En HUMANISTAS rompemos una lanza por la tradición occidental, con sus claroscuros inclusos, para defenderla de los ataques que viene recibiendo en los últimos tiempos desde múltiples instancias, con la abierta intención de cancelarla o, al menos, neutralizar la influencia de su vigoroso legado sobre las generaciones presentes y futuras. Somos de la convicción que los clásicos configuran el marco conceptual válido dentro del cual debemos seguir moviéndonos, y que sin ellos nuestra sociedad está abocada a la autodestrucción moral, intelectual y espiritual.



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Humanismo y tradición a la luz de la hermenéutica



Javier Recas.- Humanismo y tradición son conceptos de largo y noble recorrido, pero están lejos de ser transparentes, saturados por su enorme riqueza semántica y lastrados por avatares históricos que no siempre le fueron propicios. Hablar de humanismo es, necesariamente, hablar de tradición, a ella, a su relevancia y a su distorsión, están dedicadas las palabras que siguen. 

El concepto de tradición tiene en la actualidad una doble faz, una peyorativa, claramente despreciativa, y otra elogiosa. Por un lado, carga a sus espaldas con el estigma ilustrado de su antagonismo frente al progreso. Desde el siglo XVIII, y hoy es el sentido prevalente, el adjetivo “tradicional” se ha visto lastrado por una tendencia a asociarlo a lo rutinario, lo arcaico o lo atávico en contextos donde prevalece el dinamismo, la crítica, la experimentación o la novedad. Pero, por otra parte, la tradición tiene también un sentido positivo, una reserva de aprecio, cabría decir, cuando aludimos al acervo cultural de un pueblo o una época, a los logros de una civilización o de la propia historia en su conjunto, aquí, en este contexto, aparecen connotaciones de autenticidad, valor, fuente u origen. 

El análisis de la devaluación moderna del concepto de tradición nos lleva inexorablemente a tomar en consideración a una de las corrientes filosóficas contemporáneas más relevantes, la hermenéutica, y más específicamente a su gran referente H.G. Gadamer. En su ya clásico Verdad y método (1960), defendió explícitamente la rehabilitación de los conceptos de tradición, prejuicio y autoridad, fundamentales para poder aprehender el auténtico significado de toda comprensión. A lo que hay que añadir que, paralelamente, siempre mantuvo el propósito de una restauración de la olvidada tradición humanística y retórica.

La filosofía ilustrada se moldeó con la clara conciencia del advenimiento de una modernidad superadora de la superstición y la ignorancia, en la que la tradición aparecía como la solidificación histórica de estos males, como un prejuicio que erradicar en nombre de la nueva libertad y la racionalidad conquistadas. La tradición  dejó  de ser la  fuente  y punto  de partida de toda nuestra reflexión para transformarse en signo de oscurantismo. 

Cuando Inmanuel Kant en su ensayo ¿Qué es Ilustración? hizo célebre la clásica sentencia de Horario “Sapere aude”, no sólo resumía el espíritu Ilustrado en ese “atrévete a saber”, “ten el valor de usar tu propia razón”, había tras ello una velada concepción de la historia. Kant responde a la pregunta de su ensayo al comienzo del mismo: “La Ilustración es la salida del hombre de su propia minoría de edad”, de su incapacidad para servirse del entendimiento sin guiarse de otro. Ese otro, en gran medida, apunta a la tradición, porque en ella los prejuicios y las supersticiones han impedido al hombre “pensar por sí mismo”, lastrando con ello el progreso humano. Frente a estos lastres, la razón debe caminar sin rendir pleitesía a nada que ella misma no reconozca como verdadero. El sapere aude es por ello también una reivindicación de la historia como progreso, del paso de la oscuridad a la luz (a la ilustración), que no es sino liberación de las ataduras de la razón. No se encontrará una idea más identificable con la modernidad que la de progreso, invadió todos los ámbitos y fue asumida, de una u otra manera, por la inmensa mayoría de los autores, algunos de los cuales elaboraron cuadros de las distintas etapas de la historia hacia la cumbre del progreso y la razón: Turgot, Condorcet, Ferguson, … después Comte. En la medida en que la ciencia era la manifestación más elevada de la “arquitectónica de la razón”, para decirlo con Kant, aquella se convirtió en el paradigmáticamente del progreso. Si a ello unimos que la revolución industrial avalaba de manera medible ese progreso, percibimos con claridad el poder de esta vinculación de ciencia y progreso. 

Pero, si se mira con detenimiento, tras esta devaluación ilustrada de la tradición se esconde una evidente circularidad, en tanto hunde sus raíces también ella en la tradición, en este caso en la que percibe la historia como un progreso racional inexorable, porque, obviamente, no fue esta idea un invento ilustrado. Esta devaluación de la tradición obedecía, evidentemente, a los intereses filosóficos (y también políticos) del siglo XVIII, y en modo alguno deroga el enorme valor histórico-cultural de la Ilustración. Los grandes momentos históricos también pagan sus tributos. En todo caso, es evidente que no supieron ver en la tradición, (empezando por el propio Kant), un momento inexorable de nuestra pre-comprensión de las cosas, una condición de posibilidad y validez de todo otorgamiento de sentido. Desde esta perspectiva, la tradición (y lo mismo puede decirse del concepto de humanismo) no tiene que ver con la nostalgia de una época pasada, ni con la pretensión del mantenimiento de ciertas costumbres, sino con el reconocimiento de una verdad que hunde sus raíces más allá de la objetividad científica y que está en el mismo núcleo de nuestra condición de seres históricamente forjados. 

La suerte que corrió el concepto de tradición desde el XVIII fue también la de otras dos ideas íntimamente asociadas a él, las de prejuicio y autoridad. El juicio previo no se vio como un elemento inherente a la pre-comprensión, es decir, a las ideas previas que inevitablemente sustentan nuestro entendimiento, sino como juicio falso o juicio no fundamentado. A este resultado llegó la Ilustración en virtud de una falsa oposición excluyente entre autoridad y razón que ha calado en nuestra cultura. La clasificación ilustrada de los prejuicios (por precipitación y por autoridad), olvida el sentido positivo del juicio previo que, más allá de la necesidad de superar precipitaciones o argumentos de autoridad, se reconoce como reflexión históricamente mediada e inserta en el continuo de nuestra tradición.

Pero esta idea ilustrada del prejuicio como juicio falso también se vuelve ella misma prejuiciosa, en tanto está lastrada por las exigencias metodológicas de la ciencia natural asociadas a su ideal de progreso. “El prejuicio básico de la Ilustración -escribió Gadamer- es el prejuicio contra todo prejuicio, y con ello la desvirtuación de la tradición”. Por ello, esta reivindicación hermenéutica del concepto de prejuicio es la base de la rehabilitación de la tradición porque en nuestros prejuicios se revela la auténtica naturaleza histórica de la comprensión. Somos seres históricos no sólo porque tengamos memoria de los sucesos anteriores a nosotros, sino porque los llevamos dentro, los hemos integrado, y, partiendo de ellos, percibimos y construimos el presente. El siguiente texto de Gadamer resulta esclarecedor al respecto: “Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser”.

El otro concepto implicado e igualmente devaluado es el de autoridad. La Ilustración percibió una oposición abstracta entre autoridad y razón, una falsa oposición pues presupone la irracionalidad de toda autoridad. 

Nuestra visión actual del mundo está impregnada por la autoridad de lo trasmitido. Es un elemento de gran peso, aunque solemos pensar, con cierta ingenuidad, que sólo lo que aceptamos razonadamente tiene poder sobre nuestra acción y nuestra comprensión.  “Lo consagrado por la tradición y por el pasado -escribe Gadamer- posee una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y finito está determinado por el hecho de que la autoridad de lo trasmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento”. Y prosigue más adelante: “la tradición es esencialmente conservación, y como tal nunca deja de estar presente en los cambios históricos. Sin embargo, la conservación es un acto de la razón, aunque caracterizado por el hecho de no atraer la atención sobre sí. Esta es la razón de que sean las innovaciones, los nuevos planes, lo que aparece como única acción y resultado de la razón. Pero esto es sólo aparente”.

Tradición, prejuicio y autoridad, tienen algo en común: se entendieron como opuestos a la racionalidad y a la crítica, pasando por alto que no tienen porqué ser necesariamente irracionales, como mostró Max Weber en su célebre ensayo La política como vocación. La autoridad racional no surge de la obediencia ciega, sino que emerge del reconocimiento.  Gadamer recupera el concepto de autoridad sobre la base de la mencionada falsa oposición a la razón.  “La autoridad –afirma- no se otorga, sino que se adquiere, y tiene que ser adquirida si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada”.

El ejemplo por excelencia del reconocimiento racional de la autoridad lo hallamos en lo clásico, esa “especie de presente intemporal, …de simultaneidad con cualquier presente”, para decirlo con Gadamer. Los clásicos constituyen el paradigma de la tradición, representan la pervivencia de una tradición constantemente actualizada, en ellos hay una experiencia de verdad que nos interpela más allá del tiempo con una productividad inagotable. Verdad y método era en su conjunto una propuesta de restauración de la dimensión originaria de la verdad latente en el impulso reflexivo de la tradición clásica filosófico-humanística.

Lo clásico es la sedimentación más excelsa de la tradición, y nos aporta, dicho sea de paso, la dimensión más reconocible del sentido positivo de este concepto.  Es por ello que el análisis de lo clásico revela mejor que ningún otro elemento uno de los rasgos fundamentales de la tradición: el ser una corriente subterránea siempre activa, sustento del continuo otorgamiento de sentido que forja nuestra comprensión de las cosas. Reconocer esta continuidad en la tradición cuyos efectos históricos llegan hasta nosotros, supone aceptar un determinado papel del tiempo en la historia. El tiempo no es, como creía el historicismo de Dilthey, un abismo que tiene que ser salvado para comprender otra época, sino la condición de toda comprensión. La distancia temporal no es un lastre, al contrario, hace posible la comprensión. El tiempo, escribe Gadamer, “no es un abismo devorador, sino que está cubierto por la continuidad de la procedencia y de la tradición, a cuya luz se nos muestra todo lo trasmitido”. El tiempo se convierte así en un concepto clave en hermenéutica. 

Cuando deseamos comprender, participamos tanto nosotros, los intérpretes, como el interpretandum, el objeto a entender. Cabe preguntarse: ¿cómo es posible esta conexión? Porque ambos polos, sujeto y objeto, no son opuestos sino complementarios, porque se implican mutuamente. Es lo que en hermenéutica conocemos como “fusión de horizontes”: comprendemos el presente incorporando el pasado, y viceversa, éste es constantemente reinterpretado desde las nuevas categorías del presente. La tradición orienta veladamente nuestra pre-comprensión de las cosas, pero, a su vez, nosotros modificamos constantemente nuestra percepción de aquella, incorporando nuevos elementos (valores, relaciones, perspectivas, ...) con las herramientas y el bagaje que ella misma nos ha aportado. Y, así en un bucle sin fin.  De este modo se forma el substrato común, el poso que conocemos como tradición. 

Como es sabido esta mutua interconexión de sujeto y objeto, de pasado y presente, se ha caracterizado mediante la célebre figura del círculo hermenéutico. El concepto de círculo hermenéutico, ancestral figura de la tradición retórica, cobró una nueva dimensión con el descubrimiento heideggeriano de la preestructura de la comprensión. Heidegger derivó la estructura circular de la comprensión a partir de la temporalidad del Dasein. “El círculo de la comprensión –afirma Gadamer- no es en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un momento estructural ontológico de la comprensión”. Esta idea del círculo hermenéutico arrastra una consecuencia de primera magnitud: la desautorización de toda pretensión de un saber sin presupuestos, algo que en lo que aquí nos interesa podemos resumir diciendo que la tradición debe estar implicada inexorablemente en toda comprensión actual o futura. El círculo hermenéutico nos descubre cómo la comprensión es portadora de presupuestos o, dicho de otro modo, de prejuicios. Circularidad y prejuicio están íntimamente ligados.

Entendida en esta clave hermenéutica, la tradición no es primariamente un determinado manuscrito o un resto arqueológico, es, ante todo, la continuidad de la memoria que nos permite dar sentido al pasado y, dialogando con él, entender el presente. Incluso el futuro es afectado por ella, porque, aunque todavía no existe está ya presente en nosotros como anticipación, una idea, por cierto, que tanto subrayó Ortega y Gasset al concebir al hombre como un proyecto, como un ser inacabado que va construyéndose cada día. Pero esto diálogo constante con la tradición es posible porque en ella misma se halla el fundamento de nuestro lenguaje, un sedimento forjado a lo largo de los siglos. Este carácter lingüístico de la tradición, que tan sólo podemos apuntar aquí, se puede sintetizar diciendo que todo lo que puede ser comprendido presupone un lenguaje descifrable, un sentido intersubjetivo al que podemos acceder. Por eso dice Gadamer que “el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la interpretación misma”.

Este diálogo constante de pasado y presente va moldeando lo que somos. Escuchar a la tradición, potenciar incluso sus efectos conscientemente, nos lleva a la reivindicación de uno de los conceptos fundamentales de la hermenéutica y del humanismo: la idea de “formacion” (bildung). El espíritu se desarrolla para elevarse, adquiriendo una nueva sensibilidad que nos abre a la experiencia del mundo más allá de la objetividad científica. Richard Rorty, (hermeneuta tan heterodoxo como interesante), ha utilizado el término “edificante” (edifying) para referirse a aquello que nos ilumina espiritualmente, a lo que nos permite redescubrirnos a nosotros mismos y favorece la actividad racional de abrir nuevos ámbitos de interpretación y comprensión. Este es el núcleo de la actitud hermenéutica que presupone una aspiración infinita hacia la verdad frente a las pretensiones de conquistar una verdad total y absoluta, algo que se torna inalcanzable desde el momento en que toda comprensión debe contar con una reinterpretación incesante de la tradición. 

Si asimilamos la tarea hermenéutica necesariamente implícita en esta “fusión de horizontes” de pasado y presente, quedan desautorizadas las dos teorías opuestas decimonónicas sobre la tradición, (aún hoy vivas): historicista y positivista. Mientras que la primera cree posible abandonar nuestra perspectiva actual para acceder al pasado; la positivista lo percibe al revés: para comprender un objeto histórico han de aplicarse los patrones actuales de objetividad. Ambas pecan de ingenuidad porque no podemos prescindir de nuestra perspectiva presente pero tampoco acercarnos a la historia como a un dato, como si ésta fuera un objeto que pudiera observarse desde fuera.  Gadamer reconoce el interés que el historicismo puso en hacer de la comprensión histórica y la tradición el foco de la reflexión, pero se equivocó al pretender recuperar el potencial de verdad de las ciencias humanas adoptando el objetivismo metodológico propio de las ciencias naturales en vez de acudir a la tradición humanista. 

La revalorización gadameriana de la tradición superó ambos reduccionismos mencionados al concebirla como una “experiencia hermenéutica”.  Como toda experiencia, presupone una apertura a lo otro con la voluntad de quien escucha, y de quien se siente interpelado. La tradición nos interpela siempre, a cada paso. La auténtica experiencia hermenéutica no puede por ello acercarse a la tradición con la actitud del entomólogo que desvitaliza su objeto, esta actitud aséptica dominó el ideal hermenéutico del historicismo, se necesita reconocer en la tradición “una pretensión de verdad que le sale al encuentro desde ella”. 

En este marco, la hermenéutica confluye con el humanismo, en tanto ambos demandan la pervivencia de una verdad más allá de toda prescripción metodológica y objetivista. Unas palabras sobre humanismo y hermenéutica. 

Es sabida la gran relevancia del humanismo en la hermenéutica, pese a que Heidegger, uno de los referentes, en su Carta sobre el humanismo acusara a aquel de haber recaído constantemente en la metafísica e impedir con ello la formulación de la verdadera pregunta por el ser. Afortunadamente, la hermenéutica contemporánea no siguió este camino, Gadamer en concreto siempre ha diferido de su maestro en la valoración de la tradición, situando al humanismo en el núcleo de la revalorización de una cultura y de un concepto de verdad que hay que reivindicar frente a las pretensiones de exclusividad del ideal metódico de la ciencia moderna. Esto en modo alguno supone un desprecio del saber científico, sino tan sólo el reconocimiento de una mayor hondura para el concepto de verdad, así como enraizarlo en la praxis vital. En toda la tradición humanista, desde Platón y la Stoa al Renacimiento, de Vico a la filosofía moral escocesa, siempre se ha subrayado mediante conceptos como “formación”, “juicio”, “sentido común”,… el valor de una idea no reduccionista de la verdad implicada en la autorrealización integral del ser humano.

Como no es posible entrar aquí a desarrollar la relevancia del humanismo para la hermenéutica, mencionaré tan sólo las siguientes claves: a) la revitalización de la retórica como soporte de un ideal integral de cultura al estilo de la paideia griega; b) la entronización del valor de lo “clásico” como modelo perpetuamente actualizable; c) una concepción consciente de la interpretación como mediación de la omnipresente distancia temporal entre pasado y presente; d) la defensa de la filología y de la historia como instrumentos esenciales para la comprensión de la tradición; y, e) una concepción práctico-prudencial del saber que, frente al saber técnico, influiría notablemente en el desarrollo de las ciencias del espíritu.

Hasta ahora nos hemos referido a la tradición en términos ontológicos, como un elemento constitutivo de nuestra comprensión e interpretación del mundo. Pero debemos poner en juego una segunda vertiente complementaria de la anterior, por más que pueda verse inicialmente como antagónica. 

Tras la publicación de Verdad y método de Gadamer en 1960, surgió un vibrante debate entre la hermenéutica ontológica gadameriana y lo que se dio en llamar la crítica de la ideología, defendida por autores como Habermas o Apel. Sus tesis fundamentales fueron recogidas en 1971 en un volumen titulado Hermeneutik und Ideologiekritik, (Hermenéutica y crítica de la ideología). Estos últimos reclamaban una prolongación crítica de la hermenéutica para reconocer que ese saber sedimentado en la tradición al que ineludiblemente pertenecemos como seres históricos, nos influye, pero no nos determina, es decir, que tenemos cierta autonomía frente a él.  Nótese que no se trataba de un rechazo de la descripción gadameriana de la tradición como subsuelo de la comprensión, sino de una prolongación. En Conocimiento e interés Habermas había asumido ya la tradición cultural como la base desde la que los sujetos interpretan la naturaleza y se reinterpretan a sí mismos. Y en La lógica de las ciencias sociales reconocía, una vez más, la razón que asiste a Gadamer al afirmar que la comprensión no puede obviar los plexos de tradición en los que el intérprete, inevitablemente, se inserta. Y esto vale igual, naturalmente, para quien ejerce la crítica. Pero, y esta era su crítica, "de la pertenencia estructural del Verstehen a tradiciones que ese Verstehen también prosigue al apropiárselas, no se sigue que el medio de la tradición no se vea profundamente transformado por la reflexión científica".  

No basta -argumentaban- con la descripción de los fundamentos de nuestra comprensión, (este era el objetivo de la hermenéutica gadameriana), es necesario también habilitar espacio para el distanciamiento crítico respecto de la tradición, dado que en ella se dan tanto el acuerdo intersubjetivo que nos enriquece, como el control y el dominio que nos esclaviza. Albrecht Wellmer, por ejemplo, considera que Gadamer incurre en reduccionismo en tanto su planteamiento del problema de los prejuicios y, por lo tanto, también en  su crítica  al dogmatismo  de  la  Ilustración, no distingue entre la  Ilustración  de la  vieja Época de las Luces y lo que ha  de entenderse como "conciencia histórica ilustrada", que él entiende como una actitud crítica siempre ineludible. 

En sus réplicas sobre el primado ontológico de la tradición ante toda crítica, Gadamer sigue, como bien puede irse viendo ya, una estrategia consistente en rechazar toda acusación que le atribuya algún juicio de valor, y hacer, como él mismo dice, una descripción de lo que somos por encima de lo que queremos y debemos ser.

El concepto de tradición se hallaba pues en la encrucijada entre el reconocimiento de la misma como sustrato histórico siempre operante y la crítica de sus objetivaciones. La primera perspectiva nos desvela su papel en la comprensión, la segunda nos incita a reflexionar cómo edificar (para decirlo con Rorty) nuevas formas de otorgamiento de sentido más provechosas, ausentes de coerción, en esa constante conversación de la humanidad consigo misma que es la Historia. 

Se impone, pues, una complementación crítica de la hermenéutica para no prescindir de ninguna de sus dos funciones, ni la constitutiva ni la crítica. De este modo, reconoceríamos a la tradición como condición de posibilidad de toda comprensión, a la vez que la relativizaríamos, para decirlo con Albrecht Wellmer, al hacerla susceptible de reflexión crítica. Hay que evitar, no obstante, el error de pensar que dicha crítica pueda ser externa a la tradición. Jaques Derrida lo expresó con claridad: “La tradición no puede ser atacada desde fuera ni sencillamente borrada mediante un gesto.” La crítica misma está ya presente en la tradición, tan solo -sigue Derrida- hay que “acentuar las fisuras, las grietas que ya desde siempre la resquebrajan”. Obviamente, si esto no fuera posible no habría historia, sólo un presente estático.  Paul Ricoeur, en esta misma línea, apunta otro aspecto que abunda en una crítica inmanente de la tradición: la crítica misma “hunde sus raíces en la tradición más impresionante”: la de la experiencia histórica de los actos liberadores del ser humano.

Gadamer, por su parte, siempre concedió valor a la crítica, pero subrayando, paralelamente, que ello no afecta a su propósito: una descripción de lo que somos por encima de lo que queremos y debemos ser. Él rechaza, en todo caso, toda acusación que le atribuya algún juicio de valor. 

No podemos, obviamente, seguir todo el entramado de críticas, réplicas y contrarréplicas que se formularon. Para el lector interesado remito a mi trabajo titulado Hacia una hermenéutica crítica (Biblioteca nueva, 2006), especialmente al capítulo quinto.

Como conclusión, y en lo que atañe a las consecuencias para el concepto de tradición, si asumimos la complementariedad entre las vertiente constitutiva y crítica de la aquella, se disuelve la ambigüedad inicialmente planteada entre el sentido negativo y el positivo de la tradición. Ello es posible porque la tradición es tanto herencia a trascender como condición del progreso.


Cicerón, padre del concepto "humanitas"



De acuerdo con la exposición que realiza François Prost de la génesis del concepto de “humanitas” en Cicerón,* el término no fue forjado para traducir un sustantivo griego sino que refleja una preocupación latina, y no designa el conjunto de los seres humanos, como sí ocurrirá más adelante con los autores cristianos, sino una disposición abstracta que plasma los caracteres propios de lo humano. Los primeros testimonios de este uso por parte de Cicerón se encuentran en la apócrifa Retórica a Herenio y en el discurso en defensa de Quincio (81 a.C.), donde aparecen como sinónimo de fraternidad basada en el sentimiento de pertenencia al género humano. En cartas de la misma época, tanto en las privadas como en las de carácter profesional, lo utiliza también aunque con una precisión terminológica menor, asociado a valores como la afabilidad, la buena educación, la complacencia y el buen grado, es decir, en tanto actitudes personales que no podríamos calificar de virtudes morales y que se reducen al ámbito de las relaciones sociales. Aun así, debemos retener este uso porque nos puede ser útil más adelante.

Lo que sí resulta especialmente llamativo es que el término se emplea con profusión como contrapuesto a otros, a modo de dupla: es el caso del concepto de “immanis” (monstruoso, cruel, terrorífico), de manera que el romano tiende en esa época a oponer lo humano como el antónimo positivo de lo monstruoso, y este como negación de los valores propiamente humanos. Además, por impregnación del griego poco a poco va incorporando dos significados adyacentes, a la vez filosóficos y culturales, como son el de “philanthropia” y el de “paideia”. También volveremos sobre ello.

A modo de resumen, la “humanitas” ciceroniana reúne varias perspectivas que deben armonizarse de un modo u otro: una idea del hombre como género de seres naturales, portadores de valores opuestos a la “monstruosidad”; un sentimiento de apego y de solidaridad debida entre los miembros de la especie; y, por último, una definición de lo humano a través de sus productos culturales.

Asistimos así a la consolidación de un concepto de humanidad como portadora de valores positivos, opuestos a una bestialidad marcada por la ignorancia de cualquier tipo de derecho y de toda sacralidad, un reino presidido por la violencia egoísta donde todo está permitido porque no existe ningún tipo de prohibición. En dialéctica con este “estado natural” de caos, la comunidad humana instauraría un ámbito presidido por la justicia y el derecho, condición necesaria y suficiente para salir del reino de la animalidad. En este contexto, la “humanitas” se constituye en un santuario de los valores morales, comprendidos por una parte como fundadores de toda sociedad de derecho y, por otra, como herencia de la “mos maiorum”, la tradición romana ancestral. De este modo, la reflexión ciceroniana acerca de la naturaleza humana entronca con una reflexión acerca de la sociedad política, y del lugar y la función de los individuos en dicha sociedad. Este planteamiento se enfrenta de manera crítica al naturalismo helenístico ˗tanto del epicureísmo como del estoicismo˗ de su época, que percibe la naturaleza como la fuente de los valores y la guía certera para la conducta humana; para Cicerón, como hemos visto, la naturaleza en bruto constituye un ámbito prejurídico respecto al cual cabe precaverse. Esta es, al menos, la perspectiva de Frost al respecto, y no entraría en la consideración del iusnaturalismo de Cicerón.

Por otro lado, en Cicerón, fiel a la tradición platónica, el esfuerzo por arrancar al hombre de la bestialidad se completa con una apelación a la trascendencia de lo divino, la cual se concreta en la defensa de la esencia inmortal del alma, especialmente en el libro VI de Sobre la república (el célebre Sueño de Escipión) y en los libros I y V de las Tusculanas. De todos modos, a pesar de instar al hombre a desplegar lo que hay de divino en él, Cicerón no puede olvidar que no somos dioses (eso acarrearía incurrir en un exceso), de manera que cabe hablar antes de asimilación que de identificación con lo divino, como un esfuerzo o una aspiración que no puede consumarse en vida.

Cabe añadir una dimensión adicional a las ya abordadas para completar el planteamiento ciceroniano acerca del sentido de la “humanitas”, tan decisivo para la tradición del humanismo occidental, y es el que hemos apuntado anteriormente: el de la cultura. Para Cicerón, el cultivo de las letras permite que dicha “humanitas” asuma los valores de la “paideia” griega, al modo de una formación permanente, ya no sólo de los niños y los jóvenes, sino de los adultos, a lo largo de toda la vida, en ese ocio instruido que tanto loará en sus tratados filosóficos. El aspecto más significativo de esta formación, en palabras de Frost, es que aúna filosofía y retórica, restañando la escisión que, en su momento, le infligió Platón al saber. Con ello, la actividad especulativa se reincorporaba a la vida de la ciudad, de la que se habría automarginado para confinarse en cenáculos selectos. No hay que olvidar que el perfil intelectual de Cicerón se desplegó de manera habitual en el ámbito jurídico y político, y sólo cuando por motivos de sobras conocidos tuvo que abandonarlo pudo entregarse a la reflexión filosófica pura. De este modo, Cicerón haría de la elocuencia una suerte de síntesis entre las distintas ramas del saber, puestas al servicio de una formación intelectual integral. Así, en no pocas ocasiones el arpinate hablará del “orador” como de una suerte de intelectual moderno, que debe dominar todos los ámbitos del conocimiento porque nunca sabe cuál de ellos va a necesitar para una ocasión determinada.

Un aspecto esencial de la “humanitas” ciceroniana es su elección del latín como instrumento idóneo para recepcionar y adaptar la sabiduría griega, de la cual se sabe y se quiere heredera. Como es sabido, en la época el griego era la lengua de cultura entre los intelectuales, hasta el punto de que estaba prohibida la enseñanza en latín de la retórica. Al decantarse por la lengua vernácula, adaptando los conceptos de la filosofía griega al latín e incluso forjando otros que no existían en él, Cicerón se proponía abrir un cauce para la asimilación total de dicha cultura foránea, integrándola como propia, además de facilitar el acceso a ella a sus propios conciudadanos. Esta opción tuvo un gran impacto posterior, por ejemplo, en la decisión de Montaigne de escribir sus Ensayos en francés, contribuyendo de este modo a la consolidación de una identidad cultural europea. No hay que olvidar tampoco que la “humanitas”, tal y como la entiende Cicerón, participa activamente de un movimiento continuo de integración de los pueblos extranjeros al imperio, el cual hallará su plena plasmación legal con el edicto de Caracalla concediendo la ciudadanía romana a todos los habitantes de los territorios colonizados. La construcción de la identidad romana a través de la incorporación de la cultura extranjera conlleva, pues, la integración del propio extranjero, la cual sólo es posible y concebible si se funda en la idea de “humanitas”, cualidad común a todos los hombres.

Un último aspecto de la comprensión ciceroniana del hombre se encuentra en su defensa de la afabilidad (“comitas”) como un valor esencialmente humano, en el contexto de la radical sociabilidad del hombre:

Si la virtud que consiste en el cuidado de los hombres ˗esto es, en la comunidad del género humano˗ no estuviera en contacto con la búsqueda de conocimiento, esta última parecería yerma y remotamente aislada; y asimismo, que la magnanimidad, separada de la sociabilidad e interrelación humanas, sería una particular barbarie y monstruosidad. Resulta, por lo tanto, que la reunión y sociedad de los hombres está por encima del interés por el conocimiento (Sobre los deberes, 157).

Que el saber está supeditado a la concordia entre los hombres (y, a la recíproca, esta debe fundarse en aquel) es un poderosísimo argumento que pasará a formar parte de la tradición del humanismo occidental, y que acogerán con los brazos abiertos los hombres del Renacimiento. Es de justicia, pues, reconocerle a Cicerón la paternidad del humanismo entendido como una constante válida más allá de sus variaciones históricas concretas, así como del concepto de “humanitas” en tanto síntesis de una serie de valores universales en las cuales todos los hombres podemos reconocernos y convivir.



* “Humanitas: originalité d’un concept cicéronien”, en Philosophies de l’humanisme, monográfico de la revista L’art du comprendre, num. 15, 2006  (pp. 31- 46).

Rehumanismo contra antropoclastia. Diez notas distintivas del hombre






Jesús Cotta.- Vivimos en una época de antropoclastia,* es decir, de acoso y derribo de lo humano. La antropoclastia nace de la idea de que el hombre es una especie animal más, con más neuronas, pero, precisamente por eso mismo, especialmente dañina, fugaz y soberbia para el mundo natural que según las leyes de una evolución ciega lo ha producido. La antropoclastia engloba todas las modas, prácticas, actitudes, leyes, tópicos, etc. que, dispares en alcance, origen y objetivos, tienen en común deslegitimar o negar la naturaleza humana y su dignidad, diolver el concepto de persona, ofrecer del hombre una imagen sin altura moral. Feísmo, transhumanismo, satanismo, la trivialización del sexo, la ridiculización de virtudes como pudor o abnegación o de figuras venerables como padre, profesor, héroe, príncipes y princesas… parecen fenómenos aparentemente inconexos, pero son cabezas de la hidra antropoclasta, porque tienen en común su menosprecio de todo lo que nos ennoblece.

A los que nos encontramos a disgusto con la antropoclastia que en gran parte caracteriza y lastra nuestra época nos toca proponer un rehumanismo que la desactive. El rehumanismo pretende aportar, como un servicio al hombre de hoy, nueva savia al humanismo a partir de notas distintivas de lo humano con cuyo significado puedan identificarse personas de las más variadas creencias y tradiciones, pero que sientan un amor genuino por el hombre o al menos estén descontentos con la degradación que la antropoclastia está perpetrando de todo lo humano. Estos argumentos están dirigidos a todas las personas que, sean cuales sean sus pensamientos respecto a la verdad, el bien y la divinidad, coincidan en su amor al ser humano y en el deseo de protegerlo de los nuevos tiranos que pretenden tratarlo como a ganado. El objetivo no es imponer, sino poner nuestro grano de arena para que la canción de fondo cambie de acordes y letra, una donde no desentonen como tontas o caducas la generosidad, la abnegación, la nobleza, la religiosidad, la contemplación, todo lo que, en fin, da sentido a la vida, al cuerpo, al universo, al dolor, fundamentado todo ello en el amor y en la gratitud.

Propongo, para ese cometido, nueve rasgos exclusivamente humanos, no para que nos sintamos superiores a todo y con derecho a todo, sino para que nos sepamos distintos del cosmos, aunque hechos de él, y así podamos dilucidar cómo nos debemos tratar a nosotros mismos.

Dejo a los demás la tarea de redondear el número y colocar un décimo rasgo mucho más iluminador que los otros nueve. Son rasgos originales no por ser novedosos, que no lo son (ya los han desmenuzado los filósofos y cantado los poetas), sino porque están en el origen de lo que es ser humano. Si hay esencialismo en ellos, es solo el imprescindible para fundar la dignidad de lo radicalmente real: el individuo con nombre y apellidos.

Y esos rasgos podrían ser los siguientes:

1. Solo el hombre es distinto de todo.

El hombre, en efecto, es el único entre los seres que se siente distinto. Sentirme distinto me hace distinto. Eso no significa que seamos superiores, por ejemplo, a un delfín; seguramente el delfín en su ámbito nos supera en casi todo. El hombre no es superior al animal, del mismo modo que la música de Falla no es superior al rumor del viento, ni tampoco inferior, sino una realidad distinta. Pues eso, solo el hombre es realmente distinto porque se sabe distinto[1]. El resto de seres son gemaciones del mundo, gotas del océano, formas variadas que la materia adopta según sus grados de complejidad; son renacuajos que brotan del medio ambiente, intentos incompletos de distinguirse del ápeiron. En medio de todas esas gemaciones solo hay una que diga: Yo[2], y con ello deja de ser un elemento más del cosmos, aunque de él haya brotado, y empieza a ser un peregrino, un extraño. De universo estamos hechos, pero no le pertenecemos del todo. Ex universo prodimus, sed non sumus ex universo. Ser distintos nos convierte en excepción a muchas reglas: somos agentes y sujetos en un mundo de causas y objetos; somos inteligentes y volentes en un mundo que ni sabe ni quiere; somos la medida de todas las cosas, que no conocen su medida; todo en el universo es escenario, menos el hombre, que es el protagonista; todo en el universo es consecuencia, menos la voluntad humana, que es una especie de primer motor. El río cósmico es consecuencia del incesante torrente del ser; solo el hombre es capaz de conocerlo, sentirse distinto e ir a veces a contracorriente.

2. Solo el hombre es el observador del universo.

El universo es, pues, una realidad que podemos observar desde otra realidad, que somos nosotros, y parece haber tenido la gentileza de colocar al único observador conocido en uno de los poquísimos sitios desde donde el universo es observable. Así que se da el caso de que el observador del universo está en el mejor observatorio del universo.El llamado Principio Antrópico Débil, acuñado por la cosmología actual, señala cuán privilegiada es la posición del observador humano en este que es el único universo existente. Este universo ha venido a la existencia con las condiciones necesarias para generar a un observador; a partir de ahí no se puede demostrar que no pudiera haber venido a la existencia un universo anantrópico, es decir, sin capacidad de generar vida inteligente, pero desde luego no deja de ser maravilloso que nos haya tocado, en esta lotería cósmica, el único universo capaz de generarnos, ¡con lo improbable que era! Es como si el hombre fuera el resultado de un universo cuya esencia consiste en abanderar una lucha contra el caos y la nada. Se puede decir, pues, que las auroras boreales, por más indiferentes a nosotros que nos parezcan, solo han sido posibles y observables en el único universo que a nosotros nos ha hecho posibles y observadores y, por tanto, en cierto sentido, ellas son lo que son gracias a que el hombre iba a estar ahí para observarlas, comprenderlas, darles un nombre, descubrir la verdad que hay en ellas. Ellas y nosotros estamos estrechamente vinculados. Sin nosotros ellas no tendrían ni verdad ni belleza; ni siquiera serían auroras boreales, sino algo que ocurre sin que nadie lo sepa. Sin observador, el universo existiría sin que nadie lo supiera, y eso es muy parecido a no existir. La muerte del observador sería una muerte cósmica, porque el universo vino a la existencia con un observador en su simiente; está ahí para ser conocido. No es indiferente a nosotros. Que él sea muy grande y nosotros muy pequeños no resta importancia a nuestro papel. Más pequeños que la catedral son nuestros ojos, pero la grandeza de la catedral está en nuestros ojos, no solo en la catedral. ¿Cómo no vamos a tener, pues, el deber de conocer el universo si somos los únicos capaces de hacerlo? Qué más da que a él le importe un rábano si morimos? En ese amor a ese padre dormido, que es el universo, reside parte de nuestra grandeza. No estamos huérfanos. Es que nuestro padre está dormido.

Hay un paso más profundo en el acto de la observación: el de la contemplación, donde el objeto no solo es observado, sino atendido por toda nuestra atención e interiorizado y redescubierto en una dimensión que va más allá de la verdad, porque alcanza también la belleza y su posible relación con la fuente de toda belleza[3]. Si el hombre potencia esta capacidad contemplativa, es posible que se vuelva más religioso, es decir, más conectado con el ser cuya grandeza vibra en cada una de las cosas contempladas: el Gran Citarista. Como dice el poeta Jesús Montiel, “Si prestamos atención, nos daremos cuenta de que nunca hemos estado solos” Tengo la impresión de que entre los poetas y los músicos hay más creyentes que entre los novelistas, porque los primeros son más contemplativos.

3. Solo el hombre es creador en el universo.

Solo él genera realidades auténticamente nuevas, y lo hace en tres niveles.

Primero, en el de la realidad ontológica, la que está ahí, la que se puede señalar con el dedo. Un jilguero es único haciendo nidos de jilgueros, pero nosotros no solo podemos imitar sus nidos, sino además fabricar un molino, un órgano, un cohete. El hombre conoce las cosas y les saca un partido y unas posibilidades que sin él no habrían salido nunca a la luz (por ejemplo, aprovecha la energía eléctrica para que salga música, luz, velocidad, curación… efectos que sin él sencillamente no existirían).

También somos creadores en el nivel de la realidad psíquica, de un modo más hondo que los demás animales, mediante conceptos, sueños, interpretaciones, vivencias…, todos tan reales como todas las galaxias juntas. Los sueños añaden al universo siete mil millones de universos cada noche, por más efímeros que sean. De hecho, el individuo no vive tanto en el macrocosmos de las estrellas como en su microcosmos de recuerdos, valoraciones, ideas… Nosotros hemos aportado al universo actividad psíquica, mundos insólitos, sueños, otra manera de ser que las cosas podrían haber adoptado. Sin nosotros el universo habría sido más plano, por más explosiones de estrellas que tuviera.

También somos creadores en el nivel de la realidad virtual, que es, por ejemplo, la de los contenidos artísticos e informáticos. Es la realidad más interesante y misteriosa: por un lado, es subjetiva, porque existe solo para el sujeto que en ese momento la está conociendo, pero, por otro, es objetiva, porque el soporte y el ámbito que la hacen posible están fuera del sujeto. El libro de la Celestina está ahí esperando a un lector para poner a Melibea muriendo por Calixto. Solo cuando oímos el O magnum mysterium de Tomás Luis de Victoria el alma se convierte en un incendio sublime; solo cuando vemos la Sagrada Familia de Gaudí las piedras alzan sus puntas hasta el infinito en un intento de tocar el manto de Dios… Sus torres virtuales son muchísimo más altas y reales que sus torres materiales. Si Aquiles prefirió una vida breve y célebre a una vejez tranquila y sin fama, es porque sabía que pervivir en los poemas de Homero lo haría más real para la posteridad que haberse limitado a una cómoda existencia ontológica.

Así pues, por un lado está la creación cósmica y por otra la creación humana. No es el hombre un accidente que le haya salido al cosmos, sino el hito que lo ha hecho más real, que le ha otorgado nuevas dimensiones y nuevos mundos.

4. Solo el hombre es un misterio para sí mismo.

Y lo es en cuatro sentidos.

En primer lugar, le resulta muy difícil conocerse a sí mismo (de ahí la oportunidad de la célebre máxima délfica), porque cada hombre es un universo, tan complejo como el universo cósmico, fruto de una genética, una historia personal, unas circunstancias irrepetibles, unas elecciones más o menos libres, un conflicto entre el deber y el placer, el querer y el poder, el amar y el odiar, etc. ¿Cómo he llegado a ser lo que soy? ¿Cómo sucesos que duraron un segundo han podido marcarme tanto? ¿Cómo es posible que acontecimientos que en su día me hicieron tanto sufrir y me parecieron absurdos se me revelen hoy como auténticas bendiciones que me han hecho descubrir los talentos que hoy me mantienen en pie?

En segundo lugar, a poco que cierre los ojos y ahonde en mi propio ser, soy un misterio para mí mismo. Mihi quaestio factus sum, decía san Agustín[4]. Y, cuando salgo de mis pensamientos y me veo en el espejo, me sorprendo de ver el cuerpo que me ha correspondido. Y, con Pascal, puedo decir que “El silencio eterno de esos espacios infinitos me aterra”, porque no resuelve el misterio, sino que lo vuelve abismal. Soy una mente sola en la inmensidad del cosmos gritando: ¿Qué soy? Ser capaz de gritar esa gran pregunta nos distingue. Ah del universo, ah del pensamiento. Y no sabemos si la respuesta está más allá del universo y de nuestro pensamiento, o más bien inscrita en ellos.

En tercer lugar, es un misterio para mí el otro: cuanto más conozco sus pensamientos, más extraño puede parecerme su cuerpo; y cuanto más poder tuviera sobre su cuerpo, menos dueño soy de sus más recónditos pensamientos; en realidad, por más que lo conozcamos, ignoramos de qué sería capaz. Su intervención en el mundo podría cambiar el curso de la historia. Alma es el nombre que damos al profundo misterio que es cada persona.

Y, en cuarto lugar, la sociedad humana constituye otro gran misterio, porque, aunque todos pertenecemos por naturaleza a la misma especie, por su libertad cada individuo es en cierto sentido, como ocurre con los ángeles, una especie distinta. Esa ambivalencia nos convierte en un reino aparte del reino mineral, vegetal y animal, aunque compartimos esos tres niveles: el del reino consistente en una especie donde cada individuo es una especie (a ese reino pertenecerían todos los seres libres que pudiera haber en el cosmos, aunque su cuerpo difiriese mucho del Homo sapiens y no podamos contactar con ellos jamás). Por ello, son tan descabelladas frases genéricas como “Homo homini lupus” o “El hombre es un cáncer para la Tierra”, porque no somos un enjambre de abejas (que constituyen en realidad todas un solo cuerpo repartido en aparentes individuos distintos), sino que cada individuo puede tener una conducta diferente de la de otro individuo. Se puede decir que las langostas son malas para las cosechas, pero no que el hombre es nocivo para la Tierra, porque el hombre, igual que puede extinguir a las ballenas, puede salvar el planeta desviando un meteorito. Y por ese motivo ni aciertan las predicciones de sociólogos, profetas e ideólogos, ni es posible encontrar un sistema político y social donde desaparezcan nuestros problemas y se resuelvan nuestras incógnitas.

En esos cuatro sentidos es el hombre un misterio para sí mismo.

5. Solo el hombre es capaz de amor.

El amor es la reacción natural a la belleza, tantas veces oculta hasta que la rescata nuestro amoroso conocimiento (ese es el cometido de la poesía), y nos lleva a favorecer de modo consciente y libre a otro ser para que siga siendo más y mejor. Es algo que el universo con sus cuatro fuerzas no puede hacer por sí mismo; tampoco los animales, porque no pueden actuar en el universo como agentes libres sino como consecuencias inconscientes; encontramos en ellos ejemplos bellísimos de una prefiguración del amor, igual que encontramos en el rumor de la fuente un anuncio de la música. Solo el hombre, como agente libre y sujeto consciente que es, es algo más que una consecuencia del universo y puede realizar en beneficio de cualquier otro ser actos que son justamente lo contrario de la corriente cósmica que todo lo arrastra y donde la secuoya más alta quita el sol a la más baja, y de esa manera, el hombre deja de ser consecuencia biológica de la evolución y pasa a ser la verdadera excepción, porque actúa con una lógica distinta de la cósmica, igual que la gracia del cielo actúa con una lógica distinta de la humana. Nuestra capacidad de amor nos distingue una vez más de todas las cosas, igual que el hada buena se diferencia de todos los árboles del bosque a los que beneficia.

Para darnos cuenta de cuán honda es nuestra vocación al amor, remontémonos al origen del universo. Pensemos que, si él no pudo darse a sí mismo la existencia, tuvo que provenir de la Fuente del ser, anterior y superior a él, y esta, como es superior a todo lo imaginable, no pudo originarlo por necesidad o por un descuido, sino por amor. Si el amor es el origen del universo que nos ha originado, si el amor es lo que todo lo sostiene, ya no es un mero sentimiento del corazón humano, sino también nuestra causa y nuestro más noble cometido.

Nuestro amor puede extenderse, pues, al universo entero, que de buena nos ha librado: de la nada. Además, de él estamos hechos, así que amarlo es amarnos a nosotros mismos. Mi cuerpo, el de cada cual, no es en realidad solo aquellos miembros donde tengo nervios, como mis manos o mis piernas, sino todo lo que lo sostiene: el agua que bebo y me compone, el aire que respiro, el planeta en que vivo, la luna que le estabiliza el eje de rotación, la estrella que lo calienta, el campo electromagnético que lo protege de los rayos cósmicos, la Vía Láctea… Todo el cosmos es mi cuerpo y yo soy su logos. Soy el gran sujeto y el cosmos es el gran objeto. Y si el universo merece amor, con más razón lo merecen nuestros hermanos los animales y, muy en especial, cada hombre, porque el hombre esel único que puede entender y profesar el amor y aquel sin el cual no se puede explicar este universo que vino a la existencia con él en su simiente. Y como el amor es por naturaleza expansivo en el espacio y en el tiempo, puede derramarse no solo a los vivos en forma de actos de generosidad, sino también a nuestros ancestros, en forma de gratitud, y a los venideros, en forma de amorosa previsión.

El amor es nuestra más alta distinción.

6. Solo el hombre asigna y descubre fines y es un fin en sí mismo.

Él decide si esta piedra va a seguir siendo solo una piedra o una Atlántide del Partenón. La montaña al amparo de la cual edificamos la casa se convierte en un paravientos, aunque no la hayamos retocado lo más mínimo. Pero no solo asignamos finalidades, sino que las descubrimos en la naturaleza. Sin nosotros en el universo, todo es causa y efecto, sin finalidad alguna que lo vuelva comprensible. El hombre descubre que el polen sirve para fecundar la flor, así que es lógico pensar que todos los pasos evolutivos que han generado flores y polen tenían como finalidad la función de fecundar, aunque la finalidad no sea un dato empírico que pueda estudiar la ciencia. La inteligencia es más grande que la ciencia y puede, pues, encontrar el sentido explicativo que la ciencia no puede determinar.

Del mismo modo, si cuanto ha ocurrido y existe ha sido necesario para que surja el hombre, podemos decir que la finalidad del universo era dotarse de un logos[5]. Santo Tomás de Aquino, adelantándose varios siglos al principio antrópico y al fino ajuste del universo, afirma que el universo entero parece ordenado para la única criatura que ha sido buscada como un fin en sí misma: el hombre[6].

7. Solo el hombre conoce lo posiblemente anterior al universo

Se pregunta el profesor David Jou i Mirabent[7] cómo es posible que complejas creaciones matemáticas sin ninguna relación con ningún aspecto observable se puedan aplicar con tanto éxito y precisión a la realidad. ¿Es porque existe una razón cósmica que imprime en el cosmos el orden que nos lo hace comprensible a la razón biológica?

Tanto si las matemáticas forman parte de una razón cósmica como si son un lenguaje formal de la razón humana sin base alguna en la realidad, lo increíble es que dos más dos seguirían siendo cuatro aunque no hubiera universo. Pero más increíble todavía es este universo que ha generado una criatura capaz de acceder a contenidos anteriores o ajenos a él. En realidad, más misteriosa que el universo mismo es nuestra razón. ¿Será todo eso un indicio de que algo en nosotros, eso que llamamos alma, procede de una realidad anterior al universo y que no puede ser otro que Dios?

8. Solo el hombre es mortal.

Solo el hombre es mortal; lo demás no tiene ni idea; solo el hombre sabe que la muerte es cada vez más inminente. Solo el hombre sabe qué es la muerte (al menos, lo que la muerte deja ver de sí misma en esta vida). Y eso lo convierte en un ser dolorosamente lúcido, en la única criatura que, en puridad, se muere, en el ser que tiene la exclusividad de la muerte. Esa sí que es una gran distinción frente a todo lo demás. El hombre es un cantante que va a salir durante un momento a un escenario y sabe que su actuación durará tres minutos, así que cada instante de ella es importante y distinto de todo el escenario, el cual seguirá allí cuando él se haya ido.

El hombre es la conciencia del ser, es el ser sabiéndose, el ser siendo más y por más sitios y de más maneras y eso es lo indignante: que lo que menos debería morir, el ser sabiéndose, es lo único que en realidad muere. La inteligencia, nacida con vocación de entenderlo todo, es la menos capacitada para entender la muerte, porque no está hecha para ella, sino para ser la conciencia de algo que no muere: el ser; así que, cuantas más neuronas ha ido teniendo, cuanto más conciencia del ser ha ido tomando, menos ha ido entendiéndola. En su muerte, cada hombre es el único hombre del universo; si él muere, el universo se queda sin ojos, sin manos, sin poeta, sin conciencia de sí mismo, sin nadie que ponga nombre a los astros y le diga a qué vertiginosa velocidad se desplazan las galaxias; el universo se queda sin aquel con cuya simiente vino a la existencia.

Pero algo bueno tiene la muerte: cada vez que pensamos en ella caemos a lo san Pablo del ensueño de nuestra autosuficiencia. La muerte nos hace humildes y nos aboca al amor.

9. Solo el hombre es capaz de Dios.

Este rasgo sí que es una distinción exclusivamente humana. De las demás distinciones aquí expuestas es posible encontrar un antecedente o una prefiguración en nuestros hermanos los animales: también un lagarto se siente distinto de la piedra en que toma el sol; también el ave del paraíso crea belleza cuando ejecuta su preciosa danza nupcial; también el elefante da la sensación de saber que va a morir; pero de la experiencia religiosa no es posible encontrar indicios en el mundo animal.

Tengo la intuición de que lo que nos diferenció definitivamente de los demás homínidos fue la apelación a lo sagrado, la sensación casi física de que en el mundo hay una realidad oculta que lo supera o lo sostiene. E intuyo también que eso nos ocurrió un día en que un hombre vio morir a su amada y se dio cuenta de que lo que reposaba en sus brazos era lo mismo que siempre había visto de ella, pero que ella ya no estaba y, entonces, ¿qué era ella?, y tuvo que concluir que ella no había sido durante todo el tiempo de su vida solo ese cuerpo, sino algo más que no se veía, algo que no se descomponía y ahora había emigrado, algo que había estado unido al cuerpo sin ser el cuerpo, algo que la conectaba directamente con lo sagrado y que él llamó alma. Y, desde aquel momento en que pensamos que teníamos una, tuvimos una. Y cada ser humano la tiene, aun cuando el alma no existiera; la experiencia abrumadora de la muerte nos hace merecerla.

Tengo también la intuición de que esa distinción con que la muerte nos condecoró es el origen de los demás rasgos aquí mencionados (o, al menos, aquello que los sacó a la conciencia): solo cuando fuimos capaces de comprender desde la vida lo que la muerte nos permite saber de ella, nos convertimos también en distintos, protagonistas, observadores, en un misterio para nosotros mismos. Gracias a la experiencia de la muerte, cuando de golpe aparta de nuestros ojos todas las urgencias de la vida y sus distracciones y ofuscaciones, hemos vislumbrado al fondo lo sagrado y, dentro de nosotros, un alma y, conectado con el alma, a la divinidad, que es además la única capaz de vencerla.

Desde aquel encuentro con la muerte, desde que tuvimos alma (un proceso que tal vez durara un instante pero para el que se necesitaron eones y eones), el hombre se siente más solo en el universo y distinto de todo lo que lo compone y no encuentra en las cosas que lo rodean la respuesta a lo que es él, y, para no sentirse un objeto más del cosmos sometido a la contingencia, sino un sujeto socorrido por la gracia y la providencia, ha ido recurriendo a varias apaños, como dotar de un alma a los demás seres del cosmos o buscar una señal en las estrellas… Pero lo único parecido a una solución para esa soledad sin solución, es subirse a la cúspide de todas las cosas imaginables y apelar a un ser anterior y superior a todas ellas, al Único capaz de dar sentido al universo y a todo lo que contiene y sostenerlo, porque es diferente del universo y lo generó por puro amor. Ese Dios es el Dios trascendente y personal del cristianismo. Si Dios no es trascendente, no es Dios; y si no es amor, ¿para qué creer en É?; a su lado, los demás no son dioses, sino maneras que tenemos de imaginarnos el misterio de la vida y del mundo, emanaciones o manifestaciones sacralizadas de la naturaleza que al final vuelven a ella y no logran superar la circularidad de la inmanencia. Igual que los replicantes de Blade Runner tienen que recurrir para no morir a su creador humano y no a otro replicante, nosotros tenemos que recurrir no a un volcán ni a una estrella ni a otro ser humano sino al divino creador de todo.

Apelar a lo divino, a aquello que todo lo trasciende, nos iguala a todas las posibles criaturas inteligentes que andan buscando lo mismo. Aun cuando Dios no exista, esa búsqueda, esa apelación, nos convierte en lo que más se Le parece de todo el universo, en lo único que Lo necesita para sentirse explicado.

Creo, en fin, que una manera de unir a personas dispares, pero sinceramente preocupadas por la deriva antropoclástica de nuestros días, es fundamentar la gran distinción humana en nuestra capacidad de apelar a una realidad superior y anterior al cosmos. La conexión con Él es lo único que ilumina el universo y la vida sin eliminar el misterio en que ambas cosas consisten. Y si Dios no existe, la capacidad de apelar a Él es lo más lejos a lo que puede llegar un ser meramente material para intentar ser algo más que la materia que lo compone. En cualquier caso, la capacidad de Dios, la sensibilidad a Dios (más desarrollada en unos individuos que en otros, como todas las demás capacidades) es lo que más nos distingue de cualquier otra criatura del cosmos; en ella cifraba Edith Stein la grandeza de la vida humana.

Esa concepción del hombre como la única criatura cósmica capaz de apelar a un ser extracósmico, exista este o no, es lo que yo considero la médula del rehumanismo. Y en esa grandeza podemos confluir muchas personas distintas, crean en Dios o no, exista Dios o no.



NOTAS


* El término antropoclastia lo acuñé en oposición a los conceptos de dignidad humana y humanismo, pero luego he comprobado que ha sido utilizado, con un sentido distinto, por otras personas (por ejemplo https://www.laregion.es/opinion/xabier-vila-coia/antropoclastas/20181005233417827704.html)

[1] En El puesto del hombre en el cosmos, Scheler afirma que es legítimo atribuir al hombre en el universo un puesto distinto del de las demás especies vivas.

[2] La neurología, como indica Juan Arana en La conciencia inexplicada, intenta naturalizar la conciencia, es decir, convertirla en un elemento natural más del cosmos, pero sin éxito, porque, cuanto más la conoce, más escapa ella a esos intentos. Da la sensación de que, incluso aunque los neurólogos consiguieran naturalizarla, seguiríamos percibiéndola como algo que está fuera de la naturaleza, como un yo inmaterial, algo más que una emergencia de las neuronas que trabajan para ella.

[3]. (“Prestar atención”, Alfa y Omega, 2 de marzo de 2023)

[4] Confesiones, libro X.

[5] El físico Freeman John Dyson afirma: “No sería sorprendente si resultara que el origen y destino de la energía del universo no puedan ser entendidos por completo aisladamente del fenómeno de la vida y de la conciencia”.

[6] “Disponuntur igitur a Deo intellectuales creaturae quasi propter se procuratae, creaturae vero aliae quasi ad rationales creaturas ordinatae… Sola igitur intellectualis natura est propter se quaesita in universo; alia autem omnia propter ipsam”, Santo Tomás de Aquino, Contra gentiles, I, III, c. 112.

[7] La razón biológica como parte de la razón cósmica, conferencia pronunciada en la Universidad de Navarra, el 21 de abril de 2015.





La batalla del ciceronianismo en el Renacimiento italiano



En la espiral de polémicas literarias e intelectuales que presidieron el Renacimiento (una época convulsa que, a despecho de sus apelaciones constantes a la armonía, experimentó multitud de desgarros y enfrentamientos en todos los órdenes de la existencia), la batalla por la originalidad frente a la imposición de un canon basado exclusivamente en los clásicos se libró, preferentemente, en el ámbito del estilo. Así, de manera progresiva se fue consolidando la idea de que el literato debía limitarse a imitar a los modelos más eminentes de la Antigüedad, apartándose lo menos posible de ellos; ello desembocó, en su formulación extrema, en el llamado ciceronianismo, según el cual todo autor debía asegurarse de que aquellas frases que iba a utilizar, incluso en el ámbito de la oralidad, habían sido empleadas por Cicerón en alguna de sus obras. Sin embargo, esta actitud servil y sumisa hacia los clásicos no responde al auténtico espíritu humanista, pues ni siquiera un Quintiliano vedaba al orador la posibilidad de apartarse de los modelos eminentes; de hecho, en ocasiones estos no están a la altura de su prestigio y sería necio seguirles a pies juntillas solo por célebres:

No debe inmediatamente persuadirse el que lee que todo cuanto han dicho los grandes autores es una cosa excelente. Pues también ellos tienen sus yerros, y se echan con la carga, y se dejan arrastrar de aquello de que más gusta su inclinación, y no siempre están templados, sino que a veces les falta el aliento; y así es que a Cicerón le parece que Demóstenes se duerme algunas veces, y lo mismo cree Horacio acerca de Homero. Porque aunque estos autores son muy consumados, pero son hombres; y a aquéllos que tienen por una ley inviolable de la elocuencia todo lo que en ellos han hallado, les sucede que imitan lo peor (porque esto es más fácil), y les parece que son fieles imitadores con adquirir la mayor parte de los defectos de los escritores grandes.[1]

Por su parte, en 1554 Sebastián Fox Morcillo escribía, en su tratado Sobre la imitación: “A mi entender, nadie ha de repudiar una palabra latina que se encuentre en los buenos autores porque no se halle nunca en Cicerón”, calificando a quienes así obran como “imitadores mudos e infantiles”.[2]

Reproducimos a continuación una selección de pasajes del libro clásico sobre esta materia, Storia del ciceronianismo e di altre questioni letterarie nell’età della Rinascenza, de Remigio Sabbadini, publicado en la ciudad de Turín por Ermanno Loerscher en 1885, en traducción de José Luis Trullo, a partir de la edición electrónica disponible en internet.

1. Angelo Poliziano vs. Paolo Cortesi

Se trata de la primera auténtica “batalla” del ciceronianismo. Cortesi había elaborado una antología de epístolas de varios autores y se la envió a Poliziano, con quien por aquel entonces mantenía una relación cordial, para que valorase si le parecía digna de ser publicada. Este dejó pasar bastante tiempo antes de responderle y, cuando procedió, hizo gala de una indisimulada insolencia, lo cual nos hace sospechar que ya se habían empezado a producir las primeras rencillas entre ambos. Utilizando un tono muy seco y cortante, se lamentaba de haber perdido el tiempo leyendo aquella antología, la cual no merecía haber salido de la mano de Cortesi; y tras esta fórmula de cortesía, emprendía una auténtica filípica contra los ciceronianos, a los que tildaba de “monos de imitación” del arpinate, en un sentido muy distinto al que empleó Villani respecto a Salutati. “A mí me parece bastante más bella la faz de un toro o de un león que la de un mono, por mucho que se pueda parecer a la de un hombre”, exclamaba. Y proseguía exponiendo cuál era, en su opinión, el principio de un imitación válida:

Quienes escriben recurriendo únicamente a la imitación se me antojan papagayos o urracas, que repiten palabras que no entienden. Las obras de esta índole adolecen de falta de nervio y de vida: carecen de movimiento, de sentimiento, de cualquier impronta de originalidad; son supinas:[3] duermen, roncan. No hay en ellas verdad, ni sustancia, ni eficacia. Hay quien me acusa de no retratar a Cicerón: ¿y qué? Yo no soy Cicerón, por eso me retrato a mí mismo tal y como soy: me tamen, ut opinor, me expreso. Después están los que van mendigando un pedazo de estilo como si fuera pan, a pellizcos, y si no tienen delante el libro al que copiar, no son capaces de juntar tres palabras seguidas, y aun así mal cosidas o contaminadas de barbarismos. El estilo de estos resulta vacilante, dubitativo, inconsistente, mal condimentado y mal digerido: no puedo soportar oírles criticar de manera insolente a los eruditos, cuyo estilo por lo demás se deriva de una larga fermentación tras un intenso proceso de investigación, de una pléyade amplia de lecturas y de una ejercitación continuada. Si, aun así, quieres sacar provecho de la imitación, lee a Cicerón pero también a otros autores; ahora bien, hazlo de manera abundante y durante mucho tiempo, con una pluma siempre a mano: empápate de ellos, degústalos, pertrecha tu mente con una buena cantidad de conocimientos, de manera que, cuando te dispongas a escribir, podrás nadar sin necesidad de flotador, como reza el proverbio; entonces, te guiarás por tu propio criterio y darás la espalda a esa obsesión pedante y afanosa de cicerionizar.[4] Se trata, en definitiva, de que pongas a prueba todas tus fuerzas. Y es que quienes se ajustan pasivamente a los parámetros miméticos, como vos los llamáis pero que a mí me resultan ridículos, tampoco es que sepan reproducirlos adecuadamente, retrasando la irrupción de su propio ingenio personal”.[5]

El principio estilístico de Poliziano guarda un intenso parentesco con el de Petrarca, es decir: el de que el estilo es el hombre, y puede sintetizarse a modo de lema en las palabras “Me tamen, ut opinor, exprimo”.

La réplica de Cortesi no oculta un cierto resentimiento, si bien conserva en todo momento una severa corrección de estirpe auténticamente ciceroniana. Así, afirma que, en las condiciones en las que se encontraba la elocuencia de su época, resultaba necesaria la imitación y el modelo más perfecto al que seguir era el de Cicerón. Se trata, pues, de imitarlo, sí, pero no como el mono al hombre, sino como el hijo al padre: mientras que aquella emulación reproduce incluso las astracanadas, este conserva su propia personalidad, sin perder por ello la voz, la faz y la apostura legada por su progenitor (“aliquid  suum, aliquid naturale, aliquid diversum”): comparándolos, parecen distintos. Sin embargo, imitar a Cicerón no es tan fácil como parece; reproducen su abundancia, su espontaneidad, pero les falta ese nervio y esa punción que le caracterizan, quedando por tanto lejos de su modelo. Así pues, lo que se le podría reprochar, aduce Cortesi, es el no haberlo sabido imitar, pero no que no le deba imitar: mejor seguidor y mono de Cicerón que aprendiz e hijo de cualquier otro autor: “ego malo esse assecla et simia Ciceronis, quam alumnus et filius aliorum”.


Esta última es una alusión bastante agria acerca del estilo “en mosaico” de Poliziano, si bien la parte más original y aguda de esta carta de Cortesi es el exordio, en el cual caricaturiza el de su corresponsal.

[…]

La contienda entre Cortesi y Poliziano suscitó un gran impacto entre los humanistas y mereció juicios de diversa índole, en función de las distintas escuelas estilísticas. Así, Bembo[7] aplaudió con entusiasmo la epístola de Cortesi, tildándola de ingeniosa, bella y seria al mismo tiempo: “Paulli Cortesii epistulam bellam illam quidem et cum argutulam tum etiam gravem”… Añade que había reducido a añicos la ligereza de Poliziano, ingenio docto y elevado, aunque poco prudente, quien, al comprender que no podía alcanzar, ni de lejos, la perfección estilística de Cicerón, optó por condenar a aquellos que lo intentaban y que, de un modo otro, adoptaron un estilo imitativo.[8]

Frente a esta actitud desfavorable, Erasmo se inclinó por la contraria: una vez examinado el contenido de ambas cartas, afirma que la de Poliziano le parece realmente ciceroniana, elegante y eficaz en su brevedad, mientras que la de Cortesi se le antoja prolija y en absoluto ciceroniana. “Cortesi”, escribe Erasmo, “incurre en contradicción al decir primero que le gustaría parecerse a Cicerón como un hijo a su padre, y no como un mono a un hombre, y luego afirma que preferería ser un simio de Cicerón antes que hijo de cualquier otro. Por otro lado, Cortesi se aparta del meollo del asunto: o bien coincidía con el criterio de Poliziano, y no se entiende por qué fingir que no era así, o bien discrepaba de él, pero en realidad se abstenía de refutarle”. Concluye que Poliziano no respondió porque aquella carta no tenía ninguna relación con la disputa: “cui velut aliena loquenti nihil respondit Politianus”.[9]

2. Pietro Bembo vs. Gianfrancesco Pico della Mirandola

La segunda fase de la batalla por el ciceronianismo se inicia con la carta que, datada el 19 de septiembre de 1512,[10] le envía Pico (el sobrino de Giovanni) al cardenal Pietro Bembo, uno de los ciceronianos más convencidos de su época. Pico, discípulo de Poliziano y ecléctico como él, afirma que un escritor no debe contentarse con imitar: aunque puede tratarse de un método útil para llegar a desarrollar las propias aptitudes personales, es en este último cometido en el que se debe concentrar a toda costa. Por lo demás, al imitar no debemos limitarnos a un único autor, sino extraer lo mejor de cada uno de los maestros, como hacen los pintores. Además, ¿quién puede decir que Cicerón es perfecto y sin tacha? Aparte de que eso es materialmente imposible, los propios antiguos detectaron bastantes errores en el arpinate; más aún, dado que los manuscritos que nos han transmitido sus obras son copias con abundancia de errores, sería una auténtica locura pretender que a través de ellas podamos conocer al “auténtico” Cicerón. Prosigue Pico manifestando su estupor ante la insistencia de sus contemporáneos en imitar a los antiguos, pues talento no les falta. ¿Por qué no tratar de explorar las propias facultades de acuerdo con el espíritu de los nuevos tiempos? Cada época tiene sus propias necesidades y a ellas hay que atender. Por otro lado, se puede admitir la imitación de las palabras de Cicerón, pero jamás la estructura de sus obras: es preciso esforzarse en ser original.

En su respuesta de 1 de enero de 1513,[11] Bembo defiende el uso de la imitación como el único método de composición literaria adecuado. Ahora bien, cuando tiene que entrar en detalles, descarta recurrir a una pléyade de autores clásicos:

En tal caso, mendigando un poco de aquí y otro poco de allá, no llegarás nunca a formarte un estilo que posea una unidad. Y es que, cuando se habla de imitar, entiendo que hay que comprender el conjunto y sus partes: si imito a Salustio, no me debo contentar con reproducir su brevedad, sino también sus palabras y construcciones. Imitar a un autor quiere decir reproducir su fisonomía, su colorido individual. Todo autor lo posee: si hoy imito el de César, ¿cómo podré despojarme de él para adoptar después el de Salustio? Es imposible. Por lo tanto, no es aceptable imitar a más de autor. Quien lo hace, pergeña un estilo proteiforme que carece de belleza alguna.

En la segunda parte de su carta, Bembo explica cuál es su criterio de imitación.

Al principio compartía tu opinión y trataba de elegir lo mejor de cada autor, pero pronto me percaté de la falsedad de este principio. Después, traté de forjarme un estilo propio, personal, pensando que la originalidad de mi esfuerzo se vería premiada con los aplausos de los doctos; pero, cuando lo puse a prueba, comprendí que ninguna clase de estilo puede ser nueva, ya que, unas más y otras menos, todas había sido agotadas por los antiguos; y además, mi estilo, comparado con el de ellos, carecía de su colorido. Decidí entonces aplicarme a la imitación. Ahora bien, ¿por qué autores empezar? ¿Por los eximios o por los mediocres? Me decidí por estos últimos, con la esperanza de que así me aproximaría un poco más a los eximios. Pero cuál fue mi desilusión cuando de los mediocres pasé a los eximios, pues yo ya había adoptado la naturaleza de aquellos, y en lugar de acercarme a estos, me había alejado de ellos. Entonces hice el esfuerzo por cancelar cuanto de aquellas lecturas conservaba en la memoria y me volví hacia la imitación de los eximios, y de ellos uno solo: Cicerón.

Para terminar la epístola, Bembo formula las tres leyes que, en su opinión, debe cumplir la imitación: que se imite a los mejores, que se trate de igualarles y, una vez conseguido, que nos esforcemos por superarlos.

3. Erasmo contra el mundo

En la Roma de la primera mitad del siglo XVI eran frecuentes los debates más o menos pedantes acerca del estilo, la grámatica y los parámetros que los escritores de la época debían observar a la hora de componer sus propias obras. De hecho, la ciudad era el centro del ciceronianismo, ya que en ella se encontraba la sede de la Academia donde Pietro Bembo detentaba el poder como amo absoluto en estas materias. Junto a él, destacan los nombres de Sadoleto, Lilio Massimi, Pazzi, Battista Casali, Porcio Camillo, Marino, Castellani, Tomarozi, Flaminio y Ubaldino. El propio Bembo llegó a afirmar que preferiría escribir en ciceroniano que poseer el ducado de Mantua; Lazaro Bonamico parafraseó la idea al decir que por encima de ser rey o papa, estimaba de mayor valor el ser ciceroniano. El grado de identificación de Bembo con el mundo clásico romano era tal, que en sus textos solía optar por escribir “dioses inmortales” en lugar de “Dios”, y “diosa” allí donde lo pertinente sería “la Virgen María”. Abundan las anécdotas en torno a la auténtica “fiebre pagana” que se vivía en los entorno cultos romanos de aquel tiempo, lo cual llamó la atención de dos visitantes que, muy pronto, iban a militar en bandos enfrentados con razón de su actitud respecto a Cicerón: Cristophe Longueil o (o Longolius, o Longolio) y Erasmo de Rotterdam.

Longolio, un espíritu inquieto y torturado, plasma a la perfección la figura del humanista errante, apasionado del ciceronianismo. Aunque nació en Francia, logró materializar su sueño de vivir en Italia, donde conoció toda suerte de peripecias, desde la entusiasta acogida por parte de las élites cultas y la concesión de la ciudadanía romana hasta la persecución y la huida del país, por verle como un intruso que pretendía robar los valiosos manuscritos clásicos. Este erudito, según veremos más adelante, cruelmente retratado por Erasmo en el Ciceroniano como un espíritu tan poseído por el ciceronianismo que ni siquiera osaba utilizar una sola palabra que no supiese fehacientemente que figuraba en alguna obra del arpinate, escribió discursos y epístolas de escasa ambición temática y estilística, pues anteponía su veneración por los modelos clásicos a cualquier originalidad personal. Aunque en un principio practicaba un estilo ecléctico, una vez instado por Bembo a empaparse de la obra de Cicerón se dedicó en cuerpo y alma al estudio y emulación del mismo. Su talento en este campo le granjeó una admiración considerable, la cual jugó en su contra cuando desde ciertos círculos se hizo correr la especie de que no era honesto y su estancia en Italia ocultaba intereses espurios. Abandonó precipitadamente el país, no sin antes dejar escritos dos textos en los cuales planteaba una encendida defensa de su propia persona, así como su admiración incondicional por la cultura romana. Una vez calmadas las aguas, volvió al país transalpino, e incluso recibió la propuesta de ocupar una cátedra de literatura en la Universidad de Florencia, la cual rechazó pues estimaba que carecía de vocación docente y prefería proseguir con sus estudios. Antes de su muerte, pidió a sus amigos que quemaran sus obras, tildándolas de poco ciceronianas.

A pesar de su efímera y relativa celebridad, Longolio recibió juicios severos acerca de su producción literaria: Florido tilda su estilo de escuálido, Manuzio lo llama nulidad, Erasmo pobre iluso que corre detrás de un fantasma. En el otro extremo, Étienne Dolet (quien llegaría a terciar en la polémica ciceroniana con un libro contra Erasmo) echa mano de grandes epítetos para calificarle: grandioso, espléndido, agudo, pródigo en sentencias, eficacia y robustez, gravedad y elegancia… Además, estima que aborda en sus cartas asuntos serios sin abandonar el ámbito de lo cotidiano y en sus discursos mantiene una comprensión elevada de la importancia de los mismos. Que los juicios favorables de Dolet tal vez no estuviesen motivados tanto por la estima que sentía por Longolio que por su propia animadversión hacia Erasmo, lo veremos más adelante.

El roterdamés, antes de publicar en 1528 su célebre Ciceroniano, ya había mostrado una creciente animadversión hacia lo que calificaba de secta ciceroniaroum en una epístola datada el 16 de mayo de 1526. Estaba al tanto de la disputa que quince años antes se había librado entre Bembo y Pico, así como de la campaña de desprestigio que algunos eruditos romanos habían lanzado contra él, contra Guillaume Budé y, en general, contra Alemania y Francia, en una ola de nacionalismo romano que no iba a cejar en adelante. Aunque Erasmo animó a Budé a responder a los ataques, este declinó la invitación, dejando al neerlandés como único paladín del anticiceronianismo abierto y declarado.

[…]

La publicación del Ciceroniano suscitó airadas protestas, como era de esperar, tanto dentro como fuera de Italia. Florido, enemigo acérrimo de los ciceronianos y admirador de Erasmo, aunque devoto de la belleza formal como todos los italianos, no pudo evitar oponerse frontalmente a su crítica, y espetarle abiertamente que si se había pronunciado como lo había hecho, era movido por el rencor o, peor aún, por la envidia. En Italia y en Roma entera resonaba el nombre de Erasmo y los jóvenes se conjuraban para tratar de salvar el prestigio mancillado de Cicerón. Pietro Curzio, de la Academia romana, escribió un libro contra él; aparecieron otros de carácter anónimo, como Defensio Italia adversus Erasmum, dedicado a Paolo III, y Cicero relegatus et Cicero ab exilio revocatus, tal vez salido de la mano de Ortensio Landi, en cuya primera parte se calumniaba gravemente a Cicerón mientras que en la segunda se le defendía de un modo frío y rutinario. Además, se anunciaba la aparición de uno más, Ciceronianos et Erasmianos. De todo esto se hacía eco Erasmo en su epistolario, quien creía ver la mano de Girolamo Aleandro detrás de estas iniciativas.

Si virulenta y generalizada fue la reacción en Italia (quizás porque lo interpretaban en una clave nacionalista), en Francia se concentró sobre todo en dos personalidades relevantes, lo cual les confiere una importancia histórica mayor.

Giulio Cesare Scaligero quien, aunque italiano de nacimiento, desarrollaba su carrera en el país galo consagrado al estudio tras vivir toda suerte de peripecias militares, escribió dos discursos sobre el tema, los cuales, en honor a la verdad, merecen la consideración de invectivas, por su carácter agresivo e insultante. La primera de ellas está datada el 15 de marzo de 1531 y fue escrita en Agen. En la introducción, curiosamente, se excusa de no haber podido leer el diálogo de Erasmo, por haberle llegado demasiado tarde (¿?). El texto se divide en tres partes: en la primera, consagrada a injuriar al roterdamés, le tilda de renegado, de parásito, de corrector de imprenta (y otros aún peores: monstrum, canis, parricida, carnifex), acusándole de escribir la obra para destruir a Cicerón tras haberle imitado profusamente. En la segunda rebate los ataques personales que vierte el autor acerca del arpinate, mientras que en la tercera se esmera en demostrar que Cicerón es perfecto: es preciso imitarle porque no hay ningún otro autor que le supere, opina Scaligero. Ante la virulencia del ataque, Erasmo rehusó contestar, aparte de que él no había atacado a Cicerón, sino a los ciceronianos. Para vengarse de este desprecio, Scaligero escribió otro discurso en 1535, aún más agresivo e injurioso, que por supuesto quedó de nuevo sin respuesta.

Mayor calado argumental tuvo el libro que publicó Étienne Dolet, también en 1535, titulado De ciceroniana imitat. adversus Erasm. Pro Chr. Longolio dialogus, aunque tampoco se abstiene de verter en él graves insultos de carácter personal. Estructurado en forma de diálogo, acaecido supuestamente en la ciudad de Padua entre Simone di Villanova y Tomás Moro, consta de dos partes: en la primera despliega una defensa de Longolio, a quien cree reconocer tras el nombre de Nosopono empleado por Erasmo, aduciendo que al cristianismo le han infligido una mayor daño las disputas entre Erasmo, Lutero y compañía, que todo el paganismo de los ciceronianos. Además, comparando el estilo de Longolio con el del roterdamés, concluye que el del primero es superior, juzgando de manera desfavorable todas las obras de Erasmo, una por una.

En la segunda parte aborda de manera detallada el argumento de la imitación, la cual estima necesaria y que clasifica en tres categorías: de palabras, de sentencias y de composición. En todas ellas concluye que Cicerón se erige en maestro absoluto, y por ello resulta digno de ser reproducido y emulado. Además, expone cómo, a diferencia de lo que afirma Erasmo en el Ciceroniano, resulta apto para todo tipo de asuntos y situaciones, pues Dolet estima que, más allá de los aspectos más superficiales, las circunstancias de la vida de los hombres son las mismas que en la antigüedad; en cuanto a las materias religiosas, aquellas palabras que, por motivos obvios, no se encuentran  en Cicerón, se puede extraer de otras fuentes, siempre que no se descuiden su eficacia, robustez, prudencia y agudeza. No otra cosa hizo el arpinate al tomar para sus obras filosóficas conceptos del griego. Aparte, el hecho de imitar a Cicerón no nos impide el forjarnos un estilo personal que sea expresión de nuestro propio carácter. En cuanto a la corrupción de sus libros, Dolet aduce que, gracias a la obra de Valla, Poliziano o Budé, han recuperado su integridad original. Por último, acerca del supuesto paganismo de los ciceronianos, niega que se pueda acusar de ello a Sadoleto, Bembo o Longolio. Y es que Dolet, siendo moderadamente ciceroniano, no lo es hasta el fanatismo, puesto que cree que la imitación del maestro no debe consistir tanto en el uso de las palabras cuanto en el arte: “Ciceronis imitatio non tam verbis constat, quam artis expressione diffinitur”.

En 1539, Francesco Florido salió en defensa del criterio de Erasmo y contra las tesis de Dolet. Estima que carece de sentido limitarse a la imitación de Cicerón, pues ni siquiera en su época este autor se atenía a un único modelo, sino que tenía ojos para todos aquellos autores excelentes de los cuales podía extraer lecciones de utilidad. Cuando se plantea los auténticos motivos que habrían podido llevar a Dolet a arremeter de esa manera contra Erasmo, concluye, o bien que puede haber sido el de forjarse un nombre atacando a un escritor célebre, o bien el de hacer valer sus propios comentarios sobre la lengua latina, los cuales habrían podido verse en entredicho de triunfar el criterio ecléctico del neerlandés.

Al año siguiente, Dolet respondía a Florido con un libro titulado De imitatione ciceroniana adversus Floridum. Consta de dos partes: en la primera recapitula las tesis que ya había expuesto en su diálogo contra Erasmo; en la segunda lanza una invectiva temeraria y desvergonzada calificando de bárbaro el latín de Florido, así como de inmoral y ladrón. Concluye el texto con una serie de epigramas injuriosos, entre los cuales destacamos uno a título de ejemplo, a modo de ilustración del tono del libro:

Quid Floridus? comedo, helluo, lurco, venter,

ganeo, gerro, invidia, maledicum, iners, bardus,

terrae pondus inutile, dolus, scelus, pestis.

El aludido replicó de un modo más moderado con un opúsculo titulado Adversus Doleti calumnias, publicado en 1541 en Roma, en el cual le acusa de haber desviado el tema pues, en lugar de hablar acerca de la imitación, lo hacía de quienes discrepaban de su concepto restrictivo de la misma. De hecho, el propio Florido se reputa admirador de Cicerón, como de hecho Erasmo y todos los anticiceronianos, quienes si se oponen a algo es al uso torticero y empobrecedor de la imitación de los clásicos, en lugar de emplearlos para forjar un estilo propio, rico y expresivo.

Aunque Erasmo falleció en 1536, la batalla prosiguió durante cierto tiempo, esta vez librándose entre los epígonos: es el caso de, por un lado, Ramo y, por otro, Carpentario y Perionio, así como, más tarde, entre Ricci, Camerario y Lipsio enfrentados a Enrico Stefano. En cualquier caso, los argumentos manejados eran los mismos que se habían empleado hasta entonces, y además se estaba produciendo una metamorfosis en el uso del latín que iba a dejar anticuadas estas cuestiones; y es que el formalismo típico del ciceronianismo, cuya razón de ser obedece a una concepción algo frívola y decorativa de la lengua y de la cultura en general, cedería pronto ante el auge de un latín más ambicioso en cuanto a los contenidos, entregado ya a una dimensión creadora en los ámbitos más variados de la sociedad, incluidos el académico y el científico.

El saldo final de todas estas diatribas es la dignidad silente con que Erasmo dirimió su papel en las mismas: no respondió a nadie ni se enzarzó en polémicas estériles, pues lo que tenía que decir al respecto, ya lo había expuesto en su Ciceroniano. Sin duda, le habría sorprendido desagradablemente que su propósito inicial, el de emplear la imitación literaria para fines torticeros, se hubiese visto desplazado ante consideraciones de otro índole, como la evaluación de la calidad intrínseca del estilo del arpinate. Sin embargo, dos años antes de morir escribía en su prefacio a las Tusculanas:

«Me vero, tametsi iam vergente aetate, nec pudebit nec pigebit, simulatque extricaro me ab his quae sunt in manibus, cum meo Cicerone redire in gratiam pristinamque familiaritatem, nimirum multis annis intermissam, renovare menses aliquot».

"En cuanto a mí, aunque ya me estoy acercando a la edad, no me avergonzaré ni me resistiré, ni pretenderé desligarme en lo que está en mis manos, por volver al favor de mi Cicerón, y renovar durante algunos meses mi antigua familiaridad, que supongo interrumpida durante muchos años".



[1] Instituciones oratorias, libro X, capítulo 1, II. Traducción de Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier. Madrid, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1887. Edición en pdf, pág. 372.

[2] En Victoria Pineda, La imitación como arte literario en el siglo XVI español. Sevilla, Publicaciones de la Diputación de Sevilla, 1994, pág. 196.

[3]  (Del lat. supīnus). 1. adj. Tendido sobre el dorso. DRAE. Es decir, perezosas, inertes.

[4] Scimiottar Cicerone: imitar a Cicerón como un mono. Me permito proponer este neologismo, por lo que conserva de despectivo frente a la mera imitación o emulación admirativa.

[5] Epistolario, VIII, 16.

[6] Bottega di ebrei: tienda de judíos.

[7] Pietro Bembo (Venecia, 20 de mayo de 1470 - Roma, 18 de enero de 1547) fue un cardenal, humanista, filólogo, escritor, poeta, traductor y erudito italiano, uno de los representantes más combativos del ciceronianismo.

[8] Respuesta a Francesco Pico. Opera, Venecia, 1729.

[9] Ciceroniano.

[10] I. Franc. Picus, Ad Bembum, De imitatione.

[11] P. Bembus, Ad Ioh. Franscisc. Picum, De imitatione.