Isidoro de Sevilla: la lectura y los libros

 



SAN ISIDORO DE SEVILLA, Sobre la lectura y los libros (libro III de las Sentencias), Trad. de J. Oteo Uruñuela. Apostolado Mariano, Sevilla, 1991, pp. 84-90.


CAPÍTULO VIII. De la lectura.

774. La oración nos purifica, la lectura nos instruye; ambas cosas son buenas cuando son posibles; pero, si no, mejor es orar que leer.

775. El que gusta de estar siempre con Dios, debe orar con frecuencia, y asimismo leer. Porque, cuando oramos, somos nosotros los que hablamos con Dios; pero, cuando leemos, es Dios quien habla con nosotros.

776. Todo el aprovechamiento proviene de la lectura y de la meditación, porque con la lectura aprendemos las cosas que ignoramos y con la meditación conservamos las que hemos aprendido.

777. Un doble beneficio proporciona la lectura de las santas Escrituras, sea porque instruye mejor al entendimiento, sea porque conduce al amor de Dios al hombre que ya se ha apartado de las vanidades del mundo. Efectivamente, muchas veces, estimulados por las enseñanzas, nos sustraemos al deseo de la vida mundana, y enardecidos por el amor de la sabiduría, tanto más se desvanece ante nosotros la vana esperanza en nuestra condición mortal cuanto más brilla a causa de la lectura la esperanza eterna.

778. Doble es el propósito en la lectura; el primero se refiere al modo de entender las Escrituras, el segundo, al provecho y dignidad con que se dan a conocer. Pues primeramente uno estará en disposición de entender lo que lee, luego será apto para comunicar lo que aprendió.

779. El lector diligente estará más resuelto a poner en práctica lo que lee que a entenderlo. Es menos penoso desconocer lo que uno pretende que no ejecutar lo conocido. Porque del mismo modo que con la lectura buscamos saber, así debemos realizar las buenas obras que aprendimos al tener conocimiento de ellas

780. La ley de Dios encierra un premio y un castigo para quienes la leen. Premio para quienes, por vivir con rectitud, la observan; castigo para los que, por su vida depravada, la desprecian.

781. Todo aquel que por su conducta se aparta de los preceptos de Dios, cuantas veces tuviere la ocasión de leer o escuchar estos mismos preceptos divinos, al ser reprendido en su corazón, queda confundido, pues recuerda lo que no practica y en su interior le acusa el testimonio de la conciencia. Por ello, el profeta David suplica con estas palabras: Entonces no seré confundido cuando atienda a todos tus mandatos (Sal 2. 8, 6). En efecto, uno queda sumamente confundido cuando, leyendo o escuchando, considera los mandamientos de Dios, que en su vida desprecia, y su corazón le reprende en tanto es instruido con la meditación de los mandamientos, porque no realizó de obra lo que aprendió por imperativo divino.

CAPÍTULO IX. De la asiduidad en leer

782. Nadie puede conocer el sentido de la santa Escritura ni familiarizarse con su lectura, según está escrito: Tenla en gran estima, y ​​ella te ensalzará, y cuando la hubieres abrazado, te glorificará (Prov. 4, 8).

783. Cuando uno es más asiduo en leer las Sagradas Escrituras, tanto consigue una inteligencia más plena de ellas; como sucede con la tierra, que cuanto mejor se cultiva, tanto es más abundante el fruto que produce.

784. Cuanto más sobresale el hombre en cualquier parte, tanto más el propio arte se pone al alcance de los hombres, como se dice en la ley: Moisés subió al monte, y el Señor descendió (Cf. Ex. 19, 3 y 20).

785. Con respecto a la contemplación espiritual, es cierto que sólo aquel podrá investigar el secreto de los mandamientos divinos que apartare su ánimo de la dedicación a los asuntos terrenos y con asidua familiaridad se aplicare a las Santas Escrituras. Porque como el ciego y el que tiene vista pueden ambos ciertamente caminar, pero no con igual desenvoltura, ya que el ciego tropieza al dirigirse a un lugar que no ve, y, en cambio, el que tiene vista evita los obstáculos y sabe a donde ha de dirigirse, así también el que anda a obscuras por la espesa niebla de los cuidados terrenos, cuando intenta escudriñar los misterios de Dios, no puede hacerlo, ya que no ve a causa de las preocupaciones que nos ofuscan. Sólo aquel puede lograrlo que se aparta de los cuidados materiales del siglo y se concentra enteramente en la meditación de las Escrituras.

786. Algunos tienen capacidad intelectual, pero les quitan el interés por la lectura y desprecian en su abandono cuanto leyendo pudieron aprender. Otros, por el contrario, tienen deseos de saber, pero se lo impide la torpeza de su inteligencia, los cuales, no obstante, por la lectura asidua llegan a entender aquello que los inteligentes no conocieron por su desidia.

787. El ingenio se desarrolla con el tiempo, si no por la disposición natural, al menos por la lectura constante. Pues, aunque haya torpeza de juicio, la lectura frecuente acrece la inteligencia.

788. Como aquel que es tardío en comprensión, a pesar de ello, recibe el premio por el esfuerzo en su noble afán (de aprender), así el que descuida la capacidad intelectual que Dios le concedió, se hace reo de condenación, porque desprecia al que recibió, y peca por abandono

789. Algunos, por disposición de Dios, reciben el don de ciencia, que descuidan para ser castigados más duramente por los dones que se les han confiado. Y los más torpes descubren con dificultad lo que desean saber, a fin de recibir el más alto precio de recompensa en proporción al máximo esfuerzo en el trabajo.

CAPÍTULO X. De la doctrina sin la gracia.

790. La doctrina sin la gracia adyuvante, aunque se derrame en los oídos, nunca penetra hasta el corazón: ciertamente por fuera hace ruido, mas interiormente nada aprovecha. Y cuando interiormente te toca la gracia de Dios al alma para que la entienda, entonces la palabra de Dios se infunde por los oídos y llega a los últimos pliegues del corazón.

791. Porque así como a unos ilumina a Dios con la llama de su caridad eterna, para que gusten vitalmente, así a otros los deja fríos y desidiosos, para que persistan sin sentido.

762. Muchos están bien dotados con agudeza de entendimiento, pero están angustiados por falta de palabra. Otros, sin embargo, disponen de ambos dones, tienen ciencia abundante y facundia para persuadir.

CAPÍTULO XI. De los doctores soberbios

793. Los más, habiendo recibido ciencia de las Escrituras, no la emplean para la gloria de Dios, sino para su alabanza: en tanto que se engríen de la misma ciencia, vienen a pecar con lo que hubieran debido limpiar los pecados.

794. Los arrogantes leyendo jamás consiguen la ciencia perfecta. Pues aunque a primera vista aparezcan sabios, pero no llegan a profundizar los arcanos de la verdad, porque están oscurecidos por la nube de la soberbia. Los soberbios leen siempre y buscan, pero jamás encuentran.

795. Los secretos de la divina ley están patentes a los humildes y a los que entran bien a Dios, pero están cerrados a los malos y a los soberbios. Pues aunque las divinas palabras en la lección sean descubiertas a los arrogantes, pero en los misterios les están cerradas y ocultas.

796. En tanto que la palabra de Dios es luz para los fieles, de cierto modo es tiniebla para los réprobos y soberbios: de ahí que con lo que son iluminados aquellos, éstos están cegados.

CAPÍTULO XII. De los lectores carnales y de los herejes.

797. Quien carnalmente pasa por las palabras de la ley de ninguna manera entiende la ley; sólo el que la mira con un sentido interior de inteligencia. Porque quienes ponen su intención en la letra, no pueden penetrar lo que está oculto.

798. Muchos por no entender espiritualmente las Escrituras y no sentir de ellas directamente, rodando han caído en herejía y se han derramado en muchos errores.

799. Sólo en los fieles está escrita la ley, según testifica el Profeta: Ata el testimonio, escribe la ley en mi discípulo; a fin de que ni el judío ni el hereje la entiendan, porque no son discípulos de Cristo. Pues no siguen la unidad de la paz que enseñó Cristo, de la que dice el mismo Señor (Jn., 13, 35): "Por aquí conocerán a todos los que son mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros".

800. Los herejes no gustan las Escrituras con sano sentido, sino que las depravan por el error de mala inteligencia; y ellos mismos no se someten a los sentidos de ellas, sino que las arrastran y violentan malamente por el error propio.

801. Los que enseñan errores de tal suerte enredan a los oyentes con perversas persuasiones y mentirosos argumentos que los meten en una especie de laberinto de donde no pueden apenas salir.

802. Tanta es la astucia de los herejes que mezclan lo verdadero con lo falso, lo bueno con lo malo, y entre cosas saludables ponen generalmente el veneno del error suyo, con el fin de poder persuadir más fácilmente la malicia del perverso dogma bajo el manto de la verdad.

803. Por lo general, los herejes redactan sus dichos bajo nombre de doctores católicos para que al ser leídos sean creídos sin ninguna duda. Algunas veces interpolan sus blasfemias con dolor escondido en los libros de los nuestros y corrompen la doctrina verdadera, adulterándola, a saber: unas veces añadiendo cosas impías, otras quitándoles las que son piadosas.

804. Cautamente han de meditarse y con sentido de prudencia han de probarse las cosas que se leen, a fin de que según las advertencias del Apóstol mantengamos las que son verdaderas y rechacemos las que son contrarias a la verdad, y de tal manera seamos instruidos por las buenas, que permanecimos ilesos de las malas.

CAPÍTULO XIII. De los libros de los gentiles

805. La razón por la que se prohíbe a los cristianos leer las ficciones de los poetas es porque, mediante el placer de las inanes fábulas, despiertan el alma a los incentivos libidinosos. Porque no se inmola a los demonios sólo quemando incienso, sino también recibiendo sus dichos con gran voluntad o complacencia. (Distinct. 37 Can. a Grat.)

806. Por la exageración y ornato del discurso, algunos se recrean más al recitar los dichos de los gentiles, que no las Santas Escrituras a causa del estilo sencillo. Pero ¿qué utilidad hay en aprovechar mucho en las doctrinas mundanas y quedarse vacío en las divinas?, ¿entusiasmarse con ficciones caducas y apresurarse de los misterios celestiales? Hay pues que precaverse contra tales libros y evitarlos por amor a las Santas Escrituras.

807. Los libros de los gentiles brillan exteriormente por la elocuencia de las palabras, mientras que interiormente están vacíos de la sabiduría virtuosa; al contrario, la elocuencia sagrada se presenta desalineada en las palabras, pero interiormente destella en la sabiduría de los misterios. Por lo cual dice también el Apóstol (2 Cor. 4, 7): Mas este tesoro lo llevamos en vasos de barro.

808. Porque la palabra de Dios tiene un escondido brillo de sabiduría y de verdad depositado en los humildísimos vasos de las palabras.

809. Los libros santos están escritos en estilo sencillo para que los hombres sean guiados a la fe mediante aquellos con los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios (I. Cor., 2, 4). Porque de haberse publicado con la sagacidad de un ingenio dialéctico, o con la elocuencia de la Retórica, de alguna manera se atribuiría la fe de Cristo a la virtud de Dios, sino que diríase que está en pie por los argumentos de la elocuencia humana, y no creeríamos que alguien fuese provocado a la fe por divina inspiración, sino antes bien seducido por la astucia de las palabras.

810. Toda la ciencia humana, que resuena con palabras espumosas y que se alza con la hinchazón de la elocuencia, quedó debilitada por la sencilla y humilde doctrina de Cristo, según dice San Pablo (1 Cor., 1, 20): ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo?

811. Las Santas Escrituras gustan menos a los apresurados y locuaces por causa del lenguaje sencillo, porque comparadas con la elocuencia gentil parécenles cosa indignada. Pero si con espíritu humilde piden atención a sus misterios, al momento advierten cuán altas son las cosas que en las Escrituras desestiman.

812. En la lectura debe amarse no las palabras, sino la verdad. Mas no pocas veces la verdad se encuentra en la sencillez y la falsedad en los adornos. Esto halaga al hombre por sus errores, y por el ornato del lenguaje siembra placenteros lazos

813. El deseo de la ciencia mundana no se ocupa en otra cosa que en levantar con alabanzas al hombre. Y cuando fueron mayores los adornos de la literatura, tanto más se esponja el tumor del ánimo inflado por la arrogancia. Bien dice el Salmo (70, 15, 16), mirando a esto: Como yo no entiendo de literatura o sabiduría mundana, me internaré en la consideración de las obras del Señor.

814. No debe anteponerse el barniz del arte gramatical a los escritos más sencillos, porque más valen los tratados comunes por ser más sencillos y que tratan de la humildad propia de los lectores, que los otros más inicuos que inducen las mentes humanas a perniciosa soberbia.

815. Con todo mejores son los gramáticos que los herejes, porque éstos propinan copas de mortífero jugo persuadiendo, y la enseñanza de los gramáticos hasta puede ser provechosa para la vida, con tal que se emplee para los usos mejores