La naturaleza dual del hombre en el Asclepio


José Luis Trullo.- Según se lee en el Asclepio (uno de los tratados centrales del Corpus Hermeticum), “el hombre es el único ser vivo de naturaleza dual”, es decir, posee un cuerpo material, perecedero, que comparte con los animales, y un alma inmaterial, eterna (no así para los aristotélicos), que le emparienta con la divinidad. La pregunta es, entonces, “¿qué es lo que hizo necesario que el hombre viniera a este mundo?, ¿por qué no pudo permanecer en ese lugar en el que es dios, disfrutando de la máxima felicidad?”. Contesta Hermes (2, 8): 

Dios, en su grandeza y bondad, quería que hubiese algún otro ser que pudiese contemplar la belleza de este dios nacido de sí mismo, creó entonces al hombre –la voluntad de Dios implica la total realización, es decir, querer y realizarse se cumplen al tiempo– ese hombre que habría de asemejarse a Dios por su razón y su cuidado de todo. Pero Dios (había creado) sólo al hombre esencial y al darse cuenta de que éste no podría cuidar de todas las cosas a menos que estuviese cubierto con un revestimiento material, lo guardó en el abrigo corporal y ordenó que todos los hombres tuviesen estas características, mezclando y reuniendo en un solo ser porciones de una y otra naturalezas en la medida suficiente. El hombre quedó así constituido de alma y cuerpo, de naturaleza eterna y mortal, para que pudiera corresponder al origen dual de sus partes, es decir, admirar y adorar las cosas celestes, a la vez que habitar y gobernar las de la tierra. (pág. 438) La cursiva es mía 

Desde esta perspectiva, el cuerpo no sería una “prisión”, como en ciertas lecturas platónicas y cristianas (así lo denomina Petrarca en los Remedios), sino un alojamiento digno que permite al hombre cumplir una de las tareas que tiene encomendadas, cual es la de gobernar la tierra y sacar partido de ella: 

Cuando hablo aquí de lo mortal no me refiero al agua y la tierra, que, de los cuatro, son los elementos que la naturaleza subordinó a los hombres sino a todo lo que los hombres realizan sobre estos mismos elementos o a partir de ellos, es decir, el cultivo de la tierra, los pastos y las construcciones, los puertos, las navegaciones, las comunicaciones y los intercambios mutuos, todo lo que constituye el más firme vínculo entre los mismos hombres y esa parte del cosmos constituida de agua y tierra. Una parte terrestre del cosmos que se conserva gracias al conocimiento y la práctica de las artes y las ciencias, sin las que no quiso Dios que el mundo alcanzara su perfección. Pues lo que Dios decide se cumple por necesidad, esto es, su voluntad implica la realización y es inconcebible que le pueda desagradar el resultado si ya sabía con mucha antelación qué es lo que habría de resultar y qué le agradaría. (pp. 438-439) 

Este aspecto del Asclepio, en virtud del cual la actividad mundana, civil por así decir, no está reñida con la vocación celestial del hombre, tenía necesariamente que agradar a los humanistas del Renacimiento, quienes (unos más que otros) veían en las destrezas prácticas del ser humano una nota distintiva de su excelencia. Sin embargo, nuestra parte más noble es aquella que tiene la vista puesta en lo espiritual, y que se concreta en forma de adoración a Dios: 

El amor al Dios del cielo y a los seres celestes consiste únicamente en un acto frecuente de adoración que sólo el hombre y ningún otro de los seres divinos o (mortales) puede realizar; el cielo y los seres celestes se deleitan con estos actos de admiración, piedad, alabanza y deferencia por parte de los hombres. 

Cierto es que, por mor de las diferencias personales, existen personas más dotadas para cultivar esa dimensión espiritual que otras; estas últimas tienen que conformarse, entonces, con atender a las ocupaciones más propias de su estado, lo cual no significa que sean menos dignas, aunque sí ocupan un eslabón inferior en la escala jerárquica de los seres: 

Algunos hombres, muy pocos, dotados de una mente pura, han sido agraciados con la venerable función de elevar sus ojos al cielo; sin embargo, todos aquellos que, en función de la constitución de su doble naturaleza, se detienen en un grado inferior de inteligencia, lastrados por la mole corporal, todos estos, son encargados del cuidado de los elementos e incluso de los inferiores. 

En cualquier caso, la naturaleza dual del hombre no se percibe como un menoscabo a su excelencia, antes al contrario, como una ventaja ontológica que hace de él un ser extraordinario, ya que puede disfrutar de lo mejor de ambos mundos y cumplir, así, un “doble cometido”: 

El hombre, pues, es un ser vivo parcialmente mortal, al que no parece disminuir en nada la mortalidad, sino que, muy al contrario, da la impresión de haber sido fortalecido con ella para hacerlo mucho más apto y eficaz, en su carácter compuesto, a fin de cumplir un determinado plan. En efecto, si no estuviera constituido de ambas sustancias no podría dar cuenta de su doble cometido: atender al cuidado de lo terrenal y amar a la divinidad. (p. 440) 

La idoneidad del hombre para el gobierno del mundo es tal, que Hermes asevera haber sido dispuesto así por el propio Dios a modo de “reparto de funciones”entre Creador y criatura (2, 10):

Dios, el señor de la eternidad, es el primero, el segundo el cosmos y el tercero el hombre. Dios es el creador del cosmos y de cuantos seres hay en él y gobierna todas las cosas junto con el hombre, que es el gobernador de lo ordenado. Si el hombre asume con esmero su tarea, es decir, si atiende con diligencia al cuidado del mundo, él mismo y el mundo se convierten en ornamento uno de otro. De hecho parece ser que al hombre se le denomina 'mundo', o más correctamente, 'cosmos' en griego, a causa de su divina coordinación. (pág. 440) 

Existe dignidad, pues, en ocuparse de las cosas del mundo, aunque es verdad que no se desciende al detalle de cuáles son las tareas propias del hombre en él; sea como fuere, este no se percibe como un ámbito extraño ni hostil en el cual no debamos implicarnos, al revés, nos atañe y se encuentra bajo nuestra responsabilidad. De hecho, la estancia del hombre en esta tierra le brinda la oportunidad de descubrir cuál es su naturaleza y a qué está llamado: 

El hombre se conoce a sí mismo y conoce al mundo y, gracias a ello, puede recordar qué es lo que conviene a sus partes y de qué cosas puede hacer uso, puede reconocer a quién debe servir y que debe ofrecer suprema alabanza y acción de gracias a Dios, venerar su imagen y no ignorar que también él es imagen, segunda, de Dios, pues dos son sus imágenes, el cosmos y el hombre. (ibíd.) La cursiva es mía

 En conclusión, la vida del hombre no es un exilio del que poco bien puede extraer, sino el ámbito que le ha sido confiado para reconocerse a sí mismo. Así, cuerpo y alma cooperan en beneficio de la plenitud humana: 

Y esta es la causa de que el hombre sea una única ensambladura de dos partes: una de ellas, integrada, por elementos superiores, la inteligencia y el pensamiento, el espíritu y la razón, en virtud de la cual es divino y parece poder elevarse hasta el cielo; la otra parte, material, compuesta de fuego, (tierra), agua y aire, por la que es mortal y permanece en la tierra a fin de que no abandone desprovistas y desamparadas todas las cosas confiadas a su cuidado. (p. 441) 

Eso sí, que la existencia mundana no sea condenada en cuanto tal no implica que posea la misma calidad que la celestial, ni mucho menos. De hecho, “la medida del hombre, ese ser doble, se cifra ante todo en la piedad” (2, 11), es decir, en su parte espiritual, “que es el origen de la bondad y ésta sólo puede ser perfecta si la virtud del desprecio la ha fortificado contra todo deseo de cosas ajenas; porque ajenas a todo aquello que nos emparenta con los dioses son las cosas de esta tierra que se poseen por un deseo del cuerpo” (pág. 411). O sea, que del hecho de no impugnar el cuerpo y el mundo no debe deducirse que estos son igualmente dignos que el alma y el cielo; es más, son “ajenos”, podría decirse que los tomamos de prestado, como meros instrumentos para cumplir la tarea que nos ha sido encomendada, si bien nuestra vocación más preclara es la adorar a Dios: 

El hombre sólo puede ser tal en la medida en que, por la contemplación de la divinidad, desprecie y desdeñe su parte mortal, que le ha sido incorporada a causa de su función de cuidarse del mundo inferior. (pág. 442) 

De hecho, su propia existencia corporal le impide al hombre acceder a un conocimiento pleno de lo real, viéndose limitado a “un conocimiento basado en conjeturas, pues se encuentra obstaculizado por la masa y la imperfección del cuerpo y no puede penetrar, por ello, en las verdaderas causas de la naturaleza de las cosas”, quedando estas reservadas a Dios.

Con todo y con eso, y sin olvidar sus obvias limitaciones, el hombre sigue prestando un servicio de inestimable valor a Dios, siempre que se muestre “obediente, por tanto, con dignidad y como es preciso, a la voluntad divina” (pág. 443); vale decir que, una vez encomendada la tarea de “conservar el mundo”, el hombre no deja de encontrarse bajo el mandato divino, de manera que su propia dignidad depende de atenerse en todo momento a él.

(Este texto es un extracto del libro Dignitas. De la naturaleza del hombre a la vocación personal, que publicará en su momento la editorial Thémata en su colección Humanitas).