Javier García Gibert.- La relación entre la ciencia y la tradición humanística es un suceso de largo y hondo calado en la historia cultural de Occidente. Lo que entendemos por “modernidad” es una creación conjunta de ambas instancias, pero a menu do científicos y humanistas se han llenado de reproches, o han manifestado —lo que es todavía más sintomático— una recíproca indiferencia. Llegados al siglo XXI, esa indiferencia adquiere entre los humanistas la forma de la pureza frente al extravío, pero en los científicos se parece mucho a la despreocupación que, después de la victoria, los vencedores sienten por la suerte de los vencidos. Una victoria sin palabras y sin concesiones, salvo las que pue dan derivarse de la justificación que —más de cara a la opinión pública que a las razones y presupuestos del humanismo— la Ciencia se ve obligada a establecer sobre los límites éticos de ciertas conquistas o el desarrollo sostenible del planeta. Pero hace menos de un siglo aún había reproches dolidos y defensas de buena ley. En 1929 apareció en Viena un libro titulado La concepción científica del mundo, cuyo prefacio venía rubricado por ilustres firmas: el matemático Hans Haan y los lógicos Rudolf Carnap y Otto von Neurath. En la obra se exaltaba la cultura científica, abierta al futuro, y se contraponía a las actitudes y postulados caducos de la cultura humanística, anclada en el pasado. Unos años más tarde, después de la Segunda Guerra Mundial, el ensayista inglés Charles Percy Snow planteó en un célebre ensayo, Las dos culturas y la revolución científica, esa trágica fractura, cada vez más honda, entre los “hombres de ciencia” y los “intelectuales literarios” (cuyo arquetipo en su país y en su época era T. S. Eliot). Snow criticaba sobre todo a estos últimos, a quienes consideraba descomprometidos con la marcha del mundo y a los que reprochaba su desinterés —y por ende su ignorancia— acerca de los conceptos y presupuestos más elementales de la revolución tecnológica y científica. Tenía, seguramente, mucha parte de razón, pero no se dignaba a analizar las causas que justificaban en ciertos ánimos ese rechazo casi militante. A reflexionar sobre algunas de esas motivaciones vamos a dedicar el presente artículo.
Sócrates, el primer mentor del humanismo clásico, establece ya las bases argumentales de lo que será el hiato decisivo entre los humanistas y la ciencia. En su persona y mediante su ejemplo, Sócrates ha encarnado para la posteridad la más acabada noción del “sabio” —y del “filó-sofo” como amante del saber, en su recto sentido etimológico , pero con la particularidad de que nos enseña no sólo lo que es sabiduría, sino también aquello que no lo es. El daimon de Sócrates, esa misteriosa voz interior que sólo le hablaba para decir que “no” en determinadas circunstancias (y que se mantuvo callada cuando decidió poner fin a su vida) es un modo de simbolizar los impulsos disuasorios que el hombre de razón ha de atender en esta vida: la evitación de los caminos errados, los deseos inconvenientes, las urgencias inoportunas y la ilimitación, en suma, que lleva a los desastres que habían dramatizado los autores trágicos. De todo aquello, en definitiva, que no corresponde a una visión filosófica de la vida. En el terreno intelectual, el primero de los discernimientos —de crucial importancia para los intereses del humanismo posterior es distinguir la ciencia de la sabiduría, una temprana decisión en la vida de Sócrates, tal como se narra en el Fedón (96a y ss.), que parece representar con fidelidad una experiencia personal del filósofo. En su diálogo con Cebes, Sócrates nos cuenta sus intereses juveniles por la ciencia y cómo al cabo quedó “cegado por esa investigación”. El afán de saber con el que leyó, por ejemplo, el libro de Anaxágoras, de quien se decía que había descubierto los principios físicos de la ordenación del mundo, sólo fue parejo con el tremendo desengaño que le produjo, al ver que el sentido, la finalidad y los impulsos propios del ser humano quedaban fuera de toda investigación en el análisis “científico” de la realidad. Sócrates, por otro lado, compara el método de esos estudios con el examen del sol durante un eclipse: “Se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en ellos la verdad de las cosas”. En esta crucial declaración no sólo está —lógicamente— el propio Platón, sino también Kant, y todo aquel saber que pretenda apartarse del desintegrador análisis empírico de la realidad que caracteriza a la ciencia. Porque sólo los conceptos (logoi) permiten al ser racional percibir, mediante las capacidades intelectuales y espirituales, el orden y el sentido de las cosas y la armonía esencial del mundo.
Sócrates advirtió con clarividencia absoluta una verdad que se ha hecho más grande y clamorosa con el tiempo: que la aproximación “científica” a la realidad requiere deshumanizar al mundo, estudiarlo como algo ajeno por completo a la mente, las sensaciones, las aspiraciones o los deseos del ser humano y que la ciencia no tiene por sí misma valor heurístico ni propedéutico alguno para acercarnos a un orden más elevado del conocimiento. El gran humanismo filosófico del siglo XX (Max Scheler, Georg Simmel, Hannah Arendt...) reprodujo la idea recogida en el pasaje socrático al considerar que una cultura basada en la ciencia oscurece más que ilumina cualquier investigación sobre la entraña del hombre y debilita más que estimula las condiciones para el desarrollo del perfeccionamiento humano. La “caída del caballo” de la ciencia sufrida por el ansia juvenil de Sócrates ha sido la pauta de otras similares en la tradición humanística. Una de las más conocidas es la de Pas cal, en el preciso momento en que la mentalidad científica comenzaba a sentar sus reales en la cultura occidental. Su intensa dedicación inicial a la investigación científica —para la que estaba, por cierto, muy dotado— acabó en una decepción tan grande como la de Sócrates, y por idéntico motivo: “Cuando empecé el estudio del hombre vi que esas ciencias abstractas no son propias del hombre y que me alejaba más de mi condición profundizando en ellas que los demás ignorándolas” (Pensamientos, 687, 144). El reproche de Paul Valery —ese pope (no humanista) de las letras— a la deserción pascaliana de las ciencias fue censurado por la lucidez de Cioran —ese humanista malgré lui— con una sencilla reflexión, que no requiere más comentario: “¿A qué viene reprocharle el abandono de las ciencias cuando esta renuncia fue el resultado de un despertar espiritual mucho más importante que los descubrimientos científicos que hubiera podido hacer? En lo absoluto, las perplejidades pascalianas en los confines de la plegaria tienen mucha más importancia que cualquier secreto obtenido del mundo exterior. Toda conquista objetiva supone un retroceso interior”.
La postura de Sócrates en este sentido no fue un ataque a la Ciencia en sí misma, sino el natural efecto de su decidida apuesta por priorizar los intereses sustanciales y verdaderos del hombre. Todos los autores de la tradición humanística irían en lo sucesivo por la misma senda. Séneca afirmaba en su Epístola 88 a Lucilio: “El geómetra nos enseña a medir los latifundios en lugar de enseñarme cómo medir lo que es suficiente al ser humano”. Y poco después se preguntaba, en referencia a los que se enorgullecen de conocer el firmamento: “¿De qué sirve todo esto?” Esta pregunta quizá escandalice a la sensibilidad moderna (aunque a algunos espíritus contemporáneos no demasiados— les escandalice más la pregunta insidiosa que está en el ambiente: “¿Para que sir ven las Humanidades?”), pero en realidad sigue siendo absolutamente pertinente y repetible desde el punto de vista del humanismo. Veinte siglos des pués de Séneca, una figura tan ejemplar de esa tradición como Albert Camus decía al comienzo de El mito de Sísifo: “Es profundamente indiferente quién gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí”?. Es el problema del sentido o del sinsentido del mundo y la actitud existencial que se tome a consecuencia de ello lo único que importa para el humanismo existencialista de Camus. Sócrates no se planteaba el absurdo del mundo, pero estaba igualmente convencido de que no es la Naturaleza, sino la naturaleza humana lo que hay que conocer y dominar. Para la visión humanista que inaugura Sócrates, el hombre es, en efecto, el centro del mundo y tiene la posibilidad y la obligación de investigarse. Sócrates se tomó al pie de la letra la inscripción que presidía el templo de Delfos, “conócete a ti mismo”, que expresaba un impulso latente de la cultura griega y que brillaba incluso entre las reflexiones del oscuro Heráclito: “A todos los hombres les es dado conocerse a sí mismos y reflexionar” (fragmento 14).
[Este texto forma parte del artículo que publicó el autor en el número III, 2006-2007, de la revista Hispanogalia]