Fox Morcillo, en defensa de la juventud

Sebastián Fox Morcillo (1526-1560) fue un reputado humanista, filósofo y pensador español. Estudió en Sevilla, en Alcalá y en Lovaina. Pensador de espíritu ecléctico, intentó unir el aristotelismo tomista y el platonismo, superando los antagonismos entre ambas corrientes filosóficas de acuerdo con la vocación armonizadora del Renacimiento.  Desde el punto de vista estilístico, se inspiró en Cicerón, si bien en su obra sobre la imitación defendió el derecho a la originalidad personal del orador.

Considerado por Menéndez Pidal como uno de los máximos representantes de la escuela neoplatónica en el siglo XVI, Fox Morcillo estudió humanidades, latín y griego en su ciudad natal y en las universidades de Alcalá de Henares y de Lovaina (Bélgica, hacia 1548). Probablemente fue discípulo de los filósofos Pedro Nannio y Cornelio Valerio, y del matemático Jerónimo Frivio. 

Su obra cumbre es Filosofía de la naturaleza (1554), en la que pretendía reconciliar las dos posturas filosóficas citadas en cinco libros que versan, respectivamente, sobre los principios y causas de la formación de las cosas, sobre cosmología, sobre el reino mineral, sobre el reino vegetal y animal (incluyendo en este volumen el estudio del cuerpo humano) y sobre el alma y sus facultades.

Otra de sus obras destacadas es De usu et exercitatione Dialecticae (1554), en la que admite las ideas innatas (a las que denomina “naturales nociones del alma”) y establece a partir de ellas un doble proceso de conocimiento: el que va de lo universal a lo singular o síntesis y el que va de lo singular a lo universal o análisis.

Fuera del campo estrictamente filosófico, Sebastián Fox reflexionó sobre la historia en De Historiae institutione Dialogus (1557); según sus principios, la historia no debe quedar limitada a la descripción cronológica y geográfica, sino que debe hacer alusión a las causas de los acontecimientos y al pensamiento del ser humano, y basarse en la verdad y en su finalidad como bien público.

Sobre literatura y arte versa su obra De imitatione seu de informandi styli ratione libri II (1554), en la que Fox Morcillo subraya la necesidad de tomar un solo modelo a la hora de formar un estilo, y sostiene la inexistencia de reglas únicas para lograr una imitación semejante a la naturaleza, ya que cada autor y cada tema necesitan un estilo propio. El rey Felipe II le había nombrado preceptor de su hijo el príncipe Carlos, pero en el transcurso del viaje a la Península murió víctima de un naufragio cuando regresaba de Lovaina.

A continuación, reproducimos un amplio pasaje de Sobre la juventud, un diálogo en el cual sale al paso de las tradicionales acusaciones que, en la tradición humanista, se vertían sobre dicha edad, oponiéndola a la plenitud de la madurez. Con un afán ecuánime, en un principio, pero cargado de vehemencia, Fox se muestra contrario a condenar a la juventud por el mero hecho de serlo, con lo cual anticipa una visión positiva de la misma que, con el Romanticismo, se convirtiría en paradigmática de la Modernidad. Aparte, supone una primera andanada de la querella de los antiguos y modernos que se desatará en el siglo XVII, al ponderar las ventajas del tiempo presente respecto al pasado. La versión ha corrido a cargo de Luis Frayle Delgado y será publicada en su integridad por Cypress Cultura próximamente.



Dicen que la adolescencia es temeraria y falta de juicio. ¿Qué adolescencia?, os ruego, ¿o falta de qué juicio? Pues pienso que una adolescencia bien educada en costumbres honestas y al cuidado de los padres no está más vacía de juicio que la vejez. Y no consideraré más prudente a uno porque haya vivido más tiempo que a otro cualquiera de menos edad, que con más agudeza de ingenio haya conseguido mayor juicio. Es verdad que la juventud carece del conocimiento de las cosas que no pueden adquirirse si no es durante largo tiempo; lo admito también si le faltasen las buenas letras, la educación de los padres, los consejos y advertencias de los prudentes; si, finalmente, permaneciese en aquella antigua edad de hombres rudos y como fieras salvajes, que todavía, como dicen los poetas, no habían abandonado la costumbre de comer bellotas. Pero ahora, cuando hay tanta ayuda de las artes, tantas comodidades y tantos medios oportunos, en fin, tanta cultura, sin duda nada podría hacer hoy una larga vida que no dé la erudición y la enseñanza de modo más perfecto y más rápidamente. Ciertamente en los tiempos antiguos fue grande la ignorancia de los hechos pasados, pues se trasmitían a la memoria de la posteridad por ciertos signos, que los griegos llamaban letras jeroglíficas, o bien se conocían sólo por la transmisión oral de los antepasados. Pero ahora, ¿qué niño un poco estudioso de la historia no conocerá todo lo sucedido desde el principio del mundo, los dichos, los hechos, que no tenga memoria de muchísimos hombres, noticias de la antigüedad, de los reinos, de las naciones, de las ciudades, de las guerras, de los reyes, de los sabios y de todo lo demás que en una vida muy larga apenas se aprendería? Que uno viva ochenta años, que es la duración de la vida humana a juicio de los médicos, o si quieres cien años, o también la edad de Néstor o de Argantonio, el rey de los Tartesios, ¿podría este en tan largo periodo de tiempo tener tantas noticias de las cosas como he dicho, o recordar tantas cosas? Pues ¿cuántas cosas más dignas de ser recordadas ocurren en mil o dos mil años que en ciento? En efecto, mayor conocimiento de las cosas hay en los jóvenes instruidos que en los viejos ignorantes. En cierta ocasión vi a unos viejos de edad avanzada que escuchaban estupefactos a unos chiquillos medianamente instruidos que recitaban algo de Tito Livio o de otro cualquier autor, y admiraban en un niño tanto conocimiento de las cosas como ellos mismos confesaban no haber conseguido en una larga vida. ¡Cuánto tiempo y trabajo necesitaban en la antigüedad los Pitagóricos para tener cualquier sencillo conocimiento, puesto que acostumbraban a confiarlo todo a la memoria, no a la escritura, como ahora! Además, ¡qué molestia tan grande era para los libreros la de escribir los libros; y de cuánta ayuda carecían los estudios! Ahora, en cambio, tenemos todos los escritos que deseamos; y con la ayuda de la tipografía y el papel tenemos grandes facilidades. Y el que quiere valerse de ellas podrá instruirse en más breve tiempo que los antiguos: si buscas la copia de cualquier libro, si necesitas de su ayuda, nunca fue tan grande la que te puede prestar. Pues, aunque recuerdes la biblioteca Romana, la Alejandrina, la Aristotélica y las más célebres bibliotecas, nunca se pudo disponer de los libros más leídos con tanta facilidad como ahora. Si buscas noticias de todas las artes, o ayuda para la memoria histórica o de la antigüedad, para la comprensión de los autores, ¿cuándo hubo tantas explicaciones, compendios, comentarios, índices, anotaciones, correcciones, observaciones? Me faltaría tiempo si quisiera enumerar todas las comodidades inventadas en este tiempo para facilitar los estudios. Suficiente argumento de esto es el que vemos que muchos niños hoy han aprendido el latín y el griego (lo cual es ahora mucho más difícil que antes, puesto que estas lenguas no están en uso entre el pueblo) y están muy bien instruidos en los Dialécticos y los Retóricos; y que muchos doctos varones, que han florecido hace todavía pocos años, o florecen ahora, son jóvenes, o a esa edad comenzaron a tener renombre por su doctrina.

Pero si hacemos una digresión de los estudios a las oportunidades de la vida común, ahora, sin duda, superamos a la antigüedad en aparato bélico, máquinas, artefactos, defensas, comodidades, pericia en la navegación, en el uso de instrumentos para todo, así como en la ayuda de muchas cosas necesarias para la vida. Y con eso sucede que si el género humano ha sido en algún momento educado e instruido, ahora lo es más porque por una pate tenemos muchos inventos y por otra toda Europa, que antes casi en su mayor parte era inculta, ahora se está haciendo muy culta. Por no hablar de aquella parte de las tierras, situado al Austro, más extenso que África, recorrido, y sometido por las armas de los nuestros. Y con estas ayudas la juventud no puede menos de ser muy instruida, sobre todo si no le falta la diligencia de los padres y el cuidado de las instituciones. Pues con estas cosas se consigue conocimiento y experiencia y en breve tiempo cualquiera se hace más prudente que otro en mucho tiempo. Por lo cual, si la adolescencia no puede estar vacía de cordura y juicio, teniendo tantas ayudas de las artes e inventos, bien informada y dotada de alguna agudeza de ingenio, ¿cuál es esa temeridad, cuál la falta de juicio, cuál la irreflexión en los hechos o dichos? Leemos que Octavio Augusto, nombrado cónsul ya a los veinte años, venció a Marco Antonio en la batalla naval de Accio y sometió la República Romana, ya pacificada, una vez quitados de en medio los adversarios de César, su tío materno. ¿Acaso piensas que le pudo faltar juicio o prudencia al que hizo tales cosas? ¿O que fue temerario más bien que precavido? Por el contrario Marco Antonio era viejo y de gran pericia en las cosas y experimentado en la prolongada práctica de la guerra. Sin embargo fue vencido por aquel, no todavía un hombre sino como una mujer delicada y tierna. Joven era Escipión Africano y, por su fama de temeridad, muy reprendido por Catón porque, como Aníbal hubiera asolado Italia, habiendo pronunciado un discurso al pueblo, pidiendo tropas para sitiar Cartago y así expulsar a los enemigos de la patria, era joven cuando tomó aquella ciudad, y le impuso tributo. Joven era también su nieto cuando arrasó desde sus cimientos aquella ciudad, destruyó Numancia y entró en triunfo en Roma. ¿Qué diremos de Alcibíades? ¿Acaso no llamaba la atención del pueblo ateniense y dirigía la guerra de Siracusa con suma prudencia? Cuentan de Temístocles que en su primera edad era insolente y entregado a los vicios; después, sin embargo, fue tan ávido de la gloria por los trofeos de Milcíades que no podía dormir de noche. El que piense que este joven fue temerario escuche sus hazañas y no echará de menos en él la más grande prudencia. Omito ahora hablar de Alejandro Macedonio, dominador del orbe de la tierra, de Aníbal, de César y de otros extraordinarios y muy prudentes generales que siendo jóvenes llegaron a la cumbre de la gloria de la guerra de la que la que los viejos, en cambio, fueron expulsados. Los historiadores romanos celebran también a Papirio, al vestir la toga pretexta, porque como fuese llevado de niño al senado por su padre, según era costumbre, y habiéndole preguntado su madre qué había hecho aquel día en el senado y como no quisiera contárselo, su madre por eso le urgiera, le dijo para no descubrir el secreto, que se había discutido en el senado si no sería mejor que un varón estuviera casado con dos mujeres o, al revés, dos varones con una mujer. Y con este comentario satisfizo a la importuna pregunta de su madre y ocultó con mucha cautela lo que él había hecho aquel día en el senado. Pero fue una determinación excelente y de suma prudencia. Por consiguiente el joven bien instruido no carece de prudencia; ni esta edad es en general reprobable porque algunos sean débiles. Pues aunque el viejo y el joven tengan la misma pericia para hacer las cosas, sin embargo es mayor en este que en aquel la agudeza de ingenio que le aumenta la prudencia; porque el viejo, como tiene ya la vida consumida también tiene débil el ingenio. La juventud es ardiente y es arrebatada incluso por un leve impulso del deseo. Ciertamente lo tendría que corregir si no estuviese cultivada por ninguna de las artes, por ninguna moderación de las fuerzas de la naturaleza (si esto es de las fuerzas de la naturaleza más bien que virtud). Pero si aquel ardor moderado por el juicio se acomoda al obrar, cuánto más excelente será lo que haga el joven que lo que haga el viejo. Pues el fervor es una ayuda muy grande, como enseñan los mismos hechos, no sólo para todas las virtudes sino para todas las demás acciones de la vida humana. Pues el que haga cualquier cosa que tenga que hacer con contención de ánimo y ponga ardor en las cosas que hace, con tal de que esté presente el sentido perspicaz, sin duda nada podrá administrar que no sea grande ni excelente. Vemos que vale mucho esta fuerza en la virtud de la fortaleza. Por cierto nada puede hacerse con fortaleza si no se le añade la moderación. Pues como toda acción del hombre se produce por una conmoción del ánimo, así tanto mayor será cuanto sea esta más vehemente. Cuánto más brillante fue en Quinto Máximo César, que sometió en un breve tiempo de guerra muchas regiones, que otro cualquiera no habría podido recorrer sino a marchas forzadas. Pero yo no considero aceptable aquella irresolución que falsamente muchos atribuyen a la prudencia, si es superada por la rapidez de juicio, puesto que aquella procede más bien de la lentitud y tardanza que de la agilidad de ingenio. Pues si uno tiene mayor ingenio podrá examinar en su ánimo o hacer cualquier cosa con más rapidez. Ciertamente hay que alabar la juventud que por medio del buen juicio supera a la vejez en rapidez. ¿Quién no antepondrá en mucho la excelente rapidez en hablar, en deliberar, en responder, en aconsejar y en obrar de los italianos (por no hablar de nosotros), a la torpeza de los bátavos, a la que no hay nada igual en lentitud y pesadez? Como puedo juzgar sobre mí mismo, diré que nunca soporto con ánimo ecuánime a esos hombres fríos e insulsos cuando hacen o dicen cualquier cosa. Más aún, me impaciento y me parece que, como si me viera afectado por tal torpeza, caigo en la somnolencia o me quedo parado por semejante estupidez. Por el contrario, si veo a alguno con ánimo dispuesto no sé de qué modo me predispone tan bien para con él que cualquier cosa que haga o diga me parezca que lleva consigo la mayor hermosura y gracia. Por lo cual, si recibimos con gran satisfacción esta fuerza del ánimo en algunos hombres y tiene el máximo vigor en los jóvenes, ciertamente esa edad es muy digna de alabanza, con tal de que, como hemos dicho, esté bien instruida. Prevalezcan, pues, los que condenan aquella vivacidad y ardor de ingenio como causa de temeridad en el joven; o esos mismos recomienden más bien su lentitud senil, o de asno; cuando quieren despojarnos de aquella prontitud de ánimo semejante a las mentes divinas por la que sobresalimos de los demás seres vivientes. Pues con frecuencia también alabamos en los viejos la lozanía y el vigor juvenil, como escribe Marco Tulio que fueron Marco Fabio y Catón y el rey Masinisa. Por eso hay que pensar que en el joven es laudable aquella fuerza que le es propia, cuando también la misma fuerza de la juventud, en los viejos, en los que es recibida como en precario, se cambia en alabanza.