Rehumanismo contra antropoclastia. Diez notas distintivas del hombre






Jesús Cotta.- Vivimos en una época de antropoclastia,* es decir, de acoso y derribo de lo humano. La antropoclastia nace de la idea de que el hombre es una especie animal más, con más neuronas, pero, precisamente por eso mismo, especialmente dañina, fugaz y soberbia para el mundo natural que según las leyes de una evolución ciega lo ha producido. La antropoclastia engloba todas las modas, prácticas, actitudes, leyes, tópicos, etc. que, dispares en alcance, origen y objetivos, tienen en común deslegitimar o negar la naturaleza humana y su dignidad, diolver el concepto de persona, ofrecer del hombre una imagen sin altura moral. Feísmo, transhumanismo, satanismo, la trivialización del sexo, la ridiculización de virtudes como pudor o abnegación o de figuras venerables como padre, profesor, héroe, príncipes y princesas… parecen fenómenos aparentemente inconexos, pero son cabezas de la hidra antropoclasta, porque tienen en común su menosprecio de todo lo que nos ennoblece.

A los que nos encontramos a disgusto con la antropoclastia que en gran parte caracteriza y lastra nuestra época nos toca proponer un rehumanismo que la desactive. El rehumanismo pretende aportar, como un servicio al hombre de hoy, nueva savia al humanismo a partir de notas distintivas de lo humano con cuyo significado puedan identificarse personas de las más variadas creencias y tradiciones, pero que sientan un amor genuino por el hombre o al menos estén descontentos con la degradación que la antropoclastia está perpetrando de todo lo humano. Estos argumentos están dirigidos a todas las personas que, sean cuales sean sus pensamientos respecto a la verdad, el bien y la divinidad, coincidan en su amor al ser humano y en el deseo de protegerlo de los nuevos tiranos que pretenden tratarlo como a ganado. El objetivo no es imponer, sino poner nuestro grano de arena para que la canción de fondo cambie de acordes y letra, una donde no desentonen como tontas o caducas la generosidad, la abnegación, la nobleza, la religiosidad, la contemplación, todo lo que, en fin, da sentido a la vida, al cuerpo, al universo, al dolor, fundamentado todo ello en el amor y en la gratitud.

Propongo, para ese cometido, nueve rasgos exclusivamente humanos, no para que nos sintamos superiores a todo y con derecho a todo, sino para que nos sepamos distintos del cosmos, aunque hechos de él, y así podamos dilucidar cómo nos debemos tratar a nosotros mismos.

Dejo a los demás la tarea de redondear el número y colocar un décimo rasgo mucho más iluminador que los otros nueve. Son rasgos originales no por ser novedosos, que no lo son (ya los han desmenuzado los filósofos y cantado los poetas), sino porque están en el origen de lo que es ser humano. Si hay esencialismo en ellos, es solo el imprescindible para fundar la dignidad de lo radicalmente real: el individuo con nombre y apellidos.

Y esos rasgos podrían ser los siguientes:

1. Solo el hombre es distinto de todo.

El hombre, en efecto, es el único entre los seres que se siente distinto. Sentirme distinto me hace distinto. Eso no significa que seamos superiores, por ejemplo, a un delfín; seguramente el delfín en su ámbito nos supera en casi todo. El hombre no es superior al animal, del mismo modo que la música de Falla no es superior al rumor del viento, ni tampoco inferior, sino una realidad distinta. Pues eso, solo el hombre es realmente distinto porque se sabe distinto[1]. El resto de seres son gemaciones del mundo, gotas del océano, formas variadas que la materia adopta según sus grados de complejidad; son renacuajos que brotan del medio ambiente, intentos incompletos de distinguirse del ápeiron. En medio de todas esas gemaciones solo hay una que diga: Yo[2], y con ello deja de ser un elemento más del cosmos, aunque de él haya brotado, y empieza a ser un peregrino, un extraño. De universo estamos hechos, pero no le pertenecemos del todo. Ex universo prodimus, sed non sumus ex universo. Ser distintos nos convierte en excepción a muchas reglas: somos agentes y sujetos en un mundo de causas y objetos; somos inteligentes y volentes en un mundo que ni sabe ni quiere; somos la medida de todas las cosas, que no conocen su medida; todo en el universo es escenario, menos el hombre, que es el protagonista; todo en el universo es consecuencia, menos la voluntad humana, que es una especie de primer motor. El río cósmico es consecuencia del incesante torrente del ser; solo el hombre es capaz de conocerlo, sentirse distinto e ir a veces a contracorriente.

2. Solo el hombre es el observador del universo.

El universo es, pues, una realidad que podemos observar desde otra realidad, que somos nosotros, y parece haber tenido la gentileza de colocar al único observador conocido en uno de los poquísimos sitios desde donde el universo es observable. Así que se da el caso de que el observador del universo está en el mejor observatorio del universo.El llamado Principio Antrópico Débil, acuñado por la cosmología actual, señala cuán privilegiada es la posición del observador humano en este que es el único universo existente. Este universo ha venido a la existencia con las condiciones necesarias para generar a un observador; a partir de ahí no se puede demostrar que no pudiera haber venido a la existencia un universo anantrópico, es decir, sin capacidad de generar vida inteligente, pero desde luego no deja de ser maravilloso que nos haya tocado, en esta lotería cósmica, el único universo capaz de generarnos, ¡con lo improbable que era! Es como si el hombre fuera el resultado de un universo cuya esencia consiste en abanderar una lucha contra el caos y la nada. Se puede decir, pues, que las auroras boreales, por más indiferentes a nosotros que nos parezcan, solo han sido posibles y observables en el único universo que a nosotros nos ha hecho posibles y observadores y, por tanto, en cierto sentido, ellas son lo que son gracias a que el hombre iba a estar ahí para observarlas, comprenderlas, darles un nombre, descubrir la verdad que hay en ellas. Ellas y nosotros estamos estrechamente vinculados. Sin nosotros ellas no tendrían ni verdad ni belleza; ni siquiera serían auroras boreales, sino algo que ocurre sin que nadie lo sepa. Sin observador, el universo existiría sin que nadie lo supiera, y eso es muy parecido a no existir. La muerte del observador sería una muerte cósmica, porque el universo vino a la existencia con un observador en su simiente; está ahí para ser conocido. No es indiferente a nosotros. Que él sea muy grande y nosotros muy pequeños no resta importancia a nuestro papel. Más pequeños que la catedral son nuestros ojos, pero la grandeza de la catedral está en nuestros ojos, no solo en la catedral. ¿Cómo no vamos a tener, pues, el deber de conocer el universo si somos los únicos capaces de hacerlo? Qué más da que a él le importe un rábano si morimos? En ese amor a ese padre dormido, que es el universo, reside parte de nuestra grandeza. No estamos huérfanos. Es que nuestro padre está dormido.

Hay un paso más profundo en el acto de la observación: el de la contemplación, donde el objeto no solo es observado, sino atendido por toda nuestra atención e interiorizado y redescubierto en una dimensión que va más allá de la verdad, porque alcanza también la belleza y su posible relación con la fuente de toda belleza[3]. Si el hombre potencia esta capacidad contemplativa, es posible que se vuelva más religioso, es decir, más conectado con el ser cuya grandeza vibra en cada una de las cosas contempladas: el Gran Citarista. Como dice el poeta Jesús Montiel, “Si prestamos atención, nos daremos cuenta de que nunca hemos estado solos” Tengo la impresión de que entre los poetas y los músicos hay más creyentes que entre los novelistas, porque los primeros son más contemplativos.

3. Solo el hombre es creador en el universo.

Solo él genera realidades auténticamente nuevas, y lo hace en tres niveles.

Primero, en el de la realidad ontológica, la que está ahí, la que se puede señalar con el dedo. Un jilguero es único haciendo nidos de jilgueros, pero nosotros no solo podemos imitar sus nidos, sino además fabricar un molino, un órgano, un cohete. El hombre conoce las cosas y les saca un partido y unas posibilidades que sin él no habrían salido nunca a la luz (por ejemplo, aprovecha la energía eléctrica para que salga música, luz, velocidad, curación… efectos que sin él sencillamente no existirían).

También somos creadores en el nivel de la realidad psíquica, de un modo más hondo que los demás animales, mediante conceptos, sueños, interpretaciones, vivencias…, todos tan reales como todas las galaxias juntas. Los sueños añaden al universo siete mil millones de universos cada noche, por más efímeros que sean. De hecho, el individuo no vive tanto en el macrocosmos de las estrellas como en su microcosmos de recuerdos, valoraciones, ideas… Nosotros hemos aportado al universo actividad psíquica, mundos insólitos, sueños, otra manera de ser que las cosas podrían haber adoptado. Sin nosotros el universo habría sido más plano, por más explosiones de estrellas que tuviera.

También somos creadores en el nivel de la realidad virtual, que es, por ejemplo, la de los contenidos artísticos e informáticos. Es la realidad más interesante y misteriosa: por un lado, es subjetiva, porque existe solo para el sujeto que en ese momento la está conociendo, pero, por otro, es objetiva, porque el soporte y el ámbito que la hacen posible están fuera del sujeto. El libro de la Celestina está ahí esperando a un lector para poner a Melibea muriendo por Calixto. Solo cuando oímos el O magnum mysterium de Tomás Luis de Victoria el alma se convierte en un incendio sublime; solo cuando vemos la Sagrada Familia de Gaudí las piedras alzan sus puntas hasta el infinito en un intento de tocar el manto de Dios… Sus torres virtuales son muchísimo más altas y reales que sus torres materiales. Si Aquiles prefirió una vida breve y célebre a una vejez tranquila y sin fama, es porque sabía que pervivir en los poemas de Homero lo haría más real para la posteridad que haberse limitado a una cómoda existencia ontológica.

Así pues, por un lado está la creación cósmica y por otra la creación humana. No es el hombre un accidente que le haya salido al cosmos, sino el hito que lo ha hecho más real, que le ha otorgado nuevas dimensiones y nuevos mundos.

4. Solo el hombre es un misterio para sí mismo.

Y lo es en cuatro sentidos.

En primer lugar, le resulta muy difícil conocerse a sí mismo (de ahí la oportunidad de la célebre máxima délfica), porque cada hombre es un universo, tan complejo como el universo cósmico, fruto de una genética, una historia personal, unas circunstancias irrepetibles, unas elecciones más o menos libres, un conflicto entre el deber y el placer, el querer y el poder, el amar y el odiar, etc. ¿Cómo he llegado a ser lo que soy? ¿Cómo sucesos que duraron un segundo han podido marcarme tanto? ¿Cómo es posible que acontecimientos que en su día me hicieron tanto sufrir y me parecieron absurdos se me revelen hoy como auténticas bendiciones que me han hecho descubrir los talentos que hoy me mantienen en pie?

En segundo lugar, a poco que cierre los ojos y ahonde en mi propio ser, soy un misterio para mí mismo. Mihi quaestio factus sum, decía san Agustín[4]. Y, cuando salgo de mis pensamientos y me veo en el espejo, me sorprendo de ver el cuerpo que me ha correspondido. Y, con Pascal, puedo decir que “El silencio eterno de esos espacios infinitos me aterra”, porque no resuelve el misterio, sino que lo vuelve abismal. Soy una mente sola en la inmensidad del cosmos gritando: ¿Qué soy? Ser capaz de gritar esa gran pregunta nos distingue. Ah del universo, ah del pensamiento. Y no sabemos si la respuesta está más allá del universo y de nuestro pensamiento, o más bien inscrita en ellos.

En tercer lugar, es un misterio para mí el otro: cuanto más conozco sus pensamientos, más extraño puede parecerme su cuerpo; y cuanto más poder tuviera sobre su cuerpo, menos dueño soy de sus más recónditos pensamientos; en realidad, por más que lo conozcamos, ignoramos de qué sería capaz. Su intervención en el mundo podría cambiar el curso de la historia. Alma es el nombre que damos al profundo misterio que es cada persona.

Y, en cuarto lugar, la sociedad humana constituye otro gran misterio, porque, aunque todos pertenecemos por naturaleza a la misma especie, por su libertad cada individuo es en cierto sentido, como ocurre con los ángeles, una especie distinta. Esa ambivalencia nos convierte en un reino aparte del reino mineral, vegetal y animal, aunque compartimos esos tres niveles: el del reino consistente en una especie donde cada individuo es una especie (a ese reino pertenecerían todos los seres libres que pudiera haber en el cosmos, aunque su cuerpo difiriese mucho del Homo sapiens y no podamos contactar con ellos jamás). Por ello, son tan descabelladas frases genéricas como “Homo homini lupus” o “El hombre es un cáncer para la Tierra”, porque no somos un enjambre de abejas (que constituyen en realidad todas un solo cuerpo repartido en aparentes individuos distintos), sino que cada individuo puede tener una conducta diferente de la de otro individuo. Se puede decir que las langostas son malas para las cosechas, pero no que el hombre es nocivo para la Tierra, porque el hombre, igual que puede extinguir a las ballenas, puede salvar el planeta desviando un meteorito. Y por ese motivo ni aciertan las predicciones de sociólogos, profetas e ideólogos, ni es posible encontrar un sistema político y social donde desaparezcan nuestros problemas y se resuelvan nuestras incógnitas.

En esos cuatro sentidos es el hombre un misterio para sí mismo.

5. Solo el hombre es capaz de amor.

El amor es la reacción natural a la belleza, tantas veces oculta hasta que la rescata nuestro amoroso conocimiento (ese es el cometido de la poesía), y nos lleva a favorecer de modo consciente y libre a otro ser para que siga siendo más y mejor. Es algo que el universo con sus cuatro fuerzas no puede hacer por sí mismo; tampoco los animales, porque no pueden actuar en el universo como agentes libres sino como consecuencias inconscientes; encontramos en ellos ejemplos bellísimos de una prefiguración del amor, igual que encontramos en el rumor de la fuente un anuncio de la música. Solo el hombre, como agente libre y sujeto consciente que es, es algo más que una consecuencia del universo y puede realizar en beneficio de cualquier otro ser actos que son justamente lo contrario de la corriente cósmica que todo lo arrastra y donde la secuoya más alta quita el sol a la más baja, y de esa manera, el hombre deja de ser consecuencia biológica de la evolución y pasa a ser la verdadera excepción, porque actúa con una lógica distinta de la cósmica, igual que la gracia del cielo actúa con una lógica distinta de la humana. Nuestra capacidad de amor nos distingue una vez más de todas las cosas, igual que el hada buena se diferencia de todos los árboles del bosque a los que beneficia.

Para darnos cuenta de cuán honda es nuestra vocación al amor, remontémonos al origen del universo. Pensemos que, si él no pudo darse a sí mismo la existencia, tuvo que provenir de la Fuente del ser, anterior y superior a él, y esta, como es superior a todo lo imaginable, no pudo originarlo por necesidad o por un descuido, sino por amor. Si el amor es el origen del universo que nos ha originado, si el amor es lo que todo lo sostiene, ya no es un mero sentimiento del corazón humano, sino también nuestra causa y nuestro más noble cometido.

Nuestro amor puede extenderse, pues, al universo entero, que de buena nos ha librado: de la nada. Además, de él estamos hechos, así que amarlo es amarnos a nosotros mismos. Mi cuerpo, el de cada cual, no es en realidad solo aquellos miembros donde tengo nervios, como mis manos o mis piernas, sino todo lo que lo sostiene: el agua que bebo y me compone, el aire que respiro, el planeta en que vivo, la luna que le estabiliza el eje de rotación, la estrella que lo calienta, el campo electromagnético que lo protege de los rayos cósmicos, la Vía Láctea… Todo el cosmos es mi cuerpo y yo soy su logos. Soy el gran sujeto y el cosmos es el gran objeto. Y si el universo merece amor, con más razón lo merecen nuestros hermanos los animales y, muy en especial, cada hombre, porque el hombre esel único que puede entender y profesar el amor y aquel sin el cual no se puede explicar este universo que vino a la existencia con él en su simiente. Y como el amor es por naturaleza expansivo en el espacio y en el tiempo, puede derramarse no solo a los vivos en forma de actos de generosidad, sino también a nuestros ancestros, en forma de gratitud, y a los venideros, en forma de amorosa previsión.

El amor es nuestra más alta distinción.

6. Solo el hombre asigna y descubre fines y es un fin en sí mismo.

Él decide si esta piedra va a seguir siendo solo una piedra o una Atlántide del Partenón. La montaña al amparo de la cual edificamos la casa se convierte en un paravientos, aunque no la hayamos retocado lo más mínimo. Pero no solo asignamos finalidades, sino que las descubrimos en la naturaleza. Sin nosotros en el universo, todo es causa y efecto, sin finalidad alguna que lo vuelva comprensible. El hombre descubre que el polen sirve para fecundar la flor, así que es lógico pensar que todos los pasos evolutivos que han generado flores y polen tenían como finalidad la función de fecundar, aunque la finalidad no sea un dato empírico que pueda estudiar la ciencia. La inteligencia es más grande que la ciencia y puede, pues, encontrar el sentido explicativo que la ciencia no puede determinar.

Del mismo modo, si cuanto ha ocurrido y existe ha sido necesario para que surja el hombre, podemos decir que la finalidad del universo era dotarse de un logos[5]. Santo Tomás de Aquino, adelantándose varios siglos al principio antrópico y al fino ajuste del universo, afirma que el universo entero parece ordenado para la única criatura que ha sido buscada como un fin en sí misma: el hombre[6].

7. Solo el hombre conoce lo posiblemente anterior al universo

Se pregunta el profesor David Jou i Mirabent[7] cómo es posible que complejas creaciones matemáticas sin ninguna relación con ningún aspecto observable se puedan aplicar con tanto éxito y precisión a la realidad. ¿Es porque existe una razón cósmica que imprime en el cosmos el orden que nos lo hace comprensible a la razón biológica?

Tanto si las matemáticas forman parte de una razón cósmica como si son un lenguaje formal de la razón humana sin base alguna en la realidad, lo increíble es que dos más dos seguirían siendo cuatro aunque no hubiera universo. Pero más increíble todavía es este universo que ha generado una criatura capaz de acceder a contenidos anteriores o ajenos a él. En realidad, más misteriosa que el universo mismo es nuestra razón. ¿Será todo eso un indicio de que algo en nosotros, eso que llamamos alma, procede de una realidad anterior al universo y que no puede ser otro que Dios?

8. Solo el hombre es mortal.

Solo el hombre es mortal; lo demás no tiene ni idea; solo el hombre sabe que la muerte es cada vez más inminente. Solo el hombre sabe qué es la muerte (al menos, lo que la muerte deja ver de sí misma en esta vida). Y eso lo convierte en un ser dolorosamente lúcido, en la única criatura que, en puridad, se muere, en el ser que tiene la exclusividad de la muerte. Esa sí que es una gran distinción frente a todo lo demás. El hombre es un cantante que va a salir durante un momento a un escenario y sabe que su actuación durará tres minutos, así que cada instante de ella es importante y distinto de todo el escenario, el cual seguirá allí cuando él se haya ido.

El hombre es la conciencia del ser, es el ser sabiéndose, el ser siendo más y por más sitios y de más maneras y eso es lo indignante: que lo que menos debería morir, el ser sabiéndose, es lo único que en realidad muere. La inteligencia, nacida con vocación de entenderlo todo, es la menos capacitada para entender la muerte, porque no está hecha para ella, sino para ser la conciencia de algo que no muere: el ser; así que, cuantas más neuronas ha ido teniendo, cuanto más conciencia del ser ha ido tomando, menos ha ido entendiéndola. En su muerte, cada hombre es el único hombre del universo; si él muere, el universo se queda sin ojos, sin manos, sin poeta, sin conciencia de sí mismo, sin nadie que ponga nombre a los astros y le diga a qué vertiginosa velocidad se desplazan las galaxias; el universo se queda sin aquel con cuya simiente vino a la existencia.

Pero algo bueno tiene la muerte: cada vez que pensamos en ella caemos a lo san Pablo del ensueño de nuestra autosuficiencia. La muerte nos hace humildes y nos aboca al amor.

9. Solo el hombre es capaz de Dios.

Este rasgo sí que es una distinción exclusivamente humana. De las demás distinciones aquí expuestas es posible encontrar un antecedente o una prefiguración en nuestros hermanos los animales: también un lagarto se siente distinto de la piedra en que toma el sol; también el ave del paraíso crea belleza cuando ejecuta su preciosa danza nupcial; también el elefante da la sensación de saber que va a morir; pero de la experiencia religiosa no es posible encontrar indicios en el mundo animal.

Tengo la intuición de que lo que nos diferenció definitivamente de los demás homínidos fue la apelación a lo sagrado, la sensación casi física de que en el mundo hay una realidad oculta que lo supera o lo sostiene. E intuyo también que eso nos ocurrió un día en que un hombre vio morir a su amada y se dio cuenta de que lo que reposaba en sus brazos era lo mismo que siempre había visto de ella, pero que ella ya no estaba y, entonces, ¿qué era ella?, y tuvo que concluir que ella no había sido durante todo el tiempo de su vida solo ese cuerpo, sino algo más que no se veía, algo que no se descomponía y ahora había emigrado, algo que había estado unido al cuerpo sin ser el cuerpo, algo que la conectaba directamente con lo sagrado y que él llamó alma. Y, desde aquel momento en que pensamos que teníamos una, tuvimos una. Y cada ser humano la tiene, aun cuando el alma no existiera; la experiencia abrumadora de la muerte nos hace merecerla.

Tengo también la intuición de que esa distinción con que la muerte nos condecoró es el origen de los demás rasgos aquí mencionados (o, al menos, aquello que los sacó a la conciencia): solo cuando fuimos capaces de comprender desde la vida lo que la muerte nos permite saber de ella, nos convertimos también en distintos, protagonistas, observadores, en un misterio para nosotros mismos. Gracias a la experiencia de la muerte, cuando de golpe aparta de nuestros ojos todas las urgencias de la vida y sus distracciones y ofuscaciones, hemos vislumbrado al fondo lo sagrado y, dentro de nosotros, un alma y, conectado con el alma, a la divinidad, que es además la única capaz de vencerla.

Desde aquel encuentro con la muerte, desde que tuvimos alma (un proceso que tal vez durara un instante pero para el que se necesitaron eones y eones), el hombre se siente más solo en el universo y distinto de todo lo que lo compone y no encuentra en las cosas que lo rodean la respuesta a lo que es él, y, para no sentirse un objeto más del cosmos sometido a la contingencia, sino un sujeto socorrido por la gracia y la providencia, ha ido recurriendo a varias apaños, como dotar de un alma a los demás seres del cosmos o buscar una señal en las estrellas… Pero lo único parecido a una solución para esa soledad sin solución, es subirse a la cúspide de todas las cosas imaginables y apelar a un ser anterior y superior a todas ellas, al Único capaz de dar sentido al universo y a todo lo que contiene y sostenerlo, porque es diferente del universo y lo generó por puro amor. Ese Dios es el Dios trascendente y personal del cristianismo. Si Dios no es trascendente, no es Dios; y si no es amor, ¿para qué creer en É?; a su lado, los demás no son dioses, sino maneras que tenemos de imaginarnos el misterio de la vida y del mundo, emanaciones o manifestaciones sacralizadas de la naturaleza que al final vuelven a ella y no logran superar la circularidad de la inmanencia. Igual que los replicantes de Blade Runner tienen que recurrir para no morir a su creador humano y no a otro replicante, nosotros tenemos que recurrir no a un volcán ni a una estrella ni a otro ser humano sino al divino creador de todo.

Apelar a lo divino, a aquello que todo lo trasciende, nos iguala a todas las posibles criaturas inteligentes que andan buscando lo mismo. Aun cuando Dios no exista, esa búsqueda, esa apelación, nos convierte en lo que más se Le parece de todo el universo, en lo único que Lo necesita para sentirse explicado.

Creo, en fin, que una manera de unir a personas dispares, pero sinceramente preocupadas por la deriva antropoclástica de nuestros días, es fundamentar la gran distinción humana en nuestra capacidad de apelar a una realidad superior y anterior al cosmos. La conexión con Él es lo único que ilumina el universo y la vida sin eliminar el misterio en que ambas cosas consisten. Y si Dios no existe, la capacidad de apelar a Él es lo más lejos a lo que puede llegar un ser meramente material para intentar ser algo más que la materia que lo compone. En cualquier caso, la capacidad de Dios, la sensibilidad a Dios (más desarrollada en unos individuos que en otros, como todas las demás capacidades) es lo que más nos distingue de cualquier otra criatura del cosmos; en ella cifraba Edith Stein la grandeza de la vida humana.

Esa concepción del hombre como la única criatura cósmica capaz de apelar a un ser extracósmico, exista este o no, es lo que yo considero la médula del rehumanismo. Y en esa grandeza podemos confluir muchas personas distintas, crean en Dios o no, exista Dios o no.



NOTAS


* El término antropoclastia lo acuñé en oposición a los conceptos de dignidad humana y humanismo, pero luego he comprobado que ha sido utilizado, con un sentido distinto, por otras personas (por ejemplo https://www.laregion.es/opinion/xabier-vila-coia/antropoclastas/20181005233417827704.html)

[1] En El puesto del hombre en el cosmos, Scheler afirma que es legítimo atribuir al hombre en el universo un puesto distinto del de las demás especies vivas.

[2] La neurología, como indica Juan Arana en La conciencia inexplicada, intenta naturalizar la conciencia, es decir, convertirla en un elemento natural más del cosmos, pero sin éxito, porque, cuanto más la conoce, más escapa ella a esos intentos. Da la sensación de que, incluso aunque los neurólogos consiguieran naturalizarla, seguiríamos percibiéndola como algo que está fuera de la naturaleza, como un yo inmaterial, algo más que una emergencia de las neuronas que trabajan para ella.

[3]. (“Prestar atención”, Alfa y Omega, 2 de marzo de 2023)

[4] Confesiones, libro X.

[5] El físico Freeman John Dyson afirma: “No sería sorprendente si resultara que el origen y destino de la energía del universo no puedan ser entendidos por completo aisladamente del fenómeno de la vida y de la conciencia”.

[6] “Disponuntur igitur a Deo intellectuales creaturae quasi propter se procuratae, creaturae vero aliae quasi ad rationales creaturas ordinatae… Sola igitur intellectualis natura est propter se quaesita in universo; alia autem omnia propter ipsam”, Santo Tomás de Aquino, Contra gentiles, I, III, c. 112.

[7] La razón biológica como parte de la razón cósmica, conferencia pronunciada en la Universidad de Navarra, el 21 de abril de 2015.