Juan Luis Vives: Sobre la inmortalidad del alma



Juan Luis Vives es un humanista que la Modernidad se ha apropiado de manera parcial y sesgada, privilegiando ciertos aspectos de su legado (fundamentalmente el pedagógico, el psicológico y aquel que muestra una mayor sensibilidad social hacia las clases desfavorecidas) en perjuicio de otros, menos útiles para sus propósitos de autolegitimación, como pueden ser los libros sobre el alma o acerca de la fe cristiana. Precisamente es en el De anima et vita donde mejor se sintetiza el pensamiento vivesiano, pues en él encuentran fundamento todas sus ulteriores propuestas; sin ese bagaje conceptual, complejamente trabado, aquellas permanecerían en el ámbito del mero voluntarismo o la preferencia moral, que es la principal carencia de la que adolecen todas las tesis pedagógicas y asistencialistas modernas. En esta obra, y en concreto en el capítulo titulado "Sobre la inmortalidad del alma", que reproducimos a continuación en su integridad, se plasman esas bases conceptuales de las que Vives extrae toda la fuerza de su pensamiento, inspirado por los principios del humanismo cristiano, de manera que las innovaciones en torno a la educación o al socorro de los pobres no se producen en el vacío, sino inscritas en un contexto homogéneo y coherente (por muy molesto que les pueda resultar a quienes tratar de pescar en mar ajeno para sus aviesos propósitos).

(Nota de los editores. Reproducimos la traducción de José Ontañón publicada en 1923 por Ediciones de la Lectura, y reimpresa después en varias ocasiones por Espasa-Calpe, en su colección Austral. Está disponible en línea la obra completa, en este enlace).



Ya los sabios de la antigüedad discutieron si nuestras almas sobreviven a la muerte del cuerpo y están emancipadas de la fuerza ciega del destino: problema aún más intrincado y difícil, de un lado, por la ignorancia de los hombres; de otro, por la perversidad o el vicio de quienes, atribuyendo todo a los sentidos corporales, concluyeron que el alma nada sabe fuera de lo que cae bajo el dominio de ellos. Enfrascados otros en sus deleites y placeres, desearían que todo acabase a la vez que esta su vida corporal, sin que hubiese un juez que nos pidiese cuenta de ella. 

Tratándose de cuestión de tal importancia para toda la vida, para la religión y hasta para la felicidad de los hombres, o para su total desgracia, la examinaremos algo más despacio. No se debe tocar con ligereza lo que es peligroso dejar sin resolver. 

Si sólo damos crédito a los sentidos y no pasamos de sus estrechos límites, como pretenden los que juzgan harto groseramente de las cosas, ni atribuiremos alma a los irracionales, porque no la vemos ni percibimos con ninguno de nuestros sentidos, ni creeremos que existen «efectos» o «formas» en los seres naturales; sin admitir, por último, nada fuera de esta masa sensible que vemos y palpamos, lo cual es contrario a toda doctrina científica y totalmente ajeno y distante del sano entendimiento humano. 

Cuando un niño muy pequeño, por ejemplo, ve a su padre que tiene un arma, y luego ésta misma puesta en pie junto a un árbol, cree que es éste su padre, se acerca y le habla, sorprendido al ver que no se mueve ni le contesta, pasa de la admiración al miedo, a la cólera y, por último, se echa a llorar. 

De igual modo que los niños, las personas necias toman por seres vivos las figuras pintadas en un cuadro o en un tapiz, las incitan a hablar y ofrecen cosas para que coman. Pues eso mismo piensan también los animales al juzgar verdaderas las cosas fingidas, y no se diferencian mucho de los niños y de los tontos, por no decir de los animales, aquellos que se guían sólo por los sentidos, afirmando ser un hombre aquel cuerpo inerte, y sin embargo no sospechan que lo es un cadáver que ven tendido en el suelo. 

No reparan que esos mismos ojos y esos sentidos corporales, incapaces de ver ni percibir lo que hay en un sitio cerrado, sólo pueden saberlo por lo que aparece fuera, el fuego, por el humo; un ser vivo, por la voz, o uno muerto, por el hedor. 

¿Cómo no distinguir la inmensa diferencia que hay entre los hombres y los animales? Aparte otras pruebas de menos valor, un hombre practica muchas artes manuales, produce obras tan diversas y admirables de invención y ejecución, recorre con su pensamiento todo el mundo, disfruta de razón y de lenguaje, en todo lo cual resplandece cierto poder é imagen de la inteligencia divina. Y si por la semejanza del cuerpo hacemos al hombre igual a las bestias en el nacer y el morir, es necesario que le juzguemos superior por su grande y evidente diferencia mental; si renunciamos al gran beneficio de la inmortalidad, habrá que renunciar también al ingenio, a la razón y al entendimiento que nos hacen inmortales; y si vemos en el hombre señales que atestiguan su origen celestial y divino, es de esto una consecuencia cierta el que haya en él algo más grande y superior a lo que puede verse con los ojos o tocarse con las manos. 

Dicen algunos que nadie ha vuelto del otro mundo para decirnos cómo son allá las cosas, y qué sucede; tal es el argumento del vulgo, que cree haber discurrido con esto algo ingenioso; pero sucede en ello como en todo lo que le atañe. Porque nadie haya ido a las Indias ni haya venido a nuestro país ningún indio no vamos a negar que existan Indias é indios: y si de tantos millares de años hasta hoy no hubo quien navegase hasta aquel nuevo mundo, ni de allá hacia nosotros, ni de una y otra parte se tienen noticias, ¿por qué extrañarnos que tampoco se haya establecido comunicación continua entre las almas emancipadas de sus cuerpos, y nosotros, seres corporales? Al cabo, entre nosotros y aquellos hombres remotos, aunque largo, intrincado y dif/cil, hay algún camino, y es posible construirle y lo está, pero es imposible por leyes naturales establecerle entre el hombre y los cielos o el infierno; no cabe correspondencia alguna entre lo corporal y lo incorpóreo, ni seremos adecuados a la condición de aquellos seres mientras estemos encerrados en un cuerpo corruptible. 

Además, las almas de los muertos gozan de bienes mayores, o sufren males peores para que tengan tiempo o gusto de pensar en las cosas terrenas, o sea en bagatelas; en suma: unos no quieren y otros no pueden vernos de nuevo. Si, por ejemplo, a uno le nombran magistrado en su ciudad, seguramente no querrá volver a la isla donde estaba desterrado; y si otro está preso en la cárcel y encerrado en un calabozo, no puede, aunque lo desee. Adondequiera que dirijamos la mirada, arriba, abajo, alrededor nuestro, todo nos enseña, demuestra y proclama que el alma humana es inmortal; la índole y lo necesario de las causas, la proporción y semejanza, la vida, la conveniencia, la dignidad del hombre, la bondad de Dios y nuestra utilidad por razón de ella. En principio no nos son conocidas por sí las esencias verdaderas y propias de todas las cosas, sino que perma necen recónditas en lo más íntimo de cada una, adonde no penetra nuestra mente, encerrada en esta masa corporal y en las tinieblas de la vida. Es nuestra razón quien indica, principalmente por los actos, qué es y cómo cada objeto; pues, según ha dicho acertadamente Aristóteles, toda cosa se presenta lo mismo en el ser que en el obrar; es decir, que sus obras y acciones declaran su cualidad, cuantidad y la razón de su esencia. Por tanto, estudiemos, en primer lugar, las acciones propias del alma. 

Es la primera de ellas el conocer, que en cierto modo significa coger, comprender, concebir, nombres con que designamos también el conocer. Pero no existe facultad alguna cognoscente que conozca aquello que no tenga cierta correspondencia con ella misma: el conocimiento es a modo de una imagen de las cosas que se manifiestan en el alma como en un espejo; ahora bien: éste, siendo cosa corporal, no puede reflejar lo espiritual, o lo que pertenece a otros sentidos distintos de la vida; ni tampoco ofrecer lo que tenga proporciones mayores que el espejo, como una montaña entera que se halla próxima, a menos que se aparte más lejos para que resulte la proporción con la distancia; ni igualmente aquello que no se le presenta desde enfrente. 

Nuestros sentidos externos como propios de la extensión, y dotados de cantidad, no perciben lo que carece de ella ni lo que tiene masa de mayor amplitud que el alcance de ellos, ni lo que está ausente. Los sentidos internos no perciben lo espiritual, a saber, a los ángeles y a Dios; así, la inteligencia, que es quien los concibe, conoce y comprende, única de los seres sublunares, es como aquéllos un espíritu, y quien entiende la inmortalidad de aquéllos tiene también que ser inmortal; en otro caso, no concebiría de manera alguna lo que la excediese infinitamente en amplitud. 

Se demuestra todavía con más claridad por el hecho de que no podemos comprender con nuestro pensamiento, agobiado con tal magnitud, aquella parte de la eternidad inmensa anterior a nosotros, mientras que concebimos y entendemos fácilmente la que ha de seguir por siglos infinitos; de donde aparece notorio que la primera es más vasta que nuestra alma, la cual no tiene con ella proporción ni analogía alguna, pero sí con la segunda, que no es adecuada a aquélla, y lo es a ésta. 

Del mismo razonamiento se infiere sin dificultad que las almas de las plantas y de los brutos son creadas y dispuestas por virtud y potencia de la materia; la nuestra es peculiar creación de Dios en el cuerpo sobre las fuerzas de la materia de éste y de su naturaleza; porque nada es capaz de superar y rebasar aquello de que ha recibido su esencia y su vigor; en otro caso, no lo recibiría de éste, sino de algo anterior y ulterior hacia lo cual tendiese. Nuestros sentidos internos y externos, como también los animales que están dotados de ellos, ninguna otra cosa conocen que lo propio de esta naturaleza que vemos, y no se elevan más allá; pero nuestra alma, no satisfecha con el cielo, los astros y los ángeles, llega hasta el mismo Dios, y no puede ya pasar adelante. Esto demuestra que las almas de los brutos son engendradas, por esa naturaleza, sobre la cual no pueden elevarse, y que la nuestra lo ha sido por Dios, que está por encima de la potencia de ella. 

Acontece con nuestras almas lo que con el agua de un manantial, que sube tan alto como el origen de donde procede, y no más, y así como se detiene por bajo del conocimiento de Dios, y aun mucho más abajo, también los sentidos se paran en punto muy inferior a las obras de esta esencia, no penetran en su intimidad, sino que se ejercitan siempre en la superficie más exterior. 

Tal parece dio a entender claramente Moisés al describir el origen del Mundo, al afirmar que todas las cosas fueron creadas por sólo el mandato de Dios; al llegar al hombre, no atribuye a la Naturaleza el poder de crearle, sino a Dios únicamente: «Hagamos al hombrea nuestra imagen y semejanza», y a continuación: «Inspiró Dios en la faz de Adán la respiración de la vida», significando con ambas frases, tanto el origen propio de Dios, como la inmortalidad de las almas. Con todo, para que nadie sea inducido a error, aunque la creación del alma por Dios sea obra que excede las fuerzas de la Naturaleza, ya elemental, celeste o angélica, así es, real y naturalmente, es decir, en virtud de ley dispuesta y establecida por El mismo, como todas las demás cosas, pues no siempre que Dios forma un hombre hace un nuevo «milagro»,  o sea algo diverso o contrario a la ley prescrita; por más que no falta quien así lo califique, sin dificultad de mi parte: Mercurio Trismegisto (si fué él efectivamente), dijo, con razón, que el hombre es un gran milagro. 

En la materia adecuada y ya dispuesta, infundió Dios un alma sobre las facultades de la materia misma y las de la naturaleza formadora, aunque según ley por El establecida. Así es que concedió alma aun a los engendrados en adulterio y en repugnante incesto, pues aunque lo son contra el bien y la religión, no es contra aquella ley, como sucedería si se concediese igualmente a los deshonestos y otros seres análogos. El ser nuestra alma creada, no por facultad de la naturaleza, sino sólo por la bondad de Dios, es una verdad que, además, importa al género humano que lo sea; por eso no admite duda alguna, pues siendo obra peculiar y propia de El, a Dios, no a la naturaleza, debe el hombre la parte principal de sí mismo; a El reconoce por único Padre de su alma, para ofrecerse y consagrarse a El únicamente, sin que ningún otro tenga derecho a participar en ella más que Dios único, uno y omnipotente autor de los espíritus. En nuestro cuerpo y en todos sus sentidos reclaman gran parte de la potestad los padres corporales; además, los hijos, la propia Naturaleza, la Patria, los parientes; pero el alma es sólo de Dios, que manda se le reserve a El únicamente para nuestra felicidad. Si, pues, el alma es producida, no por la naturaleza, sirviente y obrera de Dios, sino por El mismo, es una consecuencia de ello que nada haya en la naturaleza que pueda extinguirla, sino sólo Dios, y no puede creerse que este hubiera de formar por sí lo que más tarde había de destruir, cosa que no tendría objeto, pues mejor fuera haber concedido a la naturaleza el poder de crear y aniquilar el alma humana, como la de los demás animales, y no reservarse una obra especial para someterla después a la ley y condición común. 

Esto, por lo que se refiere al conocimiento; en cuanto al apetito, se puede afirmar lo mismo, pues todo conocimiento se ha otorgado a los seres animales, como hemos demostrado, y otros autores también, en muchas ocasiones para desear o evitar algo. Nuestros sentidos conciben el ser actualmente lo mismo que los animales; en cuanto a la cualidad de éstos y de sus afectos, podemos conjeturar con mucha certidumbre por los sentidos mismos, ya externos, ya internos que tenemos, comunes y enteramente iguales a los suyos. 

Tienden los animales sólo al momento actual, pues el instinto de conservación les viene, no del conocimiento de las cosas, sino por obra de la naturaleza; por eso la facultad de procrear no pertenece a la función principal, la cognoscente, sino a la vegetativa, o sea la ínfima, mientras que el hombre conoce ser él interminable, porque desea lo que es conveniente y bueno para sí, siendo, en tanto, natural este apetito, y por lo mismo de algo que nos es congruente y adecuado; no concedido en vano, sino para que pueda satisfacerse, luego alguna vez ha de ser satisfecho plenamente. De otro modo, sería ociosa y estéril, y además cruel, la concesión de un beneficio tan grande. 

Un indicio de que existe ese deseo de la esencia eterna, el cual nunca desaparece, es el ansia de inmortalizar nuestro nombre por los siglos venideros, tan innata en el corazón humano que aun los mismos que creen que acaba todo con la vida, a pesar de esto aspiran a la fama, y hasta después de sepultados quisieran oír hablar bien de ellos; como aquel Epicuro, heraldo de la impiedad, encargaba en el testamento que se celebrase su natalicio dando a sus discípulos un banquete el día vigésimo de la luna. 

Aquel deseo natural de verdadera inmortalidad, depravado y corrompido por las tinieblas del entendimiento y por innobles deseos del alma, degeneró en esta otra ambición de fama al modo de una semilla buena cuando cae sobre tierra mala. Las pasiones mismas declaran cuál es la naturaleza de nuestro espíritu y de los sentidos, la diferencia entre aquéllas y éstos, así los internos como los externos. En efecto: cuando empieza el alma a pensar en su muerte, los sentidos internos y la fantasía, si creen que ha de ser larga esta vida, no se conmueven mucho por aquella otra muerte, y hasta quitan toda importancia a tal pensamiento. El alma, en cambio, se envuelve en esas tinieblas y se llena de confusión hasta el punto de que nada teme y rehuye más. Los mismos víctimas de los mayores males, y que en un ciego arrebato desean su muerte y total aniquilamiento, si lograsen volver en sí algún tanto, tranquilizarse y pensar en la muerte del alma, seguramente desecharían su intención primera y temblarían ante la idea de morir, juzgando que es un mal más grande que todos los que padecieron antes. Y, al contrario, cuando se piensa en la muerte inmediata del cuerpo, todos los sentidos se conmueven de pronto; pero el espíritu, si está sano y tranquilo, permanece inmóvil, ridiculiza y corrige ese error y ese miedo de los sentidos. 

Presenta Platón en la apología de Sócrates a éste, el más perspicaz de los filósofos, hablando acerca de su muerte a los jueces de Atenas; y como la multitud se guía por los sentidos, dejaba en incertidumbre la inmortalidad del alma, sirviéndose del dilema siguiente: oSi el alma no muere, me esperan bienes mayores; si perece, ningún mal sufriré.» Pero estando en la cárcel, rodeado de sus discípulos, expertos en la ciencia de las cosas, y deseosos de saber cada vez más, no puso en duda aquella cuestión, sino que se esforzaba constantemente en convencerlos y persuadirlos con muchas razones de que nuestras almas quedan sobreviviendo a su cuerpo. 

De esto se deduce con evidencia que la muerte del alma es contra su propia naturaleza, y que teme y repugna hasta el mencionarla; que la muerte corporal para nada afecta al espíritu, sino que es sólo del cuerpo y de aquello que le es anejo, es decir, de los sentidos internos y externos. Otra prueba es, el que el alma con malos hábitos del cuerpo, como perturbada por las pasiones, envuelta en fantasmas, indocta, viciosa, culpable é impía, se quebrante más con el recuerdo de la muerte corporal que si es sobria, está sana, serena, tranquila, docta, inocente y piadosa. Sólo falta ver de cuál de ellas es más cierto el juicio y más verdadero, de la perturbada o de la tranquila, de la enferma o de la sana, de la indocta o de la instruida, en buen estado corporal o piadosa y santa. 

Del género de placer que experimentamos se infiere también la esencia del alma humana. Son, pues, los placeres más grandes, dulces y duraderos cuanto mayor analogía tienen con la facultad que se deleita, y más afinidad y proporción con ella las cosas que producen el placer, y cuando se va a juzgar de alguna especie o forma; para resolver se toma el modelo de las cosas que están mejor dispuestas dentro de ella, es decir, buscando la naturaleza pura y verdadera de cada especie. 

Ciertamente, hay hombres de índole tan brutal que se dejan llevar sólo de los placeres de los sentidos; mas nosotros debemos mirar a las almas superiores y de mayor nobleza, que se deleitan más con los sentidos interiores que con los externos, con el pensamiento antes que con la fantasía, y dentro del pensar con la reflexión principalmente, y de las cosas que reflexionan toman con mayor gusto y conservan más tiempo las de orden supremo, carentes de materia corpórea, las que son eternas. Son las que el alma desea con más ardor, las conserva y se cansa menos en examinarlas y contemplarlas; son estos objetos espirituales y sempiternos más análogos al alma que los corporales, y ésta más conforme y partícipe de la naturaleza y cualidad de las primeras que délas últimas; en aquéllas descansa perfectamente como en algo que tiene su propia semejanza y proporción, de igual modo que los sentidos externos se dejan llevar de las cosas materiales, no pudiendo aspirar a conocer las demás, ni aun por conjeturas. Ahora bien: si el alma fuese mortal como los sentidos, se apasionarían igual que éstos las almas más excelentes y casi divinas por las cosas perecederas, con placer firme y verdadero. Pero nuestra misma estructura corporal, la cara levantada hacia el cielo, declaran que somos de origen celeste, dirigidos siempre a lo alto, como la patria hacia la cual caminamos; el cuerpo mismo manifiesta el modo de ser del espíritu; está también elevado, pero mucho más sublime que aquél, va éste subiendo gradualmente de las cosas inferiores, sin reposar hasta llegar a los ámbitos celestiales y divinos, donde por fin se detiene y descansa; así, por el movimiento y la quietud, propios de todos los seres de la naturaleza, se evidencia cuál es su natural sitio. Los demás animales, entre ellos los terrestres, van siempre mirando a la tierra, donde está su bienestar; mientras que el nuestro, si no estuviese en aquella eternidad celeste, nada significaría tener el hombre su cabeza levantada y los ojos dirigidos al cielo. A no ser que, en medio de tantas calamidades como esta vida ofrece, la vista de aquel lugar maravilloso y apartado de toda miseria nos haga más penosa la vida y aumente en nosotros el deseo de aquella felicidad, tanto más vehemente y vivo cuanto mayor ingenio y erudición se tiene, o cuanto más agobiado se halla de las molestias y contrariedades de la vida... No es difícil que algunos hombres, semejantes en esto a las bestias, pasen por alto tales razones, ya por la torpeza mental, ya ofuscados por su suerte próspera. 

Por el modo de nacer a esta vida mortal puede también comprenderse el de renacer en la inmortalidad. Asf como en el claustro materno se forma y dispone el hombre para la vida presente, en ésta se dispone para aquella otra, ante la cual la luz nuestra de ahora es noche oscurísima y tinieblas, y de igual manera que al acercarse el tiempo del nacimiento decae la vida uterina, y parece que se muere el niño cuando en realidad va a vivir, así el hombre, al salir de esta vida para nacer en otra, muere en este mundo y empieza a vivir en otro, tanto más excélente cuanto es mejor esta luz que la del útero. Así, en éste nos preparamos para la vida del cuerpo, y en el cuerpo, para la del espíritu. Asústase el almaal partir de esta vida, por motivo de la gran mudanza que se efectúa, y se afecta lo mismo que el niño que va a nacer si se le diese algún sentido para conocer y pensar; pues lo mismo el niño que nace que el hombre al morir pasan ambos a una nueva luz y vida, a un aspecto de las cosas que causa admiración; uno y otro, asustados por la novedad, no querrían salir de su escondite a no empujarlos la acción de la naturaleza. 

No hay duda alguna de que la muerte humana tiene gran afinidad y semejanza con el nacimiento, a causa de la imperfección que tiene el niño en el útero, y el hombre en esta vida; pues si el niño fuese perfecto y acabado en todas sus partes dentro del claustro materno, no tenía para qué nacer, y cuando se le ha dado el sentido, y la facultad de conocer, que no puede ejercitar en el útero, sale a esta luz dilatada, donde puede sentir y conocer. 

Hasta aquí todas las cosas nos son comunes con los animales; mas como éstos cumplen en la tierra con todas las funciones y facultades de que los ha dotado la naturaleza, aquí es donde viven y mueren; al paso que el hombre a quien se concedió el alma, de la cual nada o muy poco usa en esta vida, tiene seguramente distinto nacimiento en otra donde cumplir sus funciones espirituales. 

Ya explicaremos esto en los libros de La Verdad de la fe cristiana é igualmente trataremos lacuestión de que si es el alma mortal, todo pertenece a esta vida, y en vano ha sido creado el hombre, a causa de no responder a ningún fin propuesto, o a uno que no sea digno de su excelsitud, con lo cual en vano habrían sido formadas por Dios todas las cosas; ni tendría objeto el crearlas si habían de suprimirse a poco de aparecer, ni habrían de servir al hombre sólo para beber, dormir, divertirse, sin diferenciarse de los animales en nada, siendo antes bien más infeliz que ellos, puesto que nunca podría alcanzar aquello que para él es más importante y apetecible, como declaran Aristóteles y Teofrasto. Y si para nada es traído a la vida el hombre a cuyo servicio están todos los demás cuerpos de que él sólo puede, quiere y sabe usar, mucho menos lo serán las cosas que han sido creadas para su bien; inútil, por tanto, la creación entera, é indigna de la majestad y de la sabiduría inmensa de Dios, cosa que no cabe pensarse; nula sería igualmente la providencia de quien gobierna el mundo; pues tan conexas y unidas se hallan en nuestra creencia y convicción estos tres preceptos: la religión, la providencia divina y la inmortalidad de nuestra alma, que de ningún modo es lícito separarlas y disociarlas una de otra; si alguien intentase destruir uno de ellos, de hecho perjudicaría la fe en los otros dos. 

Si el alma no es «inmortal», no habría premios ni castigos para las acciones buenas y las malas, pues en el transcurso de esta vida vemos tan mezclados y confundidos nuestros actos que toda ella no es más que un mero fraude, en ese caso no existe «cuidado» alguno para nosotros de parte de Dios: y si no nos «cuida», ^para qué hemos de «servirle»?. La «religión de Dios y la piedad» serían creencias vanas y necias. Y vemos, sin embargo, que todos los hombres y las diversas naciones, por bárbaras que sean, ajenas y opuestas a toda civilización humana, se inclinan por naturaleza a profesar alguna religión, alaban y aprueban la modestia, la moderación, la gratitud, la piedad, la mansedumbre, la paciencia y la equidad; así no pueden menos de ser buenas estas virtudes, y preferidas a sus contrarias; hecho que no tendría explicación si no fuese Dios nuestro testigo y juez; ellas son, antes bien, las que atestiguan que estamos bajo SU cuidado, y que debemos esperar en otra parte el premio de nuestra virtud, y si está en otra vida ese premio y el fin del hombre, allí vivirá de cierto el alma, y recíprocamente, si el alma vive allá, allí está también el fin del hombre, o sea lo que toca a lo último y más perfecto, que por eso se llama fin. 

Y si damos alguna autoridad al sentir de la mayoría de los hombres, y a los más sabios, tenemos como prueba, a más de ese asentimiento tácito del género humano, otra declarada y manifiesta en el hecho de que, no sólo entre las gentes doctas y de culta civilización, sino entre las más incultas y bárbaras, como los getas, escitas, indios, y lo mismo en los más apartados del remoto Nuevo Mundo, existe la firme creencia de que las almas de los hombres emigran desde aquí a otros lugares adecuados a las acciones que en esta vida realizaron. En cambio, los menos conocidos de aquellos que cultivaron la ciencia, y los que colocaron su bien supremo en los placeres, afirmaban ser mortal el alma; son los mismos que negaron de raíz toda religión, el culto a los dioses, su bondad, la providencia y hasta a los mismos dioses. Una vez trastornada la fe con estas perversas doctrinas, no podía quedar incólume la «inmortalidad» de las almas, que está unida y combinada con la causa de la «providencia» y de la «religión». Pero los filósofos más sabios y virtuosos nunca afirmaron la mortalidad del alma, como si la condenasen a perecer: tales eran Ferecides. Siró, Pitágoras el más antiguo investigador del pensamiento en Grecia, su discípulo Sócrates, Platón, Zenón el estoico y otros muchísimos que de ellos surgieron como de un manantial. 

Según declara Sócrates en el Fedón, es innato en los hombres el deseo de saber, el cual en esta vida apenas se satisface en muy pequeño grado ó, más bien, en ninguno; por lo mismo arguye que, indudablemente, habrá de cumplirse en alguno, pues nada natural es inútil y superfluo. Así como fuera en vano dotar de vista a los animales si no les fuese posible ver cosa alguna por tener que vivir siempre de noche y en medio de tinieblas, sería ridículo y vano también el deseo de la verdad si nunca hubiésemos de conseguirla. Con tal firmísima persuasión pierde importancia aquel pasaje de Teofrasto en que se quejaba de «haber la naturaleza concedido a los animales una vida larguísima, sin que les interese vivir mucho, mientras que la del hombre, a quien tanto importaría prolongarla para conseguir la sabiduría, su bien supremo, es tan breve que, cuando empezamos a saber algo, nos morimos». Ante la sabiduría y bondad divinas no cabe, pues, esa queja, sensata por otra parte. Es nuestra actual vida bastante dilatada para que aprendamos lo que es conveniente saber aquí; en la otra tendremos abundancia de sabiduría hasta la saciedad. De poco serviría cuadruplicar nuestra vida, ni aunque durase quinientos y hasta mil años, porque no adelantaríamos gran cosa en el curso interminable del saber cuyo fulgor no soporta nuestra mente, oprimida en las estructuras del cuerpo y en la oscuridad, lo mismo que sucede a los ojos de la lechuza ante la luz solar, símil empleado por el maestro Aristóteles; si bien un tan gran filósofo como él no debería insistir en esa acusación a la naturaleza, esto es, a Dios sapientísimo y óptimo, sino aprender de ella misma, que existe otro lugar, donde se halla esa sabiduría, cuyo grande y vivo afán ha infundido la naturaleza en el corazón humano y que allí habrá oportunidad para satisfacerle. 

Es Aristóteles, de cuyo íntimo pensamiento aquí no juzgamos, oscuro, resbaladizo, astuto en esta cuestión como acostumbra. Dice, con efecto, en un lugar: «Si puede la mente entender sin la fantasía, puede separarse de ella; en otro caso, no puede»; no reparando, a pesar de su gran ingenio, en que el alma dentro de su cuerpo todo tiene que entenderlo sólo corporalmente, o sea mediante los instrumentos corporales, que son los sentidos externos, y a la imaginación interior sucede como a los que miran a través de un cristal, que no pueden ver sino lo que éste permite. Pues en otro lugar dice que «la muerte se separa del cuerpo por los sentidos, como lo inmortal de lo perecedero». A esta máxima de los filósofos más eminentes, y aun propia de la Filosofía entera, se adhiere el bueno con todo su ser; pero los perversos y desesperados desean por conveniencia que el alma sea mortal; los buenos desechan y repugnan esta idea por perjudicial. Si alguno, como poco antes decíamos, da en pensar que todo absolutamente termina con la muerte y se hunde en perpetuas tinieblas, toda persona buena y de corazón noble la aborrecerá; ni bastará resignación alguna ni ánimo para dejar de temer la muerte y de rechazarla por todos los medios, así como para esperarla con la mayor impaciencia y para soportarla cuando la haga irremediable la necesidad. En medio de grandes sufrimientos, cuando se desea la muerte y se la invoca como un puerto de refugio contra las tempestades, sobreviene algún alivio é intervalo en los dolores; cuando uno está con ánimo excitado, llama a la muerte, y al apaciguarse un poco la excitación, se consuela a sí mismo con la esperanza de que, o cesará el dolor, o de que el tiempo y la costumbre de sufrir le hará más benigno. 

En todo caso, esa luz es cosa grata de algún modo hasta a los más desgraciados. ¿Cómo no ha de serlo a quienes no sienten molestias corporales ni contratiempos en la vida? 

Esto sin contar la desesperación de un varón justo al considerar que todos sus buenos pensamientos y obras no han obtenido premio alguno en esta vida, y aun al contrario, como sucede más frecuentemente, reciben, en vez de beneficio, mal pago, la pobreza, ignominia, dolores, enfermedades, martirios y el suplicio; en suma, que no existe recompensa alguna para la virtud después de la vida, y que el virtuoso no recibirá más de lo que recibiese el ímprobo y el criminal. 

En cuanto a la fama del nombre, ni se logra siempre ni es justa, puesto que otorga gloria y alabanza a las acciones perversas; a la virtud y honradez, desdén y, lo que es más indigno, la infamia. Además, no se aplica con igual extensión a la diversidad de inteligencia, costumbres y pareceres de todas las naciones, una vez que en algunas se juzgan bellas y laudables cosas que en otras no lo parecen; ni es tampoco duradera la fama ante el tiempo que todo lo consume; tampoco aprovecha a los vivos, pues Aquiles o Sócrates no disfrutan de su gloria y a Catilina o Tersites no les causa daño su ignominia. A un hombre de ciencia, después de haber escrutado con todo el esfuerzo y propósito de su inteligencia los cielos, los astros y los elementos; discurrido por el estudio de las plantas, animales, el hombre, los ángeles, hasta el rey de la creación; estudiado los hechos de la más remota antigüedad, todo lo que en el mundo ha acontecido, nada más amargo cabe anunciarle, ni que menor consuelo admita, que en medio de tanta hermosura, de un espectáculo tan risueño y admirable, ha de extinguirse la mente que contemplara tales maravillas, el receptáculo y tesoro de todas ellas; que en adelante cesará de percibir cosa alguna, que no ha de estar en ningún otro sitio, lo mismo que el abyecto espíritu animal, vil y torpe, incapaz de toda elevación. Nadie habrá que después de pensar esto no tema la muerte, aun aquel que se halle sufriendo los más graves males de la vida. 

Y, por lo contrario, ¡qué gran consuelo para el bueno y el sabio en todas las circunstancias de la vida el saber que hay un lugar de reposo, no de privación y ausencia de todas las cosas como imaginaron algunos necios, pues lo que no existe no puede reposar, sino lugar de felicidad dispuesto por un Dios justísimo, omnipotente y óptimo para aquellos que han aportado su buena voluntad, con toda verdad y con su alma, para vivir bien y santamente! 

Lo dicho hasta aquí respecto a la opinión unánime de los hombres y a la autoridad de sus juicios se dirige a poner en claro que la naturaleza y la verdad se hallan del lado en que están los buenos y los sabios, o sea al nuestro, siendo el criterio de éstos más recto é íntegro que el de los malos y los insanos. A ese juicio de los hombres más importantes y de la mayoría del género humano se agregan la justicia, la probidad, la religión y las virtudes, todo lo cual tiene su fundamento en la inmortalidad del alma, siendo necesario que se incline la verdad hacia la parte a que ellos se inclinan, y así sucederá, más bien que hacia los delitos, los pecados, hacia la maldad y la impiedad, que son el más seguro cortejo de la mortalidad del alma. 

No es muy de extrañar que al definir y establecer la naturaleza del alma ciertos falsos filósofos, pequeños según los llama Cicerón, y poco conocidos, y aun otros de más renombre, hayan desvariado tanto en las cosas que caen bajo nuestros sentidos hasta afirmar que es de color negro la nieve que ven blanquísima, y frío el fuego, la cosa más ardiente que tocaron. Es en verdad la cosa más triste en los asuntos y opiniones de esta vida, y que debemos deplorar con sinceras lágrimas, el que para afirmar la verdad y lo bueno no son bastante competentes y dignos de fe todos los autores, mientras que cualquiera es suficiente para la falsedad y el mal, de suerte que no resulta calumniosa la frase del juglar: «Para lo lo malo está siempre pronta la sospecha». Cierta es también la afirmación de Ovidio:  «Quod nos in vitium crédula turba sumus.» 

Es en realidad nuestra índole mala y oscura; somos propensos a lo falso y lo malo, como algo semejante a nosotros mismos. Y no son pocos los que se burlan de Epicuro y refutan a Plinio, llamándolos ignorantes, cuando hablan de cosas propias de la naturaleza o de la vida, y, sin embargo, se adhieren a ellos y los alaban cuando niegan la providencia y la religión. ¡Hasta tal punto invaden su mente las tinieblas de los vicios y del pecado! 

Hay quienes dicen que es innato en la vida creer que el alma es inmortal, y que existen los dieses, porque ni habría de conservarse entre los hombres una sociedad perfecta ni obrarían cosa alguna buena a no estar contenidos por el miedo de que hay una vida futura, y en ella dioses vengadores que se llaman theous; por ese miedo, es decir, casi deous. Y qué, ¿sería necesaria una mentira tan grande para que quisieran los hombres obrar bien? ¡Oh mísera condición de la virtud, si no ha de poder persuadirse al hombre más que por una gran mentira, no habiendo dos cosas tan amigas y conformes entre sí como la virtud y la verdad, al fin hermanas, creadas por Dios, útilísimas para las inteligencias humanas, y agradabilísimas para las sanas! 

Imposible que un Dios potentísimo, sapientísimo y óptimo hubiese creado la especie humana con la base y condición de no ser movido a obrar bien por la verdad, sino por la mentira. Imposible que tan gran artífice hubiese tomado para perfeccionar su obra, no un instruir mentó de su propio fondo y abundancia, sino la mentira, que es de su enemigo el diablo; la más ajena de Dios, que es verdad pura. 

No quedaría ya más sino que aquel que hubiese aprendido la mentira mediante su ingenio o por la enseñanza, como los que esto afirmaron y los aleccionados y aconsejados por ellos, se librasen del miedo que antes los ataba, y lo mismo el más docto y perspicaz que el más perverso, ya sin amenaza, no temiesen a los dioses, sino solamente las penas de las leyes. De esa manera, cuanto más se acerca a la perfección humana por el cultivo de la inteligencia y de la instrucción, tanto más dispuesto é inclinado estaría a la maldad y álos pecados, pues que se le habría revelado el secreto de que son cosas fingidas cuantas se nos preceptúan acerca de la verdad y la honradez. Creencia ésta que constituye la más grande corruptela del alma humana, nos aparta de la perfección y es máxima que a sí misma se refuta, puesto que cuanto más perfecto, más imperfecto es, peor cuanto mejor, cuanto más hombre y más veraz, más semejante a la índole de las bestias y a mayor distancia del hombre. 

He aquí la suma de argumentos que obran a favor nuestro, es decir, de la verdad; porque nosotros nada somos, y la verdad es fortísima, provista y acompañada de fuerza extraordinaria. 

Esperamos quizá llegar a ver salir las almas de los cuerpos moribundos, como el humo de la llama? Ni aun entonces faltaría quien dijese que padecía ilusiones, que se presentaban a sus ojos imposturas, como cuando veían blanca la nieve y ardiente el luego. Nada bastará en realidad a quien se obstinó interiormente en no creer; no se tramita ya el asunto ante el tribunal de la razón, sino de una pasión malévola y pertinaz. Para corroborar esta convicción nuestra, que tenemos por tan clara y cierta como lo que tocamos con las manos y vemos con los ojos, han expuesto los filósofos, además, innumerables argumentos; si sólo la décima parte de ellos estuviese a favor de los adversarios, nadie soportaría la impertinente insolencia de éstos, quienes, destituidos ahora de toda razón, juicio y entendimiento, nos desprecian y se burlan de nuestra verdad como de una tontería porque tenemos fe en los corazones, mientras que a su favor sólo tienen ese «tal vez no es así; sospecho, creo que no es eso.» 

Todos estos motivos y pruebas me llevan a pensar que esta máxima de la inmortalidad del alma, siendo de tanta importancia, y fundamento de toda probidad y de la religión entera, no ha sido incluida entre los artículos de la fe para que pueda ser entendida por la ciencia, la cual sería inasequible si necesitase más argumentos que los que hemos expuesto en la cuestión. 

«Parece— dicen algunos filósofos— que el alma es inmortal para las creencias religiosas, y mortal a la luz de la naturaleza.» No hay afirmación de más ignorancia ni más absurda; aquí no discutimos lo que parece, sino lo que es realmente; no investigamos la luz de la íe ni la de la naturaleza, sino la verdad misma, que no es doble, sino única. Y ¿qué es aquella luz? No es otra que la razón humana; ni se han invertido más demostraciones ni de mayor fuerza para las verdades que creemos saber en virtud de causas naturales ciertísimas a nuestro juicio y evidentísimas. Pero aún pudieran aducirse otras muchísimas para esta que defendemos, y es indudable que alguno las habrá aducido, pues la verdad es obra de inmensa extensión; aquí sólo van expuestas las que nos han ocurrido al pensamiento. 

No quisiera terminar este libro sin preguntar esto: «¿Por qué se admiten como verdades indudables todas las demás que se afirman del alma sin otra prueba que muy escasas y muy ligeras conjeturas, mientras sólo se tiene por poco firme esta de la inmortalidad, rodeada y defendida de tanta multitad de razones? Por más que consideremos también como firmes é indudables aquellas primeras, lo que nos interesa es declarar como cierto que existe alguna fuerza enemiga del hombre, que se propone controvertir esa verdad tan necesaria para nosotros, y de cuyas perniciosísimas tinieblas nos proteja Dios, luz inmensa y verdadera.