(Texto de la ponencia pronunciada por el autor en el II Congreso Nacional de Humanistas, "Razones humanas", celebrado en la Universidad Complutense de Madrid en marzo de 2024).
Javier García Gibert.- Para despejar
ambigüedades y dejar claras las cosas desde el principio comenzaré con la
definición con la que se abría mi libro Sobre
el viejo humanismo: “Entendemos por humanismo la tradición de una larga
sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura
greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito
no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética
y estética, existencial y espiritual”.[1]
Esta
aclaración inicial me parece oportuna, porque “humanista” y “humanismo” no han
sido nunca conceptos unívocos. El término umanista
ya se aplicaba en la Italia de la 1ª mitad del siglo XVI para referirse a
profesores o especialistas de studia
humanitatis, aunque no fue demasiado utilizado por los propios humanistas y
solía abrigar incluso algún sentido peyorativo que lo asimilaba a modestos
pedagogos o maestros de primeras letras. En la propia España, a la altura de
1600, Baltasar de Céspedes al comienzo de su Discurso de las Letras humanas, llamado ‘El Humanista’ nos dice que
hay pocos que nos sepan decir “qué es lo que profesa aquel a quien llamamos
humanista” y, ciertamente, en la opinión pública el concepto era difuso: el que
sabía escribir buen latín, el que además sabía griego, el que enseñaba estas
disciplinas, el aficionado a la literatura clásica, el que tenía erudición,
etc.
Hoy el término
es igual de confuso, y también lo es –más grave aún- el término humanismo[2], hasta el punto de que quienes hoy se
refieren a él entienden a menudo cosas distintas e incluso contradictorias. De
hecho, como trataremos de ver, el humanismo de la vieja tradición ha sido
incautado en la Edad Moderna por falsos amigos que le han hecho decir lo que
nunca dijo y lo han proyectado a contextos e interpretaciones que lo malforman
y malbaratan de múltiples maneras. Estos nuevos y mostrencos humanismos derivan
todos del humanitarismo ilustrado del siglo XVIII, que pretendió ser la
prolongación sublimada y mejorada de las antiguas ideas humanistas, aunque, en
realidad, no fue una continuación, como veremos, sino una quiebra. De esta
quiebra procede también el post-humanismo actual, en sus variantes trans o ciber-humanistas.
Muchas
personas de “cultura” han tomado esta deriva y han dado en pensar que el
humanismo antiguo y renacentista había evolucionado de modo natural en el
pensamiento ilustrado, abriéndose con ello a los tiempos modernos. Pero lo que se abría, en realidad, era otra
cosa. Todos ellos han caído en la confusión “vulgar” que ya anticipó con
reveladoras palabras en el siglo II d. de C. Aulo Gelio en sus magníficas y
misceláneas Noches Áticas (Libro
XIII, cap. 16): “Los fundadores de la lengua latina y los que la hablaron bien
no quisieron, como el vulgo, que la palabra humanitas
fuese sinónima de la griega philanthropía
y significase complacencia, dulzura, benevolencia; sino que dieron a este
vocablo, sobre poco más o menos, el mismo sentido que los griegos a paideia, esto es, lo que nosotros
llamamos educación, iniciación en las bellas artes (…) Este estudio, al que solamente el hombre entre todos los seres
puede dedicarse, se llamó por esta razón humanitas.
En tal sentido emplearon siempre los antiguos esta palabra, y principalmente
Varrón y Cicerón, como demuestran casi todas sus obras”.
Estas palabras
de Aulo Gelio resultan iluminadoras para aclarar el desorden conceptual de
nuestros días, al discernir claramente entre la concepción humanista, que es la tradición de un programa formativo para los
individuos -es decir, una paideia-, y
la actitud humanitaria, que se refiere a un interés específico hacia el
colectivo de la humanidad, muy de acuerdo con la definición que da la R.A.E.:
humanitario, “que mira o se refiere al bien del género humano”. Esta distinción
siempre estuvo clara para los verdaderos humanistas, pero el hecho inevitable
de que la cultura humanística llevara integrada el aporte sustancial del
cristianismo y con él muchos valores supuestamente pregonados por la filantropía,
contribuyó y contribuye a mantener el equívoco, que a menudo queda evidenciado
en autores y en contextos donde uno menos se lo espera.[3]
Esta confusión no presentó, sin embargo,
graves consecuencias ideológicas hasta el período de la Revolución Francesa, y
la polémica surgida en la Alemania ilustrada a comienzos del XIX es una buena
prueba de ello. En 1808, el Ministro de Educación de Baviera, F. J. Niethammer,
incidió en el debate desatado a la sazón sobre política pedagógica con un
libro, de título bien explícito, El conflicto del Filantropismo y del
Humanismo en la teoría de la instrucción educativa de nuestro tiempo.
Niethammer abogaba por una reforma educativa, cimentada en el estudio de la
cultura clásica y en una sólida e integral formación ética y estética del
espíritu, frente a los que defendían una enseñanza de carácter pragmático, que
privilegiara los contenidos “útiles” y basada, por añadidura, en las
condiciones innatas del alumno más que en la sabia autoridad del maestro. Es
decir, una pedagogía rousseauniana
(recuérdese que el primer recurso pedagógico en el Emilio del autor ginebrino es cerrar todos los libros).
Niethammer
acertaba al plantear como un “conflicto” esta alternativa entre el viejo y
genuino humanismo y el filantropismo del humanismo ilustrado, que no fue un
desarrollo natural del primero ni una asunción legítima de los principios
humanísticos, sino una alteración que iba a provocar en la historia cultural un
quid pro quo hermenéutico y
conceptual extraordinario. Versarán sobre ello las páginas que siguen, pero
anticipemos aquí un modo rápido y sencillo, no de establecer de modo profundo
sus diferencias, pero sí de distinguirlos, de determinar (con una suerte de
prueba del algodón) si un autor que nos habla desde el humanismo lo hace en
realidad desde la vieja tradición humanista o bien desde el humanitarismo
ilustrado. Esa prueba son las fuentes a las que se acude para sustentar esa
atribución pretendidamente humanística.
Bastarán dos
ejemplos de autores conocidos: uno, Tzvetan Todorov, dentro de la órbita
cultural francesa (a pesar de su origen búlgaro), que militó en el vanguardismo
formalista pero que desembocó en reflexiones culturales acerca del humanismo en
los últimos años del siglo pasado en libros como Nosotros y los otros (1989) o El
jardín imperfecto (1998); otro, del ámbito anglosajón, el profesor Alan
Bullock, autor de La tradición humanista
en Occidente (1985). Las reflexiones de Todorov carecen por completo de
referentes clásicos y renacentistas (salvo Montaigne[4])
y fundamenta todos los presupuestos supuestamente humanísticos en los autores
franceses del siglo ilustrado (Montesquieu, Rousseau, Constant, Condorcet,
Tocqueville…) con lo que los principios propiamente humanistas se desvirtúan
inevitablemente. Más académico y tradicional, pero quizá por eso aún más
significativo, Alan Bullock también considera a la Ilustración y sus secuelas
como una etapa fundamental del humanismo, olvidando por completo el sustrato
antiguo y dando una relevancia bastante limitada al humanismo del Renacimiento
en relación al pensamiento del siglo XVIII. No extraña por eso que atribuya al
humanismo algunas debilidades o deficiencias que no le corresponden y que le
llevan a lidiar dramáticamente con el delicado asunto de cómo, después de los
horrores del siglo XX, “puede creerse en el hombre o hablar de una tradición
humanista”.[5]
Porque, en último término, la confusión o
sobrepujamiento conceptual entre humanismo tradicional y humanismo ilustrado (o
humanitarismo) no sólo tiene graves consecuencias intelectuales, sino que
también produce una torcida asignación histórica de responsabilidad, pues
atribuye a la tradición humanista culpas que corresponden al humanitarismo
ilustrado. La cuestión ha sido planteada, incluso, entre las propias filas del
humanismo y por autores tan prestigiosos como George Steiner. En su ensayo En el castillo de Barbazul, Steiner se
preguntaba hasta qué punto la cultura humanística era responsable de las
atrocidades del siglo XX (esos nazis que se deleitaban con Wagner o con Mozart,
o esos comunistas que se pretendían herederos de la vieja cultura) y dejaba
entrever una cierta perplejidad
culpable. Mucho mejor y con más acierto lidió con el asunto Hannah Arendt (en Hombres en tiempo de oscuridad y en
otras obras), viendo muy claro que la humanidad del siglo XX no era el sueño de
los humanistas, sino el sueño de una Ilustración, basado en el desarrollo
técnico y en la expulsión de las referencias metafísicas y trascendentes.
Podría decirse de otra manera: culpar
al humanismo de los males del siglo XX supone no advertir la torsión decisiva
que operó el siglo XVIII con el viejo humanismo, ignorando que las virtudes
máximas del pensamiento ilustrado venían de atrás y que sus defectos eran el
resultado de importantes deserciones y alteraciones de los principios y
planteamientos humanísticos: reconducir, por ejemplo, la ética a la ideología o
vincular progreso material con progreso espiritual. Ello ha generado en los
tres últimos siglos extrañas concepciones de humanismo donde se confunden fines
y medios, principios y deseos, pensamiento e ideología política. Un caso
altamente representativo fue el libro póstumo del profesor norteamericano
Edward W. Said, que es a la vez su testamento intelectual y una de las banderas
flameantes de ese nuevo humanismo que resulta al cabo el principal enemigo del
antiguo. Su título lo dice todo: Humanismo y crítica democrática (2004; traducción española en Ed.
Debate, 2006). Desde el punto de vista del viejo humanismo, el enfoque de Said
es equivocado desde múltiples frentes, empezando por su comprensión del
humanismo como un movimiento eminentemente universitario –que nunca lo fue- y
acabando por su consideración de la formación humanística no como paideia
para el mejoramiento del individuo, sino como un medio de intervención política
e ideológica en el mundo. Sus ataques al elitismo intelectual (frente al
principio de jerarquía y discriminación de méritos), su falta de perspectiva
histórica (lamentando, sin ir más lejos, que Petrarca no se rebelara contra el
comercio de esclavos), su forzado voluntarismo multicultural (considerando, por
ejemplo, que la atención filológica al lenguaje comienza en el Corán, o que las
universidades musulmanas del siglo XII se adelantaron en más de 200 años a las
prácticas humanísticas de la Italia renacentista) son suficientemente
explicativos. Nos preguntamos por qué Said le confiere a todo lo que dice el
nombre de “humanismo” o por qué no invita a militar en algún partido político
en vez de hacerlo en una supuesta tradición cultural.
Said
se convierte con ello en otro oficiante de la generalizada ceremonia de la
confusión contemporánea en lo relativo a ideas, tradiciones y conceptos.[6] Con tantos malentendidos y
tergiversaciones no es extraño que algunos consideren al viejo humanismo como
una tradición (y una palabra) ya inservible o periclitada. En una reciente
entrevista en el diario El Mundo (19
octubre 2022) el conocido filósofo italiano Massimo Cacciari respondía así a la
pegunta sobre el lugar que hoy debiera ocupar el ‘humanismo’: “Como todos los
ismos, habría que expulsarlo de la conversación. Lo que importa es la política
de defensa de los derechos humanos. Es decir: el derecho a la educación, a la
sanidad, a la movilidad, a la información, a la emigración”. El clamoroso
desahogo intelectual de la respuesta oculta cuando menos un acierto indudable:
el humanismo se ocupa de los deberes, no de los derechos (como veremos más
abajo). Pero es el momento de centrarnos ya, como promete el título del presente
artículo, en las diferencias de fondo y perspectiva entre la tradición
humanista y el discurso humanitario.
*
Afirmar que el
humanismo remite a un pensamiento de tradición cultural aplicable al individuo
y que el humanitarismo es un sentimiento basado en la estructura social y
sustentado políticamente por la ideología[7] es sólo un principio de diferenciación,
que trataremos de matizar más adelante. Pero lo primero que habría que hacer es
localizar históricamente la cuestión. No cabe duda de que la crisis
epistemológica del siglo XVII propiciada por la nueva ciencia (Bacon) y la
nueva filosofía (Descartes) fue un golpe muy fuerte a los principios y las
certezas del pensamiento humanista tradicional, pero fue el siglo XVIII el que
armó sustancialmente a ese pensamiento en crisis con nuevos principios y nuevas
certezas, que pretendían en algunos casos acomodar los viejos ideales a los
tiempos modernos. Algunos podían engañarse con las semejanzas, pero la
diferencia era abismal, como veremos. Una de esas engañosas continuidades del
siglo XVIII fue su supuesta pasión por la antigüedad, que era una pasión sin
alma, desvitalizada. El Neoclasicismo es una pura imitación formal de preceptos
sin incorporación de legado ético y existencial alguno. Basta compararla con la
actitud con Petrarca, el primer humanista moderno. De hecho, a Petrarca se le
ignoró por completo, como a todos los grandes humanistas del pasado. Muy
revelador es el Discurso Preliminar de d’Alembert a la Enciclopedia: los
humanistas del Renacimiento son ahí concebidos como “vanos eruditos” que no
apreciaron el valor real de los antiguos[8] y el interés por la ciencia se revela
como muy superior a la sabiduría ética, estética y existencial.
Precisamente,
el desprecio por estas facetas hizo que el hombre salido de la revolución fuera
un hombre incompleto, falto de armonía, escindido. Las reflexiones filosóficas
más importantes de la época lo advirtieron con claridad: Schiller, en sus
magníficas Cartas sobre la educación
estética del hombre (1795) denunciaba que los ideales teóricos de la
ilustración no habían producido la visión unitaria y armónica que caracterizaba
al hombre clásico; Hegel, en la Fenomenología
del espíritu (1807), hablaba de la “conciencia desdichada” del que vive
como contingente y dividido lo que intuye que es permanente e indivisible.
Muchas personas de espíritu advirtieron ya en la época que las luces de la
Ilustración habían ofuscado y deslumbrado más que iluminado en determinados
aspectos de crucial importancia para los seres humanos.
Pero pasemos,
sin más dilación, a establecer las diferencias entre el viejo humanismo y ese
nuevo humanitarismo ilustrado, tratando de deshacer la confusión entre ambos,
porque a veces sus ideas y principios, tan distintos, parecen similares si no se
examinan con la debida atención. Señalaremos los principales rasgos
diferenciadores, exponiéndolos funcionalmente en tres bloques de contenido.
1 - Racionalidad frente a
racionalismo.
El humanismo
asume enteramente la condición racional del ser humano y se atiene a la razón y
no a la pasión o al sentimiento como rectora de la vida en el orden intelectual
y en el proceder moral (algo ya plenamente establecido en los orígenes mismos
de su tradición, desde la equilibrada reflexión moral de Aristóteles hasta la
ética estoica de Séneca, que entendía la pasión como fuente de error y de
desdicha).[9] El humanismo defiende por tanto el
juicio racional frente al sentimental, que será, sin embargo, determinante en
la pedagogía emocional y en la política ideológica de la corriente humanitaria
(nos referiremos a ello más adelante). Pero, por otro lado, la razón humanista nunca deviene en ese
racionalismo que nacería con la nueva filosofía y la nueva ciencia en el siglo
XVII y alcanzaría la deificación revolucionaria en la centuria siguiente. Y
ello sucede por diversas razones.
Veamos. La
razón humanista es, en primer lugar, una razón adecuada a la constitución
antropológica del ser humano, que está en la base de la tradición occidental.
Esta constitución lo define como criatura formada por una parte espiritual y
otra parte material (alma y cuerpo, en Platón; carne y espíritu, en San Pablo)
y por cuya naturaleza se configura como un ser compuesto inextricablemente de
excelencia y de miseria, dos constituyentes que han de ser gestionados por su
libre albedrío, con la noble aspiración de que las facultades espirituales
prevalezcan sobre cualesquiera otras. De acuerdo con ello, la tradición
humanista define al ser humano como un homo
spiritualis y considera que el sentido trascendente es connatural a su
condición, aunque se decanta por el carácter íntimo e independiente de las
posibles soluciones religiosas.[10] El humanista, en otras palabras, no es
necesariamente un homo religiosus,
pero en su tradición la búsqueda trascendente no es desde luego ese
prescindible y alienador señuelo de “la infancia del hombre”, como pensaba
Marx, sino una de sus intrínsecas tendencias naturales (y en realidad lo único
que otorga sentido y fin a la existencia, como reconocía el propio Freud en El malestar en la cultura[11]).
Porque ese es
otro de los rasgos esenciales de la razón humanista: su perpetua búsqueda de
orden y sentido; y ese rasgo forzosamente la sitúa en las inmediaciones del
misterio trascendente. Si hay que elegir, como decía Jean Guitton, entre el
misterio y el absurdo, el humanismo es una permanente lucha contra el absurdo.
La razón humanista no es, desde luego, una razón teológica, pero sí
teleológica, y no es utilitarista, aunque sí pragmática, encaminada a
ennoblecer al ser humano en la medida de lo posible. Los “principios” y
“premisas” humanísticos no serán, por tanto, dogmas ideológicos, pero tampoco
verdades demostrables y objetivas, sino
más bien premisas para dotar de sentido y de dignidad a la vida humana.[12] Me parece oportuno y esclarecedor traer
aquí las reflexiones de William James en un artículo de 1904 titulado
“Humanismo y verdad”, donde el filósofo norteamericano explicaba que el
concepto humanístico de verdad consiste no tanto en su objetividad literal
cuanto en sus cualidades subjetivas y sus virtualidades pragmáticas, que lo
hagan útil, elegante y congruente con nuestras necesidades vitales y nuestras
aspiraciones espirituales.[13] Así, por ejemplo, podría decirse que
son verdades de la razón humanística que el bien es más fuerte que el mal, que
la virtud favorece la dicha, que gozamos de libre albedrío y que somos
artífices de nuestro destino… Como vemos, se trata más bien de peticiones de
principio, de presupuestos de orden y entendimiento moral, pero son
absolutamente indemostrables desde la pura perspectiva del racionalismo
científico.
Todo
ello conduce, efectivamente, a establecer la necesaria diferenciación entre la
razón humanista y el racionalismo científico. La razón humanista no es
contraria a la ciencia, pero sabe que la vía científica no es la meta ni la
solución de nada. Uno de los primeros discernimientos intelectuales del
humanismo es la distinción entre sabiduría y conocimiento.[14]
La ciencia es conocimiento, pero no necesariamente sabiduría, y el humanista reclama
para sí la condición de filó-sofo en
el sentido socrático y etimológico: amante de la sabiduría. Esta discriminación
fue bien temprana en la vida de Sócrates, tal como él la cuenta en el Fedón platónico (96a y ss.), y parece
representar con fidelidad una experiencia personal suya. En su diálogo con
Cebes nos refiere su interés juvenil por la ciencia y cómo acabó “cegado” y
desengañado por esa investigación al ver que el sentido, la finalidad y los
impulsos propios del ser humano quedaban fuera de toda investigación en el
análisis científico de la realidad. Sócrates compara ese método con la
observación del sol durante un eclipse. “Se apoderó de mí el temor de
encontrarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y
pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así pues, me pareció que
era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquellos la verdad de
las cosas”. En esta crucial declaración no solo está Platón, sino también Kant,
y todo aquel saber que busca desmarcarse del desintegrador análisis empírico de
la realidad que caracteriza a la ciencia. Porque solo los conceptos (logoi) permiten al ser racional,
mediante sus capacidades intelectuales y espirituales, percibir el orden y el
sentido de las cosas y la armonía esencial del mundo.
Desde
Séneca, que cifraba la dignidad humana en la autodominio y el autoconocimiento,[15] a Petrarca (que tomaba la ciencia como
vana erudición[16]) o Montaigne (que la consideraba una “maladive curiosité”, Ensayos II,12) hasta el gran humanismo
filosófico del siglo XX la tradición humanista ha recogido esa enseñanza
socrática al considerar que una cultura basada en la ciencia puede oscurecer
más que iluminar y debilitar más que fortalecer el perfeccionamiento moral y
espiritual de los seres humanos. Hannah Arendt decía que “la estatura del
hombre” parece disminuir a medida que avanzan los conocimientos técnicos y
científicos[17] y Georg Simmel distinguía en diversos
ensayos entre “cultura objetiva” (aquella desarrolladísima a la que ha llevado el
progreso científico y técnico de nuestra civilización) y “cultura subjetiva”
(aquella que puede ser asimilada e incorporada por el sujeto de modo que pueda
perfeccionar espiritual y moralmente su vida) y cifraba la tragedia de la
cultura moderna en el desequilibrio entre ambas.[18]
Esta perspectiva humanista de las cosas es bien diferente a la que había
aparecido en el siglo XVII con Bacon y Descartes y se haría hegemónica a partir
del siglo XVIII formando parte de la perspectiva humanitaria, que venía a ser
una extraña mixtura de sentimentalidad rousseauniana y sacralización
racionalista y que trajo consigo la devoción a un mito: el moderno mito del
progreso.
2 - Perfeccionamiento personal frente a progreso
colectivo: tradición y progresismo.
El culto a la diosa
Razón que patrocinó el Estado revolucionario francés y la creación del mito del
progreso fueron de la mano, porque el progreso tenía un componente indudable de
objetividad racional, fruto del avance científico y técnico de la modernidad
(pensemos que Petrarca, el primer humanista moderno, no había presenciado en
sus 70 años de vida un solo avance científico y técnico, ni siquiera la
imprenta o la pólvora, que son ya del siglo siguiente). Sin embargo, ese
evidente progreso, para los humanistas de la modernidad, no dejaba de ser un
mito –y también un señuelo[19]- desde el punto de vista moral y
espiritual, pero para el racionalismo dieciochesco ilustrado era una verdad
inequívoca de consecuencias dichosas, y nadie lo enunció más claramente que Nicolás de Condorcet en su Bosquejo de un cuadro histórico de los
progresos del espíritu humano (1795, póstumo). Allí se afirmaba taxativamente que el progreso científico y
técnico implicaba y acarreaba por fuerza un progreso moral.
Condorcet y su
siglo tuvieron, en efecto, una noción casi soteriológica del progreso, que
consideraban lineal e ilimitado y que, metido en la hormigonera ideológica de
la siguiente centuria, acabaría bendecido social y humanitariamente,
adquiriendo carta de naturaleza política bajo el concepto de “progresismo”, una
de esas palabras fetiche de la modernidad (aunque es mucho más ambigua y vacía
de contenido de lo que parece). Pero lo cierto es que la alianza entre la
adscripción progresista y el talante humanitario pervive intacta –e incluso incrementada-
en nuestros propios días. No hay más que fijarse en el transhumanismo (o
posthumanismo) reinante,[20] heredero del humanitarismo ilustrado y
radicalmente anti-humanista en todas sus variantes (transgenérica,
ciberhumanista, genetista, animalista, etc.). El ingenuo e irredento optimismo
condorcetiano sigue, en efecto, vigente en los más conspicuos líderes de la era
digital. Eric Schmidt, a la sazón director ejecutivo de Google decía en una
conferencia de 2012: “Si lo hacemos bien creo que podremos reparar todos los
problemas del mundo”. Es ciertamente un optimismo infantil, que llega incluso a
prometer la inmortalidad del ser humano, quizá el próximo siglo, como augura
Laurent Alexandre –cirujano experto en las nuevas tecnologías y teórico transhumanista-
en su libro La muerte de la muerte,
del año 2011.
La razón
humanista se encuentra muy lejos de esas aspiraciones, que no dudaría en
calificar como síntomas y pecados de hybris.[21] La tradición en la que el humanismo se
sustenta tiene uno de sus más hondos y antiguos puntales en la sabiduría de la
tragedia clásica y, ante esos entusiasmos científico-técnicos del galopante
progreso, no puede por menos que venirle a la mente aquel desatendido “No vayas
más allá en tu investigación” que el adivino Tiresias le aconseja a Edipo. Con
otra imagen lo decía George Steiner en su ensayo El castillo de Barba Azul, cuando se refería a la tragedia del
hombre moderno, que se ve impelido a querer abrir cada una de las puertas que
encuentra cerradas, aunque con ello abra también asimismo la habitación del
horror. Un perpetuo plus ultra parece
ser el terrible destino que marca a ese “hombre fáustico” de la modernidad del
que hablaba Spengler en La decadencia de
Occidente, que lejos ya de la cultura que lo ha constituido va directo a su
necesaria extinción civilizatoria. Ese desajuste entre cultura y civilización
que resaltaba Ortega unos años después al describir al hombre moderno como un
“primitivo” dentro de un mundo hipercivilizado.[22]
Y esa cultura
humanística que ha sido la guía del hombre occidental y que ya no parece regir
en el mundo puede incluso entender el progreso civilizatorio como franca
decadencia, en la medida en que ese huracán[23]
se hace incontrolable a la gestión de su albedrío y no se subordina a lo que
realmente importa en el ser humano: la dotación de sentido, la dignidad del
individuo, el perfeccionamiento ético y espiritual. Las posibles bondades
humanitarias que proporciona el idolatrado racionalismo técnico y científico
(la multiplicación y universalización de bienes de consumo, la inmediatez y
proliferación comunicacional, los incontestables avances médicos y
asistenciales, etc.) no cautivan especialmente a la razón humanista porque se
alejan, en la práctica, de los fines y
principios de su vieja tradición: el autoconocimiento socrático, el
autodominio senequista, la aceptación de la muerte como parte de la vida, o la
irrenunciable libertad de espíritu (y de juicio) que expresaron y postularon un
Petrarca, un Erasmo, un Montaigne…
Por lo demás,
la ideología del progreso, nacida en el siglo XVIII, se asienta en dos
presupuestos dogmáticos inamovibles, relacionados entre sí, que la razón
humanista no puede compartir (al menos de una manera absoluta): la de que los
hombres del presente son más sabios y felices que los del pasado y la de que el
pasado no interesa para ordenar nuestra vida y nuestra sociedad presente. El
humanista, en cambio, tiende a mirar permanentemente hacia el pasado, no sólo
porque ahí residen sus raíces, sino también porque sabe que la Historia es la
mejor maestra -hay un fragmento célebre de Cicerón que se refiere a eso- y que
el tiempo opera en las cosas una decantación de sabiduría, señalando lo que es
permanente y lo que es perecedero (y eso ya es mucho). Esta empatía de la razón
humanista con el pasado es lo que explica que, si nos fijamos bien, muchos más
humanistas se vieron estimulados por el mito retrospectivo de la Edad de Oro
(que introdujo Hesíodo y continuó Virgilio y que en el Renacimiento cultivaron
Erasmo, Montaigne o Cervantes, pero que llega con idéntica nostalgia, aunque
con otras vestiduras, al mejor humanismo postilustrado)[24]
que por las ensoñaciones utópicas –con la notable excepción de Luis Vives- y
que todos abrigaban la íntima sensación que fue enunciada en frase famosa por
Bernardo de Chartres, representando al proto-humanismo del siglo XII: que los
que vivimos ahora no somos sino “enanos subidos a hombros de gigantes” y que si
vemos más o mejor no es por nuestro mérito sino por el de los grandes autores
que nos precedieron.
Y además no
siempre vemos más o mejor. Por lo menos en lo que afecta a la sabiduría, a la
armonía con el mundo, o la visión equilibrada de las cosas. Todos esos asuntos
metafísicos o de sentido existencial que tanto valora la razón humanista pero
que quedan fuera de la visión materialista de la ideología del progreso, donde
lo mensurable técnica, científica y estadísticamente (globalización
comunicativa, renta per cápita, índices de alfabetización, longevidad media,
etc.) es lo único que cuenta. Pero como bien percibió la sensibilidad
humanística de Leo Strauss en su ensayo ¿Progreso
o retorno? “hay problemas perennes” y son importantes y hay autores del
pasado que han profundizado en ellos más que nosotros. Su compatriota y
contemporáneo Karl Jaspers se refería a un “tiempo eje” de la Historia (entre
los siglos VI y V a. de C.: el tiempo de Buda, Confucio, Lao-Tsé, el autor del
Libro de Job, Pitágoras, Heráclito, los grandes trágicos, Sócrates…) que había
acumulado tal cantidad de espíritu y sabiduría en el mundo que era absurdo
imaginar en este plano ninguna línea sostenida de progreso.[25]
Lo mismo podría decirse, por supuesto, del arte o de la literatura, donde la
excelencia no sigue una línea histórica progresiva. No hace falta argumentar
mucho sobre ello.
Por eso el
humanista tiene, en el fondo, interiorizada una concepción cíclica de la
historia y sabe que existen momentos en los que hay que detenerse y mirar hacia
atrás para poder avanzar. ¿Qué otra cosa se hizo en el Renacimiento, que fue
además el origen del hombre y del mundo moderno? Y, en último término, desde la
perspectiva humanista la noción de progreso se hace irrelevante y está viciada
irremediablemente por su carácter ideológico, es decir: colectivista. La
ideología, por definición, masifica a los individuos y simplifica las ideas y
los acontecimientos. El humanismo, sin embargo, individualiza siempre, y le
parece absurdo pensar que los individuos progresan en bloque, a lomos de la
Historia, y no mediante el inalienable esfuerzo personal. Por esa razón el progreso histórico resulta, en último
término, intrascendente, porque lo relevante es la evolución de cada ser humano
a lo largo de su vida. Aunque a eso el humanismo no lo llama progreso, sino
perfeccionamiento, formación, paideia.
3 – De las ideas éticas a la
ideología política.
Pero la
ideología ilustrada y post-ilustrada no sólo se manifiesta en la fetichización
de la idea de “progreso” –y la estigmatización inmediata de quienes se opongan
a ella en condición de retrógrados y retardatarios en sus diversos
calificativos (“conservadores”, “reaccionarios”, “tradicionalistas”, etc.)-,
sino en la imposición de significados nuevos a conceptos que habían alojado
ideas antiguas, convirtiéndolas en ideología y pervirtiéndolas radicalmente. Es
el caso de la tríada clásica de la Revolución francesa: “libertad”, “igualdad”
y “fraternidad”, que se hicieron corresponder con los tres colores de su
bandera: el blanco, el azul y el rojo. Examinemos algunas cuestiones a partir
de estos tres conceptos.
a)
Libertad interior y libertad exterior.
El concepto
postrevolucionario de “libertad” –tal como se representa alegóricamente en el célebre cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo (1830)- es
exterior, manifiesto, público; es una libertad que va armada, abanderada,
descocada, y que es bien visible a los ojos de todos. Esta libertad no era
necesariamente incompatible con la libertad tal como era entendida por la
tradición humanista, pero en realidad poco tenía que ver con ella. La idea
humanística de libertad tenía un carácter eminentemente interno y se
manifestaba en una doble proyección: el libre albedrío y la libertad de juicio.
El libre
albedrío –bandera teológica de la religión católica frente al determinismo
protestante (y frente al fatalismo islámico)- es la capacidad que tiene el ser
humano para actuar en un sentido u otro (y, en términos teológicos, para
salvarse o condenarse en función de sus elecciones). Y como evidencia ese texto
emblemático de la tradición humanista que es la Oratio de hominis dignitate (1486) de Giovanni Pico della
Mirandola, el libre albedrío es precisamente el rasgo distintivo de la especie
humana, que lo diferencia de todas las demás criaturas, esclavas de sus
instintos, y que lo introduce en la grandeza de la responsabilidad moral,
permitiéndole ennoblecer o degradar su condición humana elevándola hacia la divinitas o cayendo a la animalidad de
la feritas. El libre albedrío se
tiene siempre, aunque no se tenga libertad exterior. Por su parte, la libertad
de juicio es la proyección del libre albedrío en la condición racional del ser
humano. Es el atributo más estimado por la tradición humanista para la
aprehensión y desarrollo personal del conocimiento: la actitud que postulaba
Sócrates contra los prejuicios y las perezas mentales, la que defendía Petrarca
frente al saber petrificado de las escuelas y academias universitarias de su
tiempo y lo que Erasmo representaba frente a los dogmas inquisitoriales. ¿Y
cómo no ver la vigencia que cobran esas actitudes frente a la opresiva realidad
de hoy mismo?
Pero resulta
curioso y revelador constatar que la autonomía que ostenta el ser humano merced
al libre albedrío y el libre juicio parece haber menguado y casi desaparecido
con la post-ilustrada modernidad humanitaria, que tanto ensalza y ha ensalzado
las libertades públicas. La libertad de juicio choca, en efecto, contra el
dogmatismo ideológico que generan los “ismos” políticos, culturales y sociales
(comunismo, fascismo, deconstruccionismo, feminismo, animalismo, etc.) y hoy se
ha llegado en este sentido al desiderátum de la ideología con el pensamiento woke y las políticas de la cancelación.
Y el libre albedrío choca, por su parte, contra los desresponsabilizadores
determinismos biológicos, psicológicos y sociales que “descubrieron” nuevas
disciplinas -motejadas por el positivismo decimonónico como “ciencias del
hombre” (sociología, psicoanálisis, antropología, etc.)- y que han desembocado en
las actuales teorías liberticidas de la genética última y de la
neurociencia. La conclusión paradójica –o tal vez no tanto- es que a medida que
crecen las libertades exteriores desciende -o incluso se anula- la
consideración de la libertad interior, que es la que realmente ennoblece y
distingue al ser humano del resto de las criaturas.[26]
Y, a fin de cuentas, podría concluirse que, sin el concurso regulador de la
libertad interior –uno de cuyos máximos y sofisticados ejercicios, como
repetían los estoicos, es la prerrogativa de dominarse a sí mismo-, la libertad
exterior es un regalo venal (y por demás peligroso) que
el humanitarismo ilustrado concedió a las masas.
b) Igualdad
constitutiva e igualitarismo social
El segundo
concepto de la tríada revolucionaria –absolutamente definitorio de la ideología
humanitaria- es el de la igualdad. Y, sin embargo, es también un
concepto que está en el origen de la tradición humanista, aunque de nuevo los
respectivos significados sean bien distintos.
En efecto, las
dos fuentes primigenias del humanismo –la clásica y la cristiana- sancionan la
igualdad constitutiva del género humano. Séneca postulaba una doctrina ética
universal basada en la razón y apta, por tanto, sin distinción alguna, para
romanos y bárbaros, libres y esclavos (Epístolas
a Lucilio, XLIV), y San Pablo establecía en un célebre versículo la igualdad
de todos los seres humanos ante los ojos de Dios, al margen de sexos, razas y
estados: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni
mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3,28). El humanismo cristiano estableció, por tanto, como
uno de sus puntales la paridad constitutiva de los seres humanos; pero a partir
de ahí, cuando las almas actúan, todo contribuye a mantener en esa tradición
una actitud discriminatoria en función de la capacidad, la competencia y el
esfuerzo que cada individuo imprima a sus acciones.[27]
Por lo demás, la desigualación es un hecho crecientemente irrefutable: a medida
que el desarrollo social generaliza en el mundo la necesaria igualdad de las
oportunidades, destaca con más evidencia la inevitable desigualdad de las
almas.[28]
Pero el
demagógico discurso igualitario confunde igualdad con igualación y su
arbitrariedad queda resumida en una frase que aparece en el irónico examen que
Platón, en el Libro VIII de La República,
lleva a cabo sobre el sistema democrático, que queda descrito en estos
términos: “un régimen (…) que concederá indistintamente una especie de igualdad
tanto para los que son iguales como para los que no lo son” (558c). La igualdad
democrática supone, en efecto, que cada individuo, sin atender a su mérito ni a
su calidad, es exactamente igual a su vecino y equivale a un voto. Eso es plausible, como mal menor, en el
terreno político, pero el pensamiento humanista siempre ha postulado que en
cualquier otro ámbito -moral, estético, intelectual, espiritual- debe imperar
el principio de jerarquía.[29] No hay en ello ningún elitismo social,
sino todo lo contrario. Horacio, el más ilustre impugnador del vulgo en la
antigüedad y formalizador de un célebre tópico en este sentido,[30] fue hijo de un esclavo liberto y se
declaraba orgulloso de esa ascendencia. Porque habría que puntualizar que para
Horacio –y para la tradición humanista- el denostado vulgo (vulgus) no es el pueblo (populus), que es digno de respeto, sino
esa mayoría -que incluye, en no pocos casos, a la minoría letrada- incapaz de
reconocer y de valorar, por su desidia o cortedad de espíritu, la excelencia de
la virtud, de la sabiduría, del arte verdadero...
Pero el
humanitarismo no participaba de ese jerárquico y discriminador punto de vista y
desde sus inicios estableció unas bases filosófico-jurídicas que perseguían un
consenso universal y que afianzaban con vocación proliferante la perspectiva
igualatoria. Esta intervención, que es toda una bandera de la Modernidad, se
formalizó en 1789 mediante la Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano, y fue ampliada dos siglos más
tarde en las Naciones Unidas por la Declaración
universal de los derechos humanos de 1948, aunque siempre está abierta,
como bien sabemos, a incorporar nuevos ítems. El proyecto –necesario y legítimo
en muchos sentidos- adolece, sin embargo, de una evidente unilateralidad: en su
afán de afianzar la idea de igualación democrática despliega, al margen del
mérito y la singularidad, una extraordinaria panoplia de derechos que el ser
humano adquiere por el hecho de nacer, sin mención alguna al contrapeso
necesario de deberes correspondientes.
Y aquí nos
encontramos con otra diferencia -sustancial y significativa- entre el humanismo
y el humanitarismo: éste se preocupa por los derechos, aquel por los deberes.[31] Así, en perfecta coherencia con sus
principios y con sus fines y, frente a la creencia sostenida por la modernidad
humanitaria, la razón humanista recuerda que los derechos no anidan
naturalmente en el ser humano, sino que son atribuciones jurídicas venidas
desde fuera, mientras que son los deberes los que salen de dentro, y en el
propio deseo de materializarlos está
nuestra singularización y nuestro perfeccionamiento. Ahí se cifra, en último
término, la verdadera apuesta del ser humano, la conocida exhortación pindárica
de “llega a ser el que eres”. A nadie le ennoblece ostentar un derecho, lo que
ennoblece verdaderamente es consumar un deber. Por eso Simone Weil, cuya
defensa de los desamparados y de la justicia social era incuestionable,
lamentaba que se hubiera puesto en boca de los desfavorecidos el concepto
político de “derecho”, un regalo dañino “que aplasta a las almas” y que carece
de todo sentido ético.[32] La tradición humanista no perdió nunca
de vista esta consideración y tuvo el máximo cuidado en no hurtar a los
desfavorecidos esa vía de ennoblecimiento.[33]
Esta atrofia
de deberes e hipertrofia de derechos es sin duda un sesgo enfermizo de nuestra
época, e impide una visión sensata y adecuada de las cosas. Muchos asuntos se
esclarecerían intelectualmente si se abandonara la perspectiva humanitaria y se
acogiera la visión humanista. Pensemos, sin ir más lejos, en el problema de la
inmigración. Desde la mentalidad
humanitaria la cuestión se percibe como colisión de derechos iguales entre los emigrantes y los naturales
del país, cuando en realidad debería plantearse como un concurso de obligaciones diversas (aunque complementarias): el
deber de acogida, por una parte, y el deber de respeto a los principios y
normas de la sociedad acogedora, por otra. O, por decirlo en términos antiguos:
el “deber de la hospitalidad” y el “deber de la suplicación”, que eran sagradas
instituciones sociales de cuyo buen funcionamiento hay ejemplos fehacientes
tanto en la épica homérica como en la tragedia clásica.
c) Juicio
racional y juicio sentimental – la quimera de la fraternidad
Esta
hipertrofia de los derechos, propiciada por la ideología humanitaria fue sin
duda bienintencionada, pero acudió para difundir su mensaje a un emocionalismo
que resulta a la postre terreno abonado para manipular las conciencias y
obtener rápidos y cómodos réditos políticos. Ese es otro de los signos de la
época, que enfrenta de nuevo la modernidad
humanitaria con el viejo humanismo: la sustitución del juicio racional
por el sentimental. Y surge aquí otra vez el equívoco desvelado por la
tradición humanista: contra lo pueda parecer, es la razón lo que une a los
seres humanos (al margen de su sexo, raza, condición, origen social, etc.),
mientras que el sentimiento es lo que nos aproxima a algunos, pero nos
distancia y separa del resto.
Sin embargo,
eso no es lo que parece entender la mentalidad humanitaria. Y surge aquí como
referencia inevitable la figura de Jean-Jacques Rousseau, el padre común del
juicio sentimental y de la ideología igualitaria. A despecho de su cacareado
racionalismo, la Europa de la Ilustración contempla el auge de la comedia
lacrimógena y de la novela sentimental, en las que se educa a los ciudadanos en
las nuevas ideas mediante la apelación directa a las emociones y a los
sentimientos. Todo un paradigma fue el éxito enorme de La nueva Eloísa del autor ginebrino.[34]
Pero Rousseau da cobertura a este designio en toda su obra. En Del contrato social parte de la
“igualdad de derechos de los ciudadanos” para establecer un pacto merced al
cual el Estado-tutor debe educar y corregir y, si es necesario reprimir, las
voluntades particulares y las inadecuadas opiniones del pueblo para ajustarlas
a una opinión correcta, que se supone válida y útil para la mayoría (he ahí el
antecedente moderno de la ideología de la corrección política y de las medidas
de “cancelación”). Y todo ello para proteger a los débiles y a los
desfavorecidos, que pueblan el planeta de “víctimas sociales”[35] merecedoras de nuestra “compasión”, un
sentimiento que Rousseau, en su Discurso
sobre el origen de la desigualdad de los hombres considerará una virtud
moral de la máxima importancia, sin la cual el hombre y las sociedades se
hubieran hundido en la depravación absoluta.[36]
Este terreno
de la actividad equilibradora y de la asistencia social es el campo propio y
propicio del filantropismo humanitario, que empezó por desterrar por sus
connotaciones religiosas los términos “caridad” (=amor) o “beneficencia” (bene facere) de la tradición cristiana
para sustituirlos por otros como “ayuda” o “solidaridad”[37]
que, a su juicio, representan mejor la objetividad pragmática de la acción
compasiva. Y obviamente entramos aquí de lleno en el tercer elemento de la
tríada revolucionaria: la fraternidad. Si los otros dos conceptos –la libertad
y la igualdad- acumulaban, como hemos visto, no pocas ambigüedades y
contradicciones y habían supuesto en la nueva perspectiva humanitaria una
torsión política e ideológica de las ideas humanistas, aquí nos hallamos con
una adulteración conceptual de signo distinto, pues la fraternidad fue una mera
declaración de intenciones -un flatus
vocis del sarampión revolucionario- y tampoco había sido propiamente un
concepto de la tradición humanística, que lo utilizó sólo sub specie religionis, en el sentido de “hermanos en Cristo”, de
acuerdo con la expresa “voluntad del Padre” (San Pablo, Colosenses, 1,2; Mateo, 12,50).
Pero eso era una quimera de la santidad que no podía exigirse al hombre
común, y la razón humanista no se hacía ilusiones sobre dicha idea[38], prefiriendo, en efecto, la noción
selectiva de la “amistad” o la comunión íntima entre las almas nobles, antes
que el universal e indiscriminado sentimiento fraterno.
El
filantropismo post-ilustrado, en cambio, sí acogió, provisionalmente, el mantra
ideológico de la “fraternidad universal”, aunque, dada la índole laicista de su
pensamiento y el contexto político en el que se desarrolló el concepto, éste
comenzó como una aporía y terminó siendo una falacia. Pues la fraternidad sólo
tenía sentido en relación a un Padre común y universal que diera significado a
ese vínculo entre “hermanos”.[39] La ignorancia revolucionaria pareció no
advertir la obviedad de este hecho y utilizó el concepto en el sentido político
y sindical de las “hermandades” profesionales que se aliaban contra el patrono,
con lo que esa fraternidad supuso más bien la actualización del mito que
desarrollaría Freud en su libro Tótem y
tabú: las primitivas hordas de hermanos que se unían para devorar al padre
castrador y establecer así el consiguiente período de “alianza fraterna”.
Aunque, como bien se sabe, los hermanos en la Revolución, después de asesinar
al Padre, acabaron comiéndose unos a otros...
Así terminó en
la Francia revolucionaria el Siglo de las Luces, que vio nacer las ilusiones
humanitarias del mundo moderno: el culto a la Razón, las ideologías
liberadoras, el sentimentalismo compasivo. Hoy en día esas ilusiones –con
renovados modos- tienen máxima vigencia, alentadas y fiscalizadas por el
ordenancismo global del pensamiento woke.[40] Pero conviene no olvidar de qué modo
acabaron los bellos conceptos que coloreaban su bandera. La libertad acabó en
terror, la igualdad –que superó la fea discriminación de decapitación para
nobles y ahorcamiento para plebeyos- en guillotina para todos; y la fraternidad –ya lo hemos visto- en el
florecimiento de los odios mutuos. Alumbrados por otras luces –que no son las
de Francia en el siglo XVIII, sino las que habían empezado a alumbrar muchos
siglos antes en Grecia, Roma y Jerusalén-, los valedores de otra tradición, hoy
casi olvidada, aunque propiciadora, ni más ni menos, de la cultura de
Occidente, reclamamos un regreso a los postulados de una razón humanista que
nos proteja y salve de la ideología en curso, tan bienintencionada
posiblemente, pero tan errada y tan dañina para el desarrollo profundo y
armónico del ser humano.
NOTAS
[1] Sobre
el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Marcial Pons,
2010. Reedición en Cypress Cultura, 2024, pág. 11.
[2] El término, en su moderna acepción
cultural, suele remitirse al filósofo y pedagogo germano Friedrich Immanuel
Niethammer en un libro de 1808 al que nos referiremos después.
[3] Veamos, a título de ejemplo, este
fragmento de un conocido texto de Thomas Mann, titulado Advertencia a Europa, escrito en 1935: “Todo humanismo conlleva un
elemento de debilidad que tiene que ver con su desprecio por el fanatismo, con
su tolerancia y su inclinación por la duda; en suma, con su bondad natural, que
puede, en ciertos casos, resultarle fatal. Lo que se necesitaría hoy es un
humanismo militante, un humanismo que descubriera su virilidad y que se
convenciera de que los principios de libertad, de tolerancia y de duda no se
deben dejar explotar y trastocar por un fanatismo carente de vergüenza y de
escepticismo”. Atribuir al humanismo los conceptos humanitarios de “tolerancia”
y “bondad natural” y echar, en cambio, en falta su supuesta “virilidad” y su
condición “militante” indican bien a las claras que la peligrosa confusión
entre humanismo y humanitarismo había hecho mella en los representantes más
conspicuos de la alta cultura en las primeras décadas del siglo XX. Para el
análisis de esta confusión en Thomas Mann, especialmente en La montaña mágica, pueden verse las
páginas 374-377 de la mencionada reedición de mi libro Sobre el viejo humanismo (vid supra,
nota 1).
[4] Un autor que ofrece tantos rasgos
humanísticos como disolventes de esa tradición. Véase Sobre el viejo humanismo, ed. cit. págs. 253-263.
[5] La
tradición humanista en Occidente, Alianza Editorial, Madrid, 1989, pág.
200.
[6] Said marca, de hecho, una tendencia
general -presente incluso en quienes pasaron un día por ser conspicuos
representantes del humanismo tradicional- que ha ido derivando su mensaje
ostensiblemente, aproximándolo al humanitarismo woke. Un caso extremo y significativo es el de la filósofa
estadounidense Marta Nussbaum, autora de obras de referencia humanística como La fragilidad del bien (1986), cuyo
pensamiento en el presente siglo ha desembocado en planteamientos ultra
feministas y ultra animalistas, asumiendo los dictámenes del sentimentalismo
ético y patrocinando las “políticas de la cancelación”.
[7] El humanitarismo, en efecto, se
manifestó muy pronto como una “ideología”, algo que despierta la
susceptibilidad de cualquier humanista. El principal de ellos en nuestro siglo
XIX, Marcelino Menéndez Pelayo, lo veía de este modo, en una carta a su amigo
el novelista y crítico Juan Valera, aludiendo al humanitarismo krausista de
Giner de los Ríos: “Yo no detesto a los krausistas por librepensadores, puesto
que hay muchos pensadores libres que, por la grandeza de su esfuerzo
intelectual, me son simpáticos. Los detesto porque no pensaron libremente y
porque todos ellos, y especialmente Giner, son unos pedagogos insufribles” (2
de septiembre de 1886). Y en las páginas que les dedica en la Historia de los heterodoxos españoles
dice: “Todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su
aspecto exterior”. Por lo demás Menéndez Pelayo acostumbraba a verter sus
ironías siempre que usaba el término “humanitario” y solía adornarlo de
connotaciones peyorativas que tenían que ver con la inconsciencia, la vaguedad,
la demagogia o la hipocresía.
[8] Así resume D’Alembert la relación de los
humanistas del Renacimiento con los autores antiguos: “se tradujeron, se
comentaron y, por una especie de gratitud, se dio en adorarlos, sin conocer ni
mucho menos lo que valían”. Es absolutamente inexplicable esta descalificación,
que nosotros aplicaríamos al propio d’Alembert.
[9] El extremismo ético cristiano –tan
opuesto al racionalismo clásico greco-latino como al pragmatismo judío- no dejó
de ser un producto histórico de la creencia inminente en la parusía y, aunque
profundizó y sutilizó considerablemente la reflexión ética occidental, era
imposible de llevar a cabo en su literalidad y tuvo que ser abandonado como
patrón general de conducta. Remito sobre esto a mi libro Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica,
Antonio Machado Libros, 2002, págs. 251 y ss.
[10]
Es decir, por la decir la secularización,
lo cual supone una separación operacional de lo trascendente y lo inmanente
(magníficamente expresado por Baltasar Gracián en el aforismo 251 del Oráculo Manual: “Hanse de procurar los
medios humanos como si no hubiera divinos, y los divinos como si no hubiera
humanos”), pero no por el laicismo
(que es la expulsión y negación de lo trascendente).
[11] “No estaremos errados al concluir que
la idea de adjudicar un fin a la vida humana no puede existir sino en función
de un sistema religioso” (Alianza Editorial, Madrid, 1970, pág. 19).
[12]
El propio Platón con todo su idealismo espiritual (tan diferente al pragmatismo
ético de Aristóteles) admite en varios lugares de La República (389b, 414bc, etc.) el uso de la “noble ficción”
(γενναίος ψευδός), empleada como fármaco en beneficio de la comunidad con el
fin de estimular un orden espiritual y evitar la degradación de las almas.
[13]
Artículo incluido después como capítulo en su obra de 1909 The meaning of truth (traducción española: El significado de la verdad, Buenos Aires, Aguilar, 1957).
[14]
Cuadran aquí los conocidos versos de T. S. Eliott, de su poema Choruses from The Rock: “Where is the
wisdom we have lost in knowlege?,/ where is the knowledge we have lost in
information?” Versos que aún son más actuales 90 años después de ser escritos.
[15]
“El geómetra nos enseña a medir los latifundios en lugar de enseñarme cómo
medir lo que es suficiente al ser humano” afirmaba Séneca en su Epístola 88 a
Lucilio, y esta perspectiva expresa a la perfección las prioridades de todo
humanismo.
[16]
Sobre todo en su tratado Sobre la
ignorancia. Véase para esto, Sobre el
viejo humanismo, ed. cit., págs. 184-186.
[17]
Este es el tema del capítulo VIII de su obra Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona, 2003, págs. 403
y ss.
[18] Véase, por ejemplo, El individuo y la libertad. Ensayos de
Crítica de la Cultura, Barcelona, Ediciones Península, 1986, p. 126.
[19]
Un señuelo del que se desprende la tradición
humanista desde sus mismos orígenes. La actitud relativizadora de todo progreso
puede ya encontrarse tanto en el virgiliano omnia
iam vulgata (ya todo está dicho) como en el judío nihil novum sub sole del Eclesiastés.
[20]
“Transhumanismo” parece ser el término más utilizado, aunque “posthumanismo”
quizá sea preferible, porque revela la crudeza de la realidad. El término
transhumanismo puede sugerir lo que no es: una transformación perfeccionadora
del ser humano, desde el punto de vista moral o espiritual. De hecho, Dante
utilizó así en la Divina Comedia el
verbo “transhumanar” (trasumanar) en
el verso 70 del primer canto del Paraíso para referirse a la espiritualización
que allí experimentan los bienaventurados.
[21]
Además de errores de conocimiento humano. Cabría recordar la advertencia de San
Agustín: “Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis” (Confesiones IV, 12, 18).
[22] Véase el capítulo IX de La rebelión de las masas.
[23]
“Huracán” llamaba Walter Benjamin al progreso en su célebre glosa al Angelus Novus de Klee, Discursos interrumpidos 1, Taurus,
Madrid, 1973, p. 183.
[24]
Mencionemos sólo dos textos magníficos y paradigmáticos en los que la nostalgia
humanista por la virtud de los tiempos pre-revolucionarios se actualiza en los
tiempos inmediatamente postrevolucionarios: Las
cartas sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller, tras
la revolución francesa, y El mundo de
ayer de Stefan Zweig, tras la revolución bolchevique y la irrupción del
nazismo.
[25]
Véase el capítulo I de su obra Origen y
meta de la Historia (trad. esp. en Alianza Universidad, Madrid, 1980).
[26]
Este desbarajuste en la condición de las libertades ha provocado confusiones
llamativas, incluso –o quizá sobre todo- entre los supuestos “intelectuales” de
la modernidad. Valga sólo una muestra. En la última película, Adiós al lenguaje, de Jean-Luc Godard se
dice lo siguiente: “La conciencia hace ciega al hombre. Sólo la mirada de un
animal es libre”. ¿Qué extraño (e inhumano) sentido puede abrigar aquí la
noción de libertad cuando el hombre es precisamente el único ser libre que hay
sobre la tierra?
[27]
Existe hoy en día, por cierto, una acusada estigmatización por parte del
hegemónico pensamiento humanitario acerca del concepto “discriminación” (como
si viniera de “crimen” en vez de hacerlo de “discernir”), pero la tradición
humanista cifraba la sabiduría en un ejercicio de discriminación permanente.
Decía Cicerón hablando de Demócrito que, al quedarse ciego, no había perdido
nada de su sabiduría, pues “podía discernir (discernere) claramente el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo
honesto de lo vergonzoso, lo útil de lo inútil, lo importante de lo superfluo”
(Tusculanas, V, 114).
[28]
En Del contrato social Rousseau
aborda este argumento alegando que “precisamente porque la fuerza de las cosas tiende
siempre a destruir la igualdad es por lo que la fuerza de la legislación debe
tender siempre a mantenerla" (Libro II, cap. 11).
[29]
El principio jerárquico es más consustancial al pensamiento humanista que el
principio democrático e igualitario, al que se le atribuye un valor meramente
funcional. Este punto ha llevado a engaño a muchas reflexiones sobre el
humanismo, incluso en pensadores sensibles y dignos de crédito. En un reciente
artículo de Fernando Savater (The
objective, 14 de enero de 2024) titulado precisamente “Humanismo y
Humanitarismo” las interesantes consideraciones diferenciadoras del pensador
vasco (basadas sobre todo en la evidencia del humanismo como “actitud
intelectual”, frente a la “postura sentimental” del humanitarismo) quiebran a
la hora de considerar a la “deliberación democrática” como elemento esencial
del planteamiento humanístico. Esto, a mi juicio, le hace argumentar de manera
impropia algunas consideraciones con las que, por otra parte, estamos de
acuerdo, como cuando afirma que el “humanismo” es partidario de Israel,
mientras que el “humanitarismo” es pro-palestino porque, frente a las
dictaduras islámicas que la rodean, Israel “ha conseguido establecer una
democracia moderna”. Pero eso sería, en todo caso, un efecto, no la razón
originaria: si el humanismo es “pro-israelí” es sobre todo porque la fuente
judeo-cristiana está en el origen histórico, metafísico y simbólico de nuestra
cultura occidental humanística.
[30]
Se trata del Odi profanum vulgus con
el que se abre una de sus odas (III,1). Habría que advertir que el vulgus no se refería terminológicamente
a la totalidad del populus romano,
sino a una parte –aunque mayoritaria- de él
La verdad es que Horacio poseía en todos los ámbitos una militante
conciencia ética y existencial de la excelencia y de la singularidad. Su Arte poética es, entre otras cosas, un
tratado contra la mediocridad literaria y se manifiesta intolerante con ella y
contra el atrevimiento de los incompetentes. Su justificación es bien sencilla:
escribir poesía es innecesario y no hay razón, por tanto, para que el no dotado
se deshonre a sí mismo, degrade al Arte y colme la paciencia de los
demás...
[31]
No en vano uno de los libros fundamentales del padre del humanismo clásico
–Cicerón- se titula precisamente De
Officiis (De los deberes).
[32]
En su ensayo “La persona y lo sagrado”, incluido en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, págs.
17-40, cita en págs. 25-26.
[33]
Así, cuando escribe Luis Vives su admirable tratado Del socorro de los pobres, que supera los límites de la caridad
medieval y postula un racional sistema asistencial para los necesitados, no se
le ocurre pensar en sus derechos,
sino que se refiere a sus “necesidades” y no olvida, en cambio, dedicar un
capítulo para establecer “De qué modo deben portarse los pobres”: no han de
mostrarse soberbios ni desagradecidos, ni permanecer ociosos todo el tiempo, ni
estar corroídos por la envidia, etc.
[34]
Como se ha recordado, muy justamente, “el público ilustrado seguía con avidez
los capítulos de la obra de Rousseau y veía en este libro, más que en ningún
otro, el nuevo ideario actuando en el mundo, enfrentándose a los problemas
cotidianos y proponiendo soluciones a los mismos” (Julio Seoane Pinilla, La ilustración olvidada, Fondo de Cultura
Económica, México, 1999, pág. 40, nota).
[35]
De nuevo no hace aquí el humanitarismo acepción de personas, porque el
individuo que tiene el estatuto de víctima social y estimula por esa misma
condición nuestros sentimientos empáticos y positivos puede ser también una
malísima persona.
[36]
La tradición humanista clásica, en cambio, tendió a considerar a la compasión
como una emoción válida y comprensible, pero se resistió a considerarla como virtud, porque al fin y al cabo era una
“pasión” (compasión) al margen de lo
racional y alojaba con frecuencia huéspedes impuros: placer, interés,
superioridad, etc.
[37]
Un término opaco que viene del derecho mercantil (solidus = moneda firme, de donde deriva sueldo, que es cuando el
valor de la moneda coincidía con la paga).
[38]
Así lo demuestran dos mitos primigenios de las fuentes judeo-cristiana y
clásica que nutren esa tradición: Caín y Abel y Rómulo y Remo.
[39]
El culto Schiller lo vio claramente en su Himno
a la alegría de 1786, donde “todos los hombres se vuelven hermanos” en una
exaltación de gozo y plenitud de la vida; pero la celebración, casi pagana, del
poema concluye con esta reflexión: “¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada /
tiene que vivir un Padre amoroso”.
[40]
Pensamiento que revive en nuestros días ese “vicio característico de los
«progresistas»” del que hablaba hace más de un siglo Ortega y Gasset, que
aparece por primera vez en el siglo XVIII y fantasea un “deber ser” social que
“pretende obrar mágicamente sobre la historia”, olvidando la realidad y el
“buen sentido” de las cosas (España
invertebrada, Segunda Parte, cap. 4, “La magia del «debe ser»”).