Andrés Rodríguez Rodríguez.- «Porque todos los hombres por naturaleza desean saber», afirmaba Aristóteles al inicio de su Metafísica, y este impulso fundacional del pensamiento humano encuentra en la obra de Francesco Petrarca, De su ignorancia y la de muchos, una reflexión audaz, profunda y, sobre todo, impregnada de un pathos cristiano que la eleva más allá de la controversia intelectual. Es, en esencia, una exhortación casi homilética a la redención del saber, una llamada a la conversión del intelecto y a la subordinación de toda ciencia a la Sabiduría divina.
Redactada entre 1367 y 1371, la obra representa el testamento intelectual de un hombre que, a sus sesenta y tres años, contempla con mirada profética el deterioro moral del saber y la arrogancia de quienes, envueltos en un cientificismo orgulloso, desprecian la verdadera sabiduría. Petrarca, dolido por las acusaciones de ignorancia lanzadas por un grupo de amigos averroístas venecianos, responde no con una defensa personal al uso, sino con una invectiva epistolar que toma la forma del genus demonstrativum, cuya finalidad no es tanto persuadir como corregir, iluminar y edificar.
Esta invectiva se erige como una meditación sobre la naturaleza misma del conocimiento. La "ignorancia" de la que Petrarca se declara partícipe (p.36) es, como en el caso de Sócrates, una forma consciente y humilde de saber que incita al progreso moral. Frente a ella, la ignorancia de muchos («multorum ignorantia») es arrogante, altiva, y por ello espiritualmente estéril. Esta distinción cobra resonancia inmediata cuando la leemos a la luz del libro de la Sabiduría: "Dios de los Padres, Señor de la misericordia, que hiciste el universo con tu palabra [...] dame la Sabiduría, que se sienta junto a tu trono" (Sab 9:1,4).
Petrarca no escribe desde la suficiencia del erudito, sino desde la conciencia de su condición humana: frágil, efímera, necesitada de luz superior. Así lo expresan también los versículos bíblicos 5 y 6: «Que soy un siervo tuyo, hijo de tu sierva, un hombre débil y de vida efímera, poco apto para entender la justicia y las leyes. Pues, aunque uno sea perfecto entre los hijos de los hombres, si le falta la Sabiduría que de ti procede, en nada será tenido». Este es el núcleo espiritual de su argumentación: sin la Sabiduría divina, todo saber humano es vano.
Este mismo clamor resuena en Petrarca, quien denuncia la separación entre saber y virtud, entre ciencia y caridad. En esta dirección se alinea su pensamiento con la enseñanza de la encíclica Fides et Ratio de san Juan Pablo II, para quien la fe y la razón son como las dos alas del alma que la conducen a la contemplación de la Verdad. Petrarca comprende, antes que muchos, que la razón desligada de su dimensión trascendente degenera en vanidad, y que el conocimiento, si no está fundado en la docta pietas, no construye sino que destruye.
San Agustín, uno de los Padres de la Iglesia más citados por Petrarca, enseñaba que «el conocimiento de uno mismo es el inicio de toda sabiduría» (Soliloquia, II). Este eco agustiniano resuena en la declaración petrarquiana de su propia ignorancia, como actitud de apertura al conocimiento que viene de lo alto. Así también lo había indicado san Gregorio Magno, al afirmar que la verdadera sabiduría consiste en «saber que no se sabe» (Moralia, sive Expositio in Job, lib. XXIII).
El marco epistolar del tratado le permite, además, desplegar una estrategia discursiva en la que la ironía ciceroniana y la indignación agustiniana se entrelazan para denunciar no solo a sus oponentes, sino también la decadencia espiritual de su tiempo. En ese sentido, el tratado no debe leerse como una querella personal, sino como una exhortación moral de vasto alcance, una propuesta de docta pietas que aspira a reconciliar la erudición clásica con la devoción religiosa, brindando un cauce que seguirá el humanismo cristiano del Renacimiento. La cultura grecorromana no es aquí objeto de rechazo, sino de redención: en ella se encuentran semillas del Verbo, vestigios de la verdad eterna que, en Cristo, halla su cumplimiento pleno. Es esta una intuición que anticipa la Prisca theologia que desarrollará Marsilio Ficino, y que recoge la encíclica del Papa Francisco, Lumen Fidei, cuando afirma que «la fe no es enemiga de la razón; al contrario, busca constantemente comprender».
La invectiva contra los averroístas, que menospreciaban el legado platónico y divinizaban la lógica aristotélica, revela el corazón del debate: no se trata de elegir entre Atenas y Jerusalén, sino de subordinar toda ciudad humana a la Ciudad de Dios. Por ello, Petrarca arremete no contra Aristóteles, sino contra el uso idolátrico que de él hacen sus epígonos, y exalta a Platón como aquel que más se acercó a la luz divina.
La obra culmina con un lamento y una esperanza. El lamento ante Venecia, ciudad en la que había soñado encontrar paz y libertad, pero que le ofreció traición e hipocresía. La esperanza, en cambio, se cifra en el retorno de la Santa Sede a Roma, único lugar donde puede renacer la gloria espiritual de la cristiandad. Esta dimensión escatológica de la historia, que ve en la corrupción presente el germen de una renovación futura, recuerda las líneas más densas de san Agustín y de la escatología cristiana.
La Sabiduría que Petrarca suplica es la que «conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo» (Sab 9,9), y a la que se le ruega: «Envíala de los cielos santos, mándala de tu trono de gloria para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable» (Sab 9,10). Como en los grandes orantes de Israel, como en Salomón, Petrarca no implora gloria, sino iluminación. Su plegaria se une a la de los Padres que, como san Basilio o san Ambrosio, veían en la sabiduría el don primero y supremo, sin el cual toda empresa es ciega y desordenada
«Tú, que todo lo sabes y lo comprendes, guíame con tu sabiduría» (Sab 9,11): esta invocación resume el espíritu de la obra. Frente a la soberbia del conocimiento mundano, Petrarca propone una ciencia humilde, fecunda en virtud, transida de fe. Una ciencia que, como la de los santos, no busca prevalecer en la disputa, sino salvar el alma.
Ojalá esta lectura inspire a los intelectuales de hoy a reconocer que la sabiduría no consiste en saber mucho, sino en amar lo verdadero. Que la ignorancia verdadera no es carecer de datos, sino de luz. Y que sin Dios, todo saber se convierte en sombra que pasa, mientras que con Él, toda ignorancia se transfigura en Sabiduría eterna.
En un tiempo como el nuestro, en que la razón humana se glorifica a sí misma y proclama su autosuficiencia frente a toda instancia trascendente, la voz de Petrarca resuena con renovada urgencia. Su docta pietas no es un ideal arcaico, sino una enseñanza viva: nos recuerda que la razón sin humildad degenera en ideología, y que la sabiduría no florece en la autosuficiencia del sujeto, sino en la apertura confiada al misterio.
El verdadero humanismo —como lo propuso Benedicto XVI en su discurso en el Collège des Bernardins del 12 de septiembre de 2008— es aquel que reconoce la dependencia del hombre respecto a la Verdad que no se inventa, sino que se recibe. Un humanismo sin Dios se disuelve en nihilismo o en tecnocracia, mientras que un humanismo arraigado en la trascendencia reconoce que el logos del mundo es también el Logos hecho carne. Petrarca, adelantado a su tiempo, nos invita a redescubrir un humanismo que no es dominio, sino servicio; que no es solipsismo, sino comunión; que no es arrogancia, sino oración hecha inteligencia.
De su pluma brota, entonces, no solo un lamento por la ignorancia propia y ajena, sino una confesión de necesidad interior: «Envíala de los cielos santos, mándala de tu trono de gloria» (Sab. 9,10). Esta es la máxima lección de Petrarca para el siglo XXI: que el saber solo se convierte en sabiduría cuando se deja guiar por la luz que viene de lo alto. En ello consiste la dignidad del pensamiento humano: no en su clausura, sino en su apertura a lo eterno.
FUENTES
François-René de Chateaubriand
TEMAS
Tradición y fuentes del humanismo
[γνωθι σεαυτόν] Historia del precepto délfico: de Sócrates a Minucio Félix
De los dioses antropomorfos grecorromanos al hombre teomorfo cristiano
Las razones del humanismo contra la ciencia: el caso de Sócrates
Platón y el destino del hombre
La naturaleza dual del hombre en el Asclepio
La idea renacentista de Antigüedad cristiana
La impronta cristiana en el concepto de dignitas hominis en el Renacimiento italiano
"Guiados por gracia celestial": el humanismo cristiano y el legado grecolatino
La batalla del ciceronianismo en el Renacimiento italiano
La cultura del parricidio. La Modernidad contra la tradición
Humanismo renacentista y humanismo marxista
Humanismo y tradición a la luz de la hermenéutica
Del anti-humanismo al humanismo del otro hombre
OBRAS Y AUTORES
Cicerón, padre del concepto humanitas
El humanismo de Publilio Siro en sus sentencias
Petrarca, ¿humanista cristiano?
Salutati y la naturaleza de la sabiduría humana
Juan de Lucena y el De vita beata
Janus Readers: los lectores de Panonio
La noción de la felicidad del hombre en el Palinurus de Maffeo Vegio
Marsilio Ficino, de la miseria del hombre al amor de Dios
Ficino: religión cristina y teología humanista
Erasmo: "Monachatus non est pietas"
Rudolph Agricola, "padre" del humanismo germánico
Castellio y la idea de tolerancia en el siglo XVI
En torno a los diálogos de Antonio Brucioli
Los Discursos filosóficos sobre el hombre, de Juan Pablo Forner
REFLEXIONES
Entre el suelo y el cielo. Retorno al humanismo
Sobre la utilidad y el perjuicio del saber para la vida
Rehumanismo contra antropoclastia. Diez notas distintivas del hombre
Razón humanista frente a ideología humanitaria
Conocimiento y dignidad humana en el siglo XXI
Posthumanismo: el suicidio asistido de Europa
En defensa del viejo humanismo
ENTREVISTAS
RESEÑAS
De la autonomía a la providencia: La naturaleza del hombre
Al rescate de la Edad Media: Un tiempo entre luces
Petrarca nuevamente intempestivo: Remedios para la vida
Por la educación hacia la libertad: Sobre la juventud, de Fox Morcillo