Cicerón, padre del concepto "humanitas"



De acuerdo con la exposición que realiza François Prost de la génesis del concepto de “humanitas” en Cicerón,* el término no fue forjado para traducir un sustantivo griego sino que refleja una preocupación latina, y no designa el conjunto de los seres humanos, como sí ocurrirá más adelante con los autores cristianos, sino una disposición abstracta que plasma los caracteres propios de lo humano. Los primeros testimonios de este uso por parte de Cicerón se encuentran en la apócrifa Retórica a Herenio y en el discurso en defensa de Quincio (81 a.C.), donde aparecen como sinónimo de fraternidad basada en el sentimiento de pertenencia al género humano. En cartas de la misma época, tanto en las privadas como en las de carácter profesional, lo utiliza también aunque con una precisión terminológica menor, asociado a valores como la afabilidad, la buena educación, la complacencia y el buen grado, es decir, en tanto actitudes personales que no podríamos calificar de virtudes morales y que se reducen al ámbito de las relaciones sociales. Aun así, debemos retener este uso porque nos puede ser útil más adelante.

Lo que sí resulta especialmente llamativo es que el término se emplea con profusión como contrapuesto a otros, a modo de dupla: es el caso del concepto de “immanis” (monstruoso, cruel, terrorífico), de manera que el romano tiende en esa época a oponer lo humano como el antónimo positivo de lo monstruoso, y este como negación de los valores propiamente humanos. Además, por impregnación del griego poco a poco va incorporando dos significados adyacentes, a la vez filosóficos y culturales, como son el de “philanthropia” y el de “paideia”. También volveremos sobre ello.

A modo de resumen, la “humanitas” ciceroniana reúne varias perspectivas que deben armonizarse de un modo u otro: una idea del hombre como género de seres naturales, portadores de valores opuestos a la “monstruosidad”; un sentimiento de apego y de solidaridad debida entre los miembros de la especie; y, por último, una definición de lo humano a través de sus productos culturales.

Asistimos así a la consolidación de un concepto de humanidad como portadora de valores positivos, opuestos a una bestialidad marcada por la ignorancia de cualquier tipo de derecho y de toda sacralidad, un reino presidido por la violencia egoísta donde todo está permitido porque no existe ningún tipo de prohibición. En dialéctica con este “estado natural” de caos, la comunidad humana instauraría un ámbito presidido por la justicia y el derecho, condición necesaria y suficiente para salir del reino de la animalidad. En este contexto, la “humanitas” se constituye en un santuario de los valores morales, comprendidos por una parte como fundadores de toda sociedad de derecho y, por otra, como herencia de la “mos maiorum”, la tradición romana ancestral. De este modo, la reflexión ciceroniana acerca de la naturaleza humana entronca con una reflexión acerca de la sociedad política, y del lugar y la función de los individuos en dicha sociedad. Este planteamiento se enfrenta de manera crítica al naturalismo helenístico ˗tanto del epicureísmo como del estoicismo˗ de su época, que percibe la naturaleza como la fuente de los valores y la guía certera para la conducta humana; para Cicerón, como hemos visto, la naturaleza en bruto constituye un ámbito prejurídico respecto al cual cabe precaverse. Esta es, al menos, la perspectiva de Frost al respecto, y no entraría en la consideración del iusnaturalismo de Cicerón.

Por otro lado, en Cicerón, fiel a la tradición platónica, el esfuerzo por arrancar al hombre de la bestialidad se completa con una apelación a la trascendencia de lo divino, la cual se concreta en la defensa de la esencia inmortal del alma, especialmente en el libro VI de Sobre la república (el célebre Sueño de Escipión) y en los libros I y V de las Tusculanas. De todos modos, a pesar de instar al hombre a desplegar lo que hay de divino en él, Cicerón no puede olvidar que no somos dioses (eso acarrearía incurrir en un exceso), de manera que cabe hablar antes de asimilación que de identificación con lo divino, como un esfuerzo o una aspiración que no puede consumarse en vida.

Cabe añadir una dimensión adicional a las ya abordadas para completar el planteamiento ciceroniano acerca del sentido de la “humanitas”, tan decisivo para la tradición del humanismo occidental, y es el que hemos apuntado anteriormente: el de la cultura. Para Cicerón, el cultivo de las letras permite que dicha “humanitas” asuma los valores de la “paideia” griega, al modo de una formación permanente, ya no sólo de los niños y los jóvenes, sino de los adultos, a lo largo de toda la vida, en ese ocio instruido que tanto loará en sus tratados filosóficos. El aspecto más significativo de esta formación, en palabras de Frost, es que aúna filosofía y retórica, restañando la escisión que, en su momento, le infligió Platón al saber. Con ello, la actividad especulativa se reincorporaba a la vida de la ciudad, de la que se habría automarginado para confinarse en cenáculos selectos. No hay que olvidar que el perfil intelectual de Cicerón se desplegó de manera habitual en el ámbito jurídico y político, y sólo cuando por motivos de sobras conocidos tuvo que abandonarlo pudo entregarse a la reflexión filosófica pura. De este modo, Cicerón haría de la elocuencia una suerte de síntesis entre las distintas ramas del saber, puestas al servicio de una formación intelectual integral. Así, en no pocas ocasiones el arpinate hablará del “orador” como de una suerte de intelectual moderno, que debe dominar todos los ámbitos del conocimiento porque nunca sabe cuál de ellos va a necesitar para una ocasión determinada.

Un aspecto esencial de la “humanitas” ciceroniana es su elección del latín como instrumento idóneo para recepcionar y adaptar la sabiduría griega, de la cual se sabe y se quiere heredera. Como es sabido, en la época el griego era la lengua de cultura entre los intelectuales, hasta el punto de que estaba prohibida la enseñanza en latín de la retórica. Al decantarse por la lengua vernácula, adaptando los conceptos de la filosofía griega al latín e incluso forjando otros que no existían en él, Cicerón se proponía abrir un cauce para la asimilación total de dicha cultura foránea, integrándola como propia, además de facilitar el acceso a ella a sus propios conciudadanos. Esta opción tuvo un gran impacto posterior, por ejemplo, en la decisión de Montaigne de escribir sus Ensayos en francés, contribuyendo de este modo a la consolidación de una identidad cultural europea. No hay que olvidar tampoco que la “humanitas”, tal y como la entiende Cicerón, participa activamente de un movimiento continuo de integración de los pueblos extranjeros al imperio, el cual hallará su plena plasmación legal con el edicto de Caracalla concediendo la ciudadanía romana a todos los habitantes de los territorios colonizados. La construcción de la identidad romana a través de la incorporación de la cultura extranjera conlleva, pues, la integración del propio extranjero, la cual sólo es posible y concebible si se funda en la idea de “humanitas”, cualidad común a todos los hombres.

Un último aspecto de la comprensión ciceroniana del hombre se encuentra en su defensa de la afabilidad (“comitas”) como un valor esencialmente humano, en el contexto de la radical sociabilidad del hombre:

Si la virtud que consiste en el cuidado de los hombres ˗esto es, en la comunidad del género humano˗ no estuviera en contacto con la búsqueda de conocimiento, esta última parecería yerma y remotamente aislada; y asimismo, que la magnanimidad, separada de la sociabilidad e interrelación humanas, sería una particular barbarie y monstruosidad. Resulta, por lo tanto, que la reunión y sociedad de los hombres está por encima del interés por el conocimiento (Sobre los deberes, 157).

Que el saber está supeditado a la concordia entre los hombres (y, a la recíproca, esta debe fundarse en aquel) es un poderosísimo argumento que pasará a formar parte de la tradición del humanismo occidental, y que acogerán con los brazos abiertos los hombres del Renacimiento. Es de justicia, pues, reconocerle a Cicerón la paternidad del humanismo entendido como una constante válida más allá de sus variaciones históricas concretas, así como del concepto de “humanitas” en tanto síntesis de una serie de valores universales en las cuales todos los hombres podemos reconocernos y convivir.



* “Humanitas: originalité d’un concept cicéronien”, en Philosophies de l’humanisme, monográfico de la revista L’art du comprendre, num. 15, 2006  (pp. 31- 46).