Jesús Cotta.- ¿Qué es la tradición? Tradición es más que folclore y costumbres: es cuanto, respecto a asuntos necesarios o relevantes, ha venido haciéndose antes de nosotros y sigue haciéndose por inercia o por ser considerado lo único o lo mejor que puede hacerse. Tradición es tanto lo transmitido como la acción de transmitirlo, tanto un códice miniado como la paciencia del iluminador.
Una curiosa etimología. Un doblete es un par de palabras del mismo origen latino, una de las cuales es cultismo, porque no ha sufrido evolución fonética, y otra es popular, porque sí la ha sufrido. Por el prestigio del latín, al cultismo se le suele asignar un significado más alejado de lo concreto o más elevado, una cualidad más que una cosa (solitario frente a soltero, cálido frente a caldo, clave frente a llave, clamar frente a llamar). Raro es lo que le pasa al doblete traición y tradición: ambas palabras provienen de traditio, “acción de entregar”, pero mientras que la palabra patrimonial significa entregar lo que uno no debe a quien no debe, la culta es justo lo contrario: entregar lo que uno debe a quien debe. La primera designa una experiencia muy concreta, que casi se puede señalar con el dedo; pero la segunda se refiere a un hecho tan inmaterial, tan natural e inevitable, que el habla popular, tan dada a lo concreto, ni la nombró ni la hizo, pues, evolucionar, pues seguramente le bastaba con decir algo así como “así me lo han enseñado” o “así se ha hecho siempre”.
Cuando la tradición dejó de ser invisible. Cuando en Europa no se ponía en entredicho la tradición, no se hablaba tanto de ella, sino que más bien se hablaba gracias a ella, nos entendíamos en ella; le pasaba como a la luz: que sin ella no se ve, pero ella no se ve; y si salía a relucir era, por ejemplo, para distinguirla de la ley o de las Sagradas Escrituras: había cosas que había que hacer por ley y otras se hacían solo por costumbre, y había creencias que venían avaladas ni más ni menos por las Escrituras, como la adoración de los Magos de Oriente, y otras avaladas por la tradición, como su número y sus nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero no había un término antagónico de tradición; sencillamente, el que no la seguía estaba loco o era tonto.
Ahora bien, cuando, tras los primeros pinitos del Renacimiento y la Modernidad, la Ilustración puso en duda la validez del legado anterior y nombró como criterio supremo de todo a la divina razón, esta llamó a juicio a la religión y la tradición, cuyo delito consistió en ser anteriores a ella, y las acusó de oscurantismo, ignorancia, niñez, atraso y las condenó a ser antónimas de emancipación, ilustración, libertad, en fin, de todo eso que ahora se llama progreso. Tal era el prestigio de este nuevo juez, que sus propuestas han ido desbancando desde entonces a lo que religión y tradición, en oscuro tándem, habían hecho hasta entonces: en vez de teísmo, deísmo; en vez de gracia, voluntad; en vez de costumbre, método; en vez de sentimiento, razón; en vez de monarquía, república… El respetable halo de la tradición quedaba eclipsado con las fosforescencias del progreso. ¿Qué son marxismo y anarquismo sino la razón sentada a solas en su sitial y disponiendo cuál es la única manera racional de ser hombre y vivir en sociedad? Si la Guerra Civil española suscitó tanto interés en el mundo fue, entre otras cosas, porque tradición y esa nueva manera de interpretarlo todo llegaron a las manos. Que en 2019 y con dinero público la representación española en la Bienal de Venecia presente, entre otras cosas, un vídeo en que una mujer orina de pie para protestar contra las convenciones demuestra lo instalada y normalizada que está ya la creencia de que el progreso, lo realmente valioso, no está en la tradición, sino en lo contrario a ella, en romperla, en la búsqueda de algo nuevo y mejor y más libre…
Y con ella cayó la naturaleza. La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. En ese sentido hay tradiciones aberrantes: aquellas que van contra nuestra naturaleza (como la abominable ablación del clítoris); pero, en general, las tradiciones suelen más bien transmitirnos lo que potencia o encauza nuestra naturaleza de animales racionales: si no, no suelen sobrevivir. Aun cuando haya tradiciones que parezcan ir contra ella (como la de horadar el lóbulo de la oreja para poner un pendiente a una niña), en realidad son medios para un hecho natural aún mucho más importante (por ejemplo, potenciar las diferencias que hacen más atractivos y complementarios a ambos sexos). Por eso, un ataque a la tradición es muchas veces un ataque a la naturaleza humana que esa tradición viene a potenciar. Por ejemplo, cuando se insta a los padres a no diferenciar mediante la ropa a niños y niñas, se está negando la existencia de una naturaleza humana sexuada en el nivel biológico, fisiológico y psíquico. De hecho, la ideología de género es el último engendro que la razón endiosada ha parido: si al principio la Ilustración expulsó a tradición y religión y se aferró a la naturaleza como realidad objetiva, ahora esta ha sido también eliminada como criterio, y ya solo ha quedado como juez de lo humano el principio de autonomía individual, que se define como ruptura contra todo dogma o coacción. Mi dignidad ya no está en mi naturaleza humana previa a mí, sino en lo que mi yo mental y autónomo decida hacer frente a lo que me viene dado, lo que incluye mi propio cuerpo.
Becerros de oro contra la tradición. Religión, tradición y naturaleza están siendo sustituidas por ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia… Ellas han afianzado la convicción de que todo lo que hay de bueno hoy se ha hecho contra lo malo de ayer, y proliferan ideas y prácticas que han ido forjando su prestigio muchas veces a costa de religión, tradición y naturaleza humana: vanguardias, avance técnico, igualitarismos, sexo sin amor, culto a la juventud, al propio cuerpo, originalidad, realización, autocreación… además de lemas que consisten en negar lo anterior o superior al individuo: haz lo que te pida el cuerpo, no te reprimas, sé espontáneo, imaginación al poder, no me arrepiento de nada, sé fiel a ti mismo, quiérete a ti mismo, sé tú mismo… En fin, esta aburrida y maloliente hipertrofia del tumismismo.
Cinco caballeros al rescate. Ante esa hipertrofia del yo, de lo nuevo, lo tecnológico, lo original, lo rompedor… ¿cómo se puede defender la tradición, cuando esta se percibe como sinónimo de oscurantista, caduco, perverso o, en el mejor de los casos, pintoresco? ¿Cómo hacer ver a unos jóvenes que, para ser poetas, han de aprender de los poetas anteriores; que una obra de arte no tiene más calidad por ser vanguardista; que, si sexo y amor siempre se han llevado bien, son mejores las tradiciones que los unen que las modas que, como la pornografía, los separan; que guiarse por los clásicos es más sabio que guiarse por las modas; que sin leer a los grandes e inteligentes difícilmente podrán decir algo grande e inteligente; que ir a la luna ha sido posible no contra la tradición, sino gracias a ella; que lo mejor de la Ilustración no fue el endiosamiento de la razón, sino los valores de libertad, igualdad y fraternidad nacidos de la tradición cristiana? Es una batalla ingente.
La pobre tradición tiene que vérselas con muchos becerrillos de oro. Pero propongo aquí cinco remedios para dejarlos en su sitio, que no es desde luego un pedestal. Los he tomado de cinco caballeros muy tradicionales, que nos dan cinco lecciones iluminadoras: No es una propuesta original, sino algo más importante: una propuesta bien traída.
1. La lección de Protágoras contra el relativismo cultural. Con la distinción hecha por los sofistas entre naturaleza y convención, la polis y sus tradiciones resultaban ser solo convención y no un bien natural que había, pues, que respetar como respeta uno el firmamento; para respetarlas, pues, no había ya más motivo que el pragmatismo y la conveniencia. Pero he aquí que el sofista Protágoras, lejos de minusvalorar menos la tradición propia por ser convención, la declaró más valiosa porque las otras tradiciones no eran mejores por ser otras, mientras que la propia, además de ser tan válida como las otras, era la propia. El relativismo cultural, como los sofistas más ramplones, se queda en eso, en afirmar que la tradición occidental no es mejor que la oriental. Pero le falta, si quiere ser inteligente, esa protagórica vuelta de tuerca: todas las culturas son valiosas, pero solo la nuestra es la nuestra y ha superado todas las pruebas del tiempo siéndolo. ¿Qué más puedo pedir? Esa es la lección de Protágoras: la tradición propia como prima inter pares, la que se ha ido labrando para nosotros por los que más se nos parecen y más nos quieren.
2. La lección de Virgilio contra la originalidad rompedora. A todos los autores les ha gustado ser reconocidos como únicos, como hacedores de algo que otro no podría haber hecho por él o mejor que él y, en ese sentido, todos han querido ser originales, es decir, ser el origen de una nueva realidad artística que sin ellos no habría existido. Sin Virgilio no existiría La Eneida. Pero Virgilio, aunque lo fue, no aspiraba a ser novedoso respecto a lo anterior, sino a escribir una obra maestra y, por eso recurrió al origen, que era Homero, porque lo anterior era precisamente el canon que permitía medir la calidad de su nueva obra. En él, ser original era ir al origen y ser así el origen de algo sublime. Sin embargo, hoy lo original ya no tiene ese sentido etimológico de ir al origen y ser un origen, sino que ya es solo ser un origen, ser novedoso, no repetir moldes ni patrones, incluso crear un nuevo gusto y un nuevo canon, y eso solo puede hacerse si uno no va al origen sino para cuestionarlo o destruirlo. La originalidad hoy se define frente a la tradición, a lo que se viene haciendo, y cifra la calidad de una obra no en la continuidad de una tradición, sino en lo que tiene de genial el artista, y de inesperado la inspiración, y ha generado artistas fatuos e infatuados como Rimbaud o Dalí. ¿No es ya hora de reivindicar como verdadera originalidad la virgiliana, la que tiene que ver con la maestría, con lo bien traído, con lo sublime, sea o no inesperado y novedoso? Frente a la originalidad de las vanguardias, que rompen todos los castillos de arena para que el suyo parezca el mejor, la de Virgilio, Dante y Cervantes: ser origen sin olvidar el origen.
3. La lección de lord Byron contra la desconfianza en el hombre y en la tradición. Cuenta una leyenda de época histórica que el joven Leandro se enamoró de Hero; ya fuese porque los padres de ambos se oponían a ese amor o porque Hero, sacerdotisa de Afrodita, debía permanecer virgen, decidieron ocultar su amor, y Leandro cruzaba a nado todas las noches el Estrecho para verse con ella. Estas hazañas nocturnas fueron puestas en duda por unos académicos de París, cómo no, en el siglo XVIII. Pero he aquí que esas dudas se desvanecieron cuando, en la mañana del 3 de mayo de 1810 lord Byron realizó a nado esa travesía, y demostró con hechos de qué era capaz por amor un hombre. Diríase que esos críticos nunca se habían enamorado: estaban tan acostumbrados a reducir lo humano a lo racional, que los enamorados les debían parecer seres mitológicos. Tuvo que ser un poeta quien, mejor conocedor que ellos de lo humano entero, nos devolviera la confianza en dos cosas muy hermosas: las maravillosas capacidades de nuestra naturaleza y la autoridad de la tradición que nos las transmite: si la tradición nos había transmitido las hazañas natatorias y amatorias de un enamorado, es porque era verdad y, si no era verdad, podría haberlo sido, porque el hombre es capaz de eso y más. La tradición no miente: transmite. Lord Byron les dio una doble lección: humildad intelectual y confianza en el hombre. Los antiguos griegos no pusieron en duda la existencia de Troya; los europeos, sí. Tuvo que venir otro poeta de la arqueología, Schliemann, a sacarlos de su descreimiento. ¿Cómo, si no por seguir las tradiciones orales, encontró el sepulcro de Jesús la madre de Constantino, la primera arqueóloga?
4. La lección de Hércules y san Jorge contra el progreso. Poner nuestra meta en el progreso es como ponerla en un concepto tan ajeno a la moral como la aceleración: ¿qué tiene esta de buena en sí misma si no sirve, por ejemplo, para escapar de un tigre? El progreso no tiene valor ninguno si no es relación con el bien. El valor debe ser, pues, el bien, no el progreso. Con el progreso como único rey, ocurren dos cosas horribles: en primer lugar, la tradición es percibida como lo contrario del progreso; y, en segundo lugar, nos parece señal de ir bien encaminados el alejarnos de la tradición y, dado que nuestra tradición, hecha de Homero y Cristo, exalta la dignidad de la naturaleza humana, no tendremos empacho en considerar verdadero progreso medidas que la denigren: manipulación genética, aborto selectivo, eugenesia, transhumanismo, animalismo, etc. Para escapar de esos monstruos, no hemos de recurrir al progreso, sino a los santos y los héroes, que no buscaban el progreso, sino el bien, la verdad, el amor, la belleza. El progreso venía después por añadidura. Menos mal que Antígona al desobedecer al tirano, y el padre Kolbe al dar su vida por un desconocido, y san Jorge al matar al dragón y Hércules al matar a la Hidra no buscaban el progreso, sino salvar al hombre de todo lo que lo deshumaniza. Si Jacinto Convit García no hubiera tenido como objetivo curarnos de la lepra, sino el progreso, se la habría proporcionado solo a los que, según sesudos estudios genéticos, sociales o económicos, todos muy racionales, la merecieran.
5. La lección de Jesús contra la atrofia y la hipertrofia de la tradición. Jesús veneraba la tradición, como cualquier judío, porque de ella precisamente provenía la verdad que él, según sus palabras, había venido a completar. Por eso les negaba la autoridad, por un lado, a los saduceos, que solo aceptaban de la tradición lo que les interesaba para justificar su modo de vivir y, por otro, arremetía contra los fariseos y todo lo que en su tradicionalismo rigorista oscurecía el camino, la verdad y la vida. Puso la tradición al servicio del hombre. No dudó en poner el sábado en su sitio: “No está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”; no dudó en echar a latigazos del templo a los mercaderes que lo habían convertido en mercado; ni en condenar a los fariseos que consideraban que, por una ofrenda en el templo, quedaban los hijos libres de la obligación de cuidar de sus padres. La rigidez del sábado iba contra la vida; la mercadería del templo, contra la verdad; y la ofrenda, contra el camino. Jesús habló a favor del hombre que busca la verdad, ama la vida y quiere caminar por ella por el buen camino.
Esas cinco lecciones nos dan estos caballeros: nuestra tradición como prima inter pares, la originalidad como ser origen yendo al origen, la tradición como humildad y optimismo antropológico, el destronamiento del progreso y, por último, la tradición como ayuda para el camino, la verdad y la vida. Si desde la Ilustración la historia de Europa es en parte una paulatina y creciente traición a su tradición, ya ha llegado el momento de que empiece a ser un regreso a ella.