amante de la sabiduría se vuelve cada vez más ordenado y armonioso, cada vez más parecido a Dios. Toda su alma se ve así convertida de la oscuridad a la luz, de la mentira a la verdad, del devenir al ser, de la desunión a la unión. Su visión interior ve incrementada su claridad y estabilidad, y apta para contemplar el Ser que se encuentra “en el origen de todo” (República, 511b), que “baña todo de luz” (ibíd., 540a), que es “la causa del conocimiento y la verdad” (ibíd., 508e) y ostenta la suprema realidad, bondad y belleza (ibíd., 518c). Habiendo alcanzado este nivel, “está destinado a ganarse la amistad de Dios; se encuentra por encima de todos los hombres, ya es inmortal” (Banquete, 212a).
La práctica de imitar a Dios no se detiene aquí. Dios, según Platón, no es únicamente trascendente al mundo de las criaturas, sino que también es inmanente a él. Dios no sólo es “pensamiento que se piensa a sí mismo”, como dirá Aristóteles más tarde; no sólo “permanece en su propio ser y estado” (Timeo, 42e), sino que su voluntad se muestra activa en el mundo en forma de providencia. Por consiguiente, si el hombre desea consumar su imitación de Dios, si quiere alcanzar su completa realización, también se debe preocupar por sus congéneres y esforzarse en iluminarles y regenerarles, en la medida que sea posible (República, 519c). Tras alcanzar el reino de la luz, el conocimiento y la perfección, uno debe descender periódicamente al mundo de la oscuridad, la ignorancia y la imperfección, donde habitan la mayoría de los humanos, y a través de su conocimiento y comprensión ayudarles a ascender.