Cicerón: El hombre, ese animal astuto

Reproducimos a continuación un pasaje de Las leyes, de Marco Tulio Cicerón, en el cual el orador romano describe al hombre con verbo encendido y su característica abundancia retórica. Este panegírico resulta especialmente oportuno en los tiempos que corren, donde la cultura occidental parece haberse consagrado a una extraña denigración del género humano, olvidando sus altas prendas y preclaras virtudes.



Este animal previsor, astuto, de muchos recursos, agudo, dotado de memoria, lleno de inteligencia y de reflexión, al que llamamos hombre, ha sido engendrado por el dios supremo con una condición privilegiada. Entre tanta variedad de tipos y naturalezas es el único de los seres vivos que participa de la razón y del pensamiento, mientras que todos los otros carecen de ellos. Porque ¿qué hay, no voy a decir ya en el hombre, sino en todo el cielo y la tierra más divino que la razón? A ésta, cuando ha crecido y ha alcanzado su total madurez, se la llama acertadamente sabiduría. Así pues, como no hay nada mejor que la razón y ella existe tanto en el hombre como en la divinidad, el primer vínculo del hombre con la divinidad es el de la razón. Ahora bien, quienes tienen en común la razón, tienen también en común la razón recta. Y puesto que ella es la ley, también se nos ha de considerar a los hombres vinculados con los dioses por la ley. Y lo que es más, entre quienes hay comunidad de ley, entre ellos hay comunidad de derecho. Pero, aquellos para los que estas cosas son comunes han de ser considerados como de la misma ciudad. Y si obedecen a las mismas autoridades y poderes, con mucha más razón obedecen a esta organización celestial y a la mente divina y al dios superior, de manera que por ello este mundo en su totalidad ha de ser considerado una sola ciudad, común a los dioses y a los hombres. Y el hecho de que en las ciudades según un cierto criterio, del que se tratará en el lugar oportuno, se diferencien las situaciones familiares de acuerdo con los parentescos, se produce de modo tanto más grandioso y tanto más maravilloso en el universo por cuanto los hombres están incluidos en el parentesco y linaje de los dioses. 

En efecto, cuando se investiga sobre la naturaleza del hombre, suele hacerse el razonamiento —y sin lugar a duda es un razonamiento correcto— de que a lo largo de los continuos cursos y revoluciones de los astros se presentó el momento en cierto modo propicio para echar la semilla del linaje humano, que, esparcido y sembrado por la tierra, fue enaltecido con el don divino del alma, y mientras que los hombres tomaron de la condición mortal otros elementos frágiles y perecederos de los que están constituidos, el alma fue engendrada por la divinidad. Por ello puede hablarse con exactitud de parentesco de linaje o de estirpe entre nosotros y los dioses. Y así, entre tantas especies de seres vivos no hay ninguno, excepto el hombre, que tenga noción alguna de la divinidad, y entre los propios hombres no hay ningún pueblo ni tan pacífico ni tan fiero que, aunque desconozca cuál es el dios que ha de tener, no sepa, sin embargo, que ha de tenerlo. De esto resulta que está reconociendo la divinidad porque en cierto modo recuerda de dónde procede. Por otra parte la virtud es una misma en el hombre y en dios y no existe en ninguna otra especie; ahora bien, la virtud no es otra cosa que la naturaleza llevada a la más alta perfección; hay por tanto, una semejanza entre el hombre y dios. Y puesto que esto es así, ¿qué parentesco más próximo o más seguro puede haber? En consecuencia, para la conveniencia y utilidad de los hombres la naturaleza ha prodigado una riqueza tan grande de cosas que parece que todo lo que se produce se nos ha regalado expresamente, y no ha nacido al azar, y no sólo lo que nace como producto de la tierra en cereales y bayas, sino también los rebaños de los animales, que evidentemente en parte han sido creados para su utilización por los hombres, en parte para el aprovechamiento de sus productos y en parte para que les sirvan de alimento. A su vez la naturaleza enseñó a descubrir innumerables habilidades y la razón imitándola consiguió con destreza las cosas necesarias para la vida. 

A este mismo hombre, empero, no sólo le obsequió esa naturaleza con la agilidad del pensamiento, sino que le otorgó los sentidos a modo de servidores y mensajeros y le aclaró nociones oscuras y no suficientemente desarrolladas de muchísimas cosas, como fundamentos del conocimiento, y le concedió una figura corporal apropiada y conforme con la naturaleza humana. En efecto, mientras que a los demás seres vivos los abatió hasta el suelo para pastar, sólo al hombre lo elevó y lo irguió para la contemplación del cielo, como antigua morada de su familia; y le dio a su rostro forma tal, que en él expresase lo más profundo de su carácter. Efectivamente los ojos dicen muy expresivamente en qué disposición de ánimo nos encontramos, y lo que se llama semblante, que no puede encontrarse en ningún ser vivo excepto el hombre, indica el modo de ser; su esencia la conocen los griegos pero no tienen nombre para él. Paso por alto las capacidades y habilidades del resto del cuerpo, la de modular la voz, la fuerza del discurso, que es el vínculo principal de la sociedad humana, pues no todo entra dentro de esta discusión ni de este momento, y además Escipión ya trató este punto a mi juicio suficientemente en aquellos libros que leisteis. Ahora bien, puesto que la divinidad engendró y proveyó al hombre de esa manera porque quiso que fuera el principio de todas las demás cosas, resulta evidente aquello —para no discutir todos los puntos— de que la naturaleza por sí misma sigue adelante muy lejos, puesto que, incluso sin que nadie la enseñe, partiendo de aquellos principios cuyas generalidades llegó a conocer con una inteligencia primitiva e incipiente, afirma y perfecciona por sí misma la razón. 

CICERÓN, Las leyes. Traducción, introducción y notas de Carmen Teresa Pabón de Acuña. Madrid, Gredos, 2009, pp. 45-48.