Sócrates: un enigma ante el espejo


 

(Texto de la conferencia pronunciada por el autor en la Biblioteca Pública de Sevilla el 8 de octubre de 2025, dentro del ciclo Encuentros con los clásicos) 

Si algún nombre le resulta familiar al hombre de todas las épocas (junto al de Jesucristo, Buda y pocos más) es el de Sócrates. Sin embargo, es probable que de su legado apenas se recuerde poco más que una frase, tristemente malentendida (el “sólo sé que no sé nada”), y en el mejor de los casos algún episodio aislado de su muerte. Nos encontramos, pues, ante un auténtico “personaje”, mezcla de mito y de héroe de leyenda, del cual se conservan pocos testimonios fiables, algunos de ellos contradictorios entre sí. Y es que, al decidir no escribir, confió su posteridad (en la que sí pensó, al menos según algunas fuentes) a la transmisión de sus enseñanzas por parte de sus discípulos. Algunos de ellos lograron conservar su memoria y prolongar su magisterio, como fue el caso de Platón, Jenofonte, Antístenes y Aristipo.

Acierta Víctor Brochard cuando, en sus Estudios sobre Sócrates y Platón (1912), afirmó que “Sócrates es un enigma que exige su interpretación”... a lo cual Rodolfo Mondolfo, en Moralistas griegos (1941), apostilló que dicho enigma “nunca será resuelto de un modo decisivo”, ya que nunca podremos confrontar la imagen que nos hemos hecho de Sócrates con su figura real. Esa imposibilidad material no obsta para que de él conservemos algunas impresiones más o menos certeras, entre ellas, las que apunta Carlos García Gual en su introducción a los Diálogos de Platón, calificándole de “ágrafo y escéptico”, “conspicuo agitador intelectual”, “apóstol de la libertad crítica”, “pensador callejero” y “ejemplo de vida auténtica”.

Eduard Zeller, en su estudio sobre Sócrates y los sofistas (2ª ed.,1859; trad. esp. 1955) afirma que el valor de Sócrates no reside tanto en su aportación teórica, en la cual nunca pretendió ser original, sino en “algo que no puede comunicarse directamente ni transmitirse sin modificación, sino que sólo cabe continuar de modo libre, en cuanto otros se sientan estimulados a un desarrollo análogo de su peculiar modo de ser”. Este aspecto resulta clave: en palabras de Antonio Tovar en su Vida de Sócrates (ed. de 1986), sus discípulos, principalmente Platón y Jenofonte, “exponían en los diálogos la doctrina viviente que ellos interpretaban, vivían y continuaban a su modo, sin llegar a percibir lo que era suyo y lo que era ajeno”, de manera que sus obras sobre Sócrates no eran “una forma de retratar sino de filosofar”. Esto significa que, cada vez que leemos y tratamos de comprender el legado de Sócrates, ya sea a través de los testimonios de quienes le conocieron, ya sea de los estudios y análisis que se han realizado sobre él, nos vemos compelidos a tomar una decisión: ¿cómo entender lo que se nos dice? ¿En qué medida nos afecta? Ello supone que, al enfrentarnos a la figura de Sócrates, no solo tratamos de comprenderle a él, sino a nosotros mismos, en la medida en que toda interpretación supone una toma de postura respecto a un mensaje que nos apela para que lo traduzcamos en términos, no sólo estrictamente intelectuales, sino sobre todo existenciales.

Y es que la gran lección de Sócrates fue, precisamente, esa: que lo que nos incumbe en cuanto hombres es reflexionar acerca de nuestra condición, de nuestro ser más propio, pues según atestigua Platón en la Apología, “una vida sin examen no merece ser vivida”. Dicho examen, como es natural, empieza por uno mismo, pero se dirime en diálogo con los demás; por ello el propio Sócrates, en lugar de abismarse en cavilaciones solitarias o de arrendar sus servicios a cambio de dinero (como los sofistas), “siempre estaba en público”, según cuenta Jenofonte en sus Recuerdos: 

“Muy de manaña iba a los paseos y gimnasios, y cuando la plaza estaba llena, allí se le veía, y el resto del día siempre estaba donde pudiera encontrarse con más gente” (I, 1, 10) 

Bien, ¿y de qué hablaba Sócrates con sus conciudadanos atenienses? No lo hacía como los sofistas [“sobre la naturaleza del universo”], sino que “siempre conversaba sobre temas humanos” (I, 1, 16), “examinando qué es piadoso, qué es impío, qué es injusto, qué es la sensatez” y un largo etcétera, “considerando hombres de bien a quienes las conocían, mientras a los ignorantes creía que con razón se les debía llamar esclavos”. En este coinciden el Sócrates de Platón y el de Jenofonte. Sin embargo, discrepan en muchos otros aspectos. Veamos cuáles, de la mano de la síntesis que abordó Louis André Dorion en A companion to Socrates (2006).

Así, mientras el Sócrates de Jenofonte nunca manifiesta ignorancia ni se muestra irónico, admite su papel de maestro, accede a adiestrar a otros en política (aunque él no se dedique a ella) y  la considera la política una técnica más, concede importancia a la economía y al bienestar material (en términos genéricos, no personales), trata con respeto a los estadistas de su época (Pericles, Temístocles), cree que la virtud es resultado de una práctica y puede decaer por falta de ejercicio, casi nunca usa el “elenchos” (dialéctica), elogia el cuidado corporal, cree que hay que ayudar a los amigos y perjudicar a los enemigos, es sensato y predecible, percibe en su tarea una misión cívica, afirma que el “daimon” le da indicaciones suasorias y disuasorias, por último cree que los dioses pueden castigar a los hombres, el Sócrates de Platón se manifiesta ignorante e irónico, actuando como aprendiz de su interlocutor, rechaza la participación directa en la política –a la que considera un saber moral acerca del bien y del mal que engloba muchas técnicas distintas–, niega el valor del cuidado personal, critica a los estadistas y en cierto modo desprecia, considera la virtud un “estado” o nivel de conciencia que, una vez adquirido, no se puede perder, emplea el “elenchos” con profusión (siendo la base de sus “diálogos socráticos”), estima que no hay que perjudicar a nadie –ni siquiera a los enemigos–, a veces se comporta de forma desconcertante hasta el punto de abrumar a su interlocutor, percibe su tarea como un servicio al dios, su “daimon” no le da indicaciones en positiva sino que sólo le impide hacer ciertas cosas (huir de la cárcel o entrar en política) y rechaza que los dioses puedan castigar a los hombres. 

Pero vayamos a los datos que sí conservamos del Sócrates histórico. Nace en el 469 a.C. en Atenas. Hijo del escultor Sofronisco y de la matrona Fenáreta; sSe desconoce si cursó estudios y a qué se dedicó profesionalmente, aunque al participar en la Guerra del Peloponeso como hoplita –lo cual estaba reservado a quienes podían pagarse su propio armamento– no podía ser pobre, al menos en dicha época.

Permaneció en Atenas toda su vida, salvo una visita a los Juegos Ístmicos y las campañas bélicas en las que sirvió. Fue honrado por la ciudad por su valeroso comportamiento en la batalla de Potidea (432), en los prolegómenos de la Guerra del Peloponeso. En el 407 se opuso a que fueran juzgados diez oficiales que abandonaron los cadáveres de los soldados muertos en la batalla de las Arginusas. Además, se opuso a prender y asesinar a León de Salamina, enemigo de los Treinta Tiranos. Ambos episodios le granjearon la animadversión de ciertos sectores sociales y puede explicar el resultado del proceso al que fue sometido. En el 399 se celebró su juicio ante el tribunal de los 500 helisiastas, a instancias de la denuncia de Ánito y Meleto, acusado de impiedad (asebeia) y de corromper a los jóvenes. Rehusó huir o permutar su condena a muerte por una pena alternativa.

Según Diógenes Laercio (libro II de su Vida y opiniones de los filósofos ilustres) “era muy independiente y digno” (24) y “fue el primero en dialogar sobre la forma de vivir” (20). “Investigaba apasionadamente en compañía de los que charlaban con él, no para arrebatarles sus opiniones, sino para tratar de aprender del todo la verdad (22) y “advirtiendo que la especulación sobre la naturaleza no era asunto nuestro, filosofaba sobre temas morales en los talleres y en la plaza pública” (21) 

En cuanto a Jenofonte, trató a Sócrates únicamente durante su juventud y no estuvo presente en el momento del juicio del maestro. El testimonio en que basó su Apología (donde se narra el juicio al que fue sometido) fue el de Hermógenes, que formaba parte de su círculo más próximo y que aparece en el diálogo platónico titulado Fedón (59b).

La publicación en el 394 de una Acusación contra Sócrates por parte de Polícrates incitó a Jenofonte a redactar unas líneas que constituyen los dos primeros párrafos del libro I de sus Recuerdos de Sócrates, obra de la que hablaremos más abajo. Asimismo, de manera casi simultánea a la obra homónima de Platón, dio a conocer una Apología en torno al proceso al que fue sometido el maestro. Se trata de un texto breve en el cual encontramos aspectos ausentes en la Apología de Platón; por ejemplo, en la obra de Jenofonte el maestro se muestra mucho más orgulloso y desafiante, jactándose de ser el hombre más “libre”, “justo” y “sabio” de la polis, y argumentándolo. También explica Sócrates su decisión de no eludir la muerte por que estima que es el momento y la manera adecuada de concluir una vida lograda. Leamos sus emotivas palabras: 

Es mejor que muera ahora. ¿No sabes que hasta el momento presente a nadie le reconocería haber vivido mejor que yo? Y, lo que todavía es más agradable, yo tengo conciencia de haber vivido mi vida entera en la piedad y en la justicia, de modo que, sintiendo por mí mismo una gran estima, me doy cuenta de que los que me frecuentan experimentan hacia mí el mismo sentimiento. En cambio ahora, si sigue prolongándose mi edad, sé que necesariamente tendré que pagar el tributo a la vejez, ver peor, oír con más dificultad, ser más torpe para aprender y más olvidadizo de lo que aprendí. Ahora bien, si soy consciente de mi decrepitud y tengo que reprocharme a mí mismo, ¿cómo podría seguir viviendo a gusto?» (Apología, 5) 

En el 385, tras la publicación de unos diálogos socráticos de Antístenes, de su propia Apología y de la de Platón, Jenofonte decidió ampliar su obra con nuevos recuerdos, además de unos diálogos más verosímiles que reales donde Sócrates expone su doctrina. Más tarde compuso un tratado sobre pedagogía socrática, que actualmente forma el libro IV, y a su muerte fue publicado el conjunto íntegro de lo que hoy conocemos como Recuerdos de Sócrates. Según Juan Zaragoza, traductor del libro al castellano, 

por su sencillez y mentalidad práctica, constituye una presentación más precisa de Sócrates tal como aparecía ante los ojos del hombre de la calle frente a los diálogos platónicos, en los que el maestro a menudo es sólo el portavoz de su gran sucesor. Como en otros escritos suyos, es claro y sincero, natural, sin imaginación, con humor ocasional, pero nunca genial. 

Añade que “Jenofone no quiere pintar al genio, sino al Sócrates de todos los días, más accesible y más próximo a los hombres corrientes que los de Platón”. Esta naturalidad le ha acarreado cierto desprecio altanero por parte de los filósofos académicos, que le acusaban de no haber sido capaz de trasladar la ‘densidad filosófica’ de Sócrates. Cabría preguntarse si, por el contrario, no fue Platón quien falseó, o en cualquier caso distorsionó las enseñanzas del maestro, hasta el punto de llegar a atribuirle nociones (como la teoría de las ideas o la inmortalidad del alma) que jamás defendió.

Lo cierto es que la atenta lectura del libro de Jenofonte nos permite comprender que, más allá de los reproches de los filósofos, en él encontramos una auténtica ‘sabiduría de vida’ la cual, lejos de ser superficial o irrelevante, estimamos que aún hoy en día sigue vigente y resulta perfectamente actual (a diferencia de la filosofía platónica, que forma parte definitivamente del pasado).

Vamos a abordar la lectura de esta obra centrándonos en tres aspectos esenciales: a) su concepto del saber, b) la importancia que le concede al individuo y c) su visión de lo divino y de la providencia. Con ello, podremos hacernos una idea cabal de ese “otro” Sócrates que –no sabemos si opuesto o complementario al de Platón–, continúa instruyéndonos desde la eternidad.


EL CONCEPTO DEL SABER SOCRÁTICO, SEGÚN JENOFONTE

Como hemos comentado anteriormente, Jenofonte retrata a Sócrates entablando un vivo y sincero debate con sus conciudadanos acerca un concepto que resultará, en adelante, fundamental en la tradición occidental: el de la virtud moral. Esta virtud no es ya una excelencia reservada a los guerreros (como en Homero) o a los aristócratas (como en Píndaro), o bien un estado del espíritu al que se accede mediante una iniciación (como en los ritos mistéricos), sino que se encuentra al alcance de todos y consiste en “llegar a ser hombres de bien” (I, 2, 48). No solo eso: se trata de una exigencia que nos incumbe personalmente, sin excepción: no podemos ni debemos renunciar a alcanzar esa virtud, pues es ella la que nos hace plenamente humanos.

Ahora bien, esta virtud socrática no se alcanza mediante el cumplimiento de ciertas ceremonias, tampoco con sacrificios u ofrendas a los dioses, sino mediante el conocimiento. Este conocimiento no es como el de los dioses, que “lo saben todo, lo que se dice, lo que se hace y lo que se debate en secreto” (I, 1, 19), sino el de aquello específicamente humano: el del bien, ante todo y sobre todo, pero también el de nuestros propios límites y el de la tarea para la que hemos sido destinados por la divinidad.

Que para Sócrates el conocimiento es la clave de bóveda de la dignidad humana queda meridianamente claro en los Recuerdos de Jenofonte. Durante una plática con Glaucón, Sócrates expone lo que podríamos considerar una síntesis perfecta acerca de esta cuestión, en unos términos preñados de sentido común: 

Si deseas conseguir gloria y admiración en la ciudad, esfuérzate en conseguir saber lo mejor posible aquello en lo que estés dispuesto a trabajar, pues si llegas a destacar en ello sobre los demás y entonces intentas tomar las riendas de la ciudad, no me extrañaría que con la mayor facilidad llegues a conseguir lo que deseas. (III, 6, 16-18) 

Sin duda alguna, este encomio del conocimiento como método para acceso al éxito y el reconocimiento social sorprenderá a quienes, habituados al carácter algo taciturno de los diálogos platónicos, esperan del maestro ateniense una conducta más propia de un filósofo existencialista, descuidado del mundo y sus rugidos. Pero Sócrates, en mi opinión, no es un filósofo: es, si se me permite el anacronismo, un ‘humanista’, en la medida en que para él la dimensión cívica del saber resulta crucial. Así, le advierte a Cármides: 

No te desentiendas más de los asuntos públicos, si es que pueden marchar mejor por obra tuya. Porque si van bien, no sólo los otros ciudadanos sino también tus amigos y tú mismo os beneficiaréis no poco. (III, 7, 9) 

La referencia de Sócrates a la ‘utilidad’ y el ‘beneficio’ es constante en las obras de Jenofonte: “si me estás preguntando si conozco alguna cosa buena que no sea buena para nada, ni la sé ni la necesito” (III, 8, 3); “todo cuanto utilizan los hombres se considera hermoso y bueno respecto a aquello para lo que tengan utilidad” (III, 8, 5); “todas las cosas son buenas y hermosas para el fin al que convienen y malas y feas para lo que no convienen” (III, 8, 6)...

Entender y aceptar la dimensión utilitaria y social del conocimiento, así como su relevancia para la consecución de una existencia plenamente humana, regida por principios firmes y certeros, no es en absoluto un asunto baladí. Se lee en los Recuerdos: 

Una vez que alguien le preguntó cuál creía que era la mejor ocupación para un hombre, respondió: «Obrar bien». Y al volverle a preguntar si creía que la buena suerte también era una ocupación, dijo: «Creo que la suerte y la actividad son entre sí todo lo contrario, pues creo que es tener buena suerte encontrar alguna de las cosas necesarias sin buscarla, mientras que si alguien obra bien a fuerza de aprendizaje y estudio, lo considero buena conducta, y los que se dedican a ello creo que obran bien». Decía que los más gratos a los dioses eran en la labranza los que hacían bien sus trabajos agrícolas, en medicina sus deberes médicos, y en política sus funciones cívicas. Pero el que no hacía nada bien decía que no era ni útil para nada ni grato a los dioses. (III, 9, 14) 

Es decir, la virtud (y entiéndase esta en su doble vertiente, teorética y práctica) es fruto del aprendizaje y del estudio, de manera que depende –al menos, en gran parte– de nuestro esfuerzo personal el llegar a buen término en aquello que tenemos entre manos en cada momento: sí, también arar la tierra, llegado el caso. Al fin y al cabo, la dignidad del hombre depende exclusivamente de obrar correctamente y de manera plenamente consciente, ‘sabiendo lo que se hace’ (y no al socaire de los vientos), sea cual sea la ocupación que cada cual asuma en la ciudad.

En el libro IV de los Recuerdos, el Sócrates de Jenofonte expone de manera más o menos ordenada los principios básicos de una pedagogía integral del hombre. Comienza enfatizando lo conveniente que resultaba para cualquier ateniense escuchar a Sócrates, pues de ello obtenía un beneficio personal el cual, sin duda alguna, debía revertir en el de la comunidad: 

Tan útil era Sócrates en toda circunstancia y en todos los sentidos, que para cualquier persona de mediana sensibilidad que lo considerase era evidente que no había nada más provechoso que unirse a Sócrates y pasar el tiempo con él en cualquier parte y en cualesquiera circunstancias. (1, 1) 

El maestro centra sus esfuerzos pedagógicos en aquellos en los que detectaba una aptitud especial, pues son ellos quienes deben ser formados con mayor escrúpulo y responsabilidad: 

No se dirigía, sin embargo, a todos por igual, sino que a quienes pensaban que gozaban de una buena disposición natural y despreciaban la enseñanza les explicaba que las que pasan por ser las mejores naturalezas son las que más educación necesitan. (1, 2) 

La formación (παιδεία), tan importante para el hombre griego, resulta fundamental –y no solo, por supuesto, para el Sócrates de Jenofonte–, tanto durante la infancia como a lo largo de toda la vida: 

Los hombres con mejores disposiciones naturales [...] si no se les educa ni se les instruye, son los peores y los más dañinos: no saben discernir lo que tienen que hacer, se lanzan a muchos negocios funestos, y como son altivos y violentos, resultan difíciles de manejar y de disuadir, con lo que causan muchos y terribles males. (1, 4) 

La importancia de la educación para la persona es tal que, sin ella, un rico merece conmiseración, pues su aparente poder tiene una base sumamente frágil:

Es un insensato el que cree que sin instrucción puede distinguir las acciones útiles y las perjudiciales, y un estúpido el que sin tener capacidad para hacer esta distinción cree que con su dinero puede conseguir lo que quiera y hacer lo que le conviene. (1, 5) 

Es por la importancia extrema que concede Sócrates al saber, entendido en el amplio sentido que estamos manejando aquí, por lo que el maestro se preocupaba de despertar en sus interlocutores un ‘criterio’ fiable, seguro, certero y estable, gracias al cual podrían orientarse en la vida con plena confianza y sin temores: 

Sócrates no se daba ninguna prisa para que sus seguidores se convirtieran en elocuentes, prácticos e inventivos, pues pensaba que antes debía infundirles el buen juicio. Porque sin buen juicio, los que poseían aquellas capacidades creía que eran más injustos y más propensos a hacer el mal. (3, 1) 

Sócrates se esmeraba antes en despertar, desarrollar y preservar ese “buen juicio” (σωφροσύνη, templanza, moderación) sin el cual cualquier conocimiento resulta estéril, incluso peligroso. De ahí su insistencia en esa profunda ‘sensatez’ que ha de guiar todos nuestros pasos, los cuales han de estar presididos por la cautela, la reflexión y el análisis. 


EL VALOR DEL INDIVIDUO PARA EL SÓCRATES DE JENOFONTE

Ahora bien, tan importante o más que recibir los conocimientos necesarios para llegar a ser el hombre excelente (útil en el sentido más noble de la palabra) en el que uno está llamado a convertirse, es el conocerse a uno mismo, pues sólo en la medida en que sabemos de qué somos capaces, y qué espera el dios de nosotros, podremos estar a la altura de nuestra misión más propia. Quien ni estudia ni se estudia está dándole la espalda a esa llamada mediante la cual el dios nos comunica cuál es nuestro ‘lugar bajo el sol’. 

Los que se conocen a sí mismos saben lo que es adecuado para ellos y disciernen lo que pueden hacer y lo que no. Haciendo únicamente lo que saben, se procuran lo que necesitan y son felices, mientras que se abstienen de lo que no saben, con lo cual no cometen errores y evitan ser desgraciados. [...]

En cambio, los que no se conocen y se engañan sobre sus propias posibilidades, se encuentran frente a las demás personas y situaciones humanas en la misma situación que consigo mismos, y ni saben lo que necesitan ni lo que tienen que hacer ni de quiénes se pueden valer, sino que se equivocan en todos estos asuntos, fracasan en la consecución de bienes y se precipitan en las desgracias. (2, 26) 

Interesa prestar atención a la idea de que “los que no saben lo que se traen entre manos eligen mal” (2, 29), pues para conducirse de manera adecuada es preciso ‘conocer’ y ‘conocerse’: conocer lo que es preciso tener en cuenta (de la materia en cuestión y del contexto en que la abordamos) y conocernos a nosotros mismos, tanto en general como respecto a dicha materia.

El autonocimiento está en Sócrates íntimamente ligado con la contención (ἐγκράτεια), pues estaba “convencido de que el dominio de sí mismo es bueno para quien se dispone a llevar a cabo una acción hermosa” (IV, 5, 18). “Sin la templanza, ¿quién podría aprender algo bueno o practicarlo de manera digna de mención?”, insiste.

Sócrates advierte a Eutidemo que “los intemperantes sufren la peor esclavitud” (IV, 5, 7) y que la falta de soberanía sobre los propios impulsos “impide al hombre prestar atención al estudio de los conocimientos útiles, arrastrándolo a las pasiones, y a menudo, aun sabiendo distinguir lo bueno y lo malo, les perturba para que haga lo peor, en vez de elegir lo mejor”. Para Sócrates, no hay alternativa: si uno aspira a la virtud, a la sabiduría y a esa plenitud en la que se resume la noción más densa y seria de ‘felicidad’(εὐδαιμονία), debe dominarse a sí mismo, del mismo modo que ha aprendido a conocerse a sí mismo. Y ello no supone ninguna renuncia o sacrificio cruento sino, por el contrario, una victoria gustosa que nos reportará toda suerte de beneficios placenteros: 

Los que se dominan a sí mismos disfrutan del placer de aprender algo bueno y hermoso y del de dedicarse a alguna de las actividades que enseñan los medios de gobernar bien el cuerpo, administrar bien la casa, ser útil a los amigos y a su ciudad, y vencer a los enemigos, cualidades de las que nacen no sólo beneficios sino también los mayores placeres cuando se practican, mientras que los intemperantes no participan de estas ventajas. (IV, 5, 10) 

El camino de la virtud está sembrado de exigencias, renuncias y sacrificios, pero la recompensa es la de poder mirarse al espejo y reconocer, en la imagen que le devuelve, la de un hombre digno que ha estado a la altura de la tarea que le ha sido encomendada.

En síntesis, el retrato que nos ofrece Jenofonte de Sócrates, lejos de resultarnos ajeno o exótico, nos concierne y nos apela. Su confianza en el saber nos conmueve y estimula. Su llamada a comprometernos con nuestra propia vida, sin frivolidad ni cobardía, y de estar a la altura de lo que se espera de nosotros, constituye un aldabonazo en los tiempos blandos que corren. Los conceptos que leemos en los Recuerdos siguen siendo vigentes para cualquier humanista que se precie de tal: y en su síntesis equilibrada de aspiración y humildad encontramos un compromiso viable para alcanzar esa plenitud a la que el propio Sócrates cree que estamos llamados, y que él mismo entendía que había logrado encarnar.

 

EL CONCEPTO DE LO DIVINO Y DE LA PROVIDENCIA EN SÓCRATES

La importancia que concede Sócrates al dios es fundamental. En la Apología de Platón ya se pone de relieve que, contra las acusaciones de impiedad que se le formulan, el maestro concede la máxima importancia a su relación con lo divino, hasta el punto de transformarla en una interlocución directa, personal, a través de la figura de ese “daimon” al cual también alude Jenofonte: se trata de una tutela real y efectiva gracias a la cual el dios disuase a Sócrates de ciertos actos, por ejemplo, el dedicarse a la política o el huir cuando estaba preso. En el caso de Jenofonte, además, también se expresa de manera afirmativa, indicándole qué debe hacer en cada momento.

Esta relación directa de Sócrates con el dios, al margen (aunque no contra) las instituciones religiosas y políticas de la ciudad, probablemente generó recelos. Es cierto que el maestro no apela a Zeus en ningún momento, sino que se decanta por Apolo y otros dioses del panteón olímpico; en cualquier caso, en ningún momento hace profesión de ateísmo ni ataca la fe tradicional, como sí hicieron antes que él Jenófanes o algunas sofistas. De hecho, Anaxágoras o Protágoras huyeron de Atenas antes de ser sometidos a un proceso de “asebeia” (impiedad), muy común en aquella época.

Para Sócrates, “las cosas humanas más duraderas y más sabias, las ciudades y las naciones, son las que más respetan a la divinidad” (I, 3, 13), de modo que “las edades más sensatas son las que más se preocupan de los dioses”. Es más, lo propio del hombre se lo debemos a ellos: 

Entre todos los seres vivos sólo al hombre lo pusieron erguido, y esa postura erecta permite que pueda ver más lejos, mirar mejor las cosas que están por encima de él y estar menos expuestos a sufrir daños en la vista, el oído y la boca; además, si a los otros animales terrestres les dieron pies que sólo les permiten andar, al hombre le añadieron manos, gracias a las cuales lleva a cabo acciones con las que es más feliz que aquéllos. 

Prosigue: 

No le bastó a la divinidad preocuparse del cuerpo, sino, lo que es más importante, infundió en el hombre un alma perfectísima. En efecto, ¿qué alma de otro ser vivo es en primer lugar capaz de reconocer la existencia de los dioses que ordenaron las más grandes y más bellas creaciones? ¿Qué otro animal que no sea el hombre rinde culto a los dioses? ¿Qué alma es más capaz que la humana de precaverse del hambre, de la sed, del frío o del calor, o de poner remedio a las enfermedades, de ejercitar su fuerza, esforzarse por aprender, o más capaz de recordar cuanto ha aprendido o visto? ¿No es algo totalmente evidente que al lado de los otros seres vivos los hombres viven como dioses, destacando sobre todos por su naturaleza, su cuerpo y su espíritu? Porque ni aunque tuviera el cuerpo de un buey y el juicio de un hombre podría hacer lo que quisiera, ni un animal provisto de manos pero sin inteligencia tiene más valor. Tú, en cambio, que participas de estas dos grandísimas ventajas, ¿crees que los dioses no se preocupan de ti? ¿Qué tendrían que hacer entonces para que creyeras que se ocupan? 

Esta profesión de antropocentrismo teocéntrico puede sorprender a los oídos actuales, habituados a oponer ambas esferas de manera irreconciliable. Sin embargo, en la tradición del humanismo que se inaugura con Sócrates, el hombre y lo divino se atienden mutuamente, se aman podríamos así decir, como un padre y un hijo. Fue la Ilustración la que separó los dos mundos, expulsando a los dioses a un ámbito abstracto, si bien antes el atomismo de Demócrito, Epicuro y Lucrecio les había despojado de toda preocupación por el destino de los hombres. Fue el estoicismo el que tomó el testigo del so-cratismo para afianzar la alianza entre el hombre y el dios dentro de un sistema racional y coherente.

En el libro IV, Sócrates se extiende acerca del “cuidado con que han preparado los dioses cuanto necesitan los hombres”: la luz del sol, la distancia de la luna respecto a la Tierra, la sucesión de las estaciones, la existencia de aire y de agua... en fin, todo ha sido concebido –incluso el reino vegetal y el animal– para que los seres humanos puedan vivir adecuadamente. Además, gracias a ellos disponemos de la razón, esa chispa divina “gracias a la cual, pensando y recordando lo que percibimos, aprendemos por qué es buena cada cosa e inventamos muchos procedimientos para disfrutar de los bienes y defendernos de los hombres”; además, nos han otorgado “la facultad de interpretar, gracias a lo cual nos informamos de todos los bienes y, participando de ellos, nos comunicamos entre nosotros, promulgamos leyes y gobernamos las ciudades”. Este entusiasmo de Sócrates ante los dones con que nos han colmado los dioses hace que su interlocutor, Eutidemo, no tenga más remedio que admitir que los dioses muestran “un gran amor por la humanidad”.

 

EL SÓCRATES DE JENOFONTE, EN EL SIGLO XXI

Llegados a este punto, se impone hacer balance de la aportación del Sócrates de Jenofonte a la tradición del humanismo occidental, en contraste con la que realizó el de Platón a la historia de la filosofía.

El Sócrates de Jenofonte plantea una comprensión integral del ser humano en equilibrio, en la cual lo individual y lo social, lo corporal y lo espiritual, buscan la complementariedad, esa “armonía” tan propia del humanismo occidental; el de Platón, en cambio, prioriza el ejercicio personal de la razón hasta el extremo de oponerla a los sentidos y encaminarla hacia un mundo (el de las ideas) donde queda excluido aquello que reconocemos como más propio de los seres humanos.

El Sócrates de Jenofonte expone una auténtica “paideia” o educación del individuo que lo habilita para ser una buena persona, un buen esposo (en el Económico se extenderá sobre ello), un buen y padre, un buen vecino y un buen ciudadano; la dimensión moral y cívica no se encuentran en oposición con la intelectual y la espiritual, sino que todas ellas cooperan en el pleno desarrollo de una humanidad plena. El de Platón, por su parte, se confina en una percepción sumamente angosta del hombre, al cual priva de instrumentos para consumar esa vocación existencial que, en su caso, se reduce a un ámbito muy específico y, en cuanto tal, reservado a unos pocos privilegiados.

El Sócrates de Jenofonte nos apela a todos; el de Platón, a una minoría selecta. Por eso Jenofonte, tras una controvertida carrera militar, se dedicó a escribir historia y tratados de índole práctica (como el Cinegético) y Platón abrió una academia.

Por último, el Sócrates de Jenofonte elude estructurar su doctrina en forma de sistema filosófico porque confía en el “sentido común” y en la razón humana para elucidar y consensuar los principios básicos que nos permitan vivir y convivir, mientras que el de Platón se decanta por elaborar una compleja arquitectura conceptual en la cual los ciudadanos de a pie no encontramos nada que nos haga orientarnos en la vida, más allá de una exhortación genérica al bien y al cultivo del espíritu.

Así las cosas, que el Sócrates de Jenofonte sea percibido desde la filosofía académica con desdén no tiene nada de extraño, pues postula unos valores y unas prácticas que nada tienen que ver con la especulación teórica ni con la reflexión abstracta.

Jenofonte nos muestra a un Sócrates amigo de los hombres, preocupado por su perfeccionamiento moral y espiritual, un auténtico pedagogo en el cual los humanistas de todos los tiempos nos reconocemos sin esfuerzo.

Es por ello que, en este siglo XXI en el que la filosofía ha revelado su completa incapacidad para incidir en el mundo real, siendo su exilio en la tierra el ámbito de la academia, cabe liberar a Sócrates del secuestro al que ha estado sometido por parte de los filósofos para devolverle al espacio en el que siempre se movió y del que nunca debería haber sido expulsado: el del ágora.