Agrippa y la creación del hombre a imagen de Dios

  

Al humanista alemán Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesteim (1486-1535), se le conoce en la actualidad sobre todo como autor de la Philosophia Occulta, un tratado de magia y ocultismo, materias ambas que, en la época, aún se estimaban como opciones válidas para el despliegue de las capacidades humanas sobre el mundo, como lo demuestra el interés que por ellas mostró Marsilio Ficino. Polígrafo de amplia formación académica, se ocupó también de la alquimia y la cábala (algo que no era raro en su momento, con la eclosión de los saberes un tanto desordenada propia del Renacimiento) y escribió la que se considera una de las primeras defensas de la dignidad intelectual de la mujer, De la nobleza y preexcelencia del sexo femenino. De su mano salió uno de los libros más significativos del escepticismo renacentista, junto con el Francisco Sánchez: Sobre la vanidad de las ciencias, en el cual parece abjurar de todo lo que había afirmado en sus obras anteriores, por lo que se considera que sus palabras no eran sinceras sino una estrategia para cubrirse las espaldas ante posibles persecuciones motivadas por lo que había defendido en ellas.

En cuanto a la Philosophia Occulta, publicada en la ciudad de Colonia en 1533, es una obra en tres partes donde expone de manera prolija y estructurada una visión del mundo peculiar, como un todo dotado de un alma única, incluidas las plantas y los minerales; ello le permite proponer la posibilidad por parte del hombre de incidir en el cosmos a través de fórmulas que incidan sobre dicha alma. El libro fue incluido en el índice de libros prohibidos por la Inquisición, al utilizar conceptos no acordes con la ortodoxia vigente. Desde entonces, la obra se ha visto rodeada de un aura extravagante, dada su mezcla de reflexiones estrictamente filosóficas (como la que traemos a colación en HUMANISTAS) con operaciones de carácter técnico y operativo en el ámbito de la magia.



Dios, excelencia de todas las excelencias, como dice Trismegisto, hizo dos imágenes que se le asemejan, a saber, el mundo y el hombre, en uno de los cuales se propuso crearse un juego de sus maravillosas operaciones, y en el otro, hallar allí su goce; como él es uno, creó un mundo; como es infinito, creó el mundo redondo; como es eterno, creó el mundo incorruptible y eterno; como es inmenso, creó el mundo más grande que todo; como es la vida misma, también enriqueció al mundo con semillas vitales, capaz de producir él mismo todas las cosas; y como es omnipotente, por su sola voluntad, sin necesidad alguna de naturaleza, creó el mundo, no de una materia preexistente, sino de la nada; y porque es la bondad soberana, al abrazar con su voluntad perfecta y su amor esencial a su verbo que es la primera idea de todas las cosas, fabricó este mundo exterior sobre el ejemplo del mundo interior que es el ideal, sin emitir nada de la esencia de la idea, puesto que de la nada creó lo que tenía por idea en la eternidad. 

De modo similar, Dios creó al Hombre a su Imagen; pues así como la imagen de Dios es el mundo, de igual modo la imagen del mundo es el hombre; de allí deriva que algunos crean que se dijo que el hombre no fue creado simplemente imagen de Dios, sino a imagen de él, como si se dijese la imagen de la imagen, es decir, microcosmos. El mundo es un animal racional e inmortal; de modo semejante, el hombre es un animal racional, pero mortal, es decir, corruptible, pues, como dice Hermes, al ser el mundo inmortal, es imposible que perezca alguna de sus partes. E igual que el vacío el morir no se halla en parte alguna. No decimos pues del hombre que cuando el alma y el cuerpo se separan, alguna cosa de una u otro perezca o retorne a la nada. La verdadera imagen de Dios es en realidad su Verbo, sabiduría, vida, luz y verdad, que existe por sí mismo; y el espíritu del hombre es la imagen de esa imagen, en razón de la cual se dice que somos hechos a imagen de Dios, y no a imagen del inundo, o de las criaturas. Pues así como la mano no puede tocar a Dios, ni el ojo le puede ver, ni el oído escucharlo, de igual modo el espíritu del hombre no se puede tocar, ver ni oír. Y así como Dios es infinito y nada lo puede constreñir, de igual modo el espíritu del hombre es libre y no puede ser constreñido ni medido; y además, así como Dios dirige con su solo pensamiento todo este mundo y todas las cosas contenidas en él, de igual modo el espíritu del hombre lo abarca también en su pensamiento, y lo único que tiene de común con Dios, el espíritu humano mueve y gobierna su cuerpo a voluntad, igual que Dios mueve y gobierna al mundo entero a voluntad. Por ende, necesariamente el espíritu del hombre, sellado por el Verbo de Dios, ocupa también un cuerpo humano, para concretar una imagen perfecta del mundo. Por ello al hombre se le llamó el otro mundo y la otra imagen de Dios, pues en sí mismo posee todo lo contenido en el macrocosmos, tan enteramente que no queda nada que no se halle parecida, real y verdaderamente en el hombre mismo; y todas estas cosas efectúan allí las mismas funciones y los mismos oficios que en el macrocosmos. Los elementos existen en él según las propiedades verdaderas de su naturaleza. En él hay una especie de cuerpo etéreo, vehículo del alma, que por proporción representa al cielo. En él existe la vida vegetativa de las plantas, los sentidos de los animales, el espíritu celeste, la razón angélica y el pensamiento divino, igual que la verdadera conjunción de todas estas cosas hacia un mismo fin y la posesión divina. Por ello las Sagradas Escrituras llaman al hombre toda la criatura; y no sólo el hombre fue creado como un segundo mundo, y contiene todas las partes en sí mismo, sino que incluso concibe y contiene a Dios mismo. Por eso Xiste, el pitagórico, dice que el espíritu del hombre es el templo de Dios, lo que Pablo expresó con mayor claridad al decir: “Sois el templo de Dios”. Y las Sagradas Escrituras dicen lo mismo en muchos pasajes. El hombre es pues una perfectísima imagen de Dios, puesto que el hombre contiene una excelencia que no le pertenece, contiene todas las cosas por su virtud y simplemente, como causa y principio de todas las cosas; el hombre tiene de él la facultad y virtud de contener de modo semejante todas las cosas, pero por el acto solamente y a modo de composición, como tejido, vínculo y nexo de todas las cosas. Por ello sólo el hombre tiene el honor de poseer símbolo con todo, operación con todo, conversación con todo. Simboliza con la materia en su propio respecto; con los elementos, en su cuerpo cuádruple; con las plantas, en la virtud vegetativa; con los anímales, en la sensitiva; con los cielos, en el espíritu etéreo y el influjo de las partes superiores sobre las inferiores; con los ángeles, en el entendimiento y la sabiduría; con Dios, en la contención de todas las cosas. Conversa Dios y las Inteligencias por la fe y la sabiduría; con los cielos y los cuerpos celestes, por la razón y el razonamiento; con los inferiores, por el juicio y el dominio. Actúa con todo y tiene poder sobre todo, sobre Dios mismo, comprendiéndolo y amándolo. Y así como Dios conoce todas las cosas, de igual modo el hombre puede conocer también todo lo que es cognoscible, teniendo en común como objeto adecuado la existencia, o como dicen otros, lo verdadero mismo. No se halla en el hombre disposición alguna donde no se vea brillar una chispa de la divinidad; y en Dios nada hay que no esté también representado en el hombre. En consecuencia, quien tenga conocimiento de sí, conocerá todas las cosas en sí: conocerá primero a Dios a imagen del cual fue creado; conocerá al mundo del cual lleva la imagen; conocerá a todas las criaturas con las que simboliza, igual que el dulzor que puede obtener y extraer de piedras, plantas, anímales, elementos, cielos, demonios, ángeles y todas las cosas pudiendo acomodarlos unos con otros en su sitió, tiempo, orden, medida, proporción y acuerdo, atrayéndolos y rechazándolos, tal como el imán actúa sobre el hierro.  Geber, en su summa de Alquimia, enseña que nadie puede llegar a la perfección de este arte sin conocer en sí los principios; asimismo, cuanto más se tenga el conocimiento de sí, más se adquirirá la fuerza de atracción, se realizarán cosas más grandes y maravillosas, y se llegará a una tan grande perfección que se convertirá en hijo de Dios, asumirá la forma de la imagen misma, que es Dios, y se unirá con él; prerrogativa ésta que no es acordada ni a los ángeles, ni al mundo, ni a criatura alguna, sino al hombre únicamente, es decir, prerrogativa de ser hecho hijo de Dios y ser unido a Dios. Al estar el hombre unido con Dios, todo lo existente en el hombre está junto a aquél, primero el pensamiento, luego el espíritu y las fuerzas animales, la virtud vegetativa y los elementos, hasta la material, atrayendo también consigo el cuerpo del cual subsistió la forma, elevándolo a una condición mejor y a una naturaleza celeste hasta que sea glorificado por la inmortalidad. Y ello, como ya lo hemos dicho, es un don especial en el hombre, por el cual esa dignidad de imagen divina le es propia y no pertenece a ninguna otra criatura. 

Hay otros teólogos que dicen que los tres poderes del hombre (la memoria, el entendimiento y la voluntad) son la imagen de la divina Trinidad. Están incluidos quienes, yendo más lejos, hacen consistir esa imagen no sólo en estos tres poderes, que llaman actos primeros, sino también en los actos segundos, de esta manera: así como la memoria representa al Padre, el entendimiento al Hijo y la voluntad al Espíritu Santo, de igual modo el Verbo producido por nuestro entendimiento, el amor que emana de la voluntad y el entendimiento mismo que tiene el objeto presente y lo produce, representan al Hijo, al Espíritu y al Padre. Y los teólogos más misteriosos dicen, además, que cada uno de nuestros miembros representa en Dios una cosa de la que lleva la imagen y que también representamos a Dios en nuestras pasiones, pero mediante cierta analogía; pues hallamos en las Sagradas Escrituras la cólera de Dios, su furor, su penitencia, su complacencia, su afecto, su odio, su juego, su placer, sus delicias, su indignación, y otras cosas semejantes; y nosotros mismos, en capítulos precedentes, dijimos algo de los miembros divinos, que puede relacionarse con este capítulo. Hermes Trismegisto, quien también reconoció la Trinidad divina, nos la describe por el entendimiento, la vida y el fulgor, que llama en otra parte el Verbo, el Pensamiento y el Espíritu; y dice que el hombre, hecho a imagen de Dios, representa la misma Trinidad, pues posee en sí un pensamiento inteligente, un verbo vivificante, y un espíritu como una luz divina que se difunde por doquier, y llena, mueve y une tildas las cosas; sin embargo, no ha de entenderse esto del espíritu natural, que es un medio por el cual el alma se une con la carne y el cuerpo, con lo que el cuerpo vive, efectúa sus funciones y un miembro trabaja sobre el otro, y de lo cual hemos hablado en el libro I de esta obra; sino que aquí hay que entender un espíritu racional, que sin embargo tiene cuerpo de algún modo; no tiene un cuerpo burdo que se puede tocar y ver, sino un cuerpo sutilísimo, que puede unirse bien con el pensamiento, es decir, el superior y divino que está en nosotros; y no es preciso que nadie se asombre si nos oye decir que el alma racional es este espíritu y algo corporal, o que esa alma tiene y percibe algo de naturaleza corporal mientras está en el cuerpo y se sirve como de un instrumento, siempre que se entienda bien lo que en la doctrina de Platón es el cuerpo etéreo del alma que le sirve de vehículo. 

Plotino y todos los platónicos consideran también, después de Trismegisto, tres partes en el hombre, denominadas lo alto, el medio y lo bajo. Lo alto es la parte divina que se llama pensamiento, o porción superior, o entendimiento iluminado. Moisés la llama, en el Génesis, el hálito de las vidas, que Dios o su espíritu sopló en nosotros. Lo bajo es el alma sensitiva, que se llama incluso ídolo; el apóstol Pablo lo llama el hombre animal. El medio es el espíritu racional, que reúne y liga estos dos extremos, es decir, el alma animal con el pensamiento, teniendo por la naturaleza los dos extremos. Difiere, por tanto, de la parte superior que se llama entendimiento iluminado, pensamiento, luz, y porción suprema; difiere también del alma animal, de la que el Apóstol enseña que debemos separarlo por la virtud del Verbo de Dios, diciendo: La palabra de Dios es viviente y eficaz, y más penetrante que una espada de dos filos, pues llega a separar el alma del espíritu. Pues como esa suprema porción no peca jamás, jamás consiente el mal, se opone siempre el error y beneficia a quien la lleva, así como la parte de abajo, el alma animal, está siempre hundida en el mal, el pecado y la concupiscencia, llevándonos siempre a lo peor que existe; de ella dice Pablo: "Percibo en mis miembros una ley contraria, que me retiene bajo la ley del pecado". El pensamiento pues, la meas, la parte de arriba, no es condenada, sino que dejando a sus asociados en su castigo, vuelve intacta a su origen. En cuanto al espíritu que Plotino llama alma racional, al estar naturalmente libre, puede tomar la parte de una y otra a voluntad; sí permanece constantemente apegada a la parte superior, al fin se une con ella y se beatifica hasta ser absorbida en Dios; sí se apega al alma inferior, se corrompe y desmerece, hasta convertirse en un demonio maligno. Lo que acabamos de decir se debe entender respecto al pensamiento y al espíritu. 

Hablemos ahora de la palabra o verbo. Mercurio la cree de igual importancia para la inmortalidad; pues la palabra o verbo es la cosa sin la que nada ha sido hecho ni se puede hacer, y además es la expresión de quien expresa y de lo expresado; el decir de quien dice y lo que dice, es la palabra y el verbo; la concepción de quien concibe y lo que concibe, es el verbo, la escritura de quien escribe y lo que escribe, es el verbo; la formación de quien forma y lo que forma, es el verbo; la creación del creador y lo que crea, es el verbo; la hechura del hacedor y lo que hace, es el verbo ; la ciencia de quien sabe y lo que sabe, es el verbo. Y todo lo que se puede decir no es sino el verbo, y se llama igualdad: pues hay una relación igual en todas las cosas, una no es más que la otra, acuerda a todas las cosas el derecho de ser lo que son ni más ni menos, se torna sensible y torna sensibles a todas las cosas consigo, así como la luz se torna visible y todas las cosas con ella: por esa razón Mercurio denominaba verbo al hijo luminoso del pensamiento. Pero la concepción por la cual el pensamiento se concibe es el verbo intrínseco engendrado por el pensamiento, es decir, el conocimiento de sí mismo; en cuanto al verbo extrínseco y vocal, es el nacimiento y la manifestación de este verbo, y el espíritu procedente de la boca con sonido y voz que significa algo. Es cierto que nuestra voz, nuestro verbo y nuestra palabra, a menos que estén formados por la voz de Dios, se mezclan en el aire y se desvanecen; pero el soplo y el verbo de Dios persiste con el sentido y la vida que los acompañan. En consecuencia, todos nuestros discursos, todas nuestras palabras, todos los hálitos de nuestra boca y todas nuestras voces carecen de virtud en magia si no están formados por la voz divina. Y Aristóteles, en sus Meteoros y al final de su Moral, confiesa que no hay fuerza moral ni natural que no provenga de Dios; y en sus dogmas secretos, dice que nuestro entendimiento, bueno y sano, puede mucho sobre los secretos de la naturaleza, siembre que sea ayudada con el concurso de la fuerza divina, y que de otro modo nada puede hacer. Así, mediante nuestras palabras podemos producir muchos milagros, si están formadas por el verbo de Dios, y por ellas nuestra generación unívoca también se cumple, como dice Isaías: Señor, hemos concebido ante tu faz, igual que las mujeres conciben ante la faz de sus maridos, y hemos dada a luz al espíritu". A este respecto, como un hecho recibido entre los gimnosofistas de la India, según una tradición pasada de mano en mano, Buda, príncipe de su dogma, produjo una hija de su costado; y los mahometanos creen firmemente que la mayoría de aquéllos a quienes llaman en su idioma Nefesogles nace sin cópula carnal mediante determinada manera secreta de dispensación divina; su vida, en consecuencia, será admirable, impasible, como angélica, y totalmente sobrenatural. 

Pero dejemos todas estas ingenuidades y digamos que el Único rey Mesías, Verbo del Padre, hecho carne, Jesucristo, reveló este secreto y lo manifestará más ampliamente dentro de un lapso determinado. He aquí por qué, con pensamiento idéntico a él, como dice Lazarelle en la Copa de Hermes: “el generador ya dio al hombre la palabra para que cree dioses semejantes a los dioses, enviándoles su Espíritu de lo alto. Bienaventurado quien conozca los grandes deberes de su condición y se redima voluntariamente; pues deberá ser incluido en el rango de los dioses y no será menor que los dioses de lo alto. Unos se ocupan de desviar los males cuyo destino nos amenaza, y a rechazar lejos el peligro de las enfermedades; otros dan presagios de sueños, consuelan a los hombres en sus miserias, dan males a los impíos y brillantes recompensas a los piadosos: así cumplen el mandamiento de Dios Padre. Ellos son los discípulos de Dios”.

Los que no nacieron de la voluntad de la carne ni de la voluntad del hombre, ni de la voluntad de la mujer, sino que tienen a Dios por Padre. En cuanto a la generación unívoca, es aquélla en la que el hijo es semejante al Padre de todas maneras y donde el engendrado según la especie es igual al generador, y esa generación es el poder del verbo formado por el pensamiento, verbo bien recibido en un sujeto dispuesto, como semen en una matriz, para la generación y el alumbramiento ; digo dispuesto y bien recibido, porque todas las cosas no participan del verbo de la misma manera, sino unas de una manera y otras de otra. Y estos son secretos muy ocultos de la naturaleza, que no deben ser revelados en público.

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Fuente: Enrique Cornelio Agrippa, Filosofía oculta. Versión española de Héctor V. Morel. Buenos Aires, Kier, 1991, pp. 337-342