Juan de Lucena y el De vita beata

 

Imagen del ejemplar impreso en Zamora en 1483 
y depositado en la Boston Library con signatura Q.404.2




Javier García Gibert: Prólogo a la edición facsímil de De vita beata de Juan de Lucena, de próxima publicación en Cypress Cultura

Todavía inmerso en los últimos embates de la Reconquista cristiana y con no pocos conflictos internos en Castilla y Aragón, el siglo XV de la Península Ibérica distaba de ser, desde luego, esa “edad dorada” del humanismo que estaba ya viviendo su primera plenitud en la Península Itálica. Pero, desde otra perspectiva, tal vez pudiera hablarse de un tiempo áureo en el pre-humanismo español de esa centuria por el carácter virginal y primitivo de su pasión letrada y por el anhelo entrañable con que se recibían esos nuevos vientos que soplaban de Italia. Pues, aunque canalizada con instrumentos deficientes y conocimientos todavía imperfectos, existía entre una selecta minoría de la España de la época (clérigos, altos nobles, secretarios de aristócratas o de prelados, regidores, juristas, poetas) una inquietud genuina por las letras humanas y una profunda devoción por los clásicos, llegando a establecerse entre los integrantes de esa minoría una hermosa red de admiraciones y estímulos por encima de sus determinaciones sociales, sus orígenes raciales (pues no escaseaban los de origen judío) y sus adhesiones políticas. 

Esa fraternidad humanística queda reflejada en los mismos géneros de escritura que florecieron entonces con mayor abundancia que en ninguna otra época: literatura consolatoria con destinatario expreso, elegías en homenaje al amigo muerto y abundante literatura epistolar (cuyo mejor epítome lo constituye sin duda el compendio de Fernando de la Torre Libro de las veinte cartas e questiones), una correspondencia que solía versar sobre temas tan caros al sentir humanístico como el valor de la Antigüedad, la importancia de la amistad, la dignidad de la mujer, la fortaleza ante las adversidades, el embellecimiento que al ejercicio militar proporciona el cultivo de las letras, etc.

Juan de Lucena fue uno de los hombres que integró de pleno derecho esa hermandad humanística y una buena parte de su obra conocida remite por cierto a los géneros y el espíritu mencionados: una Epístola consolatoria dirigida al poeta y dramaturgo Gómez Manrique por la muerte de su hija; una Epístola exhortatoria a las letras, donde, aparte de un fervoroso elogio a la Reina Católica, se exalta la importancia de dedicar el ocio bueno a la vida letrada, que es el camino más recto hacia la sabiduría; y una extensa carta escrita en latín (De temperandis apud Patres vindices poenis haereticorum) y dirigida a los reyes Fernando e Isabel, quejándose de los métodos de fuerza utilizados por la Inquisición para convertir a judíos y herejes (lo que le  ocasionaría serios problemas con autoridades de la Iglesia). Ello, por supuesto, sin contar su más importante y conocido tratado, el diálogo De vita beata que aquí nos convoca y que es, por lo demás, la obra que mejor representa todo ese entramado de relaciones y sensibilidades humanísticas que anunciaba esa España pre-renacentista, y la que encarna algunas de sus más significativas singularidades.[1]

Juan de Lucena nació en Soria hacia 1430 en el seno de una familia conversa culta y acomodada (durante mucho tiempo se pensó que su padre, Martín de Lucena, había sido médico y participado en el programa de traducciones de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana). En 1458, después de adquirir titulación jurídica en Salamanca y formación humanística –tal vez en gran medida autodidacta en el selecto círculo y nutrida biblioteca de los Mendoza- Juan de Lucena se trasladó a Roma, donde desempeñó altas funciones curiales y acabó siendo secretario del Pontífice Pío II, que en el siglo fue el notable humanista Eneas Silvio Piccolomini, al que expresamente encarece en la última parte de su Libro de vita beata, que compuso en la misma Roma, en 1463. Cuando el Papa muere, un año más tarde, Juan de Lucena regresa a España, donde desempeña funciones diplomáticas, entrando en el Consejo del Infante de Aragón y siendo protonotario apostólico con Isabel de Castilla y más tarde embajador de los Reyes Católicos. De sus últimos años poco se sabe, pero sí que, a pesar de la protección real, su existencia se vio comprometida y su ascendiente decayó, debido a sus denuncias sobre la situación de los judíos a raíz de la expulsión, siendo objeto de pesquisas inquisitoriales, y también de una agria controversia con el erudito y culto canónigo de la catedral de Toledo Alonso Ortiz, que lo acusó de herético. Retirado finalmente a la abadía de Covarrubias, falleció en los primeros años del siglo XVI.

El Libro de vita beata aborda un tema de viejo calado en la tradición humanística, como se revela desde el mismo título. Ya el propio Séneca había escrito un De vita beata en el deseo de vincular la sabiduría virtuosa con una búsqueda personal de la felicidad y el asunto se había actualizado en la Italia renacentista del quattrocento. Lucena, de hecho, toma como inspiración y referencia la obra en latín de Bartolomeo Facio De vitae felicitate (1445) y, frente a la visión más “epicúrea” que había defendido Lorenzo Valla en su De vero bono (1431), el Libro de vita beata abunda en la tesis moral y religiosa de que la verdadera dicha no es de este mundo y sólo es posible alcanzarla en la otra vida. A despecho de esta conclusión, que pudiera a primera vista parecer medievalizante, el tratado se presenta bajo el formato del diálogo humanista entre almas nobles y ofrece múltiples aspectos que sugieren una nueva sensibilidad ética y social, sin dejar de ser enormemente representativo del contexto hispánico al que pertenece el autor y los dialogantes.

En efecto, ninguna otra obra proyecta como esta de Lucena, un arco más amplio sobre el incipiente humanismo español de mediados de siglo. Su autor, que fue una de las piezas del entramado cultural que se promovió bajo el reinado de los Reyes Católicos, hace comparecer en el diálogo, “como si vivos altercasen” a tres figuras recientemente fallecidas –Alonso de Cartagena, el Marqués de Santillana y Juan de Mena- con las que, por añadidura, había mantenido estrechos lazos de amistad, admiración y agradecimiento: educado en el círculo del Marqués de Santillana, Lucena había tenido como protector a Alonso de Cartagena, de origen converso como él mismo, y consideraba a Mena como el más alto poeta español de su siglo. Lo interesante es que estos tres interlocutores no solo fueron las figuras más importantes en el campo de las letras durante la generación anterior, sino que también reproducían inmejorablemente, por sus respectivas condiciones, el singular perfil del pre-humanismo español en la primera mitad del siglo XV: el clérigo erudito y emprendedor, el noble y refinado guerrero y el secular hombre de letras.

Alonso de Cartagena, hijo de un rabino burgalés, luego convertido, llegó a ser Obispo de Burgos. Estudió en Salamanca Derecho y Teología y compuso en latín un buen número de tratados religiosos, históricos, pedagógicos y morales. Pero llevó también una vida activa y apasionante. Fue consejero de Juan II de Castilla y desempeñó en diversos lugares de Europa altas y delicadas misiones diplomáticas. Tradujo al castellano obras importantes de Séneca y de Cicerón y fue en España espejo y estímulo de latinistas y de quienes buscaban las bases de una formación para los nuevos tiempos que estaban en curso. Fue lo más parecido a un verdadero humanista que hubo en la España de su generación y como tal se le consideraba también en Europa, aunque no tuviera el refinamiento filológico de los grandes humanistas italianos de su siglo. Con uno de ellos, Leonardo Bruni, tuvo una polémica sonada a propósito de las críticas vertidas por Cartagena respecto a ciertos extremos de la interpretación de Bruni en su traducción al latín de la Ética de Aristóteles. El humanista  italiano pretendió zanjar el asunto alegando que lo que Cartagena tenía que hacer era callarse, pues, como él mismo confesaba, no sabía griego.

Estricto contemporáneo suyo, el Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza, ofrece un perfil bien distinto. Alto aristócrata y guerrero en activo, no fue un filósofo ni un erudito y reconocía tener un conocimiento muy limitado del latín, pero responde a esa nobleza española que empezaba a refinarse y su honda y sincera devoción por la sabiduría clásica valía más que muchas vanas erudiciones filológicas. Fue poeta verdadero (más inolvidable en sus breves composiciones de inspiración popular que en sus creaciones alegóricas de mayor empeño) y en su famosa Carta-proemio al Condestable de Portugal llevó a cabo el primer esbozo de una historia de la literatura española. Atesoró una biblioteca notable para su tiempo en la que hizo acopio de numerosos manuscritos, relativos a la mayoría de los autores clásicos y modernos que a la sazón se conocían y leían en Europa. Fue además un auténtico mecenas, rodeándose de una corte de estudiosos y creadores con los que formó un círculo selecto que trabajó en equipo para el impulso y la transmisión de los “estudios de humanidad”, como hermosamente se decía en castellano. Encargó a los más doctos un extraordinario y estratégico programa de traducciones que se llevará a efecto a partir de los años treinta: no sólo textos religiosos –evangélicos, paulinos y patrísticos-, sino la Eneida de Virgilio, Las metamorfosis de Ovidio, las tragedias de Séneca, algunas obras muy significativas de Cicerón, y también la Ilíada homérica y el Fedón platónico a partir de versiones latinas. Pero asimismo algunas obras de los más recientes impulsores italianos del humanismo moderno: Boccaccio, Leonardo Bruni, Gianozzo Manetti…

El tercer dialogante, el cordobés don Juan de Mena, puede ser considerado como el primer hombre de letras químicamente puro de la literatura española y fue tenido sin discusión como el mejor y más alto poeta de su siglo, opinión que seguirían sustentando los humanistas plenos de las generaciones siguientes, desde Nebrija o Hernán Núñez hasta el Brocense. Fue Maestro en Artes por la Universidad de Salamanca, viajó a Italia y, al regresar a España, entró al servicio de Juan II como secretario de cartas latinas y cronista del reino. De su obra poética –que presenta en formas y contenidos el hibridismo medieval-renacentista propio de su época- destaca sin lugar a dudas El laberinto de fortuna, en rítmicas coplas dodecasílabas, que incide en uno de los temas estelares de esa centuria: la vieja reflexión sobre la Fortuna y sus espinosas relaciones con la Providencia. Se trata de un poema complejo, de influjo dantiano y de poderoso aliento con su fusión de historia, alegoría y sentido nacional, pero también con sus reflexiones éticas y existenciales, que reclamaban el esfuerzo y la fortaleza frente a los azares de la vida. “Este cabalga sobre la Fortuna / e doma su cuello con ásperas riendas”, dice Mena refiriéndose al condestable don Álvaro de Luna, modelo de esas virtudes. Muchos hombres de letras del período no compartirían la calificación de este personaje, pero todos suscribirían la idea básica de fondo, tan inequívocamente humanista: el esfuerzo del ser humano y su libre albedrío son capaces de sobreponerse a los azares de la vida y marcan, por añadidura la dignidad de su existencia.

Lucena convoca, pues, a estos tres dialogantes, “dignos de inmortal recordación”, que habían cultivado la amistad y las letras en la generación anterior: “resucité estos Petrarcas”, dice el autor, evocando con esa metonimia el nombre propio más idóneo y significativo para su intención humanística, e imagina que los tres resucitados se encuentran reunidos en una sala de la corte y que “venieron en parlamento de la humana condición”. Pero, antes de que entren en materia, Lucena hace que el diálogo se inicie planteando un aspecto formal que no debiera pasarnos desapercibido: el idioma en el que ese diálogo va a producirse. Es precisamente el latinista y erudito Alonso de Cartagena el que establece no sólo el asunto del debate –es decir: si se puede, y hasta qué punto, alcanzar la dicha en este mundo- sino también el instrumento lingüístico en el que van a dirimirlo: “hablemos a la llana por nuestro romance”, establece de modo breve y taxativo. El Marqués de Santillana verbaliza su temor de que esa elección se haga por su causa, ya que es el único de los tres que no tiene familiaridad suficiente con la lengua latina, pero Cartagena deja las cosas bien claras y desestima cualquier reproche que algún erudito censor pudiera hacer al respecto: “nosotros, señor marqués, no vayamos tras el tiempo; forcemos el tiempo tornar a nosotros; fablemos romance perfecto y do será menester fablemos latín”. Toda una declaración de principios, que permite trocar en visión de futuro el histórico atraso que suele achacarse al humanismo español y que refleja, por otro lado, el espíritu libre y el afán divulgativo que serán en adelante sus señas distintivas.

Pues, en efecto, una de las diferencias más apreciables entre el humanismo europeo y el español es la abundante utilización en este último de la lengua vulgar, tratando siempre de distribuir la sabiduría humanística a un público más amplio que el de los ya letrados. En realidad, esa pretensión divulgativa venía de lejos y podía remontarse a Alfonso X el Sabio, primer monarca europeo que redactó los documentos y ordenanzas oficiales en su lengua vernácula y cuya enorme empresa traductora de textos latinos, hebreos y árabes al castellano, convirtió a este idioma en una lengua de cultura, la única entre las vulgares de su tiempo.  En Italia, a pesar del respeto y admiración que se sentía por la literatura en idioma vulgar de los tres grandes (Dante, Petrarca y Boccaccio), los humanistas de la primera mitad del siglo XV exaltaron el latín frente al romance y rebajaron el vulgar a lengua “de servicio”. En España este prejuicio no se instaló entre los mejores humanistas y fueron precisamente aquellos que más dominaban las lenguas clásicas, como Hernán Núñez o Nebrija, los que mostraron mayor interés en la defensa del idioma vernáculo. El ejemplo del propio Nebrija, que con su Gramática castellana (1492) fue el primer humanista europeo en dar a la imprenta una gramática de lengua vulgar es sobradamente revelador. Pero Nebrija no hacía con ello más que certificar la tempranísima presencia de la lengua materna en la incipiente cultura humanística de su país y de su siglo.

Juan de Lucena representa en su Libro de vita beata esta circunstancia al llevar al castellano un tema debatido en la lengua de Cicerón por la Italia humanística, igual que habían hecho unos años antes Pérez de Guzmán o Hernando del Pulgar con el biografismo de hombres ilustres o haría en el primer tercio del siglo siguiente Pérez de Oliva en su Diálogo por la dignidad del hombre, recreando un asunto que en la segunda mitad del siglo anterior habían tratado en latín los italianos Facio, Manetti o Pico della Mirandola. Poco después Pedro Mexía, en su Silva de varia lección, realizará en castellano su peculiar versión de las misceláneas latinas que proliferaban en la Europa humanista (Rodigino, Maffei de Volterra, Ravisio Textor, etc.), y Juan de Mal Lara en su Filosofía vulgar recogerá y glosará las píldoras de sabiduría humanística que se contiene en dichos y refranes castellanos, llevando a cabo en esta lengua lo que Erasmo en sus Adagia había hecho en latín con sentencias griegas y romanas. Toda esta práctica divulgativa es, como hemos dicho, uno de los rasgos característicos del humanismo español y quedó legitimada explícitamente por las apasionadas reivindicaciones que los más preclaros humanistas españoles del Renacimiento (Juan de Valdés, Ambrosio de Morales, Fray Luis de León…) hicieron del castellano como lengua vehicular para usos nobles y elevados.

Pero la erudición latina, como era lógico, no dejaba de ser un signo de jerarquía y por eso Alonso de Cartagena, más por su condición de reputado humanista que por su dignidad eclesiástica, lleva la voz cantante a lo largo del diálogo, lo cual no dejaba de ser un síntoma de la profesionalización de los studia humanitatis que estaba en curso en nuestro país. Eso no impide que el obispo Cartagena reconozca la valía humana e intelectual de sus compañeros de debate: de Juan de Mena dice: “traes negrescidas las carnes por las grandes vigilias tras el libro”; y del Marqués de Santillana, que en él “ni las armas (empachan) sus estudios ni los estudios empachan sus armas”, convocando aquí un asunto muy característico al que aludiremos inmediatamente. Pero se coloca en una situación de superioridad cuando, frente la postura contraria de sus interlocutores, que van manteniendo la posibilidad de la dicha en los rústicos, en los aristócratas, en los letrados, en los militares, en los clérigos, defiende con abundancia de argumentos y de citas, su tesis de que “ninguno en esta vida puede alcanzar felicidad”. Y no se priva a lo largo del diálogo de acudir a la recriminación sincera (“despláceme tan gran varón como tú, Juan de Mena, que te vayas como niño al hilo de la gente”), a veces con esa crudeza coloquial que otorga la amistad: “déjate de tanto panfarrear”, le dice, por ejemplo, en una ocasión. El aludido es pertinaz en sus argumentos, pero se muestra sumiso, lo mismo que el marqués,  a la autoridad de Cartagena: “es tanta tu bondad que, mis yerros no mirando, mis ignorancias desfaces…”.

Llama la atención, por cierto, a lo largo del debate el apasionamiento de las intervenciones, bastante más combativas que en el diálogo de Facio, y el hecho incluso de que se utilicen metáforas que remitan al palenque de los torneos caballerescos. Ya en la primera intervención del diálogo el Marqués de Santillana se acoge a esta figuración al animar a los intervinientes a hacer como si “entrásemos al campo de los filósofos y en esta empresa digna de disputación corramos tres lanzas en uno”. El Marqués presenta así el debate como una disputatio medieval, pero no deben extrañar esos resabios en el siglo XV español, que aún daba cabida a viejos modelos e incitaciones (recordemos que el propio Lucena escribió una obra que llevaba por título Tratado de los galardones, sobre cuestiones ceremoniales y heráldicas). Y una de esas aspiraciones antiguas era la que aspiraba a una comunión ideal entre armas y letras, militares y letrados, que actualizaba una vieja armonía entre fortitudo y sapientia y que era mucho más que un mero tópico en la España de la época, que asistía simultáneamente al impulso final de la Reconquista y a los albores del humanismo. El tratado De vita beata de Juan de Lucena sirve también de altavoz a esa vieja idea. Los tres personajes que dialogan en el tratado están implicados en ella. Alonso de Cartagena había escrito en 1444 un Doctrinal de cavalleros donde pugnaba por erradicar la creencia, aun mayoritaria en ese estamento, de que armas y letras eran incompatibles. En cuanto a los otros dos dialogantes se produce una decantación curiosa: Juan de Mena, el “intelectual”, sostiene en sus intervenciones que la máxima felicidad posible debe encontrarse en la vida activa de la “caballería”, mientras que el Marqués de Santillana, caballero de armas, defiende que la felicidad ideal sólo se alcanza en la vida tranquila y contemplativa de los hombres de letras. ¡Admirable trueque de perspectivas que nace del respeto y consideración que se tenían las armas y las letras desde los opuestos –que no encontrados- ámbitos!

En cuanto al estilo, la obra de Lucena emplea un castellano bastante latinizado, sin duda para aproximarlo a su natural cauce humanista, pero también lo alterna, en jugosa libertad, con fórmulas y expresiones populares y conversacionales: sentencias, ejemplos, refranes, anécdotas, siempre persiguiendo un sentido didáctico, algo que resultará una finalidad prioritaria en el humanismo español. Hay relatos tan sustanciosos como el que cuenta Cartagena sobre el rey Antígono que se perdió en tierra de pastores y que estimuló acaso la trama lopesca de El villano en su rincón (igual que Luis Vives en el siglo siguiente pudo estimular con su versión de la “fábula del durmiente despierto” la calderoniana de La vida es sueño). Es verdad que a veces el rigor y la precisión de las citas parecen decaer si las comparamos, por ejemplo, con la de los humanistas italianos de su tiempo y que la erudición peca en ocasiones de anecdótica y moralizante, pero a menudo sorprenden en contrapartida animados fragmentos de realismo popular o vivos pasajes de tono relajado e incluso jocoso. Aunque nada de esto impide, por lo demás, que Lucena aproveche el hilo del diálogo para desahogar profundos sentimientos personales. Ante un comentario sin malicia alguna de Juan de Mena el autor hace que el obispo Cartagena, de origen judío como él mismo, se muestre orgulloso de su procedencia: “No pienses correrme por llamar los hebreos mis padres; sonlo por cierto, y quiérolo”. Este pasaje y algunos otros, que cuestionan la vida muelle y escasamente ejemplar de una parte del clero, cabría achacarlos tal vez a una herida íntima, aunque atesoran también, indudablemente, un hondo sentido de humanismo casi pre-erasmista, y desde luego no beneficiaron a Lucena en los contenciosos mantenidos al final de su vida.

En realidad, y a pesar de todas sus peculiaridades, es importante resaltar que la sustancia humanística del Libro de vita beata está muy presente a lo largo del diálogo y que, al hilo del tema principal, se va perfilando en sus rasgos capitales: que la nobleza está en la virtud, no en el origen social, que siempre hay distancia entre el sabio y el vulgo, que la avidez por la “sciencia” escudriñadora puede apartarnos de la verdadera meta, la cual no es otra que el conocimiento y dominio de uno mismo… En cuanto a las referencias de citas y autores, es obvio que no faltan las que remiten a libros del Antiguo y el Nuevo Testamento, pero son muchas más las que aluden a historias y personajes del mundo greco-latino, con especial mención a los padres del humanismo clásico, sobre todo Cicerón (llamado casi siempre por su nombre familiar, “Tulio”, como era costumbre entre los humanistas), pero asimismo Sócrates, Virgilio, Séneca…, y también, en alguna ocasión, los grandes autores de la patrística latina: San Jerónimo y San Agustín.

Juan de Lucena aparece en su obra en los compases finales, supuestamente llegado de Italia, y se traslada con los tres dialogantes a cenar a la “posada” (palacio, hay que entender) del Marqués de Santillana, que les ha animado a ello. El obispo Cartagena siente que la invitación despierta su apetito y se permite la broma: “Vamos pues, no detengamos más tiempo; después que me recordasteis el comer me es venida el hambre; a pocas me tornaría epicurio y diría que si estuviésemos ya en tabla, seríamos más que beatos”. Así lo hacen y, una vez saciados los requerimientos del cuerpo, sigue latiendo en ellos el debate intelectual mantenido, pues, a la vista de la lozana progenie del Marqués, sugiere don Juan de Mena que, sin duda, los hijos proporcionan legítima felicidad a sus padres. El propio Santillana es suficientemente explícito en su respuesta: “ruégote mi Juan de Mena no porfíes lo que no sabes: yo te digo en fe de leal caballero (que) estos fijos que tú miras si me fazen perder una cana cien cabellos me encanecen…”. Lucena interviene a continuación en un largo parlamento, punteado de referencias clásicas, bíblicas y patrísticas, para dar su opinión sobre el asunto debatido, opinión que afianza la del obispo Cartagena. Comienza Lucena refiriéndose a la polémica acerca del “sumo bien” entre los filósofos antiguos y repasa con ejemplos históricos y observaciones de la realidad cotidiana la imposibilidad de alcanzarlo por completo –y por consiguiente la dicha que eso lleva aparejada- en la dimensión de las puras realizaciones terrenas, por lo que esa aspiración debería remitirse a las verdades eternas, sustentadas por “nuestra madre la Iglesia”, dado que “el sumo bien es Dios y no los deleites, ni la virtud, ni los bienes del cuerpo, ni menos de fortuna”.

Y es ahora Cartagena quien toma la palabra para encarecer lo dicho por Lucena y concluir el diálogo, reiterando su opinión esgrimida en el debate de que la vida feliz, cuyo “domicilio es el cielo”, sólo es patrimonio de la vida eterna. Allí tendrán cumplimiento las verdades trascendentes de la religión católica y “toda oscuridad teológica nos será revelada”. Cartagena se hace acompañar de San Pablo, de San Agustín y de los salmos bíblicos en estas últimas y espiritualizadas apelaciones, pero no se olvida de traer a colación a Platón y a Aristóteles, pero sobre todo al primero, el gran filósofo del humanismo de la época (y de todas las épocas): “nuestra ánima (…), despojada su cárnea veste y a su primera natura volvida, la sciencia de todas cosas recobrará, como quiere Platón…”, dice. Y a continuación, en unas pocas líneas, resume, deleitado y deleitoso, la delicada doctrina platónica de la reminiscencia…



[1] Digamos, a modo de inciso, que Juan de Lucena también puede ser recordado por ser el padre de Luis de Lucena, autor de la obra Repetición de amores y arte de ajedrez, publicada en 1497. La unión de ambos asuntos –la práctica amorosa y el juego de ajedrez- la  justifica el autor (algo forzadamente) por las luchas, estrategias y celadas que caracterizan tanto las actividades ajedrecísticas como las amatorias. Aunque comienza con un episodio pre-celestinesco, la Repetición de amores es básicamente una disquisición sobre las virtudes y los defectos de las mujeres, polémica muy en boga en aquella época, situándose Luis de Lucena en la tendencia moralista y misógina, de larga tradición retórica y literaria. Más valor histórico tiene sin duda el Arte de ajedrez, tratado didáctico sobre ese juego y cuyo indiscutible mérito es que constituye el más antiguo tratado impreso conservado sobre ajedrez y el primero que incorpora y unifica las antiguas y modernas reglas del juego, reflejando las que rigen hoy en día.