En torno a los diálogos de Antonio Brucioli

José Luis Trullo.- En Venecia, en 1526, se publicaba el primer libro de los Diálogos de Antonio Brucioli,  un volumen misceláneo en el que, con el formato conversacional típico de la época, el autor abordaba una amplia panoplia de temas, tratados en sucesión lógica, desde los más privados (el matrimonio, la familia, la educación de los hijos) hasta los de índole social (la república, las leyes, el gobierno) y, a continuación, las virtudes humanas: la verdad, la justicia, la clemencia, la templanza, la modestia... para concluir con la felicidad, la brevedad de la vida, el temor a la muerte y cómo combatirlo. Es decir, se trata de un auténtico “tratado del hombre” que, además, incluye diálogos consagrados a la condición humana, a su miseria y a su felicidad, lo cual lo convierte en un epítome de lo que, en pleno Cinquecento, podía estimarse como el espíritu de la época en torno a la dignitas hominis. De todas formas, el autor posee una personalidad muy singular a la que vamos a dedicar unas líneas, para así contextualizar la obra adecuadamente, la cual, además, fue escrita durante su juventud, cuando contaba con 28 años de edad. 

Nacido en Florencia, en torno a 1498, en San Nicolás (Florencia), se integró en el círculo de artistas, filósofos y poetas que, tras la restauración medicea de 1512, se reunía en los jardines del Palacio Rucellai, entre los cuales se encontraba Nicolás Maquiavelo. Adiestrado en los studia humanitatis y las lenguas clásicas, sería traductor de grandes obras del legado grecolatino: la Retórica, la Política, la Física y Sobre el alma, de Aristóteles; la Retórica de Cicerón, y la Historia natural, de Plinio el Viejo. Sin embargo, fue su versión directa del hebreo de las Escrituras (1532) la que le daría especial fama, a la que se le unió la de sus polémicos comentarios bíblicos; ambas aportaciones fueron bien recibidas entre los círculos reformistas italianos y, con los años, le granjearon numerosos problemas personales, incluido el exilio.

En cuanto a los Diálogos, llegaron a publicarse hasta 1556 cuatro ediciones en el italiano original y dos en francés. En ellos se refleja la influencia de los debates mantenidos en el círculo intelectual florentino, con su énfasis en la importancia de equilibrar virtudes cívicas y devoción cristiana, así como el profundo conocimiento de las grandes doctrinas filosóficas de la Antigüedad, en especial la peripatética, la estoica y la neoplatónica. En palabras de Reinier Leushuis, esta obra supone

a compendium of classical and humanist wisdom as a uniquely Italian project aimed at an emulation and appropriation of moral philosophy by dialogical speaking at the level of a national cultural elite [...] an early attempt to adopt dialogue as a key tool in a program of volgarizzamento, more specifically, of making the sum of classical wisdom (“la sacra filosofia”) not only accessible in the vernacular at an encyclopaedic scale, but also easily applicable to contemporary social and political issues. 

Los diálogos de Brucioli, emulando en cierto modo los Coloquios de Erasmo (1522-1533), aunque organizados de un modo mucho más sistemático, poseen una ambición enciclopédica, casi sistemática, inédita en el género hasta entonces, adquiriendo cierto aspecto formal de tratado, ya que se organizan en entregas unitarias tratando de cubrir la mayoría de temas tanto de índole moral como social, natural y metafísico. Que el autor, además, confería una gran importancia a la arquitectura de la obra en cuanto conjunto organizado se revela en el hecho de que, en las sucesivas ediciones que fue publicando, mantuvo siempre el número de treinta diálogos, eliminando algunos para dar cabida a otros nuevos. Además, en estas revisiones cambiaba el nombre de los interlocutores en función de los intereses estratégicos del momento, de modo que se trata de una auténtica work in progress apegada a la realidad del autor, tal y como analiza de manera muy solvente Leushuis en su artículo.




(A continuación, reproducimos un pasaje del diálogo sobre la felicidad de Antonio Brucioli, traducido por primera al castellano por José Luis Trullo directamente de la edición digital del libro deposita en la Biblioteca Nacional de Roma).

Interlocutores: Philaglito, Theogeno y Carmene.

Querido Carmene, hoy hemos venido para que cumplas la promesa que ayer nos hiciste ayer por la noche: la de explicarnos cuál es el sumo bien, o mejor dicho, la felicidad humana a la que podemos aspirar en este mundo, siendo este el único tema que hoy queremos abordar.

Carm.- Queridísimos amigos, no siendo yo la persona mejor dispuesta del mundo, me disponía a pasar este día en paz y en silencio pero, ya que os lo prometí, me esforzaré cuanto pueda en satisfaceros. 

Phil.- Te lo rogamos encarecidamente pues no deseamos otra cosa, ya que para ello hemos venido: y es que, si lo sopesamos, todos hablamos continuamente del sumo bien, y lo buscamos con insistencia y diligencia; sin embargo los hombres muestran pareceres muy diversos acerca de en qué consiste y cómo obtenerlo.

Carm.- Y no es de extrañar, Philagito, que se produzca esta discordancia entre ellos, pues en verdad no es pequeña cosa el sumo bien, y aunque los sabios lo han buscado con insistencia y han investigado acerca de las condiciones para encontrarlo, en lo único en que han llegado a ponerse de acuerdo es en que la felicidad del hombre reside en el sumo bien; ahora bien, discrepan acerca del modo en como puede conseguirse.

The.- ¿Y qué dicen al respecto estos que tú llamas sabios o filósofos?

Car.- Si se investiga bien, queridísimo Theogeno, veremos lo que los más sabios han manifestado al respecto, y es que el sumo bien se encuentra en establecer la virtud en el alma, y en obrar y pensar correctamente; y por ello podemos llamar feliz al hombre que nada tiene que ver con el mal ni con nada que pueda manchar su alma, y cuyo bien no deposita en otra cosa que en una mente concentrada rectamente en lo honesto y contenta con su virtud, de manera que los azares de la fortuna ni le elevan ni le abaten, ya que, convencido de cuál es el camino correcto, sabe qué cosas le pueden desviar de él.

Phi.- ¿Y cuáles son?

Car.- Los placeres, las riquezas, los honores y algunas otras cosas, pues a menudo ocurre que un mismo sabio dice cosas distintas.

The.- ¿Y cómo es ello posible?

Car.- Porque cuando alguien ha caído enfermo, no cree que haya otro bien superior que el de la salud; y cuando es pobre, las riquezas; y quienes son conscientes de su propia ignorancia, tienen por felices a los que oyen decir algo grande acerca de una materia que les resulta desconocida. Todos ellos, abrumados por distintas pasiones, no saben los desgraciados en qué consiste el bien o la felicidad, sino que, como las bestias, se ven zarandeados por ellas, pues cultivan una vida consagrada por completo a los placeres. De este modo, quienes depositan el sumo bien en los placeres, se hacen semejantes a los animales, pues eligen la misma vida que estos llevan. En esto, hay quien piensa que los pueblos son en parte disculpables porque entre los altos dignatarios no hay otra forma de vivir más que la de un Sardanápalo. Me repugna esta opinión, pues es inconcebible que Dios o la naturaleza hayan dado al hombre el alma, a la que nada supera en calidad y divinidad, y luego él se envilezca hasta el punto de no diferenciarse de un animal. ¡Qué falsa es dicha opinión! Porque nadie puede llamarse auténticamente bueno que no pueda sentirse honestamente ennoblecido por ella, cosa que no puede decirse de los placeres, por completo volcados en el cuerpo. ¿Y quién puede ser tan irracional que los proponga al hombre como mejores o más dignos de elogio, todo lo contrario que la virtud, madre y origen de la felicidad, pues es elevada, divina, excelsa, real, invicta e infatigable? Los placeres, por su parte, en cuanto corporales son humildes, serviles, imbéciles, cuyo hogar y domicilio son los muladares, las tabernas, los lupanares y las pocilgas, todos ellos lugares infames plagados de meretrices y rufianes despreciables, clandestinos y asquerosos, donde residen los peores hombres. Sin embargo, la virtud no consiste únicamente en la contemplación de las cosas divinas, sino también en los templos sagrados, en las repúblicas bien ordenadas, en los estudios honorables, en los reinos óptimos, en la majestuosidad de los imperios, en los campos donde se libran batallas sangrientas entre ejércitos espléndidos. La virtud preserva las murallas asediadas, instaura las leyes santas y ordena los gobiernos rectos. Allí donde se la honra y respeta, sería sumamente irracional que no se la tuviese por el sumo bien y la fuente de la felicidad del hombre, sino en los placeres corporales, al ser la felicidad propia del hombre y no poder ser llamados los animales felices, sino de un modo insensato.