En defensa del viejo humanismo

Desde su publicación en 2010 en la editorial Marcial Pons, el libro Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, de Javier García Gibert, se convirtió en una referencia irrebasable en el ámbito de los estudios humanísticos. Escrito en forma de ensayo, aunque con una atención extrema a la precisión cronológica y conceptual de la información manejada, la obra recorre los principales hitos de la tradición occidental, entendida como un discurso coherente y perdurable donde la humanidad, en virtud de su dignidad y de sus logros, se hace acreedora de una ubicación privilegiada en el cosmos. Este libro, ya agotado, será reeditado en 2024 por Cypress Cultura en una versión concienzudamente corregida, subsanando erratas y errores de la edición original. De este modo, el lector del siglo XXI podrá seguir contando, en formato impreso, con un libro del cual ningún humanista hispanohablante debería permirtirse el lujo de prescindir.



(Reproducimos a continuación el prólogo del libro, donde el autor expone someramente su propósito al abordar la composición de su obra).

Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura grecolatina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual. Hemos querido ser bien explícitos desde el mismo título (y subtítulo) del libro. Al elegir la expresión “viejo humanismo”, hemos descartado la alternativa de “humanismo clásico”, porque ese término parece asumir connotaciones filológicas o estilísticas que no lo definen, a nuestro juicio, por entero. Tampoco se trata de “humanismo antiguo” –aunque de la Antigüedad recibe su savia–, pues sigue presente en la obra y el pensamiento de algunos autores de la época moderna (por más que ésta vaya, en realidad, por derroteros considerablemente distintos). Precisamente, el sentir mayoritario de la modernidad –que considera a esa tradición como un “trasto viejo”–  justificaría, en primera instancia, el adjetivo elegido. Pero su anteposición al nombre indica nuestro verdadero punto de vista: no sólo porque alude al respeto por su larga (es decir, “vieja”) trayectoria, sino también porque traslada la emotividad con la se puede hablar de una “vieja ilusión” o de un “viejo amigo”. Tampoco es difícil imaginar que la elección del adjetivo no sólo cobra sentido por estas razones, sino sobre todo por su oposición a los humanismos “nuevos”. Desde la perspectiva que mantenemos en este libro, y como trataremos de ver a lo largo del mismo, estos “humanismos” de la modernidad –herederos todos ellos de la Ilustración– basados en el progreso, el humanitarismo, el igualitarismo democrático, el realismo científico, navegan con aquel nombre bajo pabellón falso y conculcan, de hecho, algunos de los principios más arraigados del viejo humanismo. No es que esta tradición no los acepte: es que no entiende por qué circulan con su bandera. 

Como reza el subtítulo del libro, éste presenta en sus diez capítulos la forma de una “exposición” histórica de la tradición humanística, en la que destacamos lo que, a nuestro juicio, son las aportaciones más significativas que diversos autores, en diversas épocas, han realizado hasta la actualidad para construir, fijar o interpretar los rasgos esenciales de esa tradición. Y también los elementos corruptores que han ido minando o disolviendo el legado humanístico desde el principio mismo de los tiempos modernos (en los siglos XVI y XVII). Nuestra exposición examinará los temas en el marco cronológico en el que aparecen, pero no escasearán remisiones a la actualidad para reflexionar, a menudo en forma de contraste, sobre la incidencia o el tratamiento contemporáneo de dichos temas. En este sentido, la exposición de la materia se lleva a cabo desde el punto de vista –o el punto de fuga– de nuestros días, lo cual, desde luego, no quiere decir que se asuman los presupuestos de la “modernidad”. En otro orden de cosas, cualquier erudito advertirá en seguida que éste no es un libro de erudición, y cualquier estudioso del humanismo percibirá de modo igualmente rápido –y quizá con un mohín decepcionado– que tampoco se trata de un libro “académico”. Que le falta neutralidad y que le sobra interpretación. Ciertamente, no hemos moderado hasta la moderación excesiva nuestro apasionamiento, aunque nos justificamos con lo que decía Epicuro en uno de sus Fragmentos: “También en la moderación hay un término medio, y quien no da con él es víctima de un error parecido al de quien se excede por desenfreno”. Aspiramos, en cualquier caso, a que la subjetividad confesada de nuestra lectura no sobrecargue, sino que dimensione, los temas, los textos y los autores que constituyen el hilo objetivo de la exposición. Ésta asume, en último término, la libertad del modo ensayístico, no sólo por ser éste el natural cauce histórico de la reflexión humanística, sino porque, como reza el subtítulo del libro, este ensayo, además de exposición, es también una “defensa”.

En relación a esto último podríamos hablar de un libro militante, que no rehúye el enfrentamiento con los enemigos antiguos y actuales de la tradición que abordamos. Tal vez convendría aclarar aquí el sentido de esta militancia. Los hombres han cambiado poco, aunque las cosas han cambiado mucho. En función de este postulado, vaya por delante nuestra convicción de que el viejo humanismo es un caudal de saber y autoconocimiento que dignifica al ser humano en su propia condición y le permite gestionar de la mejor manera sus problemas y aspiraciones intemporales. Pero no es un pasaporte para caminar con éxito por el mundo ni una panacea para los problemas históricos y colectivos de la sociedad actual. Más abocada al vértigo de lo inmediato que a la búsqueda de armonías vitales e intelectuales –entre la libertad creadora y la tradición cultural, entre lo individual y lo universal, entre lo contingente y lo imperecedero–, esta sociedad es la que, en último término, determina el carácter y la dirección de nuestra militancia humanística. Mucho más testimonial que proselitista, el cariz exacto de esta militancia –y de cualquier militancia intelectual– tiene mucho de histórico y de relativo: son los tiempos los que dictan, en un sentido u otro, la intensidad de la reacción a los errores más graves y a los unilateralismos más ciegos de cada época. Por poner sólo un ejemplo: la secularización y la racionalidad (más que el racionalismo) fueron características bien conocidas del humanismo renacentista para combatir la hipertrofia teologizante de un pensamiento y la superstición común de una sociedad, heredera todavía de las brumas medievales. Pero, dada la orientación dominante del mundo actual, en el que todo se contempla bajo el punto de vista material y profano, es una tarea de la tradición humanística –y de aquellos que son afectos a ella– recordar el concepto de lo sagrado y la importancia de lo espiritual, como agentes que refuerzan el sentido de la vida y el desarrollo completo y saludable del ser humano.

Nuestro propósito es dar algunos mapas para la localización de ese tesoro, aunque resulta imposible ignorar que la educación (o deseducación) contemporánea está derrumbando día tras día los puentes que dan el acceso hasta él. En realidad, el tesoro está donde estuvo y, si parece haber desaparecido de la faz del mundo, es porque éste lo ha cubierto con sus excesos. Engullidas por la selva o sepultadas por las cenizas, verdaderas maravillas de la humanidad –la ciudad sagrada de Machu–Picchu, los templos de Angkor o las urbes latinas de Herculano y Pompeya– no estuvieron a la vista durante siglos. Tal sucede en la actualidad con la sabiduría humanística: la lujuriante selva de internet y las vanas cenizas de la sobreinformación ocultan el tesoro que durante muchos siglos fue el hermoso santo y seña de la cultura occidental. La mala hierba prolifera si no se riega un campo, y acaba ocultando y volviendo imposible el cultivo de las plantas buenas. El campesino Virgilio nos cuenta algo de esto en sus Geórgicas (I, 152–159). La “funesta cizaña” (infelix lolium) y las “avenas vanas” (steriles avenae) son “la sombra que oscurece el campo”, y pueden arruinar o invadir las cosechas. En tanto cosecha de arte y sabiduría que constituye lo mejor que ha producido la humanidad en Occidente, una similar tarea de selección y poda –separar el grano de la paja, discernir lo relevante de lo intrascendente– se vuelve imprescindible en este tiempo, sobrecargado de información plana (plana como las pantallas en las que suele aparecer). La defensa del canon –incomprensiblemente difuminado en la enseñanza moderna– es una tarea cada vez más urgente. Una de las intenciones más firmes del presente libro es recordar la existencia del canon humanístico –que no es muy distinto, en último término, al canon de la cultura en Occidente– y reflexionar sobre la contribución específica que sus más grandes hitos han ido aportando a la tradición que ese canon encarna y representa.

El estudio de la tradición a la que nos referimos, que ha constituido históricamente al hombre occidental, no estaría completo sin una atención detenida al espíritu religioso del judeocristianismo, cuya presencia modaliza decisivamente el legado grecolatino. A reflexionar sobre la índole y el alcance de esa presencia he dedicado un libro anterior: Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica.[1] La aproximación hermenéutica de ese trabajo sobre algunos temas y algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento subrayaba los aspectos que, desde la perspectiva y los intereses del humanismo, podían resultar más relevantes en una tradición bíblica, que, al estar dominada por la férula de Dios, no puede en su conjunto ser considerada estrictamente como humanista. Aquel libro y éste se complementan, y eso justifica las remisiones que en lugares concretos de este trabajo se hacen respecto de aquella obra. Pero ello, en parte, también nos exime de valorar ahora en profundidad este legado judeocristiano, salvo en lo que afecta a su genérica dinamización del espíritu del hombre y a su confluencia histórica con la sabiduría humanística, asunto que trataremos específicamente en el capítulo tercero.

La “defensa” a que alude el subtítulo del libro es también la que piden unos principios que por doquier son atacados. Como decía Petrarca en las primeras líneas de su De ignorantia, frente a las invectivas que recibía por parte de los aristotélicos de su tiempo: “Es necesario hablar, no porque sea lo mejor, sino porque es difícil no hacerlo”. También es hoy difícil el silencio para algunos, o limitarse a templar gaitas, ante los planteamientos antihumanísticos –o lo que es peor: falsamente humanísticos– del vigente imperialismo ideológico de lo políticamente correcto. No ignoramos que con esta actitud muchas puertas se cierran ante este libro, pero eso no importa si también se le abren algunos corazones. Porque el libro, antes aún que una defensa, pretende ser un homenaje a una tradición de la que aún hay fieles y cómplices que participan. Y quién puede negar que existen buscadores francamente insatisfechos con el carácter prosaico y tecnológico de las devociones modernas. El valor del filólogo, del exégeta, del historiador de la cultura, debe ser aquél que en un cuento de Borges (El aleph) se asignaba a los “críticos”, que nada precioso pueden producir por sí mismos, “pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”. Esa es al menos la intención que abrigamos. Porque un tesoro es para el ser humano la tradición humanística, aunque la sociedad contemporánea, en su conjunto, parezca ignorarlo.

Nuestro propósito es dar algunos mapas para la localización de ese tesoro, aunque resulta imposible ignorar que la educación (o deseducación) contemporánea está derrumbando día tras día los puentes que dan el acceso hasta él. En realidad, el tesoro está donde estuvo y, si parece haber desaparecido de la faz del mundo, es porque éste lo ha cubierto con sus excesos. Engullidas por la selva o sepultadas por las cenizas, verdaderas maravillas de la humanidad –la ciudad sagrada de MachuPicchu, los templos de Angkor o las urbes latinas de Herculano y Pompeya– no estuvieron a la vista durante siglos. Tal sucede en la actualidad con la sabiduría humanística: la lujuriante selva de internet y las vanas cenizas de la sobreinformación ocultan el tesoro que durante muchos siglos fue el hermoso santo y seña de la cultura occidental. La mala hierba prolifera si no se riega un campo, y acaba ocultando y volviendo imposible el cultivo de las plantas buenas. El campesino Virgilio nos cuenta algo de esto en sus Geórgicas (I, 152–159). La “funesta cizaña” (infelix lolium) y las “avenas vanas” (steriles avenae) son “la sombra que oscurece el campo”, y pueden arruinar o invadir las cosechas. En tanto cosecha de arte y sabiduría que constituye lo mejor que ha producido la humanidad en Occidente, una similar tarea de selección y poda –separar el grano de la paja, discernir lo relevante de lo intrascendente– se vuelve imprescindible en este tiempo, sobrecargado de información plana (plana como las pantallas en las que suele aparecer). La defensa del canon –incomprensiblemente difuminado en la enseñanza moderna– es una tarea cada vez más urgente. Una de las intenciones más firmes del presente libro es recordar la existencia del canon humanístico –que no es muy distinto, en último término, al canon de la cultura en Occidente– y reflexionar sobre la contribución específica que sus más grandes hitos han ido aportando a la tradición que ese canon encarna y representa.

El estudio de la tradición a la que nos referimos, que ha constituido históricamente al hombre occidental, no estaría completo sin una atención detenida al espíritu religioso del judeocristianismo, cuya presencia modaliza decisivamente el legado grecolatino. A reflexionar sobre la índole y el alcance de esa presencia he dedicado un libro anterior: Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica.[1] La aproximación hermenéutica de ese trabajo sobre algunos temas y algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento subrayaba los aspectos que, desde la perspectiva y los intereses del humanismo, podían resultar más relevantes en una tradición bíblica, que, al estar dominada por la férula de Dios, no puede en su conjunto ser considerada estrictamente como humanista. Aquel libro y éste se complementan, y eso justifica las remisiones que en lugares concretos de este trabajo se hacen respecto de aquella obra. Pero ello, en parte, también nos exime de valorar ahora en profundidad este legado judeocristiano, salvo en lo que afecta a su genérica dinamización del espíritu del hombre y a su confluencia histórica con la sabiduría humanística, asunto que trataremos específicamente en el capítulo tercero.



[1] Antonio Machado Libros, Colección Literatura y Debate Crítico, Madrid, 2002.