[γνωθι σεαυτόν] Historia del precepto délfico: de Sócrates a Minucio Félix



El presente texto vierte al castellano el capítulo I del libro de Pierre Courcelle, Connais-toi toi-même. De Socrate a Saint Bernard. París, Études Augustiniennes, 1974, pp. 11-25. Se adaptan las citas de fuentes recurriendo a las ediciones castellanas disponibles y se han ajustado algunos aspectos menores: por ejemplo, algunas de las notas del original se han integrado en el texto principal, mientras que otras se han eliminado por ser de carácter excesivamente alejado del propósito del mismo, o tratarse de referencias a bibliografía secundaria muy especializada. Todas las notas al pie se deben al traductor. Por ello, entiendo que no se trata de una traducción strictu sensu, sino más bien de una adaptación.

José Luis Trullo


El “conócete a ti mismo” cosechó una fortuna ininterrumpida desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos, pasando por la Edad Media.  ¿Cuál es el origen de este éxito perdurable?

Desde luego, no se debe a la celebridad del autor de esta máxima, pues desde siempre se ha considerado anónima, aunque se la atribuyó tan pronto al mismísimo Apolo como a la Pitia, a los Siete Sabios o a uno de ellos (Quilón, Tales, Solón o Bías), incluso a Homero. Por lo demás, ningún otro de los preceptos délficos conoció tanta difusión. Tampoco ha sido posible documentar su presencia material en Delfos, a pesar de que según Pausanias estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos, aunque sí en puntos remotos del mundo helénico, como Afganistán, lo cual prueba la dimensión que alcanzó su reputación.

Si bien ha acabado funcionando como un lema autónomo, en su dimensión ritual fue asociado con otros dos: así, mientras que γνῶθι σαυτόν invitaba a examinarse a uno mismo antes de manifestar lo que deseaba obtener del oráculo, Μηδὲν άγαν (“nada en exceso”) invitaba a moderar el número de consultas y έγγύα πάρα δ´άτη (“la confianza engendra la locura”)1 llamaba la atención sobre el peligro de emitir ciertos votos por el compromiso religioso que suponían. Hay estudiosos que advierten de que todas estas máximas tendrían un carácter esencialmente proverbial, exhortando al ejercicio de la prudencia en todas las facetas de la vida: así, “conócete a ti mismo” mostraría el peligro que corre el hombre de creerse un dios si olvida sus limitaciones y “nada en exceso” ponderaría la virtud de mantener el equilibrio en todas las situaciones de la vida, mientras que la tercera resultaría más críptica y de difícil interpretación, conservando cierto carácter oracular pero sin perder su naturaleza esencialmente admonitoria.

Sea como fuere, el éxito del “Conócete a ti mismo” procede sobre todo del empleo literario que tuvo desde época muy temprana, así como de las interpretaciones filosóficas del más variado tenor a las que se presta. Por ejemplo, Heráclito en el fragmento 15(101) lo aplica en primera persona: “Me indagué a mí mismo”.2 El sentido que se le atribuye en los textos más antiguos supone una invitación a reconocerse como mortal, a diferencia de los dioses inmortales, evitando así la ὕβρις, la desmesura, contraria a la δίκη y castigada por la divinidad. Este es el consejo que le brinda Océano a Prometeo en la obra de Esquilo: “Toma conciencia de quién eres tú y ajusta tu forma de ser a nuevas maneras, pues entre los dioses también hay un rey nuevo” (vv. 307-309),3 conminándole a someterse a la supremacía recién conquistada por Zeus; de este modo, el suplicio al que sería condenado por rebelarse sería consecuencia de su soberbia, ya que es preciso sacrificar el propio interés para adaptarse a lo real y mostrarse humilde ante las exigencias del presente. Y es que la divinidad, como advierte Herodoto, no permite que el hombre se deje obnubilar por el orgullo, ya que este es patrimonio de ella.4 La esencia de la tragedia consiste en hacer asumir al hombre que es una sombra efímera, carente de fuerza propia y expectativas de plenitud, aunque los sufrimientos que sea capaz de soportar dan la pauta de su grandeza. Píndaro, con una piedad apolínea, incita al hombre a conocer su propia medida y admitir la fragilidad de su condición sin aspirar a una vida inmortal.5

Es Sócrates quien inflige un desplazamiento del sentido de la sentencia del ámbito religioso al filosófico, lo cual sorprendió a sus contemporáneos. Aristófanes, en sus Nubes, satirizó al filósofo poniendo en su boca la idea de que toda la sabiduría consiste en reconocerse ignorante y obtuso.6  La expresión iba a perpetuarse en la tradición cómica griega y romana, por ejemplo, en los fragmentos reproducidos por Estobeo en su Antología de Filemón (XXII, 4) y de Menandro (XXI, 2); Plauto, en su Pseudolus (v. 972), lo considera un ideal de sabiduría del que se habla mucho (sobre todo, las mujeres) pero que no se aplica jamás.

A diferencia de Aristófanes, los fieles discípulos de Sócrates hablan con admiración de su doctrina del “conócete a ti mismo”, sin que los testimonios que nos han dejado se superpongan necesariamente. Platón, el más insigne de todos ellos, se adscribe a la doctrina según la cual el hombre ante todo debe preocuparse por su propia alma. En el Primer Alcibíades (de cuya paternidad se ha dudado en ocasiones, pero que hoy en día está plenamente confirmada), presenta al protagonista que da título al diálogo como un joven presuntuoso con ambiciones políticas, encarnando justo el arquetipo contrario al postulado por Sócrates. El subtítulo de la obra, “Sobre la naturaleza del hombre”, nos transmite a las claras que para los lectores antiguos el tema principal de la misma era el del autoconocimiento. Sócrates insiste ante todo en la ignorancia que muestra Alcibíades acerca de los problemas técnicos que una asamblea política está llamada a dirimir: los de la guerra y de la paz, de lo justo y lo injusto, plantean una capacidad de discernimiento de la cual no se preocupa, por lo que Sócrates le invita a reflexionar acerca de la doble ignorancia que supone, no solo ignorar, sino ignorar que se ignora. Por ejemplo, manifiesta un total desconocimiento de los reyes de Lacedemonia y de Persia, mostrándose dispuesto a declararle la guerra a Artajerjes simplemente porque se estima a sí mismo en función de su belleza, su talla, su linaje, su riqueza y sus cualidades naturales, las cuales son una auténtica minucia comparadas con las aptitudes que posee un gran monarca. Para conocer algo que nos resulta ajeno, es preciso primero conocerse a uno mismo, porque no es posible imponerse al adversario más que mediante la aplicación y el saber:

En verdad, ingenuo amigo, confía en mí y también en la máxima de Delfos: “Conócete a ti mismo”, pues tus rivales son estos y no los que tú piensas, de quienes solo por la aplicación y el saber podríamos obtener la victoria (124b).7

Ahora bien, no podemos mejorar salvo si nos hacemos cargo de nosotros mismos a través del autoconocimiento, una de las tareas más difíciles: conocerse no significa obtener información acerca de nuestro cuerpo ni del conjunto del alma y el cuerpo, sino únicamente del alma, que domina el cuerpo, de manera que “el alma es lo más importante que hay en nosotros” (131d). Por lo tanto, deduce Sócrates, “al prescribirse el conocimiento de sí mismo, lo que se nos ordena es el conocimiento de nuestra alma” (132a), o mejor, de la razón, que es la parte más elevada del alma, espejo que refleja la divinidad en nosotros; este es el fundamento del ser que el precepto délfico nos invita a conocer. De este modo, se puede acceder a la σωφροσύνη, un sabiduría a la vez intelectual y moral. Tras un proceloso intercambio dialéctico, Alcibíades le asegura que está dispuesto a corregirse si el maestro le ayuda, a lo cual Sócrates le responde: “está en las manos de los dioses y no en las mías” (135e).

En la Apología, Platón nos pinta a un Sócrates descollando sobre sus enemigos porque dice poseer la ciencia propia del hombre, es decir, que al conocerse a sí mismo ha descubierto que no sabe nada. Este, en efecto, es el su método habitual que utiliza con sus discípulos: mostrar, en los diálogos homónimos, al intrépido Laques que ignora lo que es la valentía, y al piadoso Eutifrón que ignora lo que es la piedad. Ambos se han equivocado al creer que se conocían a sí mismos; el único conocimiento que reivindica Sócrates es el saber que no se sabe nada. Así se explica la respuesta del dios délfico a Querefonte, al consultarle acerca del maestro:

Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo esto ˗pero como he dicho, no protestéis, atenienses˗, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio (21a).8   

Todos los hombres de estado, los poetas o los artesanos a los que ha inquirido se imaginan, por el contrario, saber algo. Ahora bien, de acuerdo con su respuesta, el dios délfico le ha asignado como tarea la de filosofar, es decir, no solamente escrutarse a sí mismo, sino también a los demás:

Así pues, incluso ahora, voy de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio (23a).

Incluso cuando, a diferencia del resto de la gente, no teme a la muerte, es justo porque sabe que ignora si es un bien o un mal:

En efecto, atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? (29ab).

A sus ojos, el mayor de los bienes, ese gracias al cual la vida merece ser vivida, consiste en discurrir acerca de la virtud o de cualquier otro tema examinándose a sí mismo y a los demás:

El mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros (38a).

En el Protágoras, el “conócete a ti mismo” se aproxima al “nada en exceso”. Estas palabras tan lacónicas se presentan como un hallazgo de los Siete Sabios, admiradores de Lacedemonia, que de este modo ofrecieron al tempo de Apolo las primicias de su sabiduría:

Todos ellos eran admiradores y apasionados discípulos de la educación lacedemonia. Puede uno comprender que su sabiduría era de ese tipo, al recordar las breves frases dichas por cada uno, que ellos, de común acuerdo, como principio de la sabiduría dedicaron en inscripción a Apolo en su templo de Delfos, grabando lo que todo el mundo repite: «Conócete a ti mismo» y «De nada demasiado» (343a).9

Un nuevo aspecto del autoconocimiento se pone de relieve en el Cármides: su identidad con la propia sabiduría. Y es que resulta erróneo, dice Critias, ver un precepto de prudencia en las inscripciones “nada en demasía” y “precaución llama a la desdicha”; en realidad, se trata de un lema de bienvenida que los dioses dirigen a los recién llegados, de manera que, en lugar de darles los buenos días, les espetan: “sed sabios”:

Pues casi iba yo a sostener eso mismo de que ser sensato es conocerse a sí mismo, y coincido con aquel que en Delfos puso aquella inscripción que, según creo, está dedicada a esto, a una bienvenida del dios a los que entran, en lugar de decir «salud», ya que esta fórmula de «salud» no es correcta, ni deseable como exhortación de unos a otros, sino la de «sé sensato». El dios da la bienvenida, pues, a los que entran al templo, de diferente manera que los hombres. Esto es lo que tuvo en su cabeza el que puso la inscripción, cuando la puso. Al menos, así me parece. Y el dios no dice otra cosa, en realidad, a los que entran, sino «sé sensato». Bien es verdad que habla más enigimáticamente, como un adivino. Porque el «conócete a ti mismo» y el «sé sensato» son la misma cosa, según dice la inscripción, y yo con ella; pero fácilmente podría pensar alguno que son distintas (164d).10

En el debate subsiguiente, por lo demás, Sócrates remacha que el único camino válido para el hombre es el de la perpetua indagación acerca de sus convicciones, a las que debe poner en cuestión sin darlas por definitivas, asumiendo los propios límites y rehusando dar por bueno sin examinarlo todo aquello que le pasa por la cabeza:

Sólo el sensato se conocerá a sí mismo y será capaz de discernir realmente lo que sabe y lo que no sabe, y de la misma manera podrá investigar qué es lo que cada uno de los otros sabe y cree saber cuando sabe algo, y además qué es lo que cree saber y no lo sabe. Porque no habrá ningún otro que pueda saberlo. Esto es, pues, el ser sensato y la sensatez y el conocimiento de sí mismo: el saber qué es lo que se sabe y lo que no se sabe (167a).11

En el Fedro, se opone el conocimiento de uno mismo, prescrito por la inscripción délfica, a las explicaciones físicas que los interpretaciones racionalistas proponen de los mitos. Si para algo sirve el autoexamen es para disipar la soberbia, mientras el único efecto de los estudios físicos es el desviar el pensamiento de su auténtico objeto, que es el conocimiento de uno mismo:

Mira que tener que andar enmendando la imagen de los centauros, y, además, la de las quimeras, y después le inunda una caterva de Gorgonas y Pegasos y todo ese montón de seres prodigiosos, aparte del disparate de no sé qué naturalezas teratológicas. Aquel, pues, que dudando de ellas trata de hacerlas verosímiles, una por una, usando de una especie de elemental sabiduría, necesitaría mucho tiempo. A mí, la verdad, no me queda tiempo en absoluto para esto. Y la causa, oh querido, es que, hasta ahora, y siguiendo la inscripción de Delfos, no he podido conocerme a mí mismo. Me parece ridículo, por tanto, que el que no se sabe todavía, se ponga a investigar lo que ni le va ni le viene. Por ello, dejando todo eso en paz, y aceptando lo que se suele creer de ellas, no pienso, como ahora decía, ya más en esto, sino en mí mismo, por ver si me he vuelto una fiera más enrevesada y más hinchada que Tifón o bien una criatura suave y sencilla que, conforme a su naturaleza, participa de divino y límpido destino (229e).12

Una doctrina parecida, el conocimiento de uno mismo al de las demás materias, se plantea en el Filebo; el precepto délfico aparece aquí mencionado expresamente como contrario a la ridícula vanidad por culpa de la cual nos creemos superiores a los demás, con la coartada de nuestra supuesta sabiduría. Dice Protarco:

Bien está que el sensato lo conozca todo, sin embargo, parece que la segunda solución es que no se desconozca a sí mismo (19c). 13

Y más adelante, departiendo en animado debate con Sócrates acerca de los términos de lo ridículo:

SÓC. — ¿No es necesario que los que se desconocen a sí mismos sufran esta afección con relación a uno de estos tres aspectos?

PRO. — ¿Cómo?

SÓC. — En primer lugar con respecto al dinero, cuando uno cree que es más rico que lo que corresponde a su hacienda.

PRO. — Muchos son los que padecen esa afección.

SÓC. — Más numerosos son aún quienes se creen más altos y guapos —y también que sobresalen en las demás cualidades físicas— de lo que son de verdad.

PRO. — Ciertamente.

SÓC. — Pero muchísimos más son, creo yo, los que yerran con respecto al tercer punto, la ignorancia relativa a las cualidades espirituales, creyendo que son sobresalientes en virtud, aunque no lo son (48d).14

Del mismo modo, en el Timeo, a propósito de la adivinación, se plantea la idea de que, según una fórmula antigua, solo el sabio se conoce a sí mismo, al revés que el hombre que entra en trance:

No es tarea del que cae en trance o aún está en él juzgar lo que se le apareció o lo que él mismo dijo, sino que es correcto el antiguo dicho que afirma que sólo es propio del prudente hacer y conocer lo suyo y a sí mismo (72a).15

Por último, en el libro XI de las Leyes, el ateniense recuerda la inscripción de Delfos y la dificultad de conocerse a uno mismo.

«Amigos», diremos, «seres literalmente efímeros, sin duda, os es difícil en este momento conocer vuestras posesiones y, además, saber algo de vosotros mismos, como dice la inscripción de la Pitia» (923a).16

Los diálogos apócrifos muestran la pervivencia de estos temas en el seno de la escuela platónica. Por ejemplo, en el Segundo Alcibíades se retoma la idea expresada en el Primer Alcibíades: la peor ignorancia consiste en creer que se sabe lo que en realidad se ignora (144d). En el Hiparco, se nos presenta al hijo de Pisístrato como un presunto sabio que hace grabar sus pensamientos a imitación de las inscripciones délficas (228e). En los Anterestai, imitados del Cármides, se plantea de nuevo la identidad entre el conocimiento de uno mismo y la puesta en práctica de la σωφροσύνη (138a).

Así, la visión que Platón ofrece de Sócrates en relación al “conócete a ti mismo” es la de la οίησις (I Alcib. 120 cd) y, como ha demostrado O. Gigon, se relaciona directamente con Heráclito: debido a su carácter presuntuoso, el hombre cree que sabe, ocupándose así de aquello que sobrepasa sus fuerzas físicas e intelectuales; únicamente el filósofo digno de tal nombre es capaz de comprender el alcance del precepto délfico, en el cual encuentra una vía para la felicidad y el deber de descubrir este camino a otros hombres.  Ahora bien, mientras que el oráculo que Apolo le revela a Querefonte afirma que Sócrates es el más sabio de los hombres, éstos no lo consideran así, combatiéndolo hasta la muerte.

El Sócrates que nos presenta Jenofonte en sus “escritos socráticos” (sin duda, posteriores al año 370) es de menor envergadura. Aunque las Memorabilia poseen trazos comunes con el Primer Alcibíades, sería temerario asegurar, como se ha hecho, que se deben al hecho de derivar del Alcibíades de Esquines como fuente común.17

El Sócrates de Jenofonte, en realidad, es de un nivel intelectual inferior al de Platón incluso cuando abordan el mismo tema. En el libro III de sus Recuerdos, Sócrates invita a Cármides a no ignorarse a sí mismo como hace la mayoría de las personas: aunque observan las acciones de los demás, por indolencia no se preocupan de examinarse a sí mismas; si Cármides concentra sus esfuerzos sobre sí mismo, dice Sócrates, no por ello descuidará a sus conciudadanos ni el interés del Estado, al revés: la prosperidad de la ciudad se verá aumentada gracias a ello, y de este modo, la de uno mismo (III, 7).

No te desconozcas a ti mismo, mi querido amigo, ni cometas el error que comete la mayoría, pues muchos, lanzados a averiguar los asuntos de los otros, no se vuelven a examinarse a sí mismos. No te dejes arrastrar por la pereza, sino más bien esfuérzate en poner más atención a ti mismo. No te desentiendas más de los asuntos públicos, si es que pueden marchar mejor por obra tuya. Porque si van bien, no sólo los otros ciudadanos sino también tus amigos y tú mismo os beneficiaréis no poco.18

Nos encontramos ante una lección de moral cívica. Más adelante, Jenofonte añade que, según Sócrates, ignorarse a uno mismo y creer que se sabe lo que en realidad se ignora es una forma de locura (III, 9, 6):

El no conocerse a sí mismo, opinar sobre lo que no se sabe y creer conocerlo, eso pensaba que era lo más próximo a la locura. «El vulgo», decía, «no considera locos a quienes se equivocan en lo que la mayoría ignora, pero trata como locos a los que yerran en lo que la mayoría conoce».19

En un coloquio con Eutidemo, Sócrates le pregunta si, dado que ha viajado a Delfos, observa el precepto “Conócete a ti mismo”, a lo que éste le responde que no, puesto que considera que lo sabe perfectamente. De pregunta en pregunta, engarzadas de un modo sumamente astuto, Sócrates le convence de que se ignora a sí mismo, pues no basta con conocer cuál es tu nombre para saber quién eres (IV, 2, 24):

¿Crees que se conoce a sí mismo uno que sólo conoce su propio nombre o quien actúa como los compradores de caballos, que no piensan que conocen al que quieren conocer hasta que examinan si es dócil o rebelde, fuerte o débil, rápido o lento, y en general cómo está en las cualidades convenientes e inconvenientes en cuanto al uso del caballo? ¿Es así también como él se examina a sí mismo sobre sus cualidades para su uso como hombre y como conoce su propio valor?20

Jenofonte entiende que para ello es preciso calibrar las propias aptitudes desde una perspectiva social: atenernos en nuestros proyectos a aquellos ámbitos para los cuales estamos capacitados en aras a obtener el mejor provecho, de manera que cualquiera querría tenernos como jefe debido a nuestro éxito (IV, 2, 26-27):

Porque los que se conocen a sí mismos saben lo que es adecuado para ellos y disciernen lo que pueden hacer y lo que no. Haciendo únicamente lo que saben, se procuran lo que necesitan y son felices, mientras que se abstienen de lo que no saben, con lo cual no cometen errores y evitan ser desgraciados. Gracias también a ello son capaces de juzgar a los demás hombres y por el partido que sacan de ellos se procuran bienes y evitan perjuicios. En cambio, los que no se conocen y se engañan sobre sus propias posibilidades, se encuentran frente a las demás personas y situaciones humanas en la misma situación que consigo mismos, y ni saben lo que necesitan ni lo que tienen que hacer ni de quiénes se pueden valer, sino que se equivocan en todos estos asuntos, fracasan en la consecución de bienes y se precipitan en las desgracias. Los que saben lo que hacen consiguen fama y honor cuando alcanzan sus aspiraciones, las personas de su mismo rango los tratan con agrado y los que fracasan en sus actividades están deseando ponerse en sus manos para que les aconsejen, ponen en ellos sus esperanzas de prosperidad y por todas estas razones los estiman más que a nadie. En cambio, los que no saben lo que se traen entre manos eligen mal, fracasan en lo que emprenden, y no sólo sufren con ello penas y castigos sino que encima tienen mala fama, son objeto de burla y viven despreciados y sin ninguna consideración.21

Según el Sócrates de Jenofonte, el γνωθι σεαυτόν es esencialmente un consejo de sabiduría humana para la formación del futuro hombre político, mientras que en el Primer Alcibíades, como vimos, se trata de un precepto que conmina al perfeccionamiento moral gracias a la contemplación del νους que mora en nosotros. Ello nos permite sospechar que Jenofonte le atribuye sus propias ideas a Sócrates, pues en otra de sus obras, las Helénicas, redactada hacia 390, bastante tiempo antes que sus escritos socráticos, aparece una lección del mismo tipo, dirigida a Trasíbulo tras su victoria sobre los Treinta tiranos. En un discurso ficticio, exhorta al partido de la ciudad, en la asamblea de Atenas, a conocerse para moderar su ambición, pues no está en disposición de imponerse sobre el otro partido ni en términos de justicia ni de valentía.

Después que bajaron los estrategos convocaron la asamblea y Trasibulo dijo: «Hombres de la ciudad, os aconsejo que os conozcáis a vosotros mismos; y os podéis conocer sobre todo si reflexionáis de qué os debéis sentir orgullosos como para intentar dominarnos. ¿Es que sois más justos? Bien, el pueblo que es más pobre que vosotros, nunca os ofendió en nada por riquezas; pero vosotros que sois más ricos que todos habéis cometido muchas cosas vergonzosas por avaricia. Y ya que de la justicia nada podéis reclamar, mirad, pues, si por el valor os debéis sentir orgullosos. ¿Y qué mejor juicio de ello había que cuando luchamos unos con otros?».22

Del mismo modo, en la Ciropedia, escrita en el 361, Jenofonte imagina un coloquio entre Ciro y Creso acerca de la veracidad de los oráculos délficos. Creso le pide al oráculo una regla de conducta que le permita alcanzar la felicidad. El oráculo le responde: “Conócete a ti mismo”. Creso se regocija ante una perspectiva tan asequible. En la guerra contra Ciro, en consecuencia, corrió no pocos peligros. Sin embargo, en la medida en que Creso midió correctamente sus fuerzas a la hora de combatir al gran rey, pudo huir con la ayuda del dios (σύν τω ϴεω).

Abrumado por las desgracias ocurridas a mis hijos, envío de nuevo a preguntar al dios qué podría hacer para pasar el resto de la vida lo más felizmente posible, y él me respondió: «Si te conoces a ti mismo, Creso, realizarás la travesía felizmente». Y yo, al oír el oráculo, me regocijé, pues consideraba que él me había encomendado la tarea más sencilla para otorgarme la felicidad. En efecto, a los demás es posible conocerlos a unos sí y a otros no. Pero creía que cualquier hombre sabía quién es él mismo. Y en el tiempo posterior a este hecho, mientras tuve tranquilidad, después de la muerte de mi hijo, no hice reproches a la fortuna. Pero, cuando el rey asirio me convenció para marchar contra vosotros, vine a entrar en toda clase de peligros. No obstante, me salvé sin haber recibido ningún daño, y no culpo tampoco de estos azares al dios, pues cuando yo «me hube conocido a mí mismo» no suficientemente capacitado para luchar con vosotros, me retiré, con la ayuda del dios, sin peligro yo y los míos (VII, 2, 20-23).23

Sin embargo, más tarde se dejó llevar por un exceso de autoconfianza y entró de nuevo en combate; ensoberbecido por sus riquezas, se estimó de una nobleza pareja a la del gran rey y, desconociéndose a sí mismo, creyó ser capaz de poder librar batalla. De ello se derivó el desastre y la toma de Sardes.24  Si Apolo estaba en lo cierto, Creso habría sido capaz de ser feliz si se hubiera atenido a sus destrezas, sin sobrevalorarse y exponerse de manera imprudente.

Yo acepté el generalato, en la idea de que era capaz de convertirme en el hombre más poderoso del mundo, ignorante, ¡ay!, de mí mismo, porque me creía capaz de oponer las normas contra ti, que, en primer lugar, eres de estirpe divina (VII, 2, 24).25

Así, vemos que Jenofonte devalúa el socratismo délfico, ya en un tema de índole suasoria, ya en un apólogo pedagógico y moralizante.

Continuando con el periplo del precepto délfico en Grecia, lo encontramos ahora en el Panatenaico de Isócrates, escrito hacia 340, donde el autor advierte de que este precepto está dirigido al hombre sensato que concentra sus pensamientos en torno a sí mismo, mientras que los jóvenes se dejan arrastrar por la agitación y la presunción.

Mi adversario se fue más prudente y con un pensamiento más modesto, como deben tener los hombres inteligentes. Había experimentado lo que está escrito en Delfos y se conocía a sí mismo y a la manera de ser de los lacedemonios mejor que antes. Yo me quedé con la idea de que quizá había hablado con éxito, pero, por eso mismo, me encontraba menos sensato, con más orgullo del que conviene a los de mi edad y lleno de una confusión juvenil.26

Arisóteles, por su parte, adopta en la Retórica un tono un tanto despectivo, pues aconseja emplear otras máximas distintas al “Conócete a ti mismo” o “Nada en exceso”. Ambos adagios habían pasado a formar parte del acervo popular, de manera que para el orador ponerles reparos era un modo de hacerse valer.

Conviene usar máximas para oponerse a los dichos populares (llamo dicho populares a los que son como el «conócete a ti mismo» o el «nada en demasía»), cuando, con ello, o bien se piensa que el talante del orador va a aparecer de mejor calidad, o bien que el dicho ha sido pronunciado expresando las pasiones (II, 21.3, 20-23).27

Ahora bien, más allá de este uso concreto, Aristóteles le reconoce un gran valor al precepto délfico. En su obra Sobre la filosofía (fragmento 3, 14) expone de manera prolija las diversas hipótesis acerca del autor del mismo. También lo hace a título personal en los tratados de moral. Por ejemplo, en la Ética a Nicómaco expone dos defectos contradictorios que se derivan de la falta de autoconocimiento, la pusilanimidad y la vanidad; mientras que la primera menosprecia la grandeza de la propia alma, la segunda peca por presunción: “El que se queda corto es pusilánime, y el que se excede es vanidoso” (1125a).28 En la Gran ética, Aristóteles advierte que, según ciertos filósofos, resulta al mismo tiempo agradable y difícil el conocerse a uno mismo; por ejemplo, solemos reprochar a los demás aquello que hacemos nosotros, prueba de nuestra ceguera hacia lo que en realidad somos o bien de nuestra excesiva autocomplacencia. Y es que, del mismo modo que el ojo no puede verse a sí mismo, conviene tomar como espejo a un tercero, por ejemplo, a un amigo.

Puesto que el conocerse a sí mismo, como han dicho algunos sabios, es lo más difícil, aunque también lo más grato (pues conocerse a sí mismo es grato), pero nosotros no somos capaces de contemplarnos por nosotros mismos (que nosotros no somos capaces de ello es evidente por el hecho de que reprochamos a los otros cosas sin advertir que las hacemos nosotros mismos, lo cual ocurre por benevolencia o por pasión; y a muchos de nosotros estas cosas nos impiden juzgar correctamente): así pues, del mismo modo que cuando queremos contemplar nuestro propio rostro lo miramos dirigiendo la vista al espejo, así también cuando queramos conocernos a nosotros mismos nos reconoceremos mirando al amigo. Pues el amigo es, como decimos, otro yo. Por tanto, si es grato el conocerse a sí mismo y no es posible hacerlo sin otro amigo, el hombre autosuficiente necesitará de la amistad para conocerse a sí mismo. (1213a).29

Se retoma así, bajo una perpectiva moral, aquello que en el Primer Alcibíades poseía una dimensión metafísica.

De la mano de los cínicos, el “Conócete a ti mismo” pasa ahora al ámbito de la diatriba. Antístenes, antiguo discípulo de Sócrates, ya había insistido en la ἐπίμέλεία ἑαυτοῦ que en el Primer Alcibíades (128d-129a) anuncia el desarrollo del autoconocimiento. Antístenes entiende el precepto délfico en una dimensión individualista, más que epistemológica; a este propósito, en las Vidas y opiniones de los filósofos ilustres escribe Diógenes Laercio: “Al preguntarle qué había sacado de la filosofía, dijo: «El ser capaz de hablar conmigo mismo»”.30

Diógenes de Sínope, en el diálogo que le dedica Dión de Prusa, va más lejos: en su opinión, el bien se identifica con el interés; ahora bien, para conocer cuál es el propio interés, es conveniente primero conocerse a uno mismo:

—Así, pues, ¿puede uno hacerse un buen servicio, si no se conoce a sí mismo?

—¿Y cómo podría?, inquirió el viajero.

—En efecto, el que desconoce al hombre, ¿puede hacer buen uso del hombre?

—¡Imposible!

—Precisamente el que se desconoce a sí mismo no podrá servirse de sí mismo.

—Me parece bien.

—Así, pues, ¿has oído hablar de la inscripción de Delfos: «Conócete a ti mismo»?

—¡Sí!

—¿No es evidente que la divinidad impone a todos este precepto como a seres que se desconocen a sí mismos?

—Así parece.

—¿Y acaso no serás tú mismo uno de ésos?

—Pues, ¿cómo no?

—En consecuencia, ¿no es verdad que ni siquiera tú te conoces a ti mismo?

—Creo que no me conozco.

—Y si te desconoces a ti mismo, no conoces al hombre; y como no conoces al hombre no puedes servirte de él; y ¿cómo, si no eres capaz de servirte del hombre, intentas poner a tu servicio a un dios, estando de acuerdo en que este último servicio es mucho más importante y más difícil que el primero?31

Diógenes Laércio describe a Sócrates recomendando a los jóvenes que utilicen el espejo de manera continuada, de manera que, al igual que se ven bellos reflejados en él, se esfuercen en adoptar una conducta digna de dicha belleza; y, si se ven feos, que oculten esta fealdad recubriéndola con una buena educación y una cultura adecuada:

Le parecía bien que los jóvenes se miraran continuamente al espejo, a fin de que, si eran hermosos, se hicieran dignos, y, si eran feos, encubrieran con su educación su fealdad (II, 33).32

Este apólogo lo encontramos también en el fabulista latino Fedro, sin el nombre de Sócrates, aunque a la postre su impronta resulte perfectamente reconocible.

Cierto hombre tenia una hija feísima, y al mismo tiempo un hijo de gallardo y hermoso aspecto. Enredando los dos como niños, por casualidad se miraron en un espejo, que estaba en el tocador de su madre. El chico se precia de lindo: la niña se enoja, y no sufre las chanzas del hermanito vanaglorioso, tomándolas todas (¿cómo no?) a desprecio suyo. Fuese, pues, corriendo a su padre, para despicarse, y acusa a su hermano de una culpa muy odiosa; porque siendo hombre, echó la mano al espejo, cosa propia de mujeres. El padre, abrazando á los dos, besándolos y repartiendo entre ambos su tierno amor, les dice: “Yo quiero que ambos useis del espejo cada día. Tú, hijo mio, para que no afees con los vicios tu hermosura: y tú, hija mia, para que venzas la fealdad de tu rostro con tus buenas costumbres” (III, VII).33

El uso del espejo como instrumento para el examen de conciencia también lo mencionan Plauto (Epídico, v. 383), Terencio (Los adelfos, v. 415) y Horacio (Sátiras, IV, vv. 122ss).

Por su parte, Crisipo, jefe de la escuela del Pórtico, relaciona el “Conócete a ti mismo” con la física que él considera, al igual que la dialéctica, como una virtud. El hombre, de manera natural, tiende instintivamente a tratar de conocer cuál es su propia naturaleza, pero ello no puedo lograrlo sin investigar antes el sistema del universo y el modo en que se organiza.

Quien desee vivir de acuerdo con la naturaleza debe partir del estudio de todo el mundo y de su gobierno. Nadie puede juzgar rectamente sobre los bienes y los males, sin haber conocido antes todos los principios que rigen la naturaleza e, incluso, la vida de los dioses, y si está o no de acuerdo la naturaleza del hombre con la universal.34

De este modo, se reintroduce, contra el planteamiento socrático, la utilidad de las investigaciones físicas para el sabio, así como de cierta dependencia de la conducta humana en función de su adecuación al sistema general del mundo.

Esta controversia se prolongaría en el debate entre escépticos y dogmáticos en torno al “Conócete a ti mismo”. Los académicos niegan todo valor a los sentidos, basándose en el pasaje del Fedro donde Sócrates asegura que, lejos de poder conocer los seres extraños a él, ni siquiera se siente capaz de conocerse a sí mismo.35

Ya en nuestra era, Tertuliano asegura en el Apologético que el precepto délfico nos invita a meditar acerca del parentesco del hombre con la naturaleza, y concluir de dicha reflexión que está destinado a resucitar:

Todo se conserva pereciendo; todo renace de la muerte. Y tú, hombre, un nombre tan importante, si te conocieras a ti mismo ˗aunque sea aprendiendo de la inscripción pítica˗ como señor de todo lo que muere y renace, ¿vas a ser el único que mueras irremisiblemente?36

Basándose en el Alcibíades, afirmará que el alma lo es todo para el hombre, y que ella se conoce a sí misma; y al hacerlo, añade, descubre a su autor, su juez, y en qué consiste su propia condición. En el tratado titulado El testimonio del alma, este autor desarrolla la misma idea:

Lo que puede recibir el alma de su principal instructora [la naturaleza] te corresponde a ti deducirlo de aquella que tienes. Comprende a aquella que hace que tú comprendas. Considérala adivino en los presagios, augur en los pronósticos, agorero en los acontecimientos. ¿Es de admirar que por concesión de Dios sepa adivinar las cosas al hombre? Tan admirable como que conozca a aquel por quien fue creada. Incluso acosada por el adversario se acuerda de su autor y de su bondad y decisión, como de su propia muerte y de la de su propio adversario. ¿Es así de admirable si, por concesión de Dios, adivina las mismas cosas que Dios ha dado a conocer a los suyos?37

Una controversia análoga la refleja Minucio Félix en El Octavio, donde el agnóstico Cecilio Natalio declara que el hombre, de naturaleza intermedia, no puede escrutar los cuerpos suspendidos por encima de él (quae supra nos), en las alturas celestes o en las entrañas de la tierra, ni tampoco en el ámbito divino: bastante tenemos si alcanzamos a conocernos íntimamente a nosotros mismos. Los filósofos que se aventuran más allá de los límites de nuestra condición de seres terrestres, prosigue, son temerarios que tratan de asaltar los cielos y elaboran conjeturas vacías de sentido.

Si te desnudas de toda preocupación ˗continuó dirigiendo su discurso a Octavio˗, no me será dificil demostrarte que en las cosas humanas todo es dudoso, incierto, problemático, y que nosotros podemos a lo sumo arribar a la verisimilitud, pero de ningún modo a la verdad. Por eso me admira que haya hombres, que cediendo a la fuerza de la desidia y del enojo, abracen ciegamente la primera opinión que se les presenta, en vez de armarse de un valor obstinado para investigar la verdad, examinarla y profundizarla. Pero todavía es mas doloroso y reprensible que los ignorantes y los mas zafios artesanos se desconozcan, y pretendan decidir acerca de la naturaleza del Ser Supremo, cuando se sabe que todas las escuelas de los filósofos han disputado hasta ahora sobre este asunto, y todavía no se han convenido: porque la flaqueza humana está tan lejos de poder elevarse hasta la Divinidad, que ni siquiera nos es dado conocerla, ni permitido tampoco investigarla: y además, que sería una impiedad que profanásemos lo que está en el cielo, sobre nuestras cabezas, o lo que está debajo de nuestros pies, en las entrañas de la tierra. Tengámonos por bastante felices y por bastante sabios si, según el consejo de aquel antiguo oráculo, llegamos a conocernos a nosotros mismos. Pero, si no sabemos contenernos dentro del estrecho círculo en que giramos; pues, ya que hemos sido arrojados a la tierra, por lo menos no nos forjemos fantasmas engañosas y temibles, intentando locamente volar hasta más allá de los astros.38

Sócrates, por su parte, al ser interrogado acerca de los cuerpos celestes, afirmó que “lo que está por encima de nosotros (quod supra nos) no nos afecta”.39  Este es el motivo por el que el oráculo délfico lo estimaba como el más sabio de los filósofos: por haber descubierto que no sabía nada.

Si os acucia el prurito de filosofar, el que de vosotros se sienta con fuerzas imite, si puede, a Sócrates, príncipe de la sabiduría. Conocida es su respuesta cuando se le preguntaba acerca de las sutilezas ultraterrenas: “Lo que está sobre nosotros nada nos importa”. Con razón, pues, mereció el testimonio del oráculo ponderando su prudencia singular. Coincidió su juicio con el del oráculo, en que la razón de ser antepuesto a los demás estaba no en haberlo sabido todo, sino en haber aprendido que no sabía nada. De modo que es soberana prudencia confesar su ignorancia.39

Octavio le concede a Cecilio Natalio que el “Conócete a ti mismo” es, en efecto, un precepto de primera importancia para el hombre, si bien entiende por él una búsqueda gracias a la cual el hombre examina lo que es, de dónde viene, por qué existe, si es un agregado de sustancias elementales o un compuesto de átomos, o si bien fue creado, conformado, animado por la divinidad. En razón del lazo que une a todos los seres, la explicación de lo humano no es posible, añade, más que en relación a lo divino: además, el gobierno de la ciudad tampoco es posible más que si se conoce el del universo, ciudad común de todos los hombres.

El hombre debe conocerse e investigar lo que es, su origen y su fin: si es el resultado de una combinación de elementos o un conglutinado de átomos, o más bien ha sido hecho, formado y animado por Dios. Pero esto no podemos indagarlo ni resolverlo sin el estudio del universo, pues todo anda tan trabado y confundido, que no es posible conocer al hombre sin el conocimiento previo de Dios, como no se puede administrar bien los negocios de un Estado si se desconoce esta común ciudad formada por el mundo.40

 

NOTAS

1 Según Jesús Cotta, “la primera palabra es "confianza, promesa de matrimonio..." y la tercera palabra es ceguera, ruina, mentira, locura... Sin embargo, la segunda palabra no se sabe si es un verbo o un adverbio o una preposición. Yo propondría dos traducciones: La promesa y, al lado, la mentira. O también: Una garantía y, a su lado, una ruina... Yo entiendo que aquí se contraponen dos aspectos contrarios que, inevitablemente en la vida, van juntos: si hay garantía, habrá engaño; si hay confianza, habrá ruina; si hay promesa, habrá mentira... muy en la línea griega de que un exceso de algo conlleva un exceso de lo contrario”.

2 Fragmentos presocráticos. Traducción, introducción y notas Alberto Bernabé. Madrid, Alianza Ed., 1988; reed. Barcelona, Altaya, 1995, pág. 135.

3 Esquilo, Tragedias. Traducción y notas de B. Perea. Madrid, Gredos, 1982; reed. Barcelona, RBA, 2005, pág. 554.

4 “Ves cómo fulmina Dios [a] los seres que descuellan y no les deja ensoberbecerse, mientras que los pequeños no le irritan. […] A nadie permite Dios altos pensamientos sino a sí mismo”. Los nueve libros de la historia. Barcelona, Eurolíber, 1990, pág. 298.

5 Vid. M.A. Santamaría Álvarez, “El equilibrio entre la grandeza y la miseria del hombre en los Epinicios de Píndaro”, en G. M. Cappelli (ed.), La dignità e la miseria dell’uomo nel pensiero europeo. Roma, Salerno, 2006,  pp. 65-74.

6 “Fidípides: ˗¿Qué cosa de utilidad podría aprender nadie de ésos? Estrepsiades: ˗Toda la sabiduría humana. Conocerás de ti mismo cuán cerrado e ignorante eres” (v. 840). Aristófanes, Comedias, 3. Introducciones, traducción y notas de Luis M. Macía aparicio. Madrid, Gredos, 2007, pág. 75.

7 Platón, “Alcibíades”, en Obras completas. Traducción de José Antonio Míguez. Madrid, Aguilar, 1966, pág. 253.

8 Platón, “Apología de Sócrates”, en Diálogos, I. Trad. de J. Calonge Ruiz. Madrid, Gredos, 1985, pág. 154.

9 Platón, “Protágoras”, op. cit., Trad. de C. García Gual, pág. 560.

10 Platón, “Cármides”, op. cit., Trad. de E. Lledó, pág. 348.

11 Ibíd., pág. 352.

12 Platón, “Fedro”, en Diálogos, III. Trad. de E. Lledó. Madrid, Gredos, 1986, pp. 315-316.

13 Platón, “Filebo”, en Diálogos, VI. Trad. de Mª Ángeles Durán. Madrid, Gredos, 1992, pág. 36.

14 Ibíd., pág. 90.

15 Platón, “Timeo”, en ibíd. Trad. de F. Lisi, pág. 233.

16 Platón, “Leyes”, en Diálogos, IX. Trad. de F. Lisi, pág. 259.

17 Esquines de Esfeto (425 a.C.-350 a.C.), fue un filósofo discípulo de Sócrates.​ Es mencionado en el Fedón de Platón como uno de los que estuvo presentes en el momento de la muerte del maestro en el 399 a.C. Según Diógenes Laercio, Esquines escribió siete diálogos socráticos.

18 Jenofonte, Recuerdos de Sócrates. Económico. Banquete. Apología de Sócrates.

Introducciones, traducciones y notas de Juan Zaragoza. Madrid, Gredos, 1991, pág. 129.

19 Ibíd., pág. 134.

20 Ibíd., pág. 164.

21 Ibíd., pp. 164-165.

22 Jenofonte, Helénicas. Introducción, traducción y notas de Orlando Guntiñas Tuñón. Madrid, Gredos, 1977, pág. 97.

23 Jenofonte, Ciropedia. Introducción, traducción y notas de Ana Vegas Sansalvador. Madrid, Gredos, 1987, pp. 392-393.

24 El asedio de Sardes tuvo lugar en diciembre del año 547 a. C. Tras las batallas de Pteria y Timbrea, el rey persa Ciro el Grande había obligado a refugiarse a los lidios en su capital, Sardes. Ciro II asedió la ciudad, que resistió durante dos semanas. A partir de su rendición, Lidia quedó oficialmente anexionada al imperio persa.

25 Loc. cit.

26 Isócrates, Παναθηναικός • Panatenaico. Traducción de Juan Manuel Guzmán Hermida. Edición electrónica en https://archive.org/details/isocrates-o-panatenaico/page/n67/mode/2up

27 Aristóteles, Retórica. Introducción, traducción y notas de Quintín Racionero. Madrid, Gredos, 1994, pág. 414.

28 Aristóteles, Ética nicomáquea • Ética Eudemia. Introducción, traducción y notas de Julio Palli Bonet. Madrid, Gredos, 1985, pág. 223.

29 Aristóteles, Magna Moralia. Introducciones, traducción y notas de Teresa Martínez Manzano y Leonardo Rodríguez Duplá. Madrid, Gredos, 2011, pág. 148.

30 Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Traducción, introducción y notas de Carlos García Gual. Madrid, Alianza Editorial, 2007, pág. 281.

31 Dion De Prusa, Discursos I-XI. Introducción, traducción y notas de G. Morocho. Madrid, Gredos, 1988, pág. 450.

32 Bión de Borístenes (Olbia, de Escitia, 325 a.C.-246 a.C.) fue un filósofo hedonista y escéptico griego. Parece aproximarse más a los cínicos, cuyo ingenio cáustico y sus actitudes contrarias a lo establecido compartía.

33 Fedro, Fábulas. Traducción de José Carrasco. Barcelona, Imprenta de Sierra y Martí, 1823, edición electrónica: https://es.wikisource.org/wiki/Fábulas_de_Fedro

34 Apud Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal, libro III, 73. Traducción de Víctor Herrero Llorente. Madrid, Gredos, 1987, pág. 219.

35 Cfr. supra, n. 12.

36 Tertuliano, Apologético • A los gentiles. Introducción, traducción y notas de Carmen Castillo García. Madrid, Gredos, 2001, pág. 184.

37 Tertuliano, A los paganos • El testimonio del alma. Introducción, traducción y notas de Jerónimo Leal. Madrid, Ciudad Nueva,  2004, pág. 163.

38 Minucio Félix, El Octavio. Traducción de Manuel Ximeno y Urieta. Versión en línea: https://es.wikisource.org/wiki/El_Octavio (levemente enmendada).

39 Lactancio, Instituciones divinas (libro III, 20, 10). Introducción, traducción y notas de E. Sánchez Salor. Madrid, Gredos, 1990, vol. 1, pp. 314-315.

40 Minucio Félix, El Octavio. Traducción, prólogo y notas del P. Santos de Domingo. Sevilla, Apostolado Mariano, s/f, pág. 38. Acceso en línea.

41 Ibíd., pág. 45.