Platón y el destino del hombre

Traducción del capítulo homónimo (pp. 9-24) del libro de Constantine Cavarnos, Plato’s view of man, publicado en 1975 por el Institute for Byzantine and Modern Greek Studies de Belmont, Massachussetts. Traducción de José Luis Trullo. (Los pasajes de las obras de Platón se toman de la edición de Gredos).


 


En el Teeteto, Platón afirma que la filosofía tiene su origen en el estupor (θαυμάζειν), y con esta palabra no se refiere a una emoción de sorpresa cualquiera pues, como declara en la República (475d), no se puede calificar de filósofo a quien meramente muestra un interés superficial por aprender o estudiar:

—Todos los que aman los espectáculos con regocijo por aprehender, me parece a mí, son de esa índole; y aún más insólitos son los que aman las audiciones, al menos para ubicarlos entre los filósofos, ya que no estarían dispuestos a participar voluntariamente de una discusión o de un estudio serio; antes bien, como si hubiesen arrendado sus oídos, recorren las fiestas dionisíacas para oír todos los coros, sin perderse uno, sea en las ciudades, sea en las aldeas. A todos estos aprendices y otros semejantes, incluso de artes menores, ¿llamarás filósofos?

—De ningún modo —respondí—, más bien parecidos a filósofos.

A la pregunta de quiénes pueden ser considerados, en buena lid y con toda propiedad, como filósofos, Platón responde: “A quienes aman el espectáculo de la verdad”. Sin embargo, para Platón la ocupación fundamental de aquel que se consagra a la filosofía debe empezar por el propio hombre pues, de acuerdo con la propuesta de su maestro Sócrates, “se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás seres” (Teeteto, 174b).

Para Platón, la cuestión básica de la filosofía no es de índole académica o meramente intelectual, sino existencial. Es precisamente esta dimensión vital la que se le planteó al propio Platón al principio de su carrera como pensador, de manera que no se sintió atraído por la elucidación de los principios subyacentes a cualquier ciencia –como los presocráticos–, o por desarrollar un sistema  que le granjease riqueza o reputación entre sus contemporáneos –como los sofistas–, o por implementar un método que permitiera a la humanidad mejorar sus condiciones de vida material –como los estadistas–; lo fundamental para él era investigar la propia naturaleza humana y, a partir de ahí, la de la verdad de lo real: y es que sin dirimir la primera, como ya hemos dicho, no es posible alcanzar ninguna certeza acerca de la segunda.

Francis Bacon empezó a filosofiar al sentirse insatisfecho con las condiciones de la existencia humana de su época, y se entregó a la reflexión filosófica confiando en materializar de su mano el reino del hombre sobre la tierra. Descartes, por su parte, lo hizo porque no se sentía conforme con el tipo de conocimiento de su tiempo, al cual percibía (a excepción de las matemáticas) como incierto y poco fiable. Tanto en uno como en otro caso, la indagación filosófica cobró ímpetu a partir de la insatisfacción con el estado de las cosas tal y como lo vivían ambos autores. Lo mismo puede decirse acerca de Platón, incluso en mayor medida, ya que su desasosiego anidaba en lo más hondo de su ser, lo cual imprimía a su tarea reflexiva una dimensión aún mayor, si cabe, pues filosofando estaba en juego, en cierto sentido, su propio destino como individuo: Platón filosofaba, no por sentirse en desacuerdo con las condiciones materiales o con el método de la investigación de su época, sino con la propia forma en que el hombre habita la tierra, considerada desde una perspectiva cognitiva, estética, ética y religiosa.

Si bien tanto Platón como Descartes emprenden su singladura filosófica con una negación previa de lo admitido en su época, tomando distancia respecto a las categorías vigentes y alimentando respecto a ellas un denodado escepticismo crítico, en el caso del francés advertimos que se trata de una reserva estratégica, mientras que en el del griego es integral y atañe a su propio ser más profundo. En su Discurso del método, Descartes se propone “dudar de todo”, si bien ello no afecta a materias como la teología, la ética o la política, sino que se trata de una puesta en cuarentena retórica, una mera abstracción; no percibimos en ello una experiencia abismal como la que sí atestiguan otros autores, como Agustín, Pascal o Kierkegaard, en quienes palpita una duda existencial que les  sacude sus cimientos más hondos.

El caso de Platón es sustancialmente distinto. Yo me imagino su reflexión interna más o menos en estos términos: “Aquí estoy, en este mundo, rodeado de seres semejantes a mí. Observo que algunos de estos seres mueren y después es como si jamás hubiesen existido. Es evidente que un destino similar nos aguarda a los demás, incluido yo mismo. La vida de estos seres parece consistir en un breve período entre el nacimiento y la muerte. Este efímera existencia consiste, casi en su totalidad, en una perpetua sucesión de luchas, penurias y necesidades. Por su parte, la sociedad humana se caracteriza por la ignorancia, la trivialidad, la crueldad y la injusticia, hasta el punto de haber enviado a la muerte al propio Sócrates, el hombre más justo y sabio. Lo que llamamos historia no parece ser otra cosa que un ciclo carente de sentido en el cual las civilizaciones nacen, crecen y declinan. ¿A esto se reduce la vida humana? ¿Somos las personas sombras ambulantes, tristes actores que representan su papel durante un tiempo sobre el escenario, antes de esfumarse para siempre? ¿Es el hombre un fenómeno meramente empírico y caduco, que habita la tierra durante un brevísimo lapso de tiempo, abocado a la aniquilación y la muerte? ¿O existe algo más que el cuerpo que fenece y se desintegra para siempre? ¿Podría ocurrir que exista en mí algo más, un alma sustancialmente distinta del cuerpo, una instancia consciente que piensa, desea y siente, capaz de sobrevivir a la destrucción? Es más, ¿no puede ser que el alma, tras haber deteriorado muchos cuerpos, perezca a su vez tras abandonar el último de ellos? Sin embargo, tampoco hay que descartar que el alma individual sea inmortal, indestructible, y que exista un ámbito del ser distinto, invisible, donde se vea purificada y, entonces, acceda  a la Verdad, la Bondad y la Belleza perfectas. Estas son, para mí, ahora que he empezado a reflexionar seriamente, las cuestiones más importantes; me resultan terriblemente acuciantes y deben ser resueltas de un modo u otro. Cuando encuentre la respuesta, determinará todo lo que seré en adelante. Proseguiré con mis meditaciones, y si llego a la convicción de la primera opción, la de que soy un fenómeno efímero, trataré de olvidar el hecho de la muerte, de borrarlo de mi mente en la medida de lo posible, entregándome sin apuro a las distracciones de la vida diaria. O bien me ocuparé en la creación de valores temporales y corruptibles que me ayuden a olvidar la muerte. En cualquier caso, habré resuelto el enigma de mi existencia al descubrir que esta carece de sentido: «Vivo en medio de un mentira y muero por una mentira, pues la tierra es una mentira y se asienta en la mentira, en un absurdo estúpido». Si, en cambio, alcanzo la convicción de que este planteamiento es falso y el otro verdadero, el conjunto de la situación cambia por completo. Me diré entonces a mí mismo: «Vivo por alcanzar la inmortalidad, y la persigo con ardor. Puedo emprender el camino que dirige al más alto, supremo bien: el eterno ámbito del ser».

Platón está convencido de que esta segunda opción es la correcta. En esta tesitura, Descartes, tras aplicar su duda metódica, alcanzaría su primera verdad indudable: “Pienso, luego existo”. A partir de esta verdad, pasa a deducir la existencia de Dios, y de ella la del mundo exterior, material. Se consagra entonces al estudio de la física y la matemática, de la anatomía y la fisiología. Platón, por su parte, nunca dudó de la existencia del mundo externo, y seguramente habría sonreído ante las “pruebas” que aporta Descartes en su favor; de hecho, el griego procede gradualmente, tras la tortuosa experiencia de una duda radical acerca de las cuestiones más centrales de la existencia, hasta alcanzar la conclusión de que el alma es inmortal y que mora en un mundo que no se puede percibir por los sentidos, un ámbito de eternidad al cual el alma está destinada.

El filósofo griego habría enunciado su conclusión como sigue: “Tras muchas dudas y una prolongada reflexión, he llegado a la convicción de que, en esencia, soy un ser inmortal, cuya auténtica morada es un reino de absoluta verdad, belleza y bondad. Pero el conocimiento que tengo de ello se debe a una serie de conjeturas coincidentes, no de manera irrefutable. Debo esforzarme, pues, en pasar de la vaguedad a la claridad, de la probabilidad a la certeza total. He de tratar de descubrir con la mayor claridad y certeza posibles todo lo que pueda acerca de mí mismo y del modo en que debo disponer mi vida en vistas a dicha existencia inmortal”.

El autoconocimiento se revela, entonces, como la principal preocupación del filósofo. En este punto de su trayectoria, Platón puede afirmar que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla” (Apología, 38a), de modo que “se deben desatender los otros estudios y preocuparse al máximo sólo de éste, para investigar y conocer si se puede descubrir y aprender quién lo hará capaz y entendido para distinguir el modo de vida valioso del perverso, y elegir siempre y en todas partes lo mejor en tanto sea posible” (República, 618a). En el Gorgias, Sócrates dice: “Despreciando, pues, los honores de la multitud y cultivando la verdad, intentaré ser lo mejor que pueda, mientras viva, y al morir cuando llegue la muerte. E invito a todos los demás hombres, en la medida en que puedo, y por cierto también a ti, Calicles, correspondiendo a tu invitación, a esta vida y a este debate que vale por todos los de la tierra” (326d-e). La preocupación principal de Platón es la de adquirir conocimiento –en el sentido estricto del término– acerca de la naturaleza del hombre, y de ello deducir el objeto final de todos los esfuerzos humanos: su bien supremo y los medios necesarios para alcanzarlo. Y es que, si conocemos la naturaleza del hombre, “fácilmente descubriríamos lo que somos, pero seremos incapaces mientras lo ignoremos” (Primer Alcibíades, 129b).

Ahora bien, alcanzar el conocimiento auténtico acerca de la naturaleza del hombre es la tarea más difícil de todas. No estaba bromeando quien inscribió las palabras “Conócete a ti mismo” en el templo de Delfos. De acuerdo con el oráculo, es imposible discernir por completo la naturaleza del alma, a menos que uno analice y sopese qué es cierto y qué es falso en el conjunto de la existencia. El conocimiento que se necesita acerca del hombre no es el de un ser aislado, como una abstracción, sino en su integridad, en todos sus aspectos y relaciones significativas con la realidad como un todo. Así pues, al tratar del hombre, el filósofo lo que hace es tratar de la realidad en general. Debe adquirir conocimiento y comprensión del universo entero.

En este punto, la antropología, o teoría sobre el hombre, desemboca en cosmología, o teoría sobre el cosmos. Esto resulta especialmente notorio en los diálogos tardíos de Platón: la República, el Banquete, Fedro, El político, Las leyes, etc. y en sus epístolas. En sus diálogos tempranos, calificados como “socráticos”, al hombre no se le percibe en un contexto más amplio; aparte, en estos textos son frecuentes las expresiones de duda, de incertidumbre, de reparo. Muchos de los debates dialécticos dejan el problema donde estaba al principio, irresuelto; en los últimos, por su parte, Platón adopta un estilo más expositivo que argumentativo, además de una actitud más positiva y confiada, presentando una enseñanza integradora acerca del hombre y el universo. En su madurez, el filósofo griego se pronuncia como quien posee, no meras conjeturas, sino un conocimiento auténtico acerca de lo humano y lo cósmico; además, transmite la impresión de percatarse de la insuficiencia del lenguaje como medio para expresarlo.

¿Cómo adquirió Platón este conocimiento, dado que no lo tomó de su maestro Sócrates? ¿Fue el resultado de sus propias indagaciones, o lo obtuvo de terceros durantes sus viajes por Grecia, el sur de Italia (donde tuvo contactos con círculos pitagóricos) y Egipto? Al parecer, de ambos. En sus obras se detectan referencias a culturas no griegas, incluyendo expresiones de alta estima hacia ellas. En cualquier caso, todo aquello que recogió el autor durante sus extensos viajes, lo transformó al hacerlo suyo. En el Epinomis, que fue compuesto por su pupilo y secretario Filipo como suplemento a Las leyes, encontramos la siguiente afirmación: “Todo aquello que los griegos han tomado de los extranjeros, lo han convertido en algo más noble” (344d). En su séptima epístola, Platón parece estar hablando de su experiencia personal al afirmar que el conocimiento “de las primeras y más altas verdades de la naturaleza” no se puede solventar simplemente leyendo y escribiendo: “No hay ni habrá nunca una obra mía que trate de estos temas; no se pueden, en efecto, precisar como se hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente” (341c). El conocimiento al que se refiere se puede expresar, aunque de manera inadecuada, mediante afirmaciones como las siguientes: El mundo es una totalidad de cosas ordenadas por leyes matemáticas, estéticas y morales. El fundamento último del mundo es un Ser (Dios) que es al mismo tiempo inmanente y transcendente. Dios es su Creador, Gobernante, Padre y Juez, y es absolutamente bueno y origen de todo lo bueno, aunque no de lo malo. Dios, “el que cuida el universo tiene todas las cosas ordenadas para la salvación y virtud del conjunto, de modo que también cada parte de la multiplicidad padece y hace en lo posible lo que le es conveniente. A cada una de ellas se le han establecido jefes que dirigen continuamente lo que deben sufrir y hacer hasta en el mínimo detalle y hacen cumplir la finalidad del universo hasta en el último rincón” (Leyes, 903b). Todas las cosas creadas pueden ser disueltas por la voluntad de Dios, el más poderoso y el más soberano, si bien nunca lo hará con aquello que permanezca unido y fuerte, lo cual sería propio de alguien maligno. El divino Juez conduce al carácter que crece mejor a un puesto superior, y al que lo hace peor a uno inferior, de lo cual se deduce lo adecuado para cada uno de ellos y así puedan cumplir con su destino propio. El hombre tiene un origen y un destino divinos; es una criatura celestial, no terrenal, y potencialmente posee semejanza con Dios. El destino final de cada hombre tras su muerte, el grado de inmortalidad que alcanzará, depende de cómo se haya conducido en vida: “El que se abona al deseo y a la ambición y se aplica con intensidad a todo eso engendra todas las doctrinas mortales y se vuelve lo más mortal posible, sin quedarse corto en ello, puesto que esto es lo que ha cultivado. Para el que se aplica al aprendizaje y a los pensamientos verdaderos y ejercita especialmente este aspecto en él, es de toda necesidad, creo yo, que piense lo inmortal y lo divino y, si realmente entra en contacto con la verdad, que lo logre, en tanto es posible a la naturaleza humana participar de la inmortalidad” (Timeo, 90a-c).

En cuanto a la ética de Platón, su enseñanza acerca del propósito supremo del hombre en la vida y los medios necesarios para alcanzarlo, se muestra íntimamente conectado con estas ideas esenciales. Si el hombre aspira a la salvación, debe esforzarse en asemejarse lo más posible a Dios. La salvación, al alcanzar el grado más alto del ser, la consecución de la auténtica inmortalidad, sólo puede materializarse a través de un gran esfuerzo. De nuevo afirma: “Todo hombre debe enaltecer su pensamiento para convertirse en uno de los seguidores de Dios” (Leyes, 716b).

En resumen, Dios es Inteligencia, Mente, Razón. Por consiguiente, el hombre debe vivir, en la medida de lo posible, haciendo un uso constante de la razón, y ajustarse a sus dictados. Y decimos esto porque el hombre no está compuesto únicamente de inteligencia o razón, sino que también tiene en él una parte irracional que necesita ser controlada e iluminada por la razón. Dios es perfectamente racional, perfectamente ordenado. Por consiguiente, el hombre –desde el momento en que su propósito es asemejarse lo más posible a Dios–, debe esforzarse en ajustarse a sí mismo todo lo posible. Así como Dios, el Artífice o Artista supremo (demiurgo) impuso el orden al caos y produjo el mundo ordenado, el hombre ha de imponer orden y armonía a su propio cuerpo y a su propia alma, transformándose a sí mismo de un microcaos en un microcosmos.

Para Platón, el estudio de las matemáticas se muestra no sólo como una disciplina intelectual imprescindible para el filósofo, sino también como una forma de imitar a Dios. Dice: “Un hombre no puede dejar de imitar aquello a lo que se consagra con deleite y estupor” (“¿O piensas que hay algún mecanismo por el cual aquel que convive con lo que admira no lo imite?”. República, 500c). Así pues, los objetos de la geometría –la línea recta, el círculo, el plano y los cuerpos sólidos que se forman a partir de ellos– atesoran medida y proporción, y por tanto belleza: “Con la belleza de las figuras no intento aludir a lo que entendería la masa, como la belleza de los seres vivos o la de las pinturas, sino que, dice el argumento, aludo a líneas rectas o circulares y a las superficies o sólidos procedentes de ellas por medio de tornos, de reglas y escuadras, si me vas entendiendo. Pues afirmo que esas cosas no son bellas relativamente, como otras, sino que son siempre bellas por sí mismas” (Filebo, 51c). Por tanto, al contemplar los objetos o la geometría con “deleite y estupor”, el propio ser humana alcanza la medida y la proporción, la belleza interior o suprasensible, la cual es poseída de manera eminente por Dios.

La contemplación de los movimientos fijos, matemáticamente expresables, de los cuerpos celestes y de los arquetipos (o ideas) inmateriales, inmutables, eternos, ejerce el mismo efecto sobre nosotros. El amante de la sabiduría, el hombre que se esfuerza por autoperfeccionarse, estudia “las armonías y las revoluciones del universo” (Timeo, 90d) y explora dialécticamente el ámbito de las ideas eternas. Así, “mirando y contemplando las cosas que están bien dispuestas y se comportan siempre del mismo modo, sin sufrir ni cometer injusticia unas a oirás, conservándose todas en orden y conforme a la razón, tal hombre las imita y se asemeja a ellas al máximo” (República, 500c).

También resulta importante para ordenar y transformar al hombre el método filosófico de investigación conocido como elenchos, el proceso mediante el cual uno examina las creencias, opiniones y sentimientos que alberga. El hombre sufre por la deformidad o la fealdad interiores, por la enfermedad del alma. Es un ser deforme necesitado de armonía, de belleza: es una criatura enferma que requiere terapia. Ahora bien, esta deformidad y esta enfermedad consisten en dos tipos de ignorancia: la consciente (agnoia) y la inconsciente (amathia), así como en la cobardía, la incontinencia y la injusticia. Estos tres últimos vicios son manifestaciones de un desajuste interior, de la insubordinación de las facultades inferiores respecto a las superiores; en los casos más extremos, puede acarrear que éstas acaben sojuzgadas por aquéllas. La causa de todo ello es la ignorancia. Nuestros esfuerzos, pues, deberían estar encaminados a desprenderse de dicha ignorancia.

Hemos dicho que existen dos tipos de ignorancia, la consciente y la inconsciente. La primera es aquella de la cual uno se percata; así, si alguien desconoce qué es la sacralidad y admite que lo ignora, revela que se encuentra en un estado de ignorancia consciente respecto a dicha condición. Pero si, por el contrario, no sabe qué es la sacralidad, y piensa que sí lo sabe, entonces se encuentra en un estado de ignorancia inconsciente. Platón plasma esta segunda disposición en la persona de Eutifrón, en el diálogo homónimo. La ignorancia inconsciente es, de largo, peor que la consciente, pues esta última puede convertirse en el punto de partida para adquirir el conocimiento y el desarrollo interior, mientras que la primera evita que uno se esfuerce por hacerlo, desde el momento en que el ignorante inconsciente cree que sí dispone de conocimiento, y se percibe a sí mismo de un modo mucho mejor de lo que realmente merece: por ello suele mostrarse orgulloso, engreído, prejuicioso, y todo ello acarrea la litigiosidad y la sofistería. El mejor y el más eficaz método de purificación (katharsis) de este serio problema es el elenchos, gracias al cual se puede corregir la hinchazón del alma y colocarla en el camino del conocimiento (El sofista, 231e). El uso adecuado de este método proporciona salud interior e integridad intelectual, y brinda armonía entre lo que la persona cree que sabe y lo que realmente sabe, entre lo que cree que cree y lo que cree de verdad, entre lo que supone que duda y lo que verdaderamente duda, entre la imagen que tiene de sí mismo y su ser real.

Mediante la contemplación de los objetos que se someten a la medida y la proporción (los objetos de las matemáticas, los cuerpos celestes y los arquetipos eternos, o ideas), y purificándose a uno mismo mediante la práctica del autoexamen, el amante de la sabiduría se vuelve cada vez más ordenado y armonioso, cada vez más parecido a Dios. Toda su alma se ve así convertida de la oscuridad a la luz, de la mentira a la verdad, del devenir al ser, de la desunión a la unión. Su visión interior ve incrementada su claridad y estabilidad, y apta para contemplar el Ser que se encuentra “en el origen de todo” (República, 511b), que “baña todo de luz” (ibíd., 540a), que es “la causa del conocimiento y la verdad” (ibíd., 508e) y ostenta la suprema realidad, bondad y belleza (ibíd., 518c). Habiendo alcanzado este nivel, “está destinado a ganarse la amistad de Dios; se encuentra por encima de todos los hombres, ya es inmortal” (Banquete, 212a).

La práctica de imitar a Dios no se detiene aquí. Dios, según Platón, no es únicamente trascendente al mundo de las criaturas, sino que también es inmanente a él. Dios no sólo es “pensamiento que se piensa a sí mismo”, como dirá Aristóteles más tarde; no sólo “permanece en su propio ser y estado” (Timeo, 42e), sino que su voluntad se muestra activa en el mundo en forma de providencia. Por consiguiente, si el hombre desea consumar su imitación de Dios, si quiere alcanzar su completa realización, también se debe preocupar por sus congéneres y esforzarse en iluminarles y regenerarles, en la medida que sea posible (República, 519c). Tras alcanzar el reino de la luz, el conocimiento y la perfección, uno debe descender periódicamente al mundo de la oscuridad, la ignorancia y la imperfección, donde habitan la mayoría de los humanos, y a través de su conocimiento y comprensión ayudarles a ascender.

Las manos de Dios. Salutati y la naturaleza de la sabiduría humana

 


“Scire nostrum nichil aliud est quam rationabiliter dubitare”.

 

En sus reflexiones acerca de la sabiduría, Coluccio Salutati (1331-1406), canciller de Florencia y el mayor de la primera generación de humanistas herederos de Petrarca, pone el énfasis en la dimensión ética del problema, como se plasma tanto en sus cartas como en su obra De nobilitate legum et medicinae (1399). Tanto es así que llega a afirmar que, dado que la acción es preferible a la mera especulación, la sabiduría es impensable sin la prudencia; percibida bajo esta luz, la sabiduría se identifica con la filosofía moral.

 Salutati hace derivar su concepto ético y activo de la sabiduría de una elaborada doctrina de la supremacía de la voluntad sobre el intelecto. Arguye que la primera domina a la segunda porque una es activa y el otro, pasivo; éste incide sobre el mundo exterior, sometido a leyes naturales, de manera que no puede decidir acerca de las categorías que lo condicionan, y no puede emprender acto alguno a menos que la voluntad así lo determine, ni perseverar en él sin su ayuda. La voluntad, por su parte, es autosuficiente, libre y no es movida por nada salvo por sí misma. La voluntad ordena y el intelecto obedece.

 Salutati concluye que la voluntad es más noble que el intelecto y, consiguientemente, el amor es más perfecto que la contemplación o visión (el acto del intelecto). En este sentido, se ajusta a la opinión de Petrarca, quien en el De ignorantia (70) afirma:


Es más seguro esforzarse por alcanzar una voluntad buena y piadosa que un intelecto claro y capaz. El objeto de la voluntad, como agrada al sabio, es ser bueno; el del intelecto, la verdad. Es preferible querer el bien que conocer la verdad. El primero nunca carece de mérito; el segunda a menudo puede verse contaminado por el crimen, y entonces no admite excusa. Por consiguiente, yerran aquellos que consumen su tiempo investigando acerca de la virtud en lugar de adquirirla y, en mayor medida todavía, quienes lo hacen tratando de conocer a Dios en lugar de amarle. En esta vida es imposible conocer a Dios en su totalidad; en cambio, sí es posible amarle ardiente y piadosamente.

 

Este énfasis en la voluntad y el amor es una característica tradicional de los pensadores medievales, quienes oponen el fervor agustiniano al intelectualismo aristotélico [y tomista]. Para Anselmo, Bernardo, Buenaventura y Scoto, esta actitud garantizaba una piedad entusiasta y cálida; estos autores deducían de ella todo tipo de satisfacciones para una sensibilidad religiosa que percibía por doquier apelaciones a la autonomía humana y social frente a la majestad divina. Especialmente, les permitía desacreditar las áridas ínfulas de la razón humana. Es innegable que Salutati comparte algo de esta sensibilidad e intención. Aunque no pone en cuestión el poder de la razón humana, mantiene respecto a ella un cierto escepticismo, similar al de Petrarca. Son abundantes en sus escritos referencias a la primacía de la gracia, y su concepción agustiniana del libre albedrío no se ve suavizada por evasiones liberales. Ahora bien, partiendo del mismo voluntarismo y el mismo énfasis en el amor, extrae conclusiones de naturaleza secular; para él, así como la voluntad se halla por encima del intelecto, del mismo modo el bien está por encima de la verdad y la vida activa por encima de la vida especulativa. “De ello se deriva claramente que la vida activa, en la medida en que se diferencia de la especulativa, es preferible en todos los sentidos, tanto en la tierra como en el cielo” (De nobilitate, 190). La consecuencia práctica de ello es la condena tanto de la contemplación solitaria (¿acaso no dictaminó el propio Dios, en Gn 2:18: “No es bueno que el hombre esté solo”?) como del retiro del mundo, así como de cualquier forma de intelectualismo desapegado de la vida y de la virtud. Los sabios deben implicarse activamente en los asuntos de la república: el hombre es un animal político cuyos deberes principales son su familia, sus amigos y su país. Los deberes civiles no corrompen al hombre, sino que lo perfeccionan.

 Esta perspectiva favorable a la vida activa y civil que, en el caso de Salutati, se deduce de su preferencia teórica por la superioridad de la voluntad sobre el intelecto, tiene importantes consecuencias sobre su concepción de la sabiduría. En cierto sentido, se muestra receloso y crítico respecto a cualquier definición puramente intelectual del saber. El médico contra el que escribe en De nobilitate –quien afirma que la metafísica es la única ciencia libre, y en consecuencia, como decía Aristóteles, la especulación precede en todos los casos a la práctica– sostiene que la sabiduría es una virtud especulativa, la perfección de la parte más elevada del alma, el intelecto, y mantiene con la prudencia una relación de amo y esclavo. Salutati le replica que la sabiduría no es meramente especulativa, y que sin la prudencia (una razón correcta en asuntos prácticos) no hay ni sabiduría ni hombre sabio. ¿Alguien llamaría sabio a un hombre si no es prudente, aunque conozca el cielo, las estrellas, las sustancias separadas y las verdades de todas las cosas –incluso si llega a alcanzar algún conocimiento de la esencia divina– salvo la de los actos humanos? ¿Es sabio el hombre que conoce el intelecto humano y las materias celestes y divinas, si no puede ayudar y aconsejar a su familia, amigos, parientes y país? No. Limitar la sabiduría al conocimiento de las materias divinas es constreñirla de manera perniciosa; y Salutati sostiene esta opinión ya se comprendan dicha materias como teología natural, sustancias separadas o las causas de la metafísica aristotélica. Dejemos a los médicos, que no son filósofos, hallar, si pueden, “los principios y las causas de las cosas”. Él mismo afirmará, como Petrarca, que la prudencia perfecciona la sabiduría y que esta debe ser inseparable de aquella, pues sin ella el saber es vacío e incompleto (De nobilitate, 178).

 Para Salutati, la autoridad en estos asuntos es la definición ciceroniana de sabiduría en las Tusculanas: “sapientiam esse rerum divinarum et humanarum scientiam” (IV, 26). Si se interpretan al pie de la letra, esto significa que la sabiduría es un conocimiento enciclopédico de todas las materias divinas y humanas. Ahora bien, Salutati se sentía menos atraído por las implicaciones eruditas de la definición ciceroniana que por la inclusión de los asuntos humanos entre los objetos de la sabiduría. Con la misma perspectiva lee la explicación de San Agustín de la frase del Arpinate: “El estudio de la sabiduría”, escribe en la Ciudad de Dios, “debe interesarse tanto por la acción como por la contemplación, y por ello admite ambos calificativos, activa y contemplativa: la primera consiste en la práctica de la moralidad en la vida privada, y la segunda penetra en las abstrusas causas de la naturaleza, así como en la naturaleza de la divinidad; se dice que Sócrates era excelente en la activa y Pitágoras en la contemplativa” (VIII, 4). Salutati enfatiza que la sabiduría que combina acción y contemplación, las materias humanas y las divinas, es summa consummataque sapientia. Ahora bien, dicha sabiduría –y esta es la segunda consecuencia que extrae de su convvición de que la vida activa, que se ocupa de los asuntos humanos, debe ser preferida a la contemplativa, la cual se limita a los divinos– es más fácil de imaginar que de llevarla a cabo; por consiguiente, en la práctica es preferible ceñirnos a los asuntos humanos. “En honor a la verdad”, afirma en un pasaje llamativo, “afirmo contundemente y confieso abiertamente que me rendiré con gusto a ti y a quienes se consagran su especulación al cielo y a todas las demás materias, únicamente si dejáis en mis manos la verdad y la razón de los asuntos humanos” (De nobilitate, 180). La especulación solitaria, la búsqueda ensimismada de la verdad y el goce egoísta de su descubrimiento y posesión son bienes inferiores; es mucho más noble ser útil a los demás, a la propia familia, parientes y amigos, y ayudar a la patria con obras y ejemplos útiles. Una sabiduría basada en estos propósitos siempre se verá más satisfecha en los asuntos humanos que en los divinos.

 Esto supone un cambio importante respecto al énfasis medieval en los asuntos divinos como los más propios de la sabiduría, y refleja un deslizamiento de los intereses metafísicos y científicos hacia los éticos, característicos del humanismo. En la Edad Media, el concepto “asuntos humanos” incluía todas las cosas compuestas por los cuatro elementos y ubicadas por debajo de los ángeles en la gran cadena del ser; Salutati lo limita al hombre y a sus actividades personales, familiares y sociales, excluyendo expresamente la física: con ello, imita a Sócrates al sustituir las investigaciones causales de los primeros “naturalistas” por un “nuevo tipo de especulación y por el estudio de la filosofía moral”, como afirma en una carta (Novati, III, 587). Esta nueva sabiduría no se dedica a investigar los principios y la naturaleza de las cosas, sino que se centra en las acciones humanas, en su alma y en su capacidad para el bien y el mal, así como en las normas de una vida virtuosa. Los médicos (los científicos por antonomasia para Salutati) investigan el movimiento, el vacío, la eternidad de las especies, el tiempo, la generación y la corrupción de las cosas, la eternidad del mundo; los verdaderos filósofos se dedican a la moral. Afirma en la misma carta: “Es más correcto, honesto y útil dedicarse a esta sabiduría auténtica y moral, que los romanos llaman sapientia, en la cual no nos ocupamos del conocimiento quia, como hacen los médicos, sino que aplicamos un conocimiento propter quid”, el cual se deduce de principios absolutos en lugar de elaborar generalizaciones a partir de casos concretos.

En otras palabras, para Salutati la sabiduría es poco más que filosofía moral. Es activa, se centra en los hombres y en sus interrelaciones en el ámbito familiar y social. No es una ciencia especulativa. Se compone de tres ramas: ética, política y economía, las mismas que estableció Aristóteles al tratar de la filosofía práctica. Para Petrarca, la sabiduría es piedad; para Salutati, virtud.

 La pregunta es: ¿cómo se adquiere la virtud? Salutati se muestra a este respecto rigurosamente agustiniano a la hora de responder a esta pregunta, haciéndose eco (y perfilando) un pasaje del De libero arbitrio, donde el de Hipona analiza la relación entre virtud y libre albedrío: así, este autor define la virtud como un hábito, “por el cual el hombre vive correctamente y evita el mal, y que sólo Dios controla” (Novati, II, 184)., citando I Cor 3:7: “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer”. Salutati interpreta ambas fuentes en el sentido de que las virtudes no se adquieren a través de las obras o de la experiencia, “como sostienen los filósofos”, sino únicamente de Dios; así pues, no hemos de atribuir ningún mérito al hombre, sino a Dios, que opera invisiblemente a través de Sus criaturas: de este modo, los hombres deben convertirse en instrumentos de Dios y corregirse a sí mismo para recibir Su gracia. Lo que hacemos no es propiedad nuestra: en realidad, es Él quien las hace a través de nosotros (quicquid sumus Dei gratia sumus: Novati, II, 184, 424). Del mismo modo que nuestras manos obedecen a nuestra voluntad, a pesar de que ellas no lo saben, del mismo modo nosotros obedecemos a Dios cuando hacemos cualquier cosa, a pesar de que no podamos saber que es Dios quien las desea y las lleva a término a través nuestro. Dios es el autor de todos los bienes y la causa primera de todos los actos: su influencia es muchísimo mayor que cualquier causa secundaria, la cual tiende a destruir su autonomía. El hombre no puede hacer nada bien a menos que la causa primera le induzca oportunamente a ello. “Así, todas las cosas que Dios lleva a término a través de nosotros como si fuésemos sus manos y él, la voluntad, permite afirmar que son obras de Dios las que estimamos nuestras. Por tanto, sólo puede ser recibir este nombre no proprietate nature, sino únicamente participatione gratiae” (Novati, III, 115). Nosotros podemos elegir actuar bien o mal, llevar una vida virtuosa o pecaminosa, pero si elegimos la primera es con ayuda de la gracia, y la segunda por la malicia y la corrupción de nuestra propia naturaleza: “Del bien que hacemos es responsable Dios; el mal procede de nosotros mismos” (Novati, II, 117, 475-476).

Consiguientemente, nuestra sabiduría procede de Dios, el “Padre de las luces”, y nuestra locura de nosotros mismos. Y es que ¿no está escrito que “a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu” (I Cor 12:8)? ¿Qué puede significar esto, sino que la sabiduría natural del hombre es en realidad una falta de sabiduría y una ignorancia ciega? ¿Y que la única sabiduría real es necesariamente cristiana, muy superior a la locura natural de los paganos (De laboribus Herculis, I, 78)? Desde cierto punto de vista, esto implica una vuelta a la ignorancia socrática que manifiestra Petrarca en el De sapientia. Salutati afirma lacónicamente: “Nuestro conocimiento no es más que una duda racional” (Novati, III, 603). Al igual que Petrarca, Salutati se hace eco de la doctrina que concibe la presunción de sabiduría como la mayor ignorancia. Quien se tiene a sí mismo por sabio, es un necio; quien sabe lo poco que sabe, ese es el auténtico sabio (Novati, II, 382). Sin embargo, en cierto sentido la perspectiva de Salutati es más pesimista que la de Petrarca: mientras éste conserva una gran confianza en la capacidad del hombre para ser bueno, Salutati carece de ella. Va mucho más lejos que el Aretino al identificar sabiduría y filosofía moral, si bien cree que el hombre se muestra especialmente torpe en dicho ámbito: de ahí que concluya que la sabiduría es una virtud moral que Dios otorga al hombre, [y no que éste obtiene por sí mismo].

La conclusión de Salutati refleja el carácter transicional del humanismo. Su visión de cómo se adquiere la sabiduría es opuesta a la clásica. Ciertamente, su concepción de la misma tiene por objeto primordial al hombre y sus asuntos; es un virtud activa, inseparable de la prudencia y prácticamente indiscernible de la filosofía práctica; echa mano en cierto modo de la definición ciceroniana de sabiduría y conserva algunos matices de su antiguo significado. Además, es una virtud letrada, del mismo modo que la de Petrarca era una piedad letrada, la cual no renuncia al compromiso activo con la vida cívica, ni prescinde del esfuerzo personal aunque dependa en última instancia de la gracia. La vida activa es preferible a la especulativa; ahora bien, antes de actuar debemos saber cómo hacerlo, elucidar de manera consistente lo que debemos hacer y lo que no. En eso consiste la doctrina o instrucción. Se adquiere mediante los estudios literarios y consiste en las enseñanzas éticas de los antiguos así como en las lecciones de la historia, perfeccionadas lógicamente por el conocimiento de la doctrina cristiana. En este sentido, la sapientia es un grado más perfeccionado de la scientia tanto como de la prudentia, y su opuesto no es sólo la contemplación inerte sino también la ignorancia. En este aspecto, el significado de la sabiduría [según Salutati] confina con la de humanitas pues, según la definición del autor, incluye la instrucción (doctrina) y la virtud (scientia moralis). Sapientia, como el propio humanismo, es una eruditio moralis

 

[Eugene F. Rice Jr., The Renaissance Idea of Wisdom. Cambridge, Harvard University Press, 1958, pp. 36-43. Traducción de José Luis Trullo]


Humanismo renacentista y humanismo marxista

El marxismo, en cuanto ideología, fue el último sistema filosófico con una vocación humanística integral. El existencialismo, por su parte, renunciaba a descender de las brumas conceptuales y personales de un planteamiento genuino, pero que empezaba y acababa en una especulación teorética de carácter antropológico. El marxismo, por el contrario, aunaba una visión del hombre (acertada o no, ya es discutible), la detección de un problema (su falta de plenitud) y un catálogo de recetas que, por desgracia, acabó degenerando, por un lado, en una escolástica indigesta por fortuna ya superada, y por otro en la implantación de regímenes políticos monstruosos que ocasionaron millones de víctimas. Es probable que el origen del problema fuese el de aplastar al ser humano en un materialismo que no atendía a esos ámbitos espirituales que no son fruto de ninguna opresión socioeconómica, sino que forman parte de su propia naturaleza. Sea como fuere, la convicción de que el hombre posee una serie de virtualidades que raramente despliega por motivos externos y también internos entronca con la tradición humanística clásica; donde se aparta de ella es en la resolución de las tensiones que soporta en una clave exclusivamente mundana, sociopolítica, material.


A continuación reproducimos en su integridad uno de los capítulos que forman parte del libro colectivo Humanismo socialista, publicado en plena década de los sesenta, cuando el marxismo permeaba la vida intelectual de Occidente hasta unos extremos asfixiantes. Sin embargo, con todas sus limitaciones, este texto posee la virtud de poner sobre la mesa conceptos y autores plenamente reconocibles por los humanistas clásicos, si bien estos últimos no podrán comulgar, de ninguna de las maneras, con muchos de los prejuicios que el autor no puede dejar de utilizar, dado su alineamiento servil con la ideología marxista.


Bogdan Suchodolski.- Cada vez que hablamos de humanismo, observamos el conflicto entre dos escuelas diferentes. Una de ellas argumenta que el término “humanismo” se refiere a un complejo de va lores perdurables formulados hace muchos siglos, en la antigüedad, y complementado por ciertas ideas del Renacimiento, valores éstos de los que se dice que tienen idéntico significado para todos los hombres, con abstracción de su ubicación cronológica y geográfica. La otra escuela aduce que el término “humanismo” se refiere a un fenómeno históricamente variable, que se desarrolla y transforma de un modo determinado en el curso de los siglos.

Es innegable que el concepto de hombre —y por consiguiente también el de humanismo— contiene ciertos elementos constantes. Pero estos elementos siempre existen concretamente en las condiciones específicas de tiempo y espacio, y, en consecuencia, se enriquecen: tanto gracias a la introducción de elementos nuevos como a la perduración de los viejos. El hombre siempre existe “aquí y ahora”; su existencia presente es por lo menos tan importante para determinar su esencia como la convicción de que su esencia es determinada por factores históricos.

Desde este punto de vista, el humanismo no debe ceñirse al problema de lo que los hombres siempre han sido y de lo que siempre han valido, sino que también debe ocuparse de aquello en lo que los hombres se están convirtiendo en el curso del desarrollo histórico, de lo que —en condiciones cambiantes— éstos anhelan y procuran conseguir.

El Renacimiento empezó a comprender que la verdadera autonomía del hombre consistía no sólo en la libertad respecto de las autoridades religiosas y filosóficas, sino también en la emancipación respecto de la esclavitud del mundo social, que contradecía la índole humana. El “hombre auténtico” que el Renacimiento buscó y halló debía ser libre tanto del “sacerdote exterior como del interior”, de las formas de vida antihumanistas engendradas ya fuera por los antiguos privilegios feu dales o por el nuevo poder del dinero. Al percibir el carácter antihumanista de estas formas de vida, los pensadores y artistas del Renacimiento plantearon un interrogante dramático: ¿Cómo es posible hallar al hombre auténtico, sepultado bajo condiciones que revelan que el hombre real, existente, es su negación?

Desde Petrarca y Boccaccio hasta cronistas como Cellini y Cardano, desde los pintores del quattrocento italiano pasando por los retratos y autorretratos de Durero y llegando hasta Tiziano, se multiplicaron los conocimientos acerca de la empírica heterogeneidad humana.

Maquiavelo fue el primero que expresó sus conclusiones filosóficas. En su carácter de historiador y observador de la vida contemporánea, de político y estadista, Maquiavelo vio cómo los hombres luchaban por el poder, cómo triunfaban, y cómo sucumbían ante sus adversarios. Al interrogante “¿Quién es el hombre?” se le daba otra interpretación: “¿Cómo es el hombre en su vida social y política?”.

Pero desde el mismo momento en que empezó a plasmarse la concepción empírica del conocimiento del hombre, se plantearon otros interrogantes.

Uno de los interrogantes inquiría si el hombre verdadero es en realidad idéntico a la persona que vive una determinada' existencia. El empirismo dio por aceptadas todas las manifestaciones de la vida humana y las catalogó ingenua mente como auténticas. Pero algunos pensadores se preguntaron si la forma en que vive el hombre es producto de su naturaleza o de las condiciones y circunstancias que lo obligan a comportarse de un modo y no de otro, a ponerse un determinado disfraz y una máscara sin revelar su verdadera identidad. Tomás Moro, el contemporáneo y adversario de Maquiavelo, planteó este interrogante. Moro destacó que los campesinos ingleses vivían como ladrones y criminales porque los señores ingleses los habían despojado de sus tierras y les habían quitado sus medios de vida. Moro desnudó la hipocresía social que castiga a los reos impulsados a cometer una fechoría por fuerzas ajenas a su control,

En su Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam, amigo de Moro, asimiló la idea de que la forma de vida del hombre refleja la estructura social y no la naturaleza de éste. Al describir el mundo como un reino de la estupidez, Erasmo demostró cómo los obispos y príncipes, dirigentes y jueces, estudiosos y escritores sucumbían a la necedad, hasta que el hombre “auténtico” parecía loco y debía optar entre perecer o imitar el ejemplo circundante, o sea, usar la máscara que le imponían su vida y su posición. Así, el monarca se convierte en tal sólo en virtud de la corona y el manto púrpura; el obispo, por su mitra y su báculo; el hombre de ciencia, por su toga y su casquete. No obstante, esto no es más que lo visible: la verdad se oculta en otro lugar.

La crítica de la teoría empírica del conocimiento del hombre planteó el problema básico de la antropología moderna, a saber, la relación recíproca entre el hombre “real” y el hombre “auténtico”. Hacia las postrimerías del Renacimiento, Cervantes y Shakespeare formularon este problema con contornos más dramáticos, al demostrar cómo los hombres auténticos, que no se adaptaban a las condiciones sociales de vida, debían perecer o traicionarse.

El humanismo del Renacimiento, que había nacido con la idea de liberar a los hombres de las cadenas del mundo sobrehumano de la metafísica eclesiástica, enunciaba así un problema capital de la filosofía del hombre, el problema de la liberación de éste respecto de las ataduras seculares que le han nido impuestas.

¿El hombre real empírico debe ser siempre una negación del hombre auténtico? ¿El hombre auténtico nunca podrá ser un hombre real? ¿Siempre existirá un conflicto entre el hombre y el mundo creado por los hombres? Éstos eran interrogantes a los que sólo se daban respuestas utópicas cuando el Renacimiento llegó a su fin.

Una de las respuestas emanó de Bacon, quien creía que el progreso social se lograría gracias a los triunfos de la ciencia y la tecnología sobre las fuerzas brutas de la naturaleza y sobre las alucinaciones del hombre. Otra emanó de Campanella, quien creía en una revolución social que liquidaría la propiedad privada y abriría una puerta al desarrollo de la ciencia, la tecnología y el arte.

Los siglos posteriores continuaron enfrentando estos problemas. Si el hombre no debía apelar a autoridades religiosas ni aceptar dócilmente la realidad social tal como ésta existía, entonces debía confiar en su intelecto como única fuerza ca paz de entender y orientar su vida. En consecuencia, los partidarios del concepto empírico del hombre empezaron a estimar cada vez más la razón como un factor idóneo para liberar al ser humano del conservadorismo y el oportunismo.

Así nació un género nuevo y casi paradójico de racionalismo. Era necesario mejorar racionalmente la suerte del hombre en términos de realidad, o de la situación tal como ésta existía. Era fácil aceptar esta realidad; y también lo era la crítica según un enfoque religioso o metafísico; pero la evaluación de la situación dentro de los límites de la realidad planteaba una dificultad fundamental.

Desde este punto de vista el hombre era un ser particularmente complejo: vivía en un mundo creado por él mismo, mundo éste que, sin embargo, criticaba. Si para enunciar esta crítica no podía recurrir a criterios metafísicos, sólo quedaba a su disposición la experiencia histórica y social de la humanidad. Pero simultáneamente estaba obligado a evaluar este criterio.

En tales circunstancias, la relación entre la razón humana y la realidad humana emergió con particular agudeza como el problema del significado de la historia humana. Frente a un conflicto entre la razón y la historia, escoger la razón equi valía a renunciar a la historia, o sea, a la única fuerza coloca da a disposición del hombre, que es un ser solitario que debe bastarse a sí mismo en el universo.

Otro conflicto estrechamente ligado al que se planteaba entre la razón y la historia era el conflicto entre la razón y la realidad social, que en esencia era idéntico al anterior, pero revelado en la vida contemporánea. El problema alarmó a los filósofos del siglo XVII. ¿Qué es mejor, optar por las instituciones y las costumbres aceptadas en escala universal, o por la razón, particularmente en su actitud crítica hacia la sociedad? Mientras el mundo social podía recurrir a una autoridad metafísica o histórica, el problema no planteaba dificultades. Pero cada vez que el hombre quedaba librado a sus propias fuerzas para enfrentar su realidad social, asumía una importancia esencial.

Al escoger la realidad social haciendo caso omiso de su propia razón, el hombre se desprendía de aquello que para él era más valioso: su conciencia crítica, su aptitud para evaluar, su voluntad de actuar. Pero al optar por los ideales de la razón haciendo caso omiso de la realidad social, corría otro riesgo. ¿Quién pedía estar seguro de que los ideales aún no probados en la práctica social eran correctos? Los conservadores siempre opinaban que era mejor cometer una necedad que ya había sido probada por otros hombres que adoptar una actitud inteligente que aún nadie había experimentado. Si no era posible garantizar metafísicamente los ideales de la razón, el testimonio de la realidad social constituía su única confirmación. En semejantes condiciones. ¿era correcto rechazar el criterio social que distinguía lo verdadero de lo falso?

El conflicto entre la razón humana y la realidad humana, tanto en la historia como en la sociedad contemporánea, constituyó el tema principal de las reflexiones acerca de la civilización, el sistema social y el hombre entre los filósofos del luminismo. El Iluminismo destacó la idea de que la realidad dentro de la cual vivían los hombres, sus instituciones y opiniones, debían ser transformados según las exigencias de la razón. Al perpetuar este concepto, el Iluminismo imaginó las etapas de su aplicación y concibió la historia como una senda de progreso que conducía hacia el futuro.

Gracias a esto la filosofía del hombre adquirió, por primera vez en la historia, una nueva dimensión. Es cierto que la genealogía de la teoría del progreso se remonta a épocas anteriores, pero sólo en el siglo XVIII el concepto se convirtió en una filosofía universalmente admitida y fructífera de la historia y el hombre. Se interpretaba al hombre como un ser que no sólo creaba las condiciones de su vida, sino que ade más, en sus transformaciones históricas, progresaba de una forma de existencia a otra.

Fue entonces cuando los filósofos dejaron por primera vez de contestar al interrogante “¿Quién es el hombre?” indicando cómo son los hombres. Aceptaron que sólo se podía entender la diferenciación producida en el seno de la raza humana, tal como la registraban los historiadores y etnógrafos, si se admitía que el hombre es un ser que evoluciona. No se puede definir la naturaleza del hombre recurriendo a una suma de todos los datos; sólo se la puede definir siguiendo el cauce de su desarrollo y caracterizando sus etapas de evolución. Así el Iluminismo pudo retomar el problema de la razón humana en relación con la realidad humana.

Sólo se podía resolver el problema recurriendo a un nuevo análisis, mucho más profundo que los anteriores.

El Renacimiento descubrió el papel que desempeñaba la actividad del hombre pero no captó los difíciles problemas implícitos en ella. Bacon fue el único que los percibió, pero en uno solo de sus aspectos: el de la actividad intelectual humana. Observó que en el curso de sus actividades el hombre in ventaba ideas falsas e ilusorias a las que después sucumbía.

La crítica de Bacon constituyó el primer esfuerzo encaminado a indagar el mecanismo de las actividades humanas y a demostrar que los logros creadores del hombre alimentaban un tipo peculiar de parásito que perturbaba el desarrollo de aquél. Los enemigos del hombre eran no sólo la naturaleza ajena y amenazadora, sino también sus propios productos. Resultaba muy difícil derrotar a estos productos, aunque sólo fuera por que eran una creación humana.

Parecía probable que estos parásitos aparecieran no sólo en las actividades intelectuales sino también en otras, particularmente en las sociales. El ataque que la ideología del Iluminismo lanzó contra el sistema social prevaleciente indujo a algunos filósofos, y especialmente a Rousseau, a interpretarlo como una lucha contra la degeneración de la realidad social en una etapa determinada del desarrollo histórico.

El nuevo concepto permitió juzgar los frutos de las actividades humanas en todos los planos. Resultó posible evaluar la historia distinguiendo los productos históricos y valiosos de la actividad humana de los parásitos anexos a esta actividad; evaluar la vida social distinguiendo la expresión de las actividades humanas estimables, de su degeneración. La filosofía del hombre podía indicar tanto las formas en que el hombre se desarrolla bajo la influencia de la historia, como aquellas en las que degenera; tanto la manera en que la sociedad crea al hombre como la manera en que destruye su humanidad. Las contradicciones anteriores entre la cognición empírica y metafísica del hombre habían desaparecido. Los estudiosos que procuraban definir al hombre según su “existencia” criticaban con justicia a aquellos que buscaban sobre todo su “esencia”, porque los conceptos de “esencia” han sido siempre de naturaleza metafísica. En verdad, el hombre era más rico.

Sin embargo, aquellos que enfocaban al hombre sobre la base de su existencia también se equivocaban; hasta entonces la existencia había limitado al hombre e impedido su ple no desarrollo. Ahora que era potencialmente más rico, se deducía que comprender al hombre no implicaba determinar cómo éste es o debe ser, sino reconocerlo zomo un ser activo que crea su propio mundo y que, al superar lo que ha creado, cambia y perfecciona su propia creación. El hombre se desarrolla a sí mismo y desarrolla su propia existencia y, por con siguiente, su propia esencia.

J. Salaville en Francia y Guillermo Humboldt en Alema nia, formularon simultáneamente este concepto del hombre co mo ser determinado tanto por sus actividades como por su capacidad para superar los frutos de éstas. El primero lo ex presó desde el ángulo de un político del Iluminismo y la Revolución franceses, en tanto que el segundo lo hizo en términos de un sabio consagrado al estudio de la cultura y la educación. No obstante, ambos hicieron el mismo descubrimiento básico: la imagen del hombre como creador y esclavo de sus propios productos.

Pestalozzi percibió las consecuencias sociales de esta nueva filosofía del hombre. Pestalozzi captó la grandeza — también la estrechez de miras— del Iluminismo, y la mezquindad de la Revolución Francesa de la burguesía. En consecuencia de dujo que era correcto oponerse tanto a los ideales del individualismo burgués como a los del colectivismo burgués; .en ambos casos el “hombre auténtico” muere: el individualismo burgués es, al fin y al cabo, una forma de egoísmo, y las con signas burguesas de patriotismo, nacionalidad y Estado no son más que el mismo egoísmo, en una versión colectiva. Pestalozzi comprendió que era necesario ir más allá de la contradicción de los dos polos del antihumanismo (individualismo y colectivismo) «que se presentaban en las sociedades feudal y burguesa. Pestalozzi afirmó que sólo sería posible crear al “hombre auténtico” sobre las ruinas de la sociedad burguesa, cuando floreciera una nueva realidad social adaptada a las necesidades vitales de todo el pueblo, y así se remontó nuevamente a la gran discusión renacentista acerca del hombre auténtico y el hombre real.

Al destacar audazmente que la causa esencial del conflicto residía en el sistema social clasista que implicaba la negación de la humanidad, Pestalozzi formuló ese género de consideraciones a las que Marx se refirió en su crítica del ideal burgués de hombre y de “ciudadano” (citoyen) ensalzado por el Iluminismo francés.

Marx asentó su teoría sobre la filosofía del hombre cuyos cimientos había implantado durante su famosa polémica con Hegel y con los discípulos de éste. Dicha filosofía, que introducía y solucionaba los problemas planteados por la filosofía del Renacimiento y el Iluminismo, proporcionó una interpretación científica del hombre como ser activo, punto de partida éste de los conceptos contemporáneos del hombre.

Al analizar las múltiples formas de actividad humana, Marx demostró cómo éstas crean un ámbito específico de vida huma na fundado sobre el medio natural y las necesidades biológicas del ser humano, pero que se eleva por encima de estas condiciones preliminares y crea una realidad separada que progresa junto con el desarrollo de las actividades materiales y sociales del hombre. En todo período de este desarrollo histórico el hombre es plasmado por dicha realidad, y simultáneamente es el creador de la misma; “el hombre es el mundo del hombre”.

Penetrando más profundamente en la definición, Marx re veló los conflictos de este “mundo humano” y los conflictos interiores paralelos del hombre. El mundo del hombre se des arrolla a través de contradicciones que emanan principalmente de la resistencia que el sistema consagrado de relaciones sociales y su correspondiente ideología oponen al desarrollo de las fuerzas productivas. El mundo de instituciones sociales e ideales sociales, creado por el hombre, se convierte en una realidad independiente de éste, en un mundo ajeno a él, un mundo que le impone sus exigencias.

En estas circunstancias, el trabajo y la vida social, fuentes inagotables del progreso del hombre, se convierten en factores que promueven la deshumanización. Así, todo aquello que de termina el desarrollo histórico del hombre —su elevación por encima del nivel vegetativo animal, la mayor riqueza de sus necesidades y aspiraciones humanas— se transforma simultánea mente en un factor que lo despoja de su humanidad y lo subordina a las exigencias de la economía capitalista. Hasta ahora el desarrollo histórico del hombre ha estado determina do por el hecho de que el hombre se halla amenazado —en su misma esencia— por la degeneración de aquellas actividades mediante las cuales se define a sí mismo.

Los escritores del Renacimiento observaron esto y señala ron que el mundo del hombre era “turbulento”, pero no en tendieron el mecanismo social del conflicto. Es por ello que su única esperanza residía en la Utopía. Marx explicó cómo, en las condiciones propias de la economía capitalista y del sistema de clases, el hombre “auténtico” debe sucumbir al pro ceso de “deshumanización”, y la sociedad “auténtica” se con vierte en sociedad “aparente”; en tales condiciones los recursos del hombre y de la comunidad humana han de ser destruidos. Entonces la vida real del hombre se hace inhumana, y sus aspiraciones y deseos humanos se convierten en irreales, o sea, degeneran.

Marx analizó el mundo con un criterio destinado a cambiar lo. Su comprensión del mismo aumentó cuando él se orientó hasta la actividad revolucionaria que, por estar dirigida contra el sistema capitalista, debía superar la alienación del trabajo y la vida social y la deshumanización del hombre. Lo que Marx llamaba “práctica revolucionaria” habría de ser, en las condiciones históricas imperantes, el principal factor de transformación social y la fuerza capital encargada de liberar al hombre de la esclavitud inherente a aquellas formas de vida social e intelectual a las que había sucumbido.

La antropología marxista puso punto final a todas las formas de especulación metafísica acerca de la “esencia” del hombre. Marx destacó que semejantes conceptos siempre involucraban la aceptación injustificada de la veracidad absoluta de experiencias adquiridas por ciertas clases sociales en determinados periodos históricos. En otras palabras, promovían las experiencias a la categoría de principios objetivos e invariables. Tal como observó Marx, los conceptos vinculados con la “esencia” del hombre no constituían descubrimientos acerca de su verdadera naturaleza capaces de servir como base para la actividad social, política y educativa, sino más exactamente reflejos de ciertas situaciones sociopolíticas, expresados con la intención de perpetuar dichas situaciones.

Marx también criticó todos los esfuerzos por determinar empíricamente al hombre. Porque éstos, al igual que las teorías metafísicas, aceptaban ciegamente la situación histórica y la consideraban inmutable. Presuponían equivocadamente que las personas están determinadas por su forma de vida, y no percibían ninguna contradicción interna dentro del mundo humano en las diferentes etapas de su desarrollo histórico, ni las transformaciones que se producían en el hombre contra el telón de fondo de estas contradicciones.

La antropología marxista, que determina al hombre recurriendo al “mundo del hombre”, y que enfoca el mecanismo interno del proceso de transformación de este mundo, reveló la inmutabilidad de la presunta esencia del hombre. Puso énfasis en el hecho de que el hombre era el único ser que se desarrollaba consagrándose a la tarea de crear el mundo humano objetivo, sucumbiendo a las exigencias de éste, y venciendo al mismo tiempo sus formas decadentes. El desarrollo del hombre no es una proyección espontánea y puramente espiritual de sus ensueños y deseos, ni es la expresión de los deseos subjetivos de un individuo o un grupo. El desarrollo del hombre se materializa a través de sus actividades, que deben pasar por la prueba de distintos tipos de criterios objetivos: el criterio de la verdad para la actividad científica, de la eficiencia para la actividad técnica, de la forma para la actividad artística, y de las fuerzas productivas y las relaciones sociales para la actividad económica. No hay lugar para lo facultativo ni para la licencia humana. El hombre sólo puede alcanzar sus metas, y la creación humana sólo puede perpetuarse, res petando las leyes del mundo objetivo. No obstante, el coraje y la aptitud creadora son simultáneamente necesarios. El hombre no debe someterse a sus propias creaciones. Los cien tíficos tienen el derecho, y el deber, de rechazar teorías científicas, así como los técnicos deben rechazar soluciones ya obsoletas. Lo mismo se aplica a los organizadores de actividades sociales,

Esta dualidad del desarrollo del hombre —su aceptación de las exigencias de la realidad objetiva y su coraje para recha zar las formas y los logros pretéritos— constituye un principio fundamental de la filosofía marxista del hombre. Este desarrollo dual se asienta sobre las actividades sociales del hombre. Dichas actividades, al estar relacionadas con los cambios de las fuerzas productivas y de las aspiraciones de las masas, revolucionan las instituciones y formas sociales estables, así como las consecuencias sociales correspondientes.

En el curso de los complejos procesos de destrucción de lo viejo, creación de lo nuevo y conservación de lo perdurable, ciertos elementos se complementan, y simultáneamente se contradicen. Estos elementos son las exigencias de las fuerzas productivas, las múltiples tendencias de la “base” económica, las diversas corrientes de la “superestructura” ideológica, y la conciencia social general. Todos ellos crean situaciones materiales, sociales y espirituales saturadas de tensiones internas y contradicciones para el hombre.

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Erich Fromm y otros, Humanismo socialista. Buenos Aires, Paidós, 1966, pp. 47-57.

Razón humanista frente a ideología humanitaria

(Texto de la ponencia pronunciada por el autor en el II Congreso Nacional de Humanistas, "Razones humanas", celebrado en la Universidad Complutense de Madrid en marzo de 2024).



Javier García Gibert.- Para despejar ambigüedades y dejar claras las cosas desde el principio comenzaré con la definición con la que se abría mi libro Sobre el viejo humanismo: “Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual”.[1]

Esta aclaración inicial me parece oportuna, porque “humanista” y “humanismo” no han sido nunca conceptos unívocos. El término umanista ya se aplicaba en la Italia de la 1ª mitad del siglo XVI para referirse a profesores o especialistas de studia humanitatis, aunque no fue demasiado utilizado por los propios humanistas y solía abrigar incluso algún sentido peyorativo que lo asimilaba a modestos pedagogos o maestros de primeras letras. En la propia España, a la altura de 1600, Baltasar de Céspedes al comienzo de su Discurso de las Letras humanas, llamado ‘El Humanista’ nos dice que hay pocos que nos sepan decir “qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista” y, ciertamente, en la opinión pública el concepto era difuso: el que sabía escribir buen latín, el que además sabía griego, el que enseñaba estas disciplinas, el aficionado a la literatura clásica, el que tenía erudición, etc.

Hoy el término es igual de confuso, y también lo es –más grave aún- el término humanismo[2], hasta el punto de que quienes hoy se refieren a él entienden a menudo cosas distintas e incluso contradictorias. De hecho, como trataremos de ver, el humanismo de la vieja tradición ha sido incautado en la Edad Moderna por falsos amigos que le han hecho decir lo que nunca dijo y lo han proyectado a contextos e interpretaciones que lo malforman y malbaratan de múltiples maneras. Estos nuevos y mostrencos humanismos derivan todos del humanitarismo ilustrado del siglo XVIII, que pretendió ser la prolongación sublimada y mejorada de las antiguas ideas humanistas, aunque, en realidad, no fue una continuación, como veremos, sino una quiebra. De esta quiebra procede también el post-humanismo actual, en sus variantes trans o ciber-humanistas. 

Muchas personas de “cultura” han tomado esta deriva y han dado en pensar que el humanismo antiguo y renacentista había evolucionado de modo natural en el pensamiento ilustrado, abriéndose con ello a los tiempos modernos.  Pero lo que se abría, en realidad, era otra cosa. Todos ellos han caído en la confusión “vulgar” que ya anticipó con reveladoras palabras en el siglo II d. de C. Aulo Gelio en sus magníficas y misceláneas Noches Áticas (Libro XIII, cap. 16): “Los fundadores de la lengua latina y los que la hablaron bien no quisieron, como el vulgo, que la palabra humanitas fuese sinónima de la griega philanthropía y significase complacencia, dulzura, benevolencia; sino que dieron a este vocablo, sobre poco más o menos, el mismo sentido que los griegos a paideia, esto es, lo que nosotros llamamos educación, iniciación en las bellas artes (…) Este estudio, al que solamente el hombre entre todos los seres puede dedicarse, se llamó por esta razón humanitas. En tal sentido emplearon siempre los antiguos esta palabra, y principalmente Varrón y Cicerón, como demuestran casi todas sus obras”.

Estas palabras de Aulo Gelio resultan iluminadoras para aclarar el desorden conceptual de nuestros días, al discernir claramente entre la concepción humanista, que es la tradición de un programa formativo para los individuos -es decir, una paideia-, y la actitud humanitaria, que se refiere a un interés específico hacia el colectivo de la humanidad, muy de acuerdo con la definición que da la R.A.E.: humanitario, “que mira o se refiere al bien del género humano”. Esta distinción siempre estuvo clara para los verdaderos humanistas, pero el hecho inevitable de que la cultura humanística llevara integrada el aporte sustancial del cristianismo y con él muchos valores supuestamente pregonados por la filantropía, contribuyó y contribuye a mantener el equívoco, que a menudo queda evidenciado en autores y en contextos donde uno menos se lo espera.[3]

 Esta confusión no presentó, sin embargo, graves consecuencias ideológicas hasta el período de la Revolución Francesa, y la polémica surgida en la Alemania ilustrada a comienzos del XIX es una buena prueba de ello. En 1808, el Ministro de Educación de Baviera, F. J. Niethammer, incidió en el debate desatado a la sazón sobre política pedagógica con un libro, de título bien explícito, El conflicto del Filantropismo y del Humanismo en la teoría de la instrucción educativa de nuestro tiempo. Niethammer abogaba por una reforma educativa, cimentada en el estudio de la cultura clásica y en una sólida e integral formación ética y estética del espíritu, frente a los que defendían una enseñanza de carácter pragmático, que privilegiara los contenidos “útiles” y basada, por añadidura, en las condiciones innatas del alumno más que en la sabia autoridad del maestro. Es decir, una pedagogía rousseauniana (recuérdese que el primer recurso pedagógico en el Emilio del autor ginebrino es cerrar todos los libros).

Niethammer acertaba al plantear como un “conflicto” esta alternativa entre el viejo y genuino humanismo y el filantropismo del humanismo ilustrado, que no fue un desarrollo natural del primero ni una asunción legítima de los principios humanísticos, sino una alteración que iba a provocar en la historia cultural un quid pro quo hermenéutico y conceptual extraordinario. Versarán sobre ello las páginas que siguen, pero anticipemos aquí un modo rápido y sencillo, no de establecer de modo profundo sus diferencias, pero sí de distinguirlos, de determinar (con una suerte de prueba del algodón) si un autor que nos habla desde el humanismo lo hace en realidad desde la vieja tradición humanista o bien desde el humanitarismo ilustrado. Esa prueba son las fuentes a las que se acude para sustentar esa atribución pretendidamente humanística.

Bastarán dos ejemplos de autores conocidos: uno, Tzvetan Todorov, dentro de la órbita cultural francesa (a pesar de su origen búlgaro), que militó en el vanguardismo formalista pero que desembocó en reflexiones culturales acerca del humanismo en los últimos años del siglo pasado en libros como Nosotros y los otros (1989) o El jardín imperfecto (1998); otro, del ámbito anglosajón, el profesor Alan Bullock, autor de La tradición humanista en Occidente (1985). Las reflexiones de Todorov carecen por completo de referentes clásicos y renacentistas (salvo Montaigne[4]) y fundamenta todos los presupuestos supuestamente humanísticos en los autores franceses del siglo ilustrado (Montesquieu, Rousseau, Constant, Condorcet, Tocqueville…) con lo que los principios propiamente humanistas se desvirtúan inevitablemente. Más académico y tradicional, pero quizá por eso aún más significativo, Alan Bullock también considera a la Ilustración y sus secuelas como una etapa fundamental del humanismo, olvidando por completo el sustrato antiguo y dando una relevancia bastante limitada al humanismo del Renacimiento en relación al pensamiento del siglo XVIII. No extraña por eso que atribuya al humanismo algunas debilidades o deficiencias que no le corresponden y que le llevan a lidiar dramáticamente con el delicado asunto de cómo, después de los horrores del siglo XX, “puede creerse en el hombre o hablar de una tradición humanista”.[5]

 Porque, en último término, la confusión o sobrepujamiento conceptual entre humanismo tradicional y humanismo ilustrado (o humanitarismo) no sólo tiene graves consecuencias intelectuales, sino que también produce una torcida asignación histórica de responsabilidad, pues atribuye a la tradición humanista culpas que corresponden al humanitarismo ilustrado. La cuestión ha sido planteada, incluso, entre las propias filas del humanismo y por autores tan prestigiosos como George Steiner. En su ensayo En el castillo de Barbazul, Steiner se preguntaba hasta qué punto la cultura humanística era responsable de las atrocidades del siglo XX (esos nazis que se deleitaban con Wagner o con Mozart, o esos comunistas que se pretendían herederos de la vieja cultura) y dejaba entrever una cierta  perplejidad culpable. Mucho mejor y con más acierto lidió con el asunto Hannah Arendt (en Hombres en tiempo de oscuridad y en otras obras), viendo muy claro que la humanidad del siglo XX no era el sueño de los humanistas, sino el sueño de una Ilustración, basado en el desarrollo técnico y en la expulsión de las referencias metafísicas y trascendentes.

            Podría decirse de otra manera: culpar al humanismo de los males del siglo XX supone no advertir la torsión decisiva que operó el siglo XVIII con el viejo humanismo, ignorando que las virtudes máximas del pensamiento ilustrado venían de atrás y que sus defectos eran el resultado de importantes deserciones y alteraciones de los principios y planteamientos humanísticos: reconducir, por ejemplo, la ética a la ideología o vincular progreso material con progreso espiritual. Ello ha generado en los tres últimos siglos extrañas concepciones de humanismo donde se confunden fines y medios, principios y deseos, pensamiento e ideología política. Un caso altamente representativo fue el libro póstumo del profesor norteamericano Edward W. Said, que es a la vez su testamento intelectual y una de las banderas flameantes de ese nuevo humanismo que resulta al cabo el principal enemigo del antiguo. Su título lo dice todo: Humanismo y crítica democrática (2004; traducción española en Ed. Debate, 2006). Desde el punto de vista del viejo humanismo, el enfoque de Said es equivocado desde múltiples frentes, empezando por su comprensión del humanismo como un movimiento eminentemente universitario –que nunca lo fue- y acabando por su consideración de la formación humanística no como paideia para el mejoramiento del individuo, sino como un medio de intervención política e ideológica en el mundo. Sus ataques al elitismo intelectual (frente al principio de jerarquía y discriminación de méritos), su falta de perspectiva histórica (lamentando, sin ir más lejos, que Petrarca no se rebelara contra el comercio de esclavos), su forzado voluntarismo multicultural (considerando, por ejemplo, que la atención filológica al lenguaje comienza en el Corán, o que las universidades musulmanas del siglo XII se adelantaron en más de 200 años a las prácticas humanísticas de la Italia renacentista) son suficientemente explicativos. Nos preguntamos por qué Said le confiere a todo lo que dice el nombre de “humanismo” o por qué no invita a militar en algún partido político en vez de hacerlo en una supuesta tradición cultural.

            Said se convierte con ello en otro oficiante de la generalizada ceremonia de la confusión contemporánea en lo relativo a ideas, tradiciones y conceptos.[6] Con tantos malentendidos y tergiversaciones no es extraño que algunos consideren al viejo humanismo como una tradición (y una palabra) ya inservible o periclitada. En una reciente entrevista en el diario El Mundo (19 octubre 2022) el conocido filósofo italiano Massimo Cacciari respondía así a la pegunta sobre el lugar que hoy debiera ocupar el ‘humanismo’: “Como todos los ismos, habría que expulsarlo de la conversación. Lo que importa es la política de defensa de los derechos humanos. Es decir: el derecho a la educación, a la sanidad, a la movilidad, a la información, a la emigración”. El clamoroso desahogo intelectual de la respuesta oculta cuando menos un acierto indudable: el humanismo se ocupa de los deberes, no de los derechos (como veremos más abajo). Pero es el momento de centrarnos ya, como promete el título del presente artículo, en las diferencias de fondo y perspectiva entre la tradición humanista y el discurso humanitario.

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Afirmar que el humanismo remite a un pensamiento de tradición cultural aplicable al individuo y que el humanitarismo es un sentimiento basado en la estructura social y sustentado políticamente por la ideología[7] es sólo un principio de diferenciación, que trataremos de matizar más adelante. Pero lo primero que habría que hacer es localizar históricamente la cuestión. No cabe duda de que la crisis epistemológica del siglo XVII propiciada por la nueva ciencia (Bacon) y la nueva filosofía (Descartes) fue un golpe muy fuerte a los principios y las certezas del pensamiento humanista tradicional, pero fue el siglo XVIII el que armó sustancialmente a ese pensamiento en crisis con nuevos principios y nuevas certezas, que pretendían en algunos casos acomodar los viejos ideales a los tiempos modernos. Algunos podían engañarse con las semejanzas, pero la diferencia era abismal, como veremos. Una de esas engañosas continuidades del siglo XVIII fue su supuesta pasión por la antigüedad, que era una pasión sin alma, desvitalizada. El Neoclasicismo es una pura imitación formal de preceptos sin incorporación de legado ético y existencial alguno. Basta compararla con la actitud con Petrarca, el primer humanista moderno. De hecho, a Petrarca se le ignoró por completo, como a todos los grandes humanistas del pasado. Muy revelador es el Discurso Preliminar de d’Alembert a la Enciclopedia: los humanistas del Renacimiento son ahí concebidos como “vanos eruditos” que no apreciaron el valor real de los antiguos[8] y el interés por la ciencia se revela como muy superior a la sabiduría ética, estética y existencial.

Precisamente, el desprecio por estas facetas hizo que el hombre salido de la revolución fuera un hombre incompleto, falto de armonía, escindido. Las reflexiones filosóficas más importantes de la época lo advirtieron con claridad: Schiller, en sus magníficas Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) denunciaba que los ideales teóricos de la ilustración no habían producido la visión unitaria y armónica que caracterizaba al hombre clásico; Hegel, en la Fenomenología del espíritu (1807), hablaba de la “conciencia desdichada” del que vive como contingente y dividido lo que intuye que es permanente e indivisible. Muchas personas de espíritu advirtieron ya en la época que las luces de la Ilustración habían ofuscado y deslumbrado más que iluminado en determinados aspectos de crucial importancia para los seres humanos.

Pero pasemos, sin más dilación, a establecer las diferencias entre el viejo humanismo y ese nuevo humanitarismo ilustrado, tratando de deshacer la confusión entre ambos, porque a veces sus ideas y principios, tan distintos, parecen similares si no se examinan con la debida atención. Señalaremos los principales rasgos diferenciadores, exponiéndolos funcionalmente en tres bloques de contenido.

1 - Racionalidad frente a racionalismo.

El humanismo asume enteramente la condición racional del ser humano y se atiene a la razón y no a la pasión o al sentimiento como rectora de la vida en el orden intelectual y en el proceder moral (algo ya plenamente establecido en los orígenes mismos de su tradición, desde la equilibrada reflexión moral de Aristóteles hasta la ética estoica de Séneca, que entendía la pasión como fuente de error y de desdicha).[9] El humanismo defiende por tanto el juicio racional frente al sentimental, que será, sin embargo, determinante en la pedagogía emocional y en la política ideológica de la corriente humanitaria (nos referiremos a ello más adelante). Pero, por otro lado, la razón humanista nunca deviene en ese racionalismo que nacería con la nueva filosofía y la nueva ciencia en el siglo XVII y alcanzaría la deificación revolucionaria en la centuria siguiente. Y ello sucede por diversas razones.

Veamos. La razón humanista es, en primer lugar, una razón adecuada a la constitución antropológica del ser humano, que está en la base de la tradición occidental. Esta constitución lo define como criatura formada por una parte espiritual y otra parte material (alma y cuerpo, en Platón; carne y espíritu, en San Pablo) y por cuya naturaleza se configura como un ser compuesto inextricablemente de excelencia y de miseria, dos constituyentes que han de ser gestionados por su libre albedrío, con la noble aspiración de que las facultades espirituales prevalezcan sobre cualesquiera otras. De acuerdo con ello, la tradición humanista define al ser humano como un homo spiritualis y considera que el sentido trascendente es connatural a su condición, aunque se decanta por el carácter íntimo e independiente de las posibles soluciones religiosas.[10] El humanista, en otras palabras, no es necesariamente un homo religiosus, pero en su tradición la búsqueda trascendente no es desde luego ese prescindible y alienador señuelo de “la infancia del hombre”, como pensaba Marx, sino una de sus intrínsecas tendencias naturales (y en realidad lo único que otorga sentido y fin a la existencia, como reconocía el propio Freud en El malestar en la cultura[11]).

Porque ese es otro de los rasgos esenciales de la razón humanista: su perpetua búsqueda de orden y sentido; y ese rasgo forzosamente la sitúa en las inmediaciones del misterio trascendente. Si hay que elegir, como decía Jean Guitton, entre el misterio y el absurdo, el humanismo es una permanente lucha contra el absurdo. La razón humanista no es, desde luego, una razón teológica, pero sí teleológica, y no es utilitarista, aunque sí pragmática, encaminada a ennoblecer al ser humano en la medida de lo posible. Los “principios” y “premisas” humanísticos no serán, por tanto, dogmas ideológicos, pero tampoco verdades demostrables y  objetivas, sino más bien premisas para dotar de sentido y de dignidad a la vida humana.[12] Me parece oportuno y esclarecedor traer aquí las reflexiones de William James en un artículo de 1904 titulado “Humanismo y verdad”, donde el filósofo norteamericano explicaba que el concepto humanístico de verdad consiste no tanto en su objetividad literal cuanto en sus cualidades subjetivas y sus virtualidades pragmáticas, que lo hagan útil, elegante y congruente con nuestras necesidades vitales y nuestras aspiraciones espirituales.[13] Así, por ejemplo, podría decirse que son verdades de la razón humanística que el bien es más fuerte que el mal, que la virtud favorece la dicha, que gozamos de libre albedrío y que somos artífices de nuestro destino… Como vemos, se trata más bien de peticiones de principio, de presupuestos de orden y entendimiento moral, pero son absolutamente indemostrables desde la pura perspectiva del racionalismo científico.

Todo ello conduce, efectivamente, a establecer la necesaria diferenciación entre la razón humanista y el racionalismo científico. La razón humanista no es contraria a la ciencia, pero sabe que la vía científica no es la meta ni la solución de nada. Uno de los primeros discernimientos intelectuales del humanismo es la distinción entre sabiduría y conocimiento.[14] La ciencia es conocimiento, pero no necesariamente sabiduría, y el humanista reclama para sí la condición de filó-sofo en el sentido socrático y etimológico: amante de la sabiduría. Esta discriminación fue bien temprana en la vida de Sócrates, tal como él la cuenta en el Fedón platónico (96a y ss.), y parece representar con fidelidad una experiencia personal suya. En su diálogo con Cebes nos refiere su interés juvenil por la ciencia y cómo acabó “cegado” y desengañado por esa investigación al ver que el sentido, la finalidad y los impulsos propios del ser humano quedaban fuera de toda investigación en el análisis científico de la realidad. Sócrates compara ese método con la observación del sol durante un eclipse. “Se apoderó de mí el temor de encontrarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquellos la verdad de las cosas”. En esta crucial declaración no solo está Platón, sino también Kant, y todo aquel saber que busca desmarcarse del desintegrador análisis empírico de la realidad que caracteriza a la ciencia. Porque solo los conceptos (logoi) permiten al ser racional, mediante sus capacidades intelectuales y espirituales, percibir el orden y el sentido de las cosas y la armonía esencial del mundo.

            Desde Séneca, que cifraba la dignidad humana en la autodominio y el autoconocimiento,[15] a Petrarca (que tomaba la ciencia como vana erudición[16]) o Montaigne (que la consideraba una “maladive curiosité”, Ensayos II,12) hasta el gran humanismo filosófico del siglo XX la tradición humanista ha recogido esa enseñanza socrática al considerar que una cultura basada en la ciencia puede oscurecer más que iluminar y debilitar más que fortalecer el perfeccionamiento moral y espiritual de los seres humanos. Hannah Arendt decía que “la estatura del hombre” parece disminuir a medida que avanzan los conocimientos técnicos y científicos[17] y Georg Simmel distinguía en diversos ensayos entre “cultura objetiva” (aquella desarrolladísima a la que ha llevado el progreso científico y técnico de nuestra civilización) y “cultura subjetiva” (aquella que puede ser asimilada e incorporada por el sujeto de modo que pueda perfeccionar espiritual y moralmente su vida) y cifraba la tragedia de la cultura moderna en el desequilibrio entre ambas.[18] Esta perspectiva humanista de las cosas es bien diferente a la que había aparecido en el siglo XVII con Bacon y Descartes y se haría hegemónica a partir del siglo XVIII formando parte de la perspectiva humanitaria, que venía a ser una extraña mixtura de sentimentalidad rousseauniana y sacralización racionalista y que trajo consigo la devoción a un mito: el moderno mito del progreso.

2 - Perfeccionamiento personal frente a progreso colectivo: tradición y progresismo.

El culto a la diosa Razón que patrocinó el Estado revolucionario francés y la creación del mito del progreso fueron de la mano, porque el progreso tenía un componente indudable de objetividad racional, fruto del avance científico y técnico de la modernidad (pensemos que Petrarca, el primer humanista moderno, no había presenciado en sus 70 años de vida un solo avance científico y técnico, ni siquiera la imprenta o la pólvora, que son ya del siglo siguiente). Sin embargo, ese evidente progreso, para los humanistas de la modernidad, no dejaba de ser un mito –y también un señuelo[19]- desde el punto de vista moral y espiritual, pero para el racionalismo dieciochesco ilustrado era una verdad inequívoca de consecuencias dichosas, y nadie lo enunció más claramente que Nicolás de Condorcet en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795, póstumo). Allí se afirmaba taxativamente que el progreso científico y técnico implicaba y acarreaba por fuerza un progreso moral.

Condorcet y su siglo tuvieron, en efecto, una noción casi soteriológica del progreso, que consideraban lineal e ilimitado y que, metido en la hormigonera ideológica de la siguiente centuria, acabaría bendecido social y humanitariamente, adquiriendo carta de naturaleza política bajo el concepto de “progresismo”, una de esas palabras fetiche de la modernidad (aunque es mucho más ambigua y vacía de contenido de lo que parece). Pero lo cierto es que la alianza entre la adscripción progresista y el talante humanitario pervive intacta –e incluso incrementada- en nuestros propios días. No hay más que fijarse en el transhumanismo (o posthumanismo) reinante,[20] heredero del humanitarismo ilustrado y radicalmente anti-humanista en todas sus variantes (transgenérica, ciberhumanista, genetista, animalista, etc.). El ingenuo e irredento optimismo condorcetiano sigue, en efecto, vigente en los más conspicuos líderes de la era digital. Eric Schmidt, a la sazón director ejecutivo de Google decía en una conferencia de 2012: “Si lo hacemos bien creo que podremos reparar todos los problemas del mundo”. Es ciertamente un optimismo infantil, que llega incluso a prometer la inmortalidad del ser humano, quizá el próximo siglo, como augura Laurent Alexandre –cirujano experto en las nuevas tecnologías y teórico transhumanista- en su libro La muerte de la muerte, del año 2011.

La razón humanista se encuentra muy lejos de esas aspiraciones, que no dudaría en calificar como síntomas y pecados de hybris.[21] La tradición en la que el humanismo se sustenta tiene uno de sus más hondos y antiguos puntales en la sabiduría de la tragedia clásica y, ante esos entusiasmos científico-técnicos del galopante progreso, no puede por menos que venirle a la mente aquel desatendido “No vayas más allá en tu investigación” que el adivino Tiresias le aconseja a Edipo. Con otra imagen lo decía George Steiner en su ensayo El castillo de Barba Azul, cuando se refería a la tragedia del hombre moderno, que se ve impelido a querer abrir cada una de las puertas que encuentra cerradas, aunque con ello abra también asimismo la habitación del horror. Un perpetuo plus ultra parece ser el terrible destino que marca a ese “hombre fáustico” de la modernidad del que hablaba Spengler en La decadencia de Occidente, que lejos ya de la cultura que lo ha constituido va directo a su necesaria extinción civilizatoria. Ese desajuste entre cultura y civilización que resaltaba Ortega unos años después al describir al hombre moderno como un “primitivo” dentro de un mundo hipercivilizado.[22]

Y esa cultura humanística que ha sido la guía del hombre occidental y que ya no parece regir en el mundo puede incluso entender el progreso civilizatorio como franca decadencia, en la medida en que ese huracán[23] se hace incontrolable a la gestión de su albedrío y no se subordina a lo que realmente importa en el ser humano: la dotación de sentido, la dignidad del individuo, el perfeccionamiento ético y espiritual. Las posibles bondades humanitarias que proporciona el idolatrado racionalismo técnico y científico (la multiplicación y universalización de bienes de consumo, la inmediatez y proliferación comunicacional, los incontestables avances médicos y asistenciales, etc.) no cautivan especialmente a la razón humanista porque se alejan, en la práctica, de los fines y  principios de su vieja tradición: el autoconocimiento socrático, el autodominio senequista, la aceptación de la muerte como parte de la vida, o la irrenunciable libertad de espíritu (y de juicio) que expresaron y postularon un Petrarca, un Erasmo, un Montaigne…

Por lo demás, la ideología del progreso, nacida en el siglo XVIII, se asienta en dos presupuestos dogmáticos inamovibles, relacionados entre sí, que la razón humanista no puede compartir (al menos de una manera absoluta): la de que los hombres del presente son más sabios y felices que los del pasado y la de que el pasado no interesa para ordenar nuestra vida y nuestra sociedad presente. El humanista, en cambio, tiende a mirar permanentemente hacia el pasado, no sólo porque ahí residen sus raíces, sino también porque sabe que la Historia es la mejor maestra -hay un fragmento célebre de Cicerón que se refiere a eso- y que el tiempo opera en las cosas una decantación de sabiduría, señalando lo que es permanente y lo que es perecedero (y eso ya es mucho). Esta empatía de la razón humanista con el pasado es lo que explica que, si nos fijamos bien, muchos más humanistas se vieron estimulados por el mito retrospectivo de la Edad de Oro (que introdujo Hesíodo y continuó Virgilio y que en el Renacimiento cultivaron Erasmo, Montaigne o Cervantes, pero que llega con idéntica nostalgia, aunque con otras vestiduras, al mejor humanismo postilustrado)[24] que por las ensoñaciones utópicas –con la notable excepción de Luis Vives- y que todos abrigaban la íntima sensación que fue enunciada en frase famosa por Bernardo de Chartres, representando al proto-humanismo del siglo XII: que los que vivimos ahora no somos sino “enanos subidos a hombros de gigantes” y que si vemos más o mejor no es por nuestro mérito sino por el de los grandes autores que nos precedieron. 

Y además no siempre vemos más o mejor. Por lo menos en lo que afecta a la sabiduría, a la armonía con el mundo, o la visión equilibrada de las cosas. Todos esos asuntos metafísicos o de sentido existencial que tanto valora la razón humanista pero que quedan fuera de la visión materialista de la ideología del progreso, donde lo mensurable técnica, científica y estadísticamente (globalización comunicativa, renta per cápita, índices de alfabetización, longevidad media, etc.) es lo único que cuenta. Pero como bien percibió la sensibilidad humanística de Leo Strauss en su ensayo ¿Progreso o retorno? “hay problemas perennes” y son importantes y hay autores del pasado que han profundizado en ellos más que nosotros. Su compatriota y contemporáneo Karl Jaspers se refería a un “tiempo eje” de la Historia (entre los siglos VI y V a. de C.: el tiempo de Buda, Confucio, Lao-Tsé, el autor del Libro de Job, Pitágoras, Heráclito, los grandes trágicos, Sócrates…) que había acumulado tal cantidad de espíritu y sabiduría en el mundo que era absurdo imaginar en este plano ninguna línea sostenida de progreso.[25] Lo mismo podría decirse, por supuesto, del arte o de la literatura, donde la excelencia no sigue una línea histórica progresiva. No hace falta argumentar mucho sobre ello.

Por eso el humanista tiene, en el fondo, interiorizada una concepción cíclica de la historia y sabe que existen momentos en los que hay que detenerse y mirar hacia atrás para poder avanzar. ¿Qué otra cosa se hizo en el Renacimiento, que fue además el origen del hombre y del mundo moderno? Y, en último término, desde la perspectiva humanista la noción de progreso se hace irrelevante y está viciada irremediablemente por su carácter ideológico, es decir: colectivista. La ideología, por definición, masifica a los individuos y simplifica las ideas y los acontecimientos. El humanismo, sin embargo, individualiza siempre, y le parece absurdo pensar que los individuos progresan en bloque, a lomos de la Historia, y no mediante el inalienable esfuerzo personal. Por esa razón el progreso histórico resulta, en último término, intrascendente, porque lo relevante es la evolución de cada ser humano a lo largo de su vida. Aunque a eso el humanismo no lo llama progreso, sino perfeccionamiento, formación, paideia.

3 – De las ideas éticas a la ideología política.

Pero la ideología ilustrada y post-ilustrada no sólo se manifiesta en la fetichización de la idea de “progreso” –y la estigmatización inmediata de quienes se opongan a ella en condición de retrógrados y retardatarios en sus diversos calificativos (“conservadores”, “reaccionarios”, “tradicionalistas”, etc.)-, sino en la imposición de significados nuevos a conceptos que habían alojado ideas antiguas, convirtiéndolas en ideología y pervirtiéndolas radicalmente. Es el caso de la tríada clásica de la Revolución francesa: “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”, que se hicieron corresponder con los tres colores de su bandera: el blanco, el azul y el rojo. Examinemos algunas cuestiones a partir de estos tres conceptos.

        a)      Libertad interior y libertad exterior.

        El concepto postrevolucionario de “libertad” –tal como se representa alegóricamente  en el célebre cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo (1830)- es exterior, manifiesto, público; es una libertad que va armada, abanderada, descocada, y que es bien visible a los ojos de todos. Esta libertad no era necesariamente incompatible con la libertad tal como era entendida por la tradición humanista, pero en realidad poco tenía que ver con ella. La idea humanística de libertad tenía un carácter eminentemente interno y se manifestaba en una doble proyección: el libre albedrío y la libertad de juicio.

El libre albedrío –bandera teológica de la religión católica frente al determinismo protestante (y frente al fatalismo islámico)- es la capacidad que tiene el ser humano para actuar en un sentido u otro (y, en términos teológicos, para salvarse o condenarse en función de sus elecciones). Y como evidencia ese texto emblemático de la tradición humanista que es la Oratio de hominis dignitate (1486) de Giovanni Pico della Mirandola, el libre albedrío es precisamente el rasgo distintivo de la especie humana, que lo diferencia de todas las demás criaturas, esclavas de sus instintos, y que lo introduce en la grandeza de la responsabilidad moral, permitiéndole ennoblecer o degradar su condición humana elevándola hacia la divinitas o cayendo a la animalidad de la feritas. El libre albedrío se tiene siempre, aunque no se tenga libertad exterior. Por su parte, la libertad de juicio es la proyección del libre albedrío en la condición racional del ser humano. Es el atributo más estimado por la tradición humanista para la aprehensión y desarrollo personal del conocimiento: la actitud que postulaba Sócrates contra los prejuicios y las perezas mentales, la que defendía Petrarca frente al saber petrificado de las escuelas y academias universitarias de su tiempo y lo que Erasmo representaba frente a los dogmas inquisitoriales. ¿Y cómo no ver la vigencia que cobran esas actitudes frente a la opresiva realidad de hoy mismo?

Pero resulta curioso y revelador constatar que la autonomía que ostenta el ser humano merced al libre albedrío y el libre juicio parece haber menguado y casi desaparecido con la post-ilustrada modernidad humanitaria, que tanto ensalza y ha ensalzado las libertades públicas. La libertad de juicio choca, en efecto, contra el dogmatismo ideológico que generan los “ismos” políticos, culturales y sociales (comunismo, fascismo, deconstruccionismo, feminismo, animalismo, etc.) y hoy se ha llegado en este sentido al desiderátum de la ideología con el pensamiento woke y las políticas de la cancelación. Y el libre albedrío choca, por su parte, contra los desresponsabilizadores determinismos biológicos, psicológicos y sociales que “descubrieron” nuevas disciplinas -motejadas por el positivismo decimonónico como “ciencias del hombre” (sociología, psicoanálisis, antropología, etc.)- y que han desembocado en las actuales teorías liberticidas de la genética última y de la neurociencia. La conclusión paradójica –o tal vez no tanto- es que a medida que crecen las libertades exteriores desciende -o incluso se anula- la consideración de la libertad interior, que es la que realmente ennoblece y distingue al ser humano del resto de las criaturas.[26] Y, a fin de cuentas, podría concluirse que, sin el concurso regulador de la libertad interior –uno de cuyos máximos y sofisticados ejercicios, como repetían los estoicos, es la prerrogativa de dominarse a sí mismo-, la libertad exterior es un regalo venal (y por demás peligroso) que el humanitarismo ilustrado concedió a las masas.

b)      Igualdad constitutiva e igualitarismo social

El segundo concepto de la tríada revolucionaria –absolutamente definitorio de la ideología humanitaria- es el de la igualdad. Y, sin embargo, es también un concepto que está en el origen de la tradición humanista, aunque de nuevo los respectivos significados sean bien distintos.

En efecto, las dos fuentes primigenias del humanismo –la clásica y la cristiana- sancionan la igualdad constitutiva del género humano. Séneca postulaba una doctrina ética universal basada en la razón y apta, por tanto, sin distinción alguna, para romanos y bárbaros, libres y esclavos (Epístolas a Lucilio, XLIV), y San Pablo establecía en un célebre versículo la igualdad de todos los seres humanos ante los ojos de Dios, al margen de sexos, razas y estados: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3,28). El humanismo cristiano estableció, por tanto, como uno de sus puntales la paridad constitutiva de los seres humanos; pero a partir de ahí, cuando las almas actúan, todo contribuye a mantener en esa tradición una actitud discriminatoria en función de la capacidad, la competencia y el esfuerzo que cada individuo imprima a sus acciones.[27] Por lo demás, la desigualación es un hecho crecientemente irrefutable: a medida que el desarrollo social generaliza en el mundo la necesaria igualdad de las oportunidades, destaca con más evidencia la inevitable desigualdad de las almas.[28]

Pero el demagógico discurso igualitario confunde igualdad con igualación y su arbitrariedad queda resumida en una frase que aparece en el irónico examen que Platón, en el Libro VIII de La República, lleva a cabo sobre el sistema democrático, que queda descrito en estos términos: “un régimen (…) que concederá indistintamente una especie de igualdad tanto para los que son iguales como para los que no lo son” (558c). La igualdad democrática supone, en efecto, que cada individuo, sin atender a su mérito ni a su calidad, es exactamente igual a su vecino y equivale a un voto.  Eso es plausible, como mal menor, en el terreno político, pero el pensamiento humanista siempre ha postulado que en cualquier otro ámbito -moral, estético, intelectual, espiritual- debe imperar el principio de jerarquía.[29] No hay en ello ningún elitismo social, sino todo lo contrario. Horacio, el más ilustre impugnador del vulgo en la antigüedad y formalizador de un célebre tópico en este sentido,[30] fue hijo de un esclavo liberto y se declaraba orgulloso de esa ascendencia. Porque habría que puntualizar que para Horacio –y para la tradición humanista- el denostado vulgo (vulgus) no es el pueblo (populus), que es digno de respeto, sino esa mayoría -que incluye, en no pocos casos, a la minoría letrada- incapaz de reconocer y de valorar, por su desidia o cortedad de espíritu, la excelencia de la virtud, de la sabiduría, del arte verdadero... 

Pero el humanitarismo no participaba de ese jerárquico y discriminador punto de vista y desde sus inicios estableció unas bases filosófico-jurídicas que perseguían un consenso universal y que afianzaban con vocación proliferante la perspectiva igualatoria. Esta intervención, que es toda una bandera de la Modernidad, se formalizó en 1789 mediante la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y fue ampliada dos siglos más tarde en las Naciones Unidas por la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, aunque siempre está abierta, como bien sabemos, a incorporar nuevos ítems. El proyecto –necesario y legítimo en muchos sentidos- adolece, sin embargo, de una evidente unilateralidad: en su afán de afianzar la idea de igualación democrática despliega, al margen del mérito y la singularidad, una extraordinaria panoplia de derechos que el ser humano adquiere por el hecho de nacer, sin mención alguna al contrapeso necesario de deberes correspondientes. 

Y aquí nos encontramos con otra diferencia -sustancial y significativa- entre el humanismo y el humanitarismo: éste se preocupa por los derechos, aquel por los deberes.[31] Así, en perfecta coherencia con sus principios y con sus fines y, frente a la creencia sostenida por la modernidad humanitaria, la razón humanista recuerda que los derechos no anidan naturalmente en el ser humano, sino que son atribuciones jurídicas venidas desde fuera, mientras que son los deberes los que salen de dentro, y en el propio deseo de  materializarlos está nuestra singularización y nuestro perfeccionamiento. Ahí se cifra, en último término, la verdadera apuesta del ser humano, la conocida exhortación pindárica de “llega a ser el que eres”. A nadie le ennoblece ostentar un derecho, lo que ennoblece verdaderamente es consumar un deber. Por eso Simone Weil, cuya defensa de los desamparados y de la justicia social era incuestionable, lamentaba que se hubiera puesto en boca de los desfavorecidos el concepto político de “derecho”, un regalo dañino “que aplasta a las almas” y que carece de todo sentido ético.[32] La tradición humanista no perdió nunca de vista esta consideración y tuvo el máximo cuidado en no hurtar a los desfavorecidos esa vía de ennoblecimiento.[33]

Esta atrofia de deberes e hipertrofia de derechos es sin duda un sesgo enfermizo de nuestra época, e impide una visión sensata y adecuada de las cosas. Muchos asuntos se esclarecerían intelectualmente si se abandonara la perspectiva humanitaria y se acogiera la visión humanista. Pensemos, sin ir más lejos, en el problema de la inmigración. Desde la mentalidad  humanitaria la cuestión se percibe como colisión de derechos iguales entre los emigrantes y los naturales del país, cuando en realidad debería plantearse como un concurso de obligaciones diversas (aunque complementarias): el deber de acogida, por una parte, y el deber de respeto a los principios y normas de la sociedad acogedora, por otra. O, por decirlo en términos antiguos: el “deber de la hospitalidad” y el “deber de la suplicación”, que eran sagradas instituciones sociales de cuyo buen funcionamiento hay ejemplos fehacientes tanto en la épica homérica como en la tragedia clásica. 

c)      Juicio racional y juicio sentimental – la quimera de la fraternidad

Esta hipertrofia de los derechos, propiciada por la ideología humanitaria fue sin duda bienintencionada, pero acudió para difundir su mensaje a un emocionalismo que resulta a la postre terreno abonado para manipular las conciencias y obtener rápidos y cómodos réditos políticos. Ese es otro de los signos de la época, que enfrenta de nuevo la modernidad  humanitaria con el viejo humanismo: la sustitución del juicio racional por el sentimental. Y surge aquí otra vez el equívoco desvelado por la tradición humanista: contra lo pueda parecer, es la razón lo que une a los seres humanos (al margen de su sexo, raza, condición, origen social, etc.), mientras que el sentimiento es lo que nos aproxima a algunos, pero nos distancia y separa del resto.

Sin embargo, eso no es lo que parece entender la mentalidad humanitaria. Y surge aquí como referencia inevitable la figura de Jean-Jacques Rousseau, el padre común del juicio sentimental y de la ideología igualitaria. A despecho de su cacareado racionalismo, la Europa de la Ilustración contempla el auge de la comedia lacrimógena y de la novela sentimental, en las que se educa a los ciudadanos en las nuevas ideas mediante la apelación directa a las emociones y a los sentimientos. Todo un paradigma fue el éxito enorme de La nueva Eloísa del autor ginebrino.[34] Pero Rousseau da cobertura a este designio en toda su obra. En Del contrato social parte de la “igualdad de derechos de los ciudadanos” para establecer un pacto merced al cual el Estado-tutor debe educar y corregir y, si es necesario reprimir, las voluntades particulares y las inadecuadas opiniones del pueblo para ajustarlas a una opinión correcta, que se supone válida y útil para la mayoría (he ahí el antecedente moderno de la ideología de la corrección política y de las medidas de “cancelación”). Y todo ello para proteger a los débiles y a los desfavorecidos, que pueblan el planeta de “víctimas sociales”[35] merecedoras de nuestra “compasión”, un sentimiento que Rousseau, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres considerará una virtud moral de la máxima importancia, sin la cual el hombre y las sociedades se hubieran hundido en la depravación absoluta.[36]

Este terreno de la actividad equilibradora y de la asistencia social es el campo propio y propicio del filantropismo humanitario, que empezó por desterrar por sus connotaciones religiosas los términos “caridad” (=amor) o “beneficencia” (bene facere) de la tradición cristiana para sustituirlos por otros como “ayuda” o “solidaridad”[37] que, a su juicio, representan mejor la objetividad pragmática de la acción compasiva. Y obviamente entramos aquí de lleno en el tercer elemento de la tríada revolucionaria: la fraternidad. Si los otros dos conceptos –la libertad y la igualdad- acumulaban, como hemos visto, no pocas ambigüedades y contradicciones y habían supuesto en la nueva perspectiva humanitaria una torsión política e ideológica de las ideas humanistas, aquí nos hallamos con una adulteración conceptual de signo distinto, pues la fraternidad fue una mera declaración de intenciones -un flatus vocis del sarampión revolucionario- y tampoco había sido propiamente un concepto de la tradición humanística, que lo utilizó sólo sub specie religionis, en el sentido de “hermanos en Cristo”, de acuerdo con la expresa “voluntad del Padre” (San Pablo, Colosenses, 1,2; Mateo, 12,50).  Pero eso era una quimera de la santidad que no podía exigirse al hombre común, y la razón humanista no se hacía ilusiones sobre dicha idea[38], prefiriendo, en efecto, la noción selectiva de la “amistad” o la comunión íntima entre las almas nobles, antes que el universal e indiscriminado sentimiento fraterno.

El filantropismo post-ilustrado, en cambio, sí acogió, provisionalmente, el mantra ideológico de la “fraternidad universal”, aunque, dada la índole laicista de su pensamiento y el contexto político en el que se desarrolló el concepto, éste comenzó como una aporía y terminó siendo una falacia. Pues la fraternidad sólo tenía sentido en relación a un Padre común y universal que diera significado a ese vínculo entre “hermanos”.[39] La ignorancia revolucionaria pareció no advertir la obviedad de este hecho y utilizó el concepto en el sentido político y sindical de las “hermandades” profesionales que se aliaban contra el patrono, con lo que esa fraternidad supuso más bien la actualización del mito que desarrollaría Freud en su libro Tótem y tabú: las primitivas hordas de hermanos que se unían para devorar al padre castrador y establecer así el consiguiente período de “alianza fraterna”. Aunque, como bien se sabe, los hermanos en la Revolución, después de asesinar al Padre, acabaron comiéndose unos a otros... 

Así terminó en la Francia revolucionaria el Siglo de las Luces, que vio nacer las ilusiones humanitarias del mundo moderno: el culto a la Razón, las ideologías liberadoras, el sentimentalismo compasivo. Hoy en día esas ilusiones –con renovados modos- tienen máxima vigencia, alentadas y fiscalizadas por el ordenancismo global del pensamiento woke.[40] Pero conviene no olvidar de qué modo acabaron los bellos conceptos que coloreaban su bandera. La libertad acabó en terror, la igualdad –que superó la fea discriminación de decapitación para nobles y ahorcamiento para plebeyos- en guillotina para todos;  y la fraternidad –ya lo hemos visto- en el florecimiento de los odios mutuos. Alumbrados por otras luces –que no son las de Francia en el siglo XVIII, sino las que habían empezado a alumbrar muchos siglos antes en Grecia, Roma y Jerusalén-, los valedores de otra tradición, hoy casi olvidada, aunque propiciadora, ni más ni menos, de la cultura de Occidente, reclamamos un regreso a los postulados de una razón humanista que nos proteja y salve de la ideología en curso, tan bienintencionada posiblemente, pero tan errada y tan dañina para el desarrollo profundo y armónico del ser humano. 

 



NOTAS


[1] Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Marcial Pons, 2010. Reedición en Cypress Cultura, 2024, pág. 11.

[2] El término, en su moderna acepción cultural, suele remitirse al filósofo y pedagogo germano Friedrich Immanuel Niethammer en un libro de 1808 al que nos referiremos después.

[3] Veamos, a título de ejemplo, este fragmento de un conocido texto de Thomas Mann, titulado Advertencia a Europa, escrito en 1935: “Todo humanismo conlleva un elemento de debilidad que tiene que ver con su desprecio por el fanatismo, con su tolerancia y su inclinación por la duda; en suma, con su bondad natural, que puede, en ciertos casos, resultarle fatal. Lo que se necesitaría hoy es un humanismo militante, un humanismo que descubriera su virilidad y que se convenciera de que los principios de libertad, de tolerancia y de duda no se deben dejar explotar y trastocar por un fanatismo carente de vergüenza y de escepticismo”. Atribuir al humanismo los conceptos humanitarios de “tolerancia” y “bondad natural” y echar, en cambio, en falta su supuesta “virilidad” y su condición “militante” indican bien a las claras que la peligrosa confusión entre humanismo y humanitarismo había hecho mella en los representantes más conspicuos de la alta cultura en las primeras décadas del siglo XX. Para el análisis de esta confusión en Thomas Mann, especialmente en La montaña mágica, pueden verse las páginas 374-377 de la mencionada reedición de mi libro Sobre el viejo humanismo (vid supra, nota 1).

[4] Un autor que ofrece tantos rasgos humanísticos como disolventes de esa tradición. Véase Sobre el viejo humanismo, ed. cit. págs. 253-263.

[5] La tradición humanista en Occidente, Alianza Editorial, Madrid, 1989, pág. 200.

[6] Said marca, de hecho, una tendencia general -presente incluso en quienes pasaron un día por ser conspicuos representantes del humanismo tradicional- que ha ido derivando su mensaje ostensiblemente, aproximándolo al humanitarismo woke. Un caso extremo y significativo es el de la filósofa estadounidense Marta Nussbaum, autora de obras de referencia humanística como La fragilidad del bien (1986), cuyo pensamiento en el presente siglo ha desembocado en planteamientos ultra feministas y ultra animalistas, asumiendo los dictámenes del sentimentalismo ético y patrocinando las “políticas de la cancelación”.

[7] El humanitarismo, en efecto, se manifestó muy pronto como una “ideología”, algo que despierta la susceptibilidad de cualquier humanista. El principal de ellos en nuestro siglo XIX, Marcelino Menéndez Pelayo, lo veía de este modo, en una carta a su amigo el novelista y crítico Juan Valera, aludiendo al humanitarismo krausista de Giner de los Ríos: “Yo no detesto a los krausistas por librepensadores, puesto que hay muchos pensadores libres que, por la grandeza de su esfuerzo intelectual, me son simpáticos. Los detesto porque no pensaron libremente y porque todos ellos, y especialmente Giner, son unos pedagogos insufribles” (2 de septiembre de 1886). Y en las páginas que les dedica en la Historia de los heterodoxos españoles dice: “Todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior”. Por lo demás Menéndez Pelayo acostumbraba a verter sus ironías siempre que usaba el término “humanitario” y solía adornarlo de connotaciones peyorativas que tenían que ver con la inconsciencia, la vaguedad, la demagogia o la hipocresía.

[8] Así resume D’Alembert la relación de los humanistas del Renacimiento con los autores antiguos: “se tradujeron, se comentaron y, por una especie de gratitud, se dio en adorarlos, sin conocer ni mucho menos lo que valían”. Es absolutamente inexplicable esta descalificación, que nosotros aplicaríamos al propio d’Alembert.

[9] El extremismo ético cristiano –tan opuesto al racionalismo clásico greco-latino como al pragmatismo judío- no dejó de ser un producto histórico de la creencia inminente en la parusía y, aunque profundizó y sutilizó considerablemente la reflexión ética occidental, era imposible de llevar a cabo en su literalidad y tuvo que ser abandonado como patrón general de conducta. Remito sobre esto a mi libro Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica, Antonio Machado Libros, 2002, págs. 251 y ss.

[10] Es decir, por la decir la secularización, lo cual supone una separación operacional de lo trascendente y lo inmanente (magníficamente expresado por Baltasar Gracián en el aforismo 251 del Oráculo Manual: “Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiera divinos, y los divinos como si no hubiera humanos”), pero no por el laicismo (que es la expulsión y negación de lo trascendente).

[11] “No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un fin a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso” (Alianza Editorial, Madrid, 1970, pág. 19).

[12] El propio Platón con todo su idealismo espiritual (tan diferente al pragmatismo ético de Aristóteles) admite en varios lugares de La República (389b, 414bc, etc.) el uso de la “noble ficción” (γενναίος ψευδός), empleada como fármaco en beneficio de la comunidad con el fin de estimular un orden espiritual y evitar la degradación de las almas.

[13] Artículo incluido después como capítulo en su obra de 1909 The meaning of truth (traducción española: El significado de la verdad, Buenos Aires, Aguilar, 1957).

[14] Cuadran aquí los conocidos versos de T. S. Eliott, de su poema Choruses from The Rock: “Where is the wisdom we have lost in knowlege?,/ where is the knowledge we have lost in information?” Versos que aún son más actuales 90 años después de ser escritos.

[15] “El geómetra nos enseña a medir los latifundios en lugar de enseñarme cómo medir lo que es suficiente al ser humano” afirmaba Séneca en su Epístola 88 a Lucilio, y esta perspectiva expresa a la perfección las prioridades de todo humanismo.

[16] Sobre todo en su tratado Sobre la ignorancia. Véase para esto, Sobre el viejo humanismo, ed. cit., págs. 184-186.

[17] Este es el tema del capítulo VIII de su obra Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona, 2003, págs. 403 y ss.

[18] Véase, por ejemplo, El individuo y la libertad. Ensayos de Crítica de la Cultura, Barcelona, Ediciones Península, 1986, p. 126.

[19] Un señuelo del que se desprende la tradición humanista desde sus mismos orígenes. La actitud relativizadora de todo progreso puede ya encontrarse tanto en el virgiliano omnia iam vulgata (ya todo está dicho) como en el judío nihil novum sub sole del Eclesiastés.

[20] “Transhumanismo” parece ser el término más utilizado, aunque “posthumanismo” quizá sea preferible, porque revela la crudeza de la realidad. El término transhumanismo puede sugerir lo que no es: una transformación perfeccionadora del ser humano, desde el punto de vista moral o espiritual. De hecho, Dante utilizó así en la Divina Comedia el verbo “transhumanar” (trasumanar) en el verso 70 del primer canto del Paraíso para referirse a la espiritualización que allí experimentan los bienaventurados.

[21] Además de errores de conocimiento humano. Cabría recordar la advertencia de San Agustín: “Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis” (Confesiones IV, 12, 18).

[22] Véase el capítulo IX de La rebelión de las masas.

[23] “Huracán” llamaba Walter Benjamin al progreso en su célebre glosa al Angelus Novus de Klee, Discursos interrumpidos 1, Taurus, Madrid, 1973, p. 183.

[24] Mencionemos sólo dos textos magníficos y paradigmáticos en los que la nostalgia humanista por la virtud de los tiempos pre-revolucionarios se actualiza en los tiempos inmediatamente postrevolucionarios: Las cartas sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller, tras la revolución francesa, y El mundo de ayer de Stefan Zweig, tras la revolución bolchevique y la irrupción del nazismo.

[25] Véase el capítulo I de su obra Origen y meta de la Historia (trad. esp. en Alianza Universidad, Madrid, 1980).

[26] Este desbarajuste en la condición de las libertades ha provocado confusiones llamativas, incluso –o quizá sobre todo- entre los supuestos “intelectuales” de la modernidad. Valga sólo una muestra. En la última película, Adiós al lenguaje, de Jean-Luc Godard se dice lo siguiente: “La conciencia hace ciega al hombre. Sólo la mirada de un animal es libre”. ¿Qué extraño (e inhumano) sentido puede abrigar aquí la noción de libertad cuando el hombre es precisamente el único ser libre que hay sobre la tierra?

[27] Existe hoy en día, por cierto, una acusada estigmatización por parte del hegemónico pensamiento humanitario acerca del concepto “discriminación” (como si viniera de “crimen” en vez de hacerlo de “discernir”), pero la tradición humanista cifraba la sabiduría en un ejercicio de discriminación permanente. Decía Cicerón hablando de Demócrito que, al quedarse ciego, no había perdido nada de su sabiduría, pues “podía discernir (discernere) claramente el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo honesto de lo vergonzoso, lo útil de lo inútil, lo importante de lo superfluo” (Tusculanas, V, 114).

[28] En Del contrato social Rousseau aborda este argumento alegando que “precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad es por lo que la fuerza de la legislación debe tender siempre a mantenerla" (Libro II, cap. 11).

[29] El principio jerárquico es más consustancial al pensamiento humanista que el principio democrático e igualitario, al que se le atribuye un valor meramente funcional. Este punto ha llevado a engaño a muchas reflexiones sobre el humanismo, incluso en pensadores sensibles y dignos de crédito. En un reciente artículo de Fernando Savater (The objective, 14 de enero de 2024) titulado precisamente “Humanismo y Humanitarismo” las interesantes consideraciones diferenciadoras del pensador vasco (basadas sobre todo en la evidencia del humanismo como “actitud intelectual”, frente a la “postura sentimental” del humanitarismo) quiebran a la hora de considerar a la “deliberación democrática” como elemento esencial del planteamiento humanístico. Esto, a mi juicio, le hace argumentar de manera impropia algunas consideraciones con las que, por otra parte, estamos de acuerdo, como cuando afirma que el “humanismo” es partidario de Israel, mientras que el “humanitarismo” es pro-palestino porque, frente a las dictaduras islámicas que la rodean, Israel “ha conseguido establecer una democracia moderna”. Pero eso sería, en todo caso, un efecto, no la razón originaria: si el humanismo es “pro-israelí” es sobre todo porque la fuente judeo-cristiana está en el origen histórico, metafísico y simbólico de nuestra cultura occidental humanística.

[30] Se trata del Odi profanum vulgus con el que se abre una de sus odas (III,1). Habría que advertir que el vulgus no se refería terminológicamente a la totalidad del populus romano, sino a una parte –aunque mayoritaria- de él  La verdad es que Horacio poseía en todos los ámbitos una militante conciencia ética y existencial de la excelencia y de la singularidad. Su Arte poética es, entre otras cosas, un tratado contra la mediocridad literaria y se manifiesta intolerante con ella y contra el atrevimiento de los incompetentes. Su justificación es bien sencilla: escribir poesía es innecesario y no hay razón, por tanto, para que el no dotado se deshonre a sí mismo, degrade al Arte y colme la paciencia de los demás... 

[31] No en vano uno de los libros fundamentales del padre del humanismo clásico –Cicerón- se titula precisamente De Officiis (De los deberes).

[32] En su ensayo “La persona y lo sagrado”, incluido en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, págs. 17-40, cita en págs. 25-26.

[33] Así, cuando escribe Luis Vives su admirable tratado Del socorro de los pobres, que supera los límites de la caridad medieval y postula un racional sistema asistencial para los necesitados, no se le ocurre pensar en sus derechos, sino que se refiere a sus “necesidades” y no olvida, en cambio, dedicar un capítulo para establecer “De qué modo deben portarse los pobres”: no han de mostrarse soberbios ni desagradecidos, ni permanecer ociosos todo el tiempo, ni estar corroídos por la envidia, etc.

[34] Como se ha recordado, muy justamente, “el público ilustrado seguía con avidez los capítulos de la obra de Rousseau y veía en este libro, más que en ningún otro, el nuevo ideario actuando en el mundo, enfrentándose a los problemas cotidianos y proponiendo soluciones a los mismos” (Julio Seoane Pinilla, La ilustración olvidada, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, pág. 40, nota).

[35] De nuevo no hace aquí el humanitarismo acepción de personas, porque el individuo que tiene el estatuto de víctima social y estimula por esa misma condición nuestros sentimientos empáticos y positivos puede ser también una malísima persona.

[36] La tradición humanista clásica, en cambio, tendió a considerar a la compasión como una emoción válida y comprensible, pero se resistió a considerarla como virtud, porque al fin y al cabo era una “pasión” (compasión) al margen de lo racional y alojaba con frecuencia huéspedes impuros: placer, interés, superioridad, etc.

[37] Un término opaco que viene del derecho mercantil (solidus = moneda firme, de donde deriva sueldo, que es cuando el valor de la moneda coincidía con la paga).

[38] Así lo demuestran dos mitos primigenios de las fuentes judeo-cristiana y clásica que nutren esa tradición: Caín y Abel y Rómulo y Remo.

[39] El culto Schiller lo vio claramente en su Himno a la alegría de 1786, donde “todos los hombres se vuelven hermanos” en una exaltación de gozo y plenitud de la vida; pero la celebración, casi pagana, del poema concluye con esta reflexión: “¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada / tiene que vivir un Padre amoroso”.

[40] Pensamiento que revive en nuestros días ese “vicio característico de los «progresistas»” del que hablaba hace más de un siglo Ortega y Gasset, que aparece por primera vez en el siglo XVIII y fantasea un “deber ser” social que “pretende obrar mágicamente sobre la historia”, olvidando la realidad y el “buen sentido” de las cosas (España invertebrada, Segunda Parte, cap. 4, “La magia del «debe ser»”).