La cultura del parricidio. La Modernidad contra la tradición

  


  

“¡Ay pobre de mí, que te tomé por dios a ti que no eres más que un cuenco!”

(Las nubes, 1473)

 

“Hipias.- Entre todos los hombres, la primera ley es venerar a los dioses.

Sócrates.-¿Y honrar a los padres no es también una ley universal?

Hipias.- También lo es.”

(Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, 20)

 

José Luis Trullo.- Dado el título del presente texto, no resultará difícil intuir cuál es la tesis que tratamos de demostrar: la de que la Modernidad, como período histórico que arranca en el siglo XV, adopta sus principios fundamentales en el XVIII, se consolida en el XIX y empieza a disolverse a finales del XX, busca y encuentra en el repudio explícito de la tradición (o, por lo menos, de su autoridad incontestable) una de sus bases fundamentales. Dicha vocación de autoafirmarse en referencia a una alteridad impugnada, que en principio podría comprenderse como un modo de poblar un espacio previamente ocupado, acaba convirtiéndose en una auténtica compulsión, casi en una fatalidad, de manera que el mecanismo de generación de innovaciones (especialmente, en los ámbitos de las creencias, del pensamiento y de las artes) se ciñe a dicho parámetro dialéctico. De este modo, parece que acaba imponiéndose lo que Octavio Paz califició de tradición de la ruptura, en virtud de la cual toda nueva propuesta comparece en términos de denuncia y rechazo de la “herencia recibida”: sin esa gestualidad rupturista, diferencial, pierde vigor y hasta pie.

            Soy consciente de que esta afirmación puede ser matizada hasta la extenuación. Baste con recordar los sucesivos “revivals” que se han producido en las últimas centurias, desde el ciceronianismo del siglo XVI hasta el neogótico del siglo XIX, pasando por el neoclasicismo del XVIII. Aparte, la devoción por el Imperio Romano se ha traducido en resurrecciones frecuentes de sus ideales e incluso de sus lemas y símbolos, mientras que es conocida la nostalgia de la Hélade que cultivaron los románticos alemanes, y después de ellos legiones de epígonos más o menos bien intencionados. Ni siquiera podemos excluir que, en la actualidad, no estemos viviendo cierto regresismo que abjura de los frutos de la revolución industrial, el capitalismo y el liberalismo (tres patas de las cuatro patas de la Modernidad, junto con el comunismo): ello explicaría el ecologismo, el indigenismo y el antiespecismo... pues si algo caracteriza a la cultura moderna es, precisamente, la aversión a la naturaleza no humanizada, el cosmopolitismo y el antropocentrismo. Y es que, paralela al imperativo progresivo de la modernidad, discurre una dimensión nostálgica que en no pocas ocasiones se manifiesta en forma de abierta regresión. Téngase en mente que el gesto fundacional del Humanismo renacentista, el de Petrarca (y cientos de eruditos tras su estela) impugnando la herencia escolástica para apelar a la pureza de las fuentes clásicas, parece contradecir esa “pasión por la novedad” que asociamos con la Modernidad, hasta el punto de que el lema que podría figurar en su frontispicio sería: “si es nuevo, es bueno”. Tanto es así que uno intuye que el moderno, si puede elegir, preferirá siempre un error original a un acierto legado por la tradición (aunque cabría recordarle que, en español, la locución temporal “de nuevo” significa... “otra vez”). Hasta ahí llega su esnobismo.

Sea como fuere, resulta poco discutible que si algo caracteriza al hombre moderno es su obsesión por apartarse del modelo, al menos, inmediatamente anterior al suyo: Harold Bloom detectó ese comportamiento de manera especialmente acentuada en la poesía romántica, tildándolo de “ansiedad de la influencia”; eso sí, el propio Bloom advertía que los autores auténticamente relevantes son aquellos capaces de entablar un diálogo creativo con esos modelos, y no quienes se limitaron a impugnarlos sin más.[1]

Ahora bien, yo no soy ni antiguo ni moderno: soy humanista. Eso significa, ante todo, que estoy convencido de la recurrencia inveterada, bajo máscaras distintas, de ciertas constantes culturales, ya no solo en el seno de nuestra propia tradición, sino, de manera transversal, de todas las tradiciones. Sí, creo en la philosophia perennis, y en este punto me parece que no estoy ni mucho menos solo: me acompañan innumerables personas que, en la misma senda, compartieron la intuición de una condición común a todas ellas, con independencia de su origen, su sexo, su raza, su religión, su extracción social o cualquier otra restricción sobrevenida al hecho de ser individuos dotados de razón, plenamente conscientes de su finitud y comprometidos con alguna forma de trascendencia.

Dicha convicción humanista me hace buscar, y casi siempre encontrar, ejemplos en cualquier época de cualquier cosa, y también de su contraria, lo cual avala y refuerza la idea antes expuesta. Como en botica, en la humanidad hay de todo: lo mejor y lo peor, el cambio y la permanencia. Verdad es que en ciertos momentos los vientos soplan más fuertes en una dirección que en otra, pero al final siempre se impone la impresión de que no hay nada totalmente nuevo bajo el sol: que todo viene de muy atrás y nos atraviesa como una ola gigantesca que, en el mejor de los casos, surfearemos con tino y pericia para legar más o menos intacta la tabla a nuestros sucesores.

Todo esto viene a cuento para explicar el porqué de recurrir, para comprender una época que suponemos solo nuestra y, como tal, singular e irrepetible, a un texto compuesto este año hace, exactamente, 2.400. Me refiero a la comedia Las nubes, de Aristófanes, estrenada en la ciudad de Afrodisia y que plasma, de manera satírica y un tanto torticera ˗sobre todo, en lo que concierne al personaje de Sócrates˗, una crítica abierta hacia la situación que se vivía en la Atenas de la época. Una lectura siquiera somera de la obra evoca en nuestra mente, de manera inmediata, conceptos que vuelven a estar hoy sobre la mesa. Ahora bien, a diferencia de lo que (me temo) aventuraría uno de nuestros contemporáneos, ello no convierte a su autor en un moderno avant la lettre, ni mucho menos en un adelantado a su época, sino a nosotros en sus epígonos. De hecho, la perdurabilidad de las cuestiones planteadas en esta pieza nos vienen a confirmar nuestras sospechas de que algo tiene el pasado, cuando no fenece.

Pero entremos ya en materia. La obra principia con los lamentos de Estrepsíades, que se encuentra agobiado por las deudas que ha contraído para costear los ecuestres caprichos de su hijo Fidípides. Ante la imposibilidad de hacer frente a los acreedores, decide animar a su vástago a que aprenda el arte de persuadir, de manera que pueda ante un tribunal, gracias a su verbo florido, hacer prevalecer sus intereses, aun sabiendo que son ilícitos. Para ello, ha decidido mandarle a una suerte de academia sofística, regentada por Sócrates (!), la cual describe con las siguientes palabras:

 

Ese es un caviladero de mentes sabias; dentro habitan unos hombres que hablan del cielo y te convencen de que es una estufa que nos rodea y que nosotros somos las brasas. Si se les paga dinero, enseñan a ganar, hablando con la razón o sin ella.[2] (93ss, pág. 28)

 

Estrepsíades argumenta que, adquiriendo las técnicas que imparten dichos sofistas, es posible perturbar la argumentación de tal modo, que la instancia encargada de dirimir los diferendos jurídicos acabe absolviendo al culpable, cuando no culpabilizando al inocente, según se verá más adelante:

 

Dicen que entre ellos se encuentran los dos Argumentos, el Superior, tal como es, y el Inferior. Y dicen que uno de ellos, el Inferior, consigue vencer defendiendo las causas más injustas, conque si tú me aprendieras ese Argumento Injusto, de todas las deudas que tengo por tu culpa no pagaría a nadie ni un solo óbolo (113ss, pág. 29).

 

El hijo, sin embargo, declina aduciendo que son “pura chusma”, “unos bocazas de faz pálida, que andan sin sandalias” (102-103). Ante el empecinamiento en la negativa de su vástago, decide el padre asistir él mismo a dicha escuela, aunque duda de que, dada su provecta edad, cuente con las aptitudes mínimas para adquirir el conocimiento necesario con que conseguir sus aviesos fines: “¿Cómo podré aprender yo, un viejo torpe y desmemoriado, las sutilezas de los razonamientos exactos?” (129, pág. 30).

Nótese aquí el cinismo que supone identificar la verdad con lo útil, algo solo al alcance de los más refinados pragmatistas estadounidenses, pero que en realidad entronca con la tradición del arte de la oratoria, centrada en la eficacia del discurso por encima de cualquier otra consideración. Esta distancia entre lo justo en sí mismo y lo legalmente establecido, así como del rédito que uno pueda obtener de dicha distancia en virtud del uso torticero al que logre someter al lenguaje, no debe perderse de vista, pues estará sonando como un basso continuo a lo largo de toda la obra.

Estrepsíades es recibido con recelo en la academia sofística pues, según se le hace saber, lo que allí se dirime “no está permitido decírselo más que a los discípulos” (140, pág. 30). El ambiente que rodea al cenáculo es presentado, en todo momento, como extravagante y esotérico, impregnado de “secreto” (143, pág. 31), en un entorno orientalizante y sectario que el autor pinta como ajeno a la franqueza, la transparencia y la honestidad de la paideia clásica. Tras regocijarse en una pintura satírica del personaje de Sócrates ˗quien parece más preocupado por la observación del firmamento y por pergeñar juegos lingüísticos que por las materias de índole ético con que solemos asociarlo, merced a la información plasmada en los diálogos platónicos más tempranos y en los Recuerdos de Jenofonte˗, Aristófanes procede a desarrollar la trama principal de su comedia. Estrepsíades, tras conseguir ser aceptado como discípulo, expone cuál es la razón de su interés en ser formado como sofista: “Quiero aprender a hablar, pues los intereses y unos acreedores implacables me llevan y me traen, y mis bienes están hipotecados” (240, pág. 38): “enséñame uno de tus dos Argumentos, el que no paga nada de lo que debe” (244). Esta morosidad voluntaria cabe retenerla en la memoria, pues no es baladí ni se limita a sus términos estrictamente materiales. Lo veremos después.

Un aspecto que Aristófanes se preocupa de enfatizar desde el primer momento es el de la impiedad de los sofistas: frente a la religiosidad tradicional que muestra Estrepsíades desde los primeros lances de la comedia (encomendándose, bien es verdad que de un modo algo convencional, a Deméter o a Zeus Soberano), Sócrates es presentado como un descreído: “los dioses no son moneda que aceptemos nosotros”, pues aquellos a los que allí se rinde culto son “las Nubes” (246ss); es más: “Ellas y sólo ellas son diosas. Todo lo demás es farfolla” (365, pág. 46). Y en el colmo de la insolencia: “No hay Zeus”. Caben pocas dudas de que el autor detecta una íntima relación entre esta falta de piedad tradicional y el modo en que los sofistas presumen de hacer prevalecer lo injusto gracias al uso pervertido del lenguaje. Yo diría que subyace en esta asociación una denuncia latente de la convicción, tan sofística como estrictamente actual, de que “todo es lenguaje”, incluso de que “solo hay lenguaje”. Volveremos sobre ello.

En cualquier caso, Sócrates le promete que allí Estrepsíades se hará “experto de la palabra, unas castañuelas, harina en flor” (259-260, pág. 39). Y esa pericia es la llave del éxito social, según se encarga de subrayar el corifeo: “lo mejor es triunfar actuando y planeando con la lengua como arma” (418, pág. 49). Ahora bien, para revelarle los arcanos que han de permitirle triunfar en sus propósitos, que no son otros que no devolver lo que debe apelando a todo tipo de subterfugios retóricos, Sócrates le hace jurar: “no creerás en otros dioses que en los nuestros, el Caos, las Nubes y la Lengua, esos tres”. ¡Bonita Trinidad atea!

Aunque Estrepsíades acepta, todo en aras de lograr “ser hablando el mejor de los helenos” (430, pág. 50), ello no lo ansía para alcanzar alguna suerte de excelencia intelectual o por mor de un propósito de índole más o menos elevada, sino para no tener que reintegrar el dinero que se le requiere en buena lid: “lo mío no son las propuestas importantes; no es eso lo que yo ansío. Sólo lo necesario para volver las sentencias a mi favor y escabullirme de mis acreedores” (435). ¡Humilde aprendiz de Mefistófeles, que abjura de su religión, de su palabra y hasta de su dignidad a cambio de unas pocas monedas! A todo está dispuesto nuestro Judas Iscariote: “Golpes, hambre, sed, suciedad, frío, mi piel a tiras para un odre, si he de librarme de las deudas” (440, pág. 51). No le importa un ardite si ello le supone que se le impute “fama de duro, elocuente, audaz, resuelto, desvergonzado, urdidor de embustes, lengua suelta, pilar de los tribunales, código viviente, castañuela, zorro, vivales, astuto, ladino, escurridizo, embaucador, punzante, canalla, revoltoso, brusco, basura. Si al encontrarse conmigo me dan esos títulos, adelante, que hagan lo que tengan que hacer” (442-450). Y apostilla, jocoso, el corifeo:

 

Tiene éste un ánimo nada timorato, sino bien dispuesto.

Sabe que si aprende eso de mí, alcanzará entre los hombres

una gloria de proporciones celestiales.

 

Dicho y hecho, Estrepsíades se somete a una dura instrucción sofística, consistente en todo tipo de lecciones absurdas y estériles, auténtica parodia de lo que debería ser una educación para la ciudadanía; al fin y al cabo, quien se propone metas idiotas bien se merece ser sometido a torturas sin fin... Una vez superado con éxito el curso exprés para convertirse en un perfecto truhán, eso sí, muy bien hablado, retorna Estrepsíades a su vida de todos los días completamente transformado. Y al primero que encuentra es a su hijo Fidípides, quien se queda pasmado ante el cambio que ha experimentado su progenitor: “Pero padre, hombre de dios, ¿qué te pasa? No estás en tus cabales, por Zeus Olímpico” (815, pág. 73). La respuesta de Estrepsíades no puede pasmarnos más: “Mira mira, «por Zeus Olímpico». ¡Qué estupidez, creer en Zeus a tu edad! [...] Eres un bebé chapado a la antigua”. ¿Dónde ha quedado el hombre que, aunque tahúr y moroso, aún mostraba una reverencia, digamos, clásica hacia los dioses olímpicos? Muy sencillo: ha mutado. Yo diría: se ha modernizado. Fruto de su recientemente adquirida formación sofística, basada en el inmoral uso del lenguaje sin atender a consideraciones morales, se ha vuelto un presuntuoso, insolente y descreído. ¡A la vejez, viruelas! Cualquiera diría que ha regresado a casa tras cursar un Erasmus en Milán...

 

Estrepsíades: ¿Ves qué cosa tan buena es aprender? No existe Zeus, Fidípides.

Fidípides: ¿Quién, entonces?

Estrepsíade: Remolino reina después de haber destronado a Zeus.

Fidípides: ¡Arrea, qué bobadas dices!

Estrepsíades: Entérate de que eso es así.

Fidípides: ¿Quién lo dice?

Estrepsíades: Sócrates de Melos.

 

Podríamos traducir: ¡Dios ha muerto, Sócrates lo ha matado! Si Zeus accedió al poder derrotando a los titanes, se va visto a su vez desplazado por ese “remolino” vago y falsario, desprovisto de enjundia ya no solo teológica, sino tambien cultural y social: así, mientras que la creencia en los dioses olímpicos brindaba a la ciudad un marco común de convivencia, merced a unos referentes compartidos y unos valores consolidados por la tradición, la educación sofística, vacua y malévola, egotista y ergotista, disolvente podríamos decir, abate los diques que distinguían lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Parece que asoma Zarathustra la nariz: el sofista se ubica “más allá del bien y del mal”, motivado únicamente por su voluntad de poder.

Fidípides se muestra escandalizado ante la metamorfosis de su progenitor, quien por su parte defiende a sus maestros a capa y espada:

 

Fidípides: ¿Qué cosa de utilidad podría aprender nadie de ésos?

Estrepsíades: Toda la sabiduría humana. Conocerás de ti mismo cuán cerrado e ignorante eres.

 

Estrepsíades conduce entonces a su hijo ante dos figuras alegóricas, el Discurso Justo y el Injusto, quienes van a entablar una contienda dialéctica que enseguida descubrimos reducida a una querella entre antiguos y modernos, sin mayor calado intelectual: así, mientras que el primero tilda al segundo de “descarado”, este por su parte le califica de “carcamal”... (En ello sólo hemos ganado una panoplia más amplia de epítetos: ahora, a quienes defienden los valores “de toda la vida de Dios” les califican de carrozas, de cavernícolas, de medievales... ¡de fascistas!). Uno y otro ponen sobre la mesa sus bazas argumentales, tan apodícticas que carecen de elaboración alguna y se degradan en vacuas consignas, casi en eslóganes publicitarios: “ni siquiera existe la justicia”, “descubro ideas novedosas”, profiere el Injusto; “la justicia está junto a los dioses”, replica el Justo.

 

Argumento Injusto: Eres un viejo imbécil y pasado de moda.

Argumento Justo: Y tú, un degenerado y un sinvergüenza.

 

¿No nos recuerda al sempiterno “y tú más” de nuestros pseudodebates parlamentarios? Lejos de las alambicadas diatribas en las que gustaban de enzarzarse tanto los auténticos sofistas como el Sócrates que retratan Platón y Jenofonte, nos encontramos en un escenario tabernario donde vuelan los golpes bajos y las expresiones malsonantes. De vivir “en pleno siglo XXI”, no tengo ninguna duda de que Aristófanes habría echado mano de las onomatopeyas del cartoon: “¡pum!”, “¡pam!”, o de Twitter: “¡zasca!”...

Su desconfianza respecto al valor del diálogo planteado en términos estrictamente agonísticos, sin parar mientes en la dimensión axiológica de los conceptos manejados, es total. Una sociedad que le da la espalda a las consideraciones sobre los contenidos para entregarse al culto a las formas se ve abocada a la frivolidad, a las luchas por el poder y a la tiranía de los piquitos de oro, también llamados demagogos. A mí me resulta extraordinariamente... no, no diré moderno, sino vigente, como todo aquello que detecta una palmaria recurrencia histórica.

Aun con todo, no llega la desesperación del comediógrafo hasta el punto de tirar la toalla y estimar igualmente reprobables lo justo y lo injusto, pues ello le convertiría de inmediato en un seguidor de los sofistas... Al menos, todavía defiende que la pedagogía consiste en “salvarlo [al educando] y no de que se ejercite sólo en la charlatanería”; y, por supuesto, esa salvación no pasa por la del mezquino interés personal...

Visto que el encono verbal no desemboca en ninguna suerte de síntesis dialéctica, el corifeo interviene:

 

Dejaos de peleas e insultos. Muestra tú lo que enseñabas a los hombres de antaño y tú la educación moderna, para que éste [se refiere a Fidípides] pueda decidir con quién quiere estudiar después de oíros discutir vuestras razones. (935-937, pág. 82).

 

Y apostilla el coro, enfatizando la relevancia del momento: “Es ahora y aquí cuando pasa por el trance de más alto riesgo la sabiduría”. Se dirime si la sociedad va a caer en manos de la manipulación retórica, atea e inmoral, o se mantendrá firme en la defensa de los valores transmitidos por la tradición.

El Argumento Justo se dispone entonces a glosar “cómo era la educación antiguamente, cuando yo iba viento en popa proclamando la justicia y la cordura estaba bien vista” (962, pág. 83), y los jóvenes crecían “ entonando la armonía que habían recibido en herencia de sus padres”. Este aspecto me parece clave. Aristófanes denuncia que los sofistas han dinamitado la cadena que engarzaba, de manera natural, la transmisión de los valores justos de una generación a la siguiente; en su lugar, han erigido un culto a las supercherías deicidas y al manejo inmoral y deshonesto del lenguaje para rendirse a las “novedades”, todo ello en aras del interés individual y en perjuicio del bien colectivo de la ciudad. No es preciso esforzarse mucho para descubrir en esta denuncia unos parámetros que van a volver a comparecer, de manera más o menos recurrente, en épocas sucesivas... hasta llegar a nuestros días. De hecho, si algún aguerrido dramaturgo se decidiera a llevar a escena esta obra ahora mismo, no tendría que adaptarla demasiado para que cualquier espectador percibiese de inmediato su actualidad.

Pasa el Argumento Justo a exponerle al joven Fidípides cuáles son los principios a los que debe ajustar su conducta, apelando en todo momento a la autoridad de Estrepsíades: “no replicarás en nada a tu padre” (997, pág. 85). En especial, le conmina a no dejarse embaucar por los sofistas:

 

Pasarás el tiempo en el gimnasio, reluciente y fresco como una flor, y no discutiendo en el ágora idioteces sin sentido, como hacen ahora, dejándose arrastrar por asuntos de minucia, especialidad de embaucadores que, pese a su presunción, no saben nada de nada.

 

Aristófanes parece desconocer u olvidar que no otro era el propósito del Sócrates que conocemos por los textos de Platón y Jenofonte: desenmascarar la falsa sabiduría de los sofistas para oponerle un modelo de conocimiento de relevancia ética y resonancias teológicas (si admitimos, como hago yo, que su daimon las posee).[3] Pero eso es harina de otro costal...

Los efectos de la propuesta pedagógica del Argumento Justo (o “antiguo”) no pueden ser más prometedores. Se diría que estamos ante un auténtico menú de tentaciones, eso sí, plenamente virtuosas (Tibi dabo):

 

Si haces lo que te digo y dedicas a ello tu atención tendrás siempre el pecho fuerte, la piel brillante, los hombros anchos, la lengua corta, el culo grande, la polla pequeña. Pero si te comportas como los de ahora, tendrás la piel pálida, los hombros estrechos, el pecho débil, la lengua larga, el culo breve y el nabo grande (1009-1012, pág. 85).

 

(El motivo por el que un joven pueda preferir un miembro viril de reducido tamaño a uno mayor nos suscita una duda que deberemos dejar sin resolver).

Lo peor es que, de arrojarse en brazos de los sofistas, el joven aceptará la subversión de todos los valores: “tendrás a bien considerar bueno todo lo vergonzoso y vergonzoso lo bueno” y “estarás lleno de las mariconerías de Antímaco”. Ojo, que nadie me denuncie ante el Ministerio de la Verdad; no lo digo yo: lo escribió un fascista hace 2.500 años... Esta denuncia de que las modernidades ponen el mundo conocido boca abajo llegará, ya lo sabemos, hasta las orillas de la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX, cuando un bigotudo de enfermiza constitución y escaso éxito entre las féminas proclamará a voz en cuello que él había venido a ponerse el mundo por montera...

Llega el turno del Argumento Injusto, que se jacta de ser “el primero que pretendió oponer razones a la ley y a la justicia” (1039, pág. 86), y entiéndase aquí por razones: argumentos, discursos, tesis formalmente atendibles con independencia de si su contenido repugna a la moral, a las costumbres y a la tradición... incluso al mero sentido común. De hecho, es característico de los sofistas presumir de no encomendarse ni a dios ni al diablo para defender lo indefendible, hasta el punto de extraer de ello un perverso placer: la propia figura de Sócrates en esta obra encarna la parodia, no sé si extrema, de dicha actitud. La chusca escena, tan “actual”, en la cual se diserta acerca del género de las palabras resulta paradigmática del escaso valor que los sofistas parecen conceder a la verosimilitud real de las proposiciones, pues de lo que se trata al fin y al cabo es de mostrar y demostrar la prevalencia omnímoda de la retórica más allá, ya no de la verdad, sino incluso de la utilidad del lenguaje para preservar el bien común: hay que imponerse al adversario dialéctico, y si para ello es preciso retorcer las categorías compartidas... sea. De lo que se trata, en definitiva, es de alcanzar (y conservar) el poder. Maquiavelo y Gobbels sonríen desde sus tumbas... mientras, compungido, George Orwell se cubre el rostro de pura vergüenza. Por lo demás, no se trata de una situación que nos resulte ajena o distante en el tiempo; de hecho, ahora mismo vivimos una tesitura muy semejante: baste con mencionar las bizantinas distinciones entre sexo biológico y género autopercibido para comprender lo recurrente de este tipo de artificiosas dialécticas que más bien parecen ideadas para confundir y embarullar que para aclarar el tema del que hablamos.

Pero volvamos a esas “razones” que el Argumento Injusto le plantea al ingenuo de Fidípides, y que se resumen en un banal carpe diem o, en román paladino, un sálvese quien pueda: “salta, ríe y no tengas nada por vergonzoso” (1178, pág. 88). Este gay saber, tan nietzscheano que no es preciso insistir en ello, incluye recursos retóricos para defenderse de los eventuales ataques, como el de que “si resultas cogido en adulterio, dile al marido que tú no eres culpable de nada; luego le echas la culpa a Zeus: él también es derrotado por el amor y las mujeres. ¿Cómo tú, un simple mortal como eres, podrías ser mejor que un dios?” (1079-1082). Difícil no reconocer en esta cínica réplica el eco de la que Jenófanes, aunque para fines mucho más elevados, le reprocharía al máximo representante del politeísmo helénico.

Ante la imposibilidad de que el Argumento Injusto se apee del caballo, el Justo decide tirar la toalla y Estrepsíades opta entonces por confiarle la educación de su hijo Fidípides al ladino vencedor. Craso error. Cuando regresa de su “período formativo”, el joven se presenta bruscamente cambiado. La transformación ha sido un éxito.

 

Ahora, mirándote, se te ve niegalotodo, respondón y con ese «¿y tú qué dices?», propio de nuestra ciudad, floreciendo en ti con toda naturalidad. Conozco bien esa apariencia de ofendido siendo ofensor y culpable; en tu rostro está impresa la descarada mirada de los hombres del Ática. (1171-1074, pág. 94)

 

Esa “apariencia de ofendido siendo ofensor” a mí, personalmente, me resulta muy familiar... Por otro lado, esa actitud despectiva, soberbia e insolente tampoco hay que buscarla en lejanos desiertos ni épocas pretéritas, ¿no les parece? El coro de Las nubes se teme lo peor:

 

Creo que pronto va a conseguir lo que

busca hace tiempo:

su hijo será un portento

para expresar ideas contrarias

a la justicia, y podrá

vencer a todos con cuantos

dispute, aunque diga

canalladas.

 

Sin embargo, la situación describe un giro nuevo cuando Fidípides, a su soberbia e insolencia, añade un aspecto que no por imprevisto resulta menos lógico (o absurdamente lógico, podríamos decir): se ha convertido en, ojo, parricida, si no en términos materiales, sí al menos simbólicos.

 

Estrepsíades: ¡Ay, ay! Vecinos, parientes y paisanos, me sacuden; ¡defendedme como sea! ¡Ay mi cabeza y mi mandíbula, pobre de mí! ¿Pegas a tu padre?

Fidípides: Eso es, padre.

[...]

Estrepsíades: ¡Canalla, parricida, perforamuros!

 

Recordemos que en nuestra lengua atesoramos un refrán muy a propósito de lo que se está produciendo: “es más feo que pegar a un padre”. Hacerlo resulta aberrante, monstruoso, inmoral: constituye, si se puede decir así, un crimen de lesa paternidad, pues a nuestros progrenitores les debemos, además de la vida, el máximo respeto. En una sociedad como la humana, hasta donde yo sé, ninguna cultura se ha planteado jamás que pudiera ser de otro modo. Abramos un inciso para contemplar, muy someramente, algunos testimonios a este respecto.

Leemos en Éxodo 20,12: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Yahveh tu Dios te da”. Explica Moshe Weissman:

 

La recompensa por honrar a los padres es longevidad en olam habá (mundo venidero). Si bien la principal recompensa por la mitzvá está reservada para el mundo venidero, es una de las mitzvot de las cuales una persona también recibe beneficio en este mundo.[4]

 

Llama la atención que la longevidad y la dicha eterna sean el premio reservado a quienes honran a su padre y a su madre, como si en el respeto a la prevalencia de los mayores se accediese a una suerte de excepción temporal: a una trascendencia, sí.

Esta idea, como no podía ser de otra manera, la hereda filialmente el cristianismo. Consta en el Catecismo de la Iglesia Católica, aunque de un modo aún más sucinto y categórico: “Honrarás a tu padre y a tu madre”.[5] Admitamos que el modo en que el cristianismo acoge el legado judío resulta, cuanto menos... original (y no solo en el mejor sentido de la palabra). No podemos profundizar aquí y ahora en cómo se plantea esta relación dialéctica entre el Nuevo y el Viejo Testamento, de la mano de algunos apologistas de los siglos II y III, como una suerte de parricidio selectivo...[6] presagio de una tensión que volverá a comparecer a lo largo de los siglos, y a propósito de todo tipo de cuestiones. Tampoco fue siempre pacífica la coexistencia entre los cristianos y los paganos, a pesar de Clemente, Jerónimo, Agustín y Basilio; de hecho, los romanos reprochaban a los discípulos de Jesús el estar predicando un culto nuevo, sin historia... a lo cual ellos contraponían la venerable antigüedad mosaica, trabando en ocasiones genealogías intelectuales sumamente fantásticas y peregrinas.[7] Y, hablando de romanos, no debe olvidarse que Augusto aceptó en el año 2 a.C. el título extraordinario de padre de la patria (pater patriae)... Por suerte para el orbe entero, en unos meses vendría el Hijo de Dios a poner pie en pared ante tanta desmesura (hybris, sí, pues Padre no hay más que Uno, y está en los cielos).

Me interesa especialmente aludir a la importancia de la “gratitud” que reconoce Peter Kreeft en el cuarto mandamiento:[8] esa experiencia de dependencia radical, preñada de reconocimiento, respecto de quienes nos han puesto en la tierra, nos han criado y nos han transmitido las herramientas necesarias para valernos por nosotros mismos, puede que sea una de las que peor paradas han salido de los combates culturales librados durante la Modernidad. Al fin y al cabo, se trata de una auténtica querella entre humildes y soberbios, cuya crónica está por escribir.

Erasmo de Rotterdam incide en esta idea cuando, en su comentario al dístico de Catón “Datum serua” (Conserva lo que te han dado), añade: “como si te hubiera sido confiado en depósito”.[9] Imposible no percibir esta alianza entre el respeto a los mayores y la transmisión cultural entre generaciones como uno de los fundamentos de la vida humana, ya no solo en el cristianismo, sino en cualquier sociedad que aspire a perdurar.

¿Cómo olvidar, a este respecto, las palabras de Confucio, cuando afirma: “Respetar a los padres y a los mayores es la base esencial de la humanidad”?[10] Y un poco más adelante: “Cuando se honra a los muertos y se mantiene viva la memoria de los antepasados remotos, la virtud de un pueblo se halla en su plenitud”.[11]

Los testimonios en la misma dirección podrían multiplicarse hasta el infinito, pues no resulta demasiado arriesgado afirmar que cualquier comunidad humana, para merecer el nombre de tal, necesita cimentarse en la ascendencia (no diré absoluta, pero sí cuanto menos perentoria) de los ancestros y el sentimiento, por parte de los vivos, de ese respeto y esa gratitud hacia quienes nos precedieron. Por supuesto que ello no implica que los recién llegados deban limitarse a recepcionar y despachar intacto el legado que se les confía: no nos engañemos, por mucho que esa fuese la voluntad de nuestros padres, la variación forma parte de la vida misma (ya sabemos: renovarse o morir)... Basta recordar la extrema vitalidad de la cultura popular de transmisión oral para comprender cómo el cambio forma parte de la propia entraña de la tradición cultural; otra cosa será ese estrafalario tradicionalismo, monstruosa criatura solo concebible en un contexto de progreso atosigante.[12] De hecho, ni siquiera una sociedad tan apegada a su propia tradición como la romana excluyó ese componente dinámico que nutre cualquier cultura que se quiera viva:

 

El mos maiorum ["la costumbre de los ancestros"] abarcaba todas las actividades humanas (ámbito religioso, intelectual, político) y se impuso como un ideal. Pero este último no era estático, sino que permitía asimilar las novedades e integrarlas en una continuidad.[13]

 

Esta permanencia en el cambio, que tanto obsesionaría a Hegel hasta el punto de pergeñar toda una filosofía para justificarla racionalmente, ha constituido el marco más o menos estable en el cual la humanidad se ha movido (salvo cataclismos puntuales) durante dos milenios y medio, y es el que se ha visto drásticamente puesto en la picota, de manera puede que ya irreversible, en la Modernidad. ¿No proclama Sigmund Freud que, en el curso de la evolución psicológica del niño, es preciso matar al padre para que acceda a la madurez?[14] Pero, ¡hombre de Dios! ¿No podrías haber encontrado otra analogía menos cruenta? Sin embargo, en su carácter agresivo y virulento, el psicoanalista austríaco de origen judío había intuido cuál era la auténtica entraña de la cultura de su tiempo (que sigue siendo el nuestro), por mucho que él creyera que detectaba una constante universal. Otro judío, Karl Marx, abundaría en la misma idea al erigir la lucha de clases como motor de la historia, de nuevo con la confrontación como impulso fundamental. Si les sumamos a Friedrich Nietzsche, el asesino retórico de Dios, obtenemos la tríada fatal que ha encarnado los valores fundamentales de la Modernidad: repudio de la armonía entre las generaciones, las clases sociales, las creencias... todos contra todos, en una orgía caníbal cuya funesta cosecha estamos empezando a reconocer ahora. Basta con escuchar el informativo del día para darse un auténtico atracón de parricidios, infanticidios y uxoricidios... El aborto y la eutanasia se proclaman “derechos de la persona”, mientras la familia como estructura de acogida se disuelve en toda suerte de asociaciones de conveniencia, con mascotas incluidas. En ciertos aspectos, y sin temor a exagerar, podríamos decir que estamos ante una auténtica regresión evolutiva: la posmodernidad parece empeñada en devolvernos, ya no a las cavernas (como dicen temer, un día sí y otro también, los adalides del progreso), sino directamente... a la jungla.

            Hay quienes atribuyen a Martin Lutero el gesto fundacional de la Modernidad, al impugnar con un gesto expeditivo la deuda de los cristianos hacia la tradición (y, dentro de ella, la de los propios Padres de la Iglesia), remitiéndoles a una lectura directa de las fuentes bíblicas en virtud del principio de la Sola Scriptura. (Su traducción de la Biblia al alemán, con todo lo que implica, iría por esa senda). Con ello, el luteranismo se desembarazaría de cualquier compromiso hacia quienes habrían transmitido el legado de Jesús de Nazaret en una cadena que se creía perpetua, pero que de esta manera se vería, ya no amenazada, sino suprimida, cancelada. Sin embargo, la supuesta desvinculación del creyente reformado respecto a cualquier antecente histórico, en nombre de una comunicación inmediata entre el individuo y Dios, enseguida se vio sometida (como no podía ser de otra manera) a un nuevo corsé hermenéutico, de manera que el propio Martín Lutero y su interpretación, en especial de la Epístola a los Romanos, se constituyeron en la piedra de Rosetta que debía emplearse para acoger el mensaje evangélico. De hecho, en el seno del protestantismo se libró una nueva querella ˗poco conocida en el mundo católico, que bastante tenía con sus propias disensiones y correciones internas˗ entre quienes abogaban por una ortodoxia estricta, sometida a la severa directriz del padre de la Reforma, y aquellos que, guiados por un espíritu conciliador, estaban dispuestos a tender la mano a otros modos de relacionarse con la propia tradición cristiana (y, sobre todo, con la escolástica).

 

Desaparecido Lutero, desaparecido Melanchton, sus discípulos fueron alejándose en medida creciente entre sí, mientras luchaban por todos los medios por el predominio en el favor de los principes y en la enseñanza universitaria: intrigas y política se unen en estas luchas a la oposición insuperable entre espiritu humanista, erasmista, y misticismo anhistórico luterano, entre tendencias racionales en la interpretación de las doctrinas y tendencias tradicionalistas que parten de la fe sólida y maciza. El «felipismo», como se llamaba a la tendencia de los seguidores de Melanchton, representa el esfuerzo por dar forma de cultura humanística y de tendencias racionales y conciliadoras (algunos felipistas pensaban todavía, concluso ya hacía años el Concilio de Trento, en una conciliación incluso doctrinal con la Iglesia católica) a la religiosidad luterana.[15]

 

No es preciso abundar demasiado en la función crucial que tiene la tradición para el catolicismo romano, aunque tampoco está de más destacar que, en una sociedad donde la familia constituye el núcleo esencial, y el pater la clave de bóveda de la misma, la relación entre autoridad y transmisión está fuera de toda duda. De hecho, la propia legitimidad del padre reside en su sumisión a la de la tradición: su poder no es fundante, está fundado, y le atraviesa en canal, convirtiéndole en un siervo de valores que recibe y traspasa. Nadie más ajeno al ejercicio de la tiranía que un padre digno de ese nombre: puede ser riguroso, claro, pero en la medida en que ejerce tareas de supervisión y corrección dentro de un marco axiológico que le trasciende. Cualquier sociedad tradicional deposita en manos de ciertos agentes una labor de policía cuya licitud depende directa e incondicionalmente del correcto ejercicio de la misma. Un padre que abusa de su poder, del mismo modo que un monarca que lo ejerce a capricho, constituyen una amenaza para el propio sistema que les sostiene, faltando a la misión que les ha sido encomendada y perdiendo el derecho moral a seguir ocupando el lugar en el que se encuentran.

Pero volvamos a Aristófanes. De hecho, apenas nos hemos alejado de él pues, ¿qué otro panorama describe el comediógrafo en Las nubes? Lo hemos dicho antes: el de la transmutación de todos los valores. La justicia, la religión y la verdad perecen arrolladas por las habilidades retóricas de los sofistas, especialistas en usar el lenguaje contra el bien común y en favor exclusivamente de los intereses egoístas de cada cual. Los hijos pegan (literalmente) a los padres y, lo que es peor, niegan la mismísima existencia de Dios. Si no fuera porque existen manuscritos datados con criterios científicos que avalan la antigüedad del texto, uno creería que la obra fue escrita... ayer por la noche. Prestemos atención:

 

Estrepsíades: ¿Pegas a tu padre?

Fidípides: Y demostraré, por Zeus, que al hacerlo no obro injustamente.

Estrepsíades: ¡Requetecanalla! ¿Cómo podría ser justo pegar a un padre?

Fidípides: Yo te lo diré, y haré que mi criterio venza por medio de mis palabras.

Estrepsíades: ¿Que tú vas a vencer en eso?

Fidípides: Y muy fácilmente. Elige cuál de los dos argumentos quieres defender.

Estrepsíades: ¿Qué dos argumentos?

Fidípides: ¿El Superior o el Inferior?

Estrepsíades: Por Zeus, infeliz; o sea que te he hecho aprender a refutar la justicia, y tú te dispones ahora a convencerme de que es justo y apropiado que los hijos peguen a los padres.

Fidípides: Sí, pero creo que te convenceré hasta tal punto que nada podrás replicar después de oírme.

 

Aparte de constatar la ironía de que se lamente el fraudulento de recibir una dosis de su propia medicina (el célebre quien a hierro mata, a hierro muere), pasma la seguridad con la que el nuevo sofista está convencido de poder avalar “argumentalmente” cualquier barbaridad, y la primera de ellas, el crimen de lesa paternidad que está perpetrando. De hecho, esa es la base misma de la Posmodernidad: que en el orden de los valores no existe una verdad, que esta se construye dialógicamente ˗recuérdese la acción comunicativa de Habermas˗, que todo lo sólido se desvanece en el aire... No otra es la vocación íntima del moderno: cortar las raíces, privarse de asideros, lanzarse a la deriva... “anywhere, out of the world”... disolviendo los vínculos, impugnando toda autoridad que no emane de sí mismo. (Eso sí, sin renunciar al amparo del último Padre de Occidente: el todopoderoso Estado... De hecho, ya muchos niños nacen en este país, y los de nuestro entorno, fecundados por Él).

Cierto es que en el seno de la propia Modernidad se detectan dos fuerzas opuestas y contrarias, una centrífuga y otra centrípeta, que no solo pueden coexistir en una misma sociedad, sino en un mismo individuo: por un lado, la pulsión de soltar amarras y navegar, navegar, hasta perderse en el mar, y por otro, la exigencia de una cobertura absoluta, por parte de una legalidad cada vez más copiosa y puntillista, de todas aquellas posibles amenazas que coarten, recorten o condicionen nuestra propia inseguridad... pues sabido es que donde crece lo que nos fortalece, aumenta exponencialmente la amenaza (sobre todo, la fantasma). Sin embargo, no podemos aquí adentrarnos en el análisis de uno ˗más˗ de los desgarros que estrían la aparente compacidad de una época ya desde su propia génesis concebida por la discordia... contra sí misma. No olvidemos que Hegel dejó establecido que la negatividad resulta esencial para que se cumpla el programa de (re)apropiación del Espíritu, hasta alcanzarse a sí mismo en el Estado absoluto. Largo nos lo fio...

Volvamos a Fidípides, que irradia autosatisfacción por los cuatro costados, sobrado como se siente de fuerzas, ya no solo para aporrear a su propio padre, sino para demoler cualquier obstáculo que se interponga en su camino.

 

Qué grato es meterse en asuntos nuevos y fuera de lo común y poder despreciar las leyes establecidas. Cuando yo tenía mi pensamiento puesto sólo en la hípica, no era capaz de decir tres palabras seguidas sin equivocarme, pero ahora que gracias a ese gran hombre [se refiere a Sócrates] eso se terminó para mí y me muevo entre razonamientos, cuitas e ideas de lo más sutil, creo que podré enseñaros que es justo castigar a un padre.[16] (1399ss, pág. 108)

 

Un paso más, y podría haber afirmado... matar a un padre, aunque sea simbólicamente (lo cual no solo no es poco sino que, para el ser humano, lo es... todo). De hecho, como hemos visto, en la Modernidad el parricidio es una condición sine quae non para alcanzar la plenitud: mientras permanezca bajo la égida de la tradición y la autoridad espiritual de los ancestros, el hombre camina humildemente encorvado, cabizbajo, sabedor de su pequeñez respecto a la mole intimidante del pasado. ¿Solución? La metamorfosis del camello en león y de éste en niño... Pero, claro, quien la puso sobre la mesa es el mismo que afirmaba que “el amor a las cosas y a los fantasmas es más elevado que el amor a los hombres”...[17]

Me parece que hemos pinchado en hueso. La desembocadura de la Modernidad no es la utopía realizada donde todos los seres humanos habitamos la tierra que mana leche y miel, esa plenitud de los tiempos que profetizaron, cada uno a su modo (aunque ambos con el Estado paternal como supremo garante), Hegel y Marx. No. El paraíso moderno es ese que afirma que “el infierno son los otros”, que propugna la erección de la sacrosanta voluntad individual ˗por inane y caprichosa que sea, y casi siempre lo es˗ en instancia fundante de lo real; es ese que (según el dictamen de Adorno y Horkheimer) desemboca en Auschwitz[18] y el Gulag. La razón emancipada de la compasión produce monstruos eficientes. ¿Cómo no reconocer en las proclamas revolucionarias de 1789 y de 1917 una comunidad de sangre? La igualdad a machamartillo, esa pesadilla de la que aún no todos han despertado.

Mientras llega el día en que ya nadie podrá refugiarse en lecturas devotamente modernas para avalar sus sofísticas aspiraciones parricidas, y sin la opción de echar mano de solución final a la que recurre Aristófanes cuando permite a sus personajes prenderle fuego al cenáculo sofístico, quede aquí como constancia esta denuncia urgente: la de la deriva autodestructiva en la que se ha embarcado Occidente (ahora mismo, en forma de cultura de la cancelación, y durante todo el siglo XX de vanguardia) y de la cual, en palabras de Martin Heidegger, “sólo un dios puede salvarnos”.[19]

Entretanto, nuestra actitud solo puede ser la de una decidida defensa de nuestra tradición frente a los ataques furibundos que está recibiendo, así como de una amorosa y paciente conservación del legado intelectual, espiritual y moral que hemos recibido de nuestros antepasados. Esta defensa y esta conservación, por supuesto, deben materializarse en forma de diálogo activo (solo a los brutos leñadores de Siete novias para siete hermanos se les ocurriría perpetrar un rapto masivo únicamente porque lo han leído en un libro antiguo), con una actitud flexible y comprensiva, de acuerdo con los principios de la hermenéutica crítica.[20] Valga como anticipo la advertencia de que ninguna apuesta de futuro que pase por la cancelación radical del pasado posee ninguna viabilidad, ya que sin ese contrapunto que nos brinda la tradición resulta materialmente suicida aventurar ninguna programa político, social o cultural. Las “revoluciones culturales” del marxismo y el nazismo desembocaron en descomunales genocidios, y las que parecen querer reeditarse desde las mismas filas nos hacen recordar los peores oprobios del siglo XX. Algunos ejemplos recientes. En la Feria del Libro de Guadalajara de 2019, un grupo de feministas quemó libros que no eran de su agrado.[21] En Canadá, en 2021 “una asociación quemó 5.000 libros de Astérix, Tintin y Lucky Luke como gesto de reconciliación con los nativos americanos”, así como “novelas y enciclopedias”.[22] Hace unas semanas, se publicaba la noticia de que han sido reescritos los libros de Roald Dahl para eliminar el lenguaje considerado ofensivo:[23] “Sobre todo se han retocado las descripciones de la apariencia física de los personajes: las palabras "gordo" y "feo" han desaparecido”, lo cual no quiere decir que dichos personajes hayan adelgazado o mejorase su aspecto físico, claro... al menos, de momento. La ristra de noticias acerca de cuadros descolgados de las paredes en museos, estatuas retiradas de la vía pública u obras expurgadas de las bibliotecas por no coincidir con la ortodoxia vigente, no deja de crecer cada día que pasa. El propio canon occidental, en cuanto marco común de referencias en torno a las cuales dialogar y debatir, tiembla ante el asalto de la nueva barbarie, la cual (irónicamente) no procede ahora del exterior del imperio, sino de nuestras propias universidades, cenáculos en no pocas ocasiones de todo tipo de mercancía averiada, mezcla de irradiación ideológica y degeneración intelectual. Nos encontramos ante un auténtico aquelarre depurativo que, en nombre de una extraña ideología inclusiva, excluye de la consulta y revisión los documentos de un pasado, ya no remoto, sino inmediato... Si ustedes no están dispuestos a tildar de barbarie esta deriva, yo sí.

            A modo de conclusión, y espero que no de epitafio, me voy a permitir llamar a comparecer al Vizconde de Chateaubriand, reputado romántico reaccionario y antirrevolucionario, cuyas reflexiones y aforismos fueron espigadas por Jean Paul Clement de su copiosa obra, y traducidas por mi buen amigo Lluís María Todó a finales del siglo pasado.[24] He aquí algunos de ellos.

 

Respetemos la majestad del tiempo; contemplemos con veneración los siglos transcurridos, sagrados gracias a la memoria y los vestigios de nuestros padres. (pág. 38)

 

La eternidad que acaba de empezar es tan antigua como la que se remonta al asesinato de Abel (pág. 58)

 

Montaigne dijo que los hombres van boquiabiertos hacia las cosas futuras. Yo tengo la manía de quedarme boquiabierto ante las cosas pasadas. (pág. 62)

 

El hombre sigue de pie, enriquecido por todo lo que sus antecesores le transmitieron, coronado por todas las luces, adornado por todos los regalos de los tiempos. (pág. 93)

 

Lo que se nos da como progresos y descubrimientos son antiguallas que llevan mil quinientos años arrastrándose desde las escuelas de Grecia y los colegios de la Edad Media. (pág. 110)

 

Cuando un pueblo, transformado por el tiempo, no puede seguir siendo lo que fue, el primer síntoma de su enfermedad es el odio hacia el pasado y hacia las virtudes de sus padres. (pág. 114)

 

Y, para concluir, un emotivo canto a la lección de los clásicos, cuyo eco debería resonar en nuestros oídos siempre que un recién llegado aporree la puerta prometiéndonos que viene a fundar el mundo desde cero. Glosa la ascendencia inmarcesible de los que llama, significativamente, “genios madre”.

 

Muchas veces se reniega de estos maestros supremos; nos rebelamos contra ellos, pero en vano nos debatimos contra su yugo. Todo se tiñe con sus colores; en todas partes se imprimen sus huellas: ellos inventan palabras y nombres que van a engrosar el vocabulario general de los pueblos; sus decires y expresiones se convierten en proverbios, sus personajes ficticios se cambian en personajes reales, que tienen herederos y linaje. Ellos abren horizontes de donde surgen haces de luz; ellos siembran ideas, germen de mil otras; ellos proporcionan imaginaciones, temas, estilos a todas las artes: sus obras son minas inagotables, o las entrañas mismas del espíritu humano (el subrayado es mío).

 

No se me ocurre un canto más humanista que este. Y lo que es más irónico, entonado en pleno siglo del ferrocarril. Si sobrevivimos a una centuria tan bárbara, no me queda ninguna duda de que, Dios mediante, también lo haremos a esta, y a las que vengan. Muchas gracias por su atención.


 

APÉNDICE

 

No querría desaprovechar la ocasión para añadir unos versos del inquietante “Enigma en profecía” que figura a modo de colofón del Gargantúa de Rabelais,[25] donde seguro que encontraremos un espejo (no tan deformado como se podría esperar) de la misma situación de la que se lamentaba en su momento Aristófanes, y a la cual debemos encararnos en Occidente “en pleno siglo XXI”. De este modo, vendrá a ratificarse la idea que exponía yo al principio, según la cual, contra la presunción de los modernos de todas las épocas, no hay nada (absolutamente) nuevo bajo el sol... lo cual no significa, ni mucho menos, que todo se repita, ni deba hacerlo, tal cual y sin variación alguna. De hecho, aunque lo intentásemos no lo conseguiríamos: recordemos a Pierre Menard, lector de El Quijote...

Humanos: levantad los corazones

y escuchad, desgraciados, mis razones

 

si creéis que los astros estudiando

se puede adivinar el cómo y cuándo,

 

y por ende sin duda predecir

las cosas que nos guarda el porvenir.

 

A mí fue la divina inspiración

quien del futuro diome noción,

 

y así he de señalar en mi discurso

del tiempo venidero suerte y curso.

 

Hago saber sin farsa y sin engaño

que en el glacial invierno de este año

 

de esta mansión[26] saldrá valientemente

robusto grupo de animosa gente

 

cansada del reposo y la alegría,

que a voz en grito y en el pleno día

 

conquistará hombres, grupos y facciones

aunque tengan diversas opiniones,

 

pues no ha de haber quien deje de escuchar

lo que en plazas y templos han de hablar.

 

Provocarán debates aparentes

entre amigos y próximos parientes,

 

y el hijo no ha de hallar pena infamante

cuando contra su padre se levante.[27]

 

Los nobles, de linajes estimados,

serán por sus vasallos asaltados;

 

Los deberes de honor y reverencia

perderán para largo su existencia,

 

pues se dirá que a todos ciertamente

les es dado subir por la pendiente

 

para luego bajar de un solo salto

cuando hayan alcanzado lo más alto.

 

Sobre esto han de entablarse tantas lides,

tantos choques de argucias y de ardides,

 

que la historia, de fábulas henchida,

no consigna una cosa parecida.

 

Hombres habrá de brío y de valor

bajo presión de juvenil calor,

 

que en alas de su fe tirana y fuerte

volarán en los brazos de la muerte.

 

No dejará ninguno esta labor,

cuando en ella haya puesto su vigor,

 

sin conseguir llenar de ruido el cielo

y la tierra de sombra y desconsuelo.

 

No gozarán menor autoridad

hombres sin fe que gentes de verdad,

 

pues ha de ser su fuente, norma y guía

la multitud ignara, necia, impía,

 

que ha de hacer juez al menos virtuoso.

¡Oh diluvio dañino y doloroso!

 

 

Por suerte, no todo está perdido. Hay esperanza: tras el Apocalipsis llega la visión de la Nueva Jerusalén:

 

Ya después de esta ruina dolorosa

en su pecho una cólera espantosa

 

por siempre guardará viva y latente

aunque no la demuestre exteriormente,

 

que la que el Etna fiero le arrojaba

al hijo de Titán fue menos brava.

 

Ha de ser, pues, de pronto colocada

en tan terrible estado y tan cambiada,

 

y así la heredarán los descendientes

de aquellas que la sufren, pobres gentes;

 

pero al fin llegará el feliz momento

de que acabe tan hórrido tormento:

 

el agua iniciará su retirada

de la tierra que tuvo embarrancada;

 

pronto aparecerá por el oriente

llama y calor de fuego incandescente

 

que llegando por fin a tocar tierra

terminará las aguas y la guerra.

 

 

Y ya estos accidentes concluidos,

tendrán ventura y paz los elegidos,

 

pues además de goces celestiales

no han de faltarles bienes materiales.

 

 



[1] H. Bloom, The anxiety of influence: a theory of poetry. Londres/Nueva York, Oxford University Press, 1973.

[2] Aristófanes, Comedias II,  Las nubes. Las avispas. La paz. Los pájaros. Introducciones, traducción y notas de

Luis M. Macía Aparicio. Madrid, Gredos / RBA, 2007.

[3] “Los sofistas son esa gente a la que también tu hermano Calias ha pagado una gran cantidad dinero para creerse que ahora sabe” (Cratilo, 391b). La sofística “no es más que un cambio contra dinero y bajo pretexto de enseñanza, la caza que va detrás de los jóvenes ricos y de buena condición” (El sofista, 223c) y el sofista, “un animal ondulante y diverso” (225d). Obras completas. Madrid, Aguilar, 2ª ed., 1969.

[4] El Midrash Dice. Buenos Aires, Benei Sholem, s/f. Acceso en línea: https://web.archive.org/web/2014-0408234223/ http://www.tora.org.ar/contenido.asp?idcontenido=856, 6.2.2023. Consulta: 6.2.2023.

[5] Tercera parte, segunda sección, 2052-2082. Acceso en línea:   https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p3s2_ sp.html. Consulta: 6.2.2023.

[6] Recordemos el Diálogo con Trifón, de Justino Mártir (100/114-162/168), donde el cristiano arremete de manera virulenta contra el judío, si bien no niega en ningún momento el valor que tuvieron los profetas veterotestamentarios como preludio del advenimiento del Salvador.

[7] Cfr. E. Sánchez Salor (ed.), Polémica entre cristianos y paganos. Madrid, Akal, 1986, pp. 31-77, con selección de textos.

[8] Kreeft, Peter (2001), Catholic Christianity. San Francisco, Ignatius Press, 2001, pp. 217-219. Acceso en línea: https://archive.org/details/catholicchristia00kree. Consulta: 6.2.2023.

[9] Erasmo de Rotterdam, Los dísticos de Catón comentados. Edición, traducción y notas de Antonio García Masegosa. Vigo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Vigo, 1997, pp. 26-27.

[10] Confucio, Analectas, 1.2. No consta traductor. Madrid, El País, 2010, pág. 51.

[11] Ibíd., 1.7, pág. 52.

[12] Véanse a este respecto mis “Apuntes para una filosofía de la tradición”. https://www.revistanumen.es/ 2019/09/apuntes-para-una-filosofia-de-la.html

[13] J.C. Fredouille, “Costumbre”, Diccionario de civilización romana. Barcelona, Larousse, 1995, pág. 71.

[14] S. Freud, “Sobre un tipo particular de la elección de objeto en el hombre. Contribuciones a la psicología del amor”, en Obras Completas, vol. XI, Amorrortu, Buenos Aires, 9ª Edición, 1996, pág. 157.

[15] D. Cantimori, Humanismo y religiones en el Renacimiento. Trad. de J. Fornas. Barcelona, Península, 1984, pág. 100.

[16] De hecho, más adelante amplifica esta idea con un rosario de sofismas aparentemente sensatos, pero absurdos en su entraña, por cuanto moralmente aberrantes: “¿No fue un hombre como tú y como yo el que estableció en tiempos esa ley, convenciendo a los de entonces con palabras? ¿Por qué me va a estar a mí menos permitido imponer una ley nueva, según la cual en lo sucesivo los hijos puedan, a su vez, pegar a los padres? En cuanto a los golpes que recibimos antes que se estableciera esa ley, olvidémoslos, los consideramos asunto zanjado; pero observa a los gallos y a otros animales por el estilo: se defienden de sus padres. Y en realidad, ¿en qué nos diferenciamos de ellos salvo que no hacen grabar sus decretos?” (1421ss, pág. 110).

[17] F. Nietzsche, Así habló Zarathustra. Trad. de A. Sánchez Pascual. Madrid, Alianza Ed., 1989, pág. 98.

[18] Dialéctica de la Ilustración. Trad. de J. J. Sánchez. Madrid, Trotta, 1994.

[19] Y añade: “La única posibilidad de salvación la veo en que preparemos, con el pensamiento y la poesía, una disposición para la aparición del dios”. Entrevista a Der Spiegel. Acceso en línea: https://www.academia.edu/ 43628702/ENTREVIS-TA_DEL_ SPIEGEL_ A_MARTIN_HEIDEGGER. Consulta: 08.02.2023.

[20] Cfr. J. Recas, Hacia una hermenéutica crítica. Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.

[21] https://www.eluniversal.com.mx/cultura/marcha-feminista-se-apodera-de-la-fil-guadalajara

[22] https://www.elmundo.es/cultura/comic/2021/09/09/6139fc0fe4d4d8883a8b45fb.html

[23] https://www.elmundo.es/cultura/2023/02/18/63f114ede4d4d841118b4576.html

[24] Chateaubriand, Reflexiones y aforismos. Barcelona, Edhasa, 1997.

[25] Cfr. Gargantúa y Pantagruel. Trad. de A. García-Die. Barcelona, Círculo de Lectores, 1980. Según el editor de la versión castellana, el autor de este poema fue Mellin de Saint-Gervais y Rabelais lo insertó en su obra sin permiso.

[26] Se refiere a la Abadía de Thelema, una especie de comunidad ideal fundada por el propio Gargantúa, cuyo lema era el de «Haz lo que te venga en gana» (hoy en día, sin duda, habría utilizado la expresión: “Sé tú mismo”). Op. cit., pp. 290-308. No olvidemos que Rabelais tildaba de “sofistas” a los sucesivos pedagogos que se encargaron de la educación de Gargantúa.

[27] “Le fils hardi ne craindra pas l’impair / de se dresser contre son propre père”. Yo impair lo traduciría como tropelía.