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En esta sección, el editor de Humanistas, José Luis Trullo, comparte sus lecturas, reflexiones, dudas y preocupaciones en torno a los temas abordados en la publicación, todo ello desde su perspectiva de gestor y promotor de publicaciones e iniciativas en torno a la tradición cultural de Occidente.



Nota a la primera traducción publicada 

La lectura de Sobre la juventud, del humanista sevillano Sebastián Fox Morcillo, que se da ahora a conocer en versión española de Luis Frayle Delgado, depara múltiples sorpresas al lector poco o nada familiarizado con el perfil de dicho autor. Encontrará, por ejemplo, una enconada defensa de la juventud como edad perfectamente digna en y por sí misma, y no como mero preámbulo a la madurez, eso sí, siempre que se atenga a los principios de prudencia e instrucción que la pongan al servicio de altas metas vitales; en un contexto como el del humanismo renacentista, en el cual el culto a la venerable antigüedad pasaba por la recepción del tópico ciceroniano de la senectud como edad idónea del hombre, en cuanto cumbre de una existencia bien conducida, una apología tan vehemente (y, en ocasiones, agresiva) como la de Fox Morcillo resulta un tanto extemporánea, y en ciertos aspectos parece anunciar valores que no se impondrán hasta el Romanticismo. También resulta pasmosa su convicción de que, comparados con los tiempos antiguos, los contemporáneos gozan de incontables ventajas (entre ellas, la de la invención de la imprenta) que les permiten incluso aventajar a los admirados clásicos grecolatinos; bien es verdad que nuestro Luis Vives, en sus Disciplinas, ya había avanzado algunos argumentos en el mismo sentido, y tampoco en la Roma clásica escasearon los apólogos del presente frente al pasado (Horacio, Séneca o Quintiliano defendieron su capacidad de sobrepasar a quienes les habían antecedido), pero desde luego no con la extraordinaria convicción, un tanto soberbia, que muestra Fox. Por último, resulta provocadora la decidida apuesta del sevillano por el valor de las pasiones para el pleno desarrollo del ser humano, empleando para ello conceptos que pronto hallarán eco en Alexander Pope o Bernard Mandeville, entre otros: así, frente a actitudes más pacatas, de corte estoico, Fox (él mismo, sin duda, un joven pagado de sí mismo y extraordinariamente satisfecho con su modo de ser y aparecer) se erige en paladín de un tipo de hombre espoleado por el ímpetu, la convicción y la autoconfianza. A Lord Byron le habría entusiasmado leerle.
Esperamos que la lectura de este breve pero enjundioso diálogo contribuya a difundir la obra de nuestro humanista andaluz, español y europeo, para lo cual la labor de recientes investigadores (caso, entre otros, de Alejandro Cantarero de Salazar) se revela de un valor incalculable.



Ante la celebración del I Congreso Nacional de Humanistas

Los días 23 y 24 de marzo de 2023 va a celebrarse la primera edición del Congreso Nacional de Humanistas, un evento que está llamado a convertirse en una referencia en el panorama español en torno a una de las figuras más amenazadas en nuestros días: la del humanista, entendido tanto en su significado lato (en cuanto defensor de la dignidad, singularidad y excelencia del ser humano como criatura) como estricto (en cuanto amante de los frutos del espíritu humano, de las artes y los saberes, en los cuales encuentra motivos para reconocerse y construirse como persona). Van a reunirse para exponer sus puntos de vista y debatirlos con sus colegas una pléyade de autores e investigadores procedentes de varios campos del conocimiento: filosofía, filología, historia, teología y antropología, reconstruyendo así la transversalidad que ha caracterizado el espíritu humanista desde sus orígenes, en los albores del Renacimiento italiano, y que en las últimas décadas se ha visto minada por la hiperespecialización del saber.

El lema elegido para esta convocatoria inaugural no puede ser más oportuno: "Aut Traditio Aut Nihil", o lo que es lo mismo, sin tradición no hay salvación. Múltiples son los signos de que no es ociosa la alerta a salir en defensa de nuestro legado cultural: desde diversas instancias se espolea la deconstrucción, cuando no la demolición de aquel canon que ha sido elaborado, conservado y transmitido de generación en generación durante siglos, por no decir milenios; se queman, censuran y reescriben libros; se ponen en la picota a los grandes autores y las grandes obras del pasado; se descuelgan cuadros de los museos por no coincidir con cierta sensibilidad contemporánea, la cual parece ser capaz de transigir solo con aquellos espejos en los que se sienta plenamente reflejada. Esta intolerancia (que no por haberse producido también en otras épocas resulta menos ilegítima y bárbara) denota una pulsión excluyente, a pesar de acogerse a una supuesta "voluntad de inclusión", y azuza una espiral totalitaria cuyos antecedentes inmediatos podemos encontrarlos en las revoluciones culturales protagonizadas por el fascismos y el comunismo en el siglo XX, con los resultados por todos conocidos.

Creo que no hay que insistir demasiado en el valor y la oportunidad de convocar a representantes de distintas ramas del saber para poner pie en pared y romper una lanza, o las que sean necesarias, en defensa, no de la tradición como un bloque pétreo bajo el cual hay que sepultarse, sino como un arsenal de sugestiones e invitaciones al diálogo amoroso y cómplice con el pasado. Reducir nuestra memoria a un catálogo de cromos complacientes para con la estricta actualidad y sus valores siempre cambiantes aplasta el espectro del espíritu humano contra un cristal demasiado fino y relativo: no se respira mejor en una pecera pequeña que en un charco de grandes dimensiones. Precisamente una de las grandes oportunidades que nos brinda la aparición de internet consiste en sacar a la luz nuevos tesoros que nos permitan matizar y complementar nuestra comprensión de la herencia recibida de nuestros antepasados. No permitamos que los nuevos bárbaros (que, esta vez, no vienen de fuera del imperio, sino que están siendo alumbrados y alimentados desde el interior del mismo, quién sabe con qué propósitos) cieguen estas brechas de luz en el muro, imponiéndonos su visión estrecha y opresiva de la historia. Pongamos sobre la mesa el eterno valor de lo humano, plasmado en obras plenas de verdad y de belleza. Acojamos la tradición para reflexionar tanto sobre lo que fuimos y ya no queremos volver a ser, como sobre aquello que, precisamente porque nos constituye en cuanto humanos, jamás podremos dejar atrás porque, haciéndolo, perderíamos nuestra dignidad, y quién sabe si nuestro espacio en la tierra.




La figura del editor en el siglo XXI (2012)

(Este texto fue publicado en la revista digital Uroboro hace diez años, cuando aún no había fundado el sello que ahora gestiono, Cypress Cultura, y ni siquiera me planteaba la posibilidad de poder dirigir una editorial con distribución en librerías, limitándome a modestos proyectos en la red. Lo traigo aquí por lo que de profético pueden tener a veces nuestros propios diagnósticos, los cuales parecen tirar de nosotros hacia un espacio que nosotros mismos habíamos creado sin saberlo).

Con la generalización en los últimos años de las fórmulas de autoedición electrónica (blogs, e-books), muchos se preguntan si la figura del editor conserva aún alguna utilidad o debe, como muchas otras profesiones, emprender el camino del camposanto por su propio pie.

Vamos por partes. Me gustaría plantear aquí la distinción que, en el mundo anglosajón, se hace entre el "editor", como aquel que genera un concepto de libro y contribuye a su gestación con los textos y los autores más pertinentes, y el "publisher", que asumiría la tarea de llevar dicho concepto a un soporte material comercializable.

Claramente, el "publisher" como editor/impresor se encuentra amenazado en el siglo XXI. La democratización en el acceso a los medios de producción impresa ha permitido eliminar aquellos eslabones de la cadena que menos valor añadido proporcionan al producto. Si cualquiera, con un ordenador personal, un editor de texto y una conexión a internet puede acceder, a coste cero, al mercado lector de todo el planeta, ¿para qué recurrir a un tercero?

Ahora bien, no está claro que el editor como generador de conceptos de libros se encuentre amenazado de extinción. Puede que, ahora más que nunca, se necesiten personas con la clarividencia necesaria para aislar un tema, elegir a un autor, contribuir a la formación de una obra y pergeñar las estrategias de promoción necesarias para que ese libro, una vez impreso, llegue a sus interlocutores preferenciales (los cuales son menos anónimos e indiferenciados de lo que solemos pensar).

Personalmente, me gusta distinguir entre libros y obras. En la actualidad, el número de libros impresos crece sin cesar; sin embargo, el número de obras se mantiene estable, y puede que esté menguando. Esto es así porque sobran "publishers" y faltan "editors". El resultado es una cantidad ingente de papel mojado en las librerías reales y virtuales, libros sin obras, volúmenes sin criterio ni utilidad real en un mundo inflacionario en propuestas y deficitario en apuestas. La razón es... la brillante ausencia de editores.

Creo que podría ayudar a comprender la importancia del editor, tal y como yo lo entiendo, recurriendo al símil del productor musical. Esta figura, hasta hace muy pocos años prácticamente clandestina, es el último (o, tal vez, el primero) responsable de la música que escuchamos en nuestros discos: suya es la decisión en lo que concierne a los arreglos, la acústica, la instrumentación, incluso al propio concepto sonoro que emiten los altavoces de nuestro salón. Tanto es así que, en la historia de la música popular, son muy numerosos los ejemplos de músicos que ejecutan sobre el escenario una versión de sus canciones muy distinta de la que se plasma en sus propios discos.

Puede que los editores se encuentren, en pleno siglo XXI, ante el mismo dilema que se les plantea a los periodistas: cómo reivindicar su importancia esencial en un entorno en el que la generación y distribución de información ya no es el problema, sino el concepto comprehensivo en el que dicha información se inscribe. A la vista del quiosco español, parece que los editores de diarios lo han visto claro y ya han hecho su apuesta: convertirse en plataformas de propaganda política. Y, al menos a ellos, les está sirviendo para sobrevivir en un entorno hostil y cambiante. No digo que los editores de libros deban convertirse, a su vez, en humildes propagandistas de ideas espurias, pero sí cabría sacar algunas conclusiones de este fenómeno que se está constatando en el sector de la prensa en papel.

Aquellos que, en adelante, quieran seguir ejerciendo su tarea como editores, harían bien en preguntarse si disponen de un concepto propio de la edición y van a apostar decididamente por él. De no ser así, puede que deban emprender cuanto antes el camino del camposanto, pues nadie les echará de menos.



Tras ultimar la primera traducción al castellano en cinco siglos del Breve discurso sobre la excelencia y dignidad del hombre, de Pierre Boaistuau

Este verano lo he dedicado, entre otras cosas, a mis investigaciones en torno al concepto de naturaleza humana en la tradición occidental (las cuales darán forma, si Dios quiere, a un libro sobre el tema). Durante mis inagotables pesquisas bibliográficas -gracias a la red, cada puerto al que arribas te lanza a cuarenta travesías nuevas-, he localizado un texto de título prometedor, pues coincide con el ámbito en el que ahora mismo me estoy desenvolviendo: el de la defensa de la dignidad humana. En cierto modo, se trata de una cuestión recurrente en la tradición humanística de Occidente, ya que en busca de sus raíces podemos remontarnos hasta los griegos y romanos, si bien, como he podido documentar en diversos estudios sobre este aspecto, no es hasta la consolidación del cristianismo cuando cristaliza en cuanto concepto de dimensiones antropológicas e incluso existenciales. 

El autor de esta obra, Breve discurso sobre la excelencia del hombre, es un humanista francés del siglo XVI, editor del Heptamerón de Margarita de Navarra entre otros méritos, que se hizo célebre en su momento con la publicación de El teatro del mundo (1558), un voluminoso catálogo de las penalidades y sufrimientos que conlleva la existencia humana sobre la tierra, y cuya difusión fue tan grande en toda Europa que conoció una traducción castellana publicada en 1564, en Alcalá de Henares, por la imprenta de Andrés de Angulo (existe versión en línea de una edición posterior, de 1594). De hecho, este discurso es una continuación, a modo de contrapeso, de las tesis defendidas en el Teatro, hasta el punto de que, a lo largo del texto, cita con frecuencia los reproches recibidos por cargar en exceso las tintas sobre las miserias del hombre, asumiendo así el papel de insólita palinodia o autorrefutación: todo lo que, en el primer caso, era motivo de llanto y conmiseración, en el segundo se torna celebración y loa.

Esta organización en díptico recuerda extraordinariamente a la que tenía en mente Lotario de Segni cuando compuso en 1195 su célebre De Miseria Condicionis Humane, obra a la que debía haber sucedido -como anunciaba en su momento el propio autor- un elogio de la excelencia humana, aunque su nombramiento como Sumo Pontífice abortó el proyecto inicial. Lo curioso es que esta circunstancia le convirtió en el involuntario epítome de un supuesto "pesimismo medieval" al cual los ignorantes quieren contraponer un aventurado "optimismo renacentista", cuando lo cierto es que está sobradamente demostrado (al menos, desde que todo un Eugenio Garin publicase en 1938 un estupendo análisis al respecto: "La dignitas hominis e la letteratura patristica", ahora reeditado en Interpretazioni del Rinascimento, 2009) que ni unos abjuraban de la excelencia del hombre, ni los otros ignoraban todos sus vicios y taras: basta con leer la reciente edición que se ha publicado de la Miseria humanae conditionis, de todo un Poggio Bracciolini (Edizioni Milella, Lecce, 2019), y contraponerla con la encendida defensa que de la humanidad realizan Lactancio, Gregorio de Nisa o Nemesio de Nemea, para comprender la magnitud de la estafa a la que nos han estado sometiendo acerca de este tema.

Boaistuau pone sobre la mesa un sinfín de argumentos -en honor a la verdad, ninguno nuevo, sino deudor de la larga tradición del mismo tenor que se había ido transmitiendo a lo largo de los siglos- en favor de la posición preeminente del ser humano en el orbe de los seres. Ateniéndose a argumentos religiosos de larga prosapia, el autor echa mano de fuentes bíblicas que avalan que el hombre es el favorito de Dios, pues le ha dotado de la inteligencia para poder salir adelante en el plano material, pero también para reconocer en sí mismo su filiación divina y así atenerse a una conducta que le lleve a estar a la altura de su auténtica vocación: aquella que traicionó con el pecado original. Junto a esta base teológica, a la que vuelve una y otra vez, se suceden los exempla históricos que hablan de las herocidades protagonizadas por grandes nombres de la historia -Alejandro Magno aparece con frecuencia- o por el hombre común (algunas, de carácter mítico o legendario, como los peces colan). También se detiene en el análisis elogioso de la fisonomía humana, donde no hace más que seguir el modelo aplicado anteriormente por Giannozzo Manetti en su célebre obra, Sobre el valor y la excelencia dwl hombre, o en su habilidad creativa, siempre dispuesta a pergeñar el más peregrino de los inventos. Comparece además una amplia paráfrasis del Corpus hermeticum, obra que en el Renacimiento había cosechado una gran admiración tras ser dada a conocer -si bien falsamente datada en época mosaica- en la traducción de Marsilio Ficino, incidiendo en la íntima correspondencia que mantiene el ser humano con su ascendencia celestial. 

El conjunto es una atropellada defensa de la excelencia del ser humano, escrita con cierta premura y ansiedad, incluso con errores de atribución (cita a un tal Metimeo como músico griego que a estas alturas nadie ha sido capaz de identificar, y eso que he consultado personalmente a los más eminentes musicólogos de este país), pero que en conjunto despierta una gran ternura y empatía, pues en muchos sentidos muchos nos sentimos identificados con el autor en su apasionada voluntad de romper una lanza por la especie humana, la cual tanto entonces como ahora se ve sometida a un permanente asedio en su dignidad y misión histórica por parte de quienes deberían defenderla.

La calidad literaria de la obra es muy justa, incluso pobre, lo cual me ha facilitado mucho las cosas a la hora de la comprensión (la edición que he manejado data del siglo XVI, con sus singularidades léxicas, ortográficas y tipográficas) pero me las ha complicado a la hora de brindar una traducción de la calidad suficiente para las lógicas exigencias de un lector del siglo XXI. He acompañado la edición con un aparato de notas, en las cuales aclaro las fuentes que maneja el autor, así como de un estudio introductorio acerca de los antecedentes de la temática de la dignitas hominis y de la trayectoria y personalidad de Boaistuau. 

En suma, ha sido una tarea grata porque me ha permitido conocer una obra que desconocía hasta ahora y cuya traducción en 500 años pronto verá la luz, en edición bilingüe para mejor control de la versión por parte de los más meticulosos.



El reposo en la luz. Traduciendo a los moralistas franceses

En toda traición inherente al acto mismo de la traducción subyace una convicción: la de que, más allá de las peculiaridades idiomáticas y de las idiosincrasias culturales, subsiste una raíz  humana común que hermana y permite comunicarse a todas las civilizaciones que han poblado, pueblan y poblarán la tierra. Mi perspectiva, pues, se ubica en las antípodas de la malhadada tesis herderiana –muy extendida en nuestros días por lo demás– según la cual cada lengua conlleva una weltanschauung tan singular,  que resulta en cierto modo inconmensurable con cualquier otra. Por contrario, yo soy de la  opinión que la verdad humana posee una naturaleza, si no extralingüística, por lo menos lo  bastante rica y plural como para poder ser compartida por cualquier persona de cualquier época. Sé que una tesis semejante dibujará una sonrisa compasiva en el rostro del lector habituado a erigir el relativismo a un rango de absoluto, casi a un dogma. Déjenme, en cualquier caso, cultivar mi ilusión, y hacerlo de la mejor forma que conozco: no con argumentos, sino con hechos. Es decir, traduciendo. 

La selección de aforismos (máximas, pensamientos o como se los quiera llamar) que he volcado al castellano y que aquí presento  me resultan especialmente queridos, pues se  esmeran en pintar la verdad humana de un modo lúcido (unas veces, hasta la crueldad; otras, matizados por la piedad). Aunque no sería cierto afirmar que lo que en ellos se plasma puede ser compartido de manera universal, sí que inciden en esa condición humana que nos permite empatizar con personas de otras épocas y sensibilidades, por mucho que puedan pasmarnos en un primer momento. Si un español de 2020 puede entablar un vínculo de complicidad con un cortesano del siglo XVII como La Rochefoucauld, o conmoverse hasta el tuétano con la sensibilidad de un Joubert, es porque nos  unen, en cuanto humanos, más cosas que las que nos separan. Y sólo para poder descubrirlas, merece la pena escribir, leer y, cómo no, traducir. 




Dios en el aforismo, una antología de autores modernos y contemporáneos

“Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil”, escribió  Nicolás Gómez Dávila. Entre la presunción de hablar de aquello que, por su propia naturaleza, está lejos del habla (aunque, según las tradiciones, no deje de comunicarse con los hombres de las formas más alambicadas), y darle la espalda, a causa de esa forma de la imbecilidad que es la soberbia antropocéntrica, los aforistas que figuran en esta antología han optado, valiente, imprudentemente, por la primera opción. No soy quién yo para dictaminar si el resultado de su empeño se ha visto coronado por el éxito; en una materia tan íctica (por lo escurridiza) como la que nos ocupa, los criterios que nos permiten discernir el triunfo del fracaso resultan bastante lábiles. Lo que sí se nos antoja urgente es tratar de razón de la publicación de una antología como Dios en el aforismo.

Si alguna instancia ha acompañado a la especie humana desde los orígenes de los tiempos es, precisamente, la sagrada, coetánea –según documentan los antropólogos– de la preocupación por la muerte y de la subsiguiente necesidad de otorgar un sentido a nuestra existencia. La dificultad de coronar esta última tarea de manera plenamente satisfactoria es la que habría motivado la pregunta por Dios y, de manera casi simultánea, la imposición de su “existencia” como epítome de un absoluto que, en la relativa vida humana (y salvo episódicos raptos efímeros, como los que experimentamos en el arte o en el amor), parece no encontrar un espacio en las horas de los días. No es preciso insistir mucho en ello. Dios ha caminado de la mano de la humanidad desde la cuna: no existe una civilización, un personaje histórico, ni siquiera un individuo de a pie, famélico y anónimo, que no haya tenido que resolver, en algún momento de su existencia, singular o colectiva, la cuestión acerca de su relación con lo divino. En los libros figuran documentadas las distintas respuestas que se han implementado a lo largo de los siglos a esta acuciante pregunta, siempre sin resolver.

Tampoco los aforistas han sido ajenos a Dios. Por el contrario, el aforismo moderno, que arranca en el siglo XVII con Blaise Pascal, lo hace por mor de un hombre –curiosamente (o no) de contrastada competencia científica– en cuya obra fragmentaria, los célebres Pensamientos, la búsqueda de Dios resulta perentoria, acuciante, incluso obsesiva. No tenía necesidad “lógica” de Dios un científico como Pascal, pero sí espiritual… pues no sólo de materia vive el hombre (al menos, no el hombre que piensa: el homo sapiens). Otro aforista eminente ‒aunque de una sensibilidad completamente distinta, cuando no antagónica‒ que vertió en su escritura sus devaneos con lo sagrado fue el autor francés Joseph Joubert. Basta leer el esmero, la elegancia y el pudor con que le hace Joubert espacio a Dios en sus aforismos, para que el ateo más recalcitrante tenga que poner sus dogmas laicos en cuarentena, aunque sea durante unos minutos. De entre todos los escritores de aforismos, quizás el que mostró un mayor empeño en erigirse en auténtico abogado de Dios fue el colombiano Nicolás Gómez Dávila. Para un pensador que no dudaba en calificarse a sí mismo de “reaccionario”, dentro de su cruzada personal contra la Modernidad la figura de Dios ocupaba un eje indubitable. Se percibe en sus Escolios a un texto implícito (1977) una recurrencia a Dios como ‘basso continuo’ de todas sus invectivas contra la sociedad ramplona y burocrática que le rodea: si Dios no existe (y, para él, claro, Dios es lo único que “existe”), es que el mundo ya se ha echado a perder. Difícil, a la luz de los derroteros por los que se ha precipitado nuestra civilización posmoderna, no sentirse cuanto menos apelado por sus vaticinios.

Entre los aforistas españoles, ninguno como José Camón Aznar para atestiguar la pertinacia con que la alargada sombra de Dios se ha proyectado sobre los escritores de la brevedad. En sus Aforismos del solitario (1982), libro de una intempestividad subyugante, el autor plasma sin ambages sus encendidas convicciones católicas, de entre las cuales descuellan numerosas reflexiones acerca del compromiso ineludible que con lo divino entabla el ser humano por el mero hecho de nacer. Incluso no duda Camón Aznar en trazar silogismos que sólo en apariencia podrían calificarse de apresurados: “esperas algo: luego crees en algo: luego crees en Dios”. Uno de los pensadores españoles más audaces del siglo XX, Andrés Ortiz-Osés, reunió en su libro Filosofía de la experiencia (2006) una extensa colección de aforismos, entre los cuales descuellan muchos consagrados a glosar la figura de Dios, tanto desde una perspectiva estrictamente personal como cultural, filosófica y crítica. Hemos seleccionado casi treinta aforismos donde vamos a encontrar muchos de los temas que acaban abordando todos aquellos aforistas que se aproximan a la cuestión de Dios: su carácter excesivo, ajeno a las dimensiones racionales (“Dios es esto, lo otro y lo de más allá: esto y lo otro en su más allá”); su naturaleza ambivalente, huidiza, que se resiste a plegarse a las categorías humanas (“El misterio de Dios como misterio para el propio Dios”); su incidencia en lo más íntimo del individuo y de aquellas experiencias que le son propias (“El hombre precisa de Dios para sentirse acompañado en el universo flotante”; “Si Dios no existe en nuestro mundo, ¿cómo va a perdurar nuestro amor?”) y su extraña persistencia en una época que quiere creerse al margen de su abrigo.

Llegamos por esta senda a los aforistas españoles que se congregan en la segunda parte de este librito, todos ellos rigurosamente actuales (aunque, en cierto sentido, bastante marginales respecto al mainstream de la intelectualidad patria). No hay duda de que hay que ser muy osado, e incluso bastante revolucionario, para abordar a Dios en un texto literario en pleno siglo XXI. (A esto nos ha llevado el culto a la novedad: a tener que reivindicar el valor subversivo de lo tradicional). Ninguno de ellos es un escritor al uso, me refiero, el clásico literato profesional más atento al pulso de su época que al latido de su propio corazón: todos nadan a favor de su propia corriente, y si parece que lo hacen a la contra es, quizás, porque la humanidad camina por donde no debería. Gabriel Insausti es un poeta y ensayista justamente premiado; Gregorio Luri, un pensador y pedagogo de gran solvencia; Jesús Cotta tiene a sus espaldas un buen número de títulos literarios; Ander Mayora y Juan Kruz Igerabide, Enrique García-Máiquez y Felix Trull han publicado varios libros de aforismos. Como el lector podrá constatar por su propia cuenta, comparten todos ellos una actitud respetuosa hacia el legado cultural que han recibido, así como ‒y esto es lo primordial‒ a su propia comprensión de la cuestión religiosa. Sea como fuere, el mero hecho de que aparezca este libro ya queremos creer que supone, o debe suponer, un aldabonazo para las conciencias de nuestros contemporáneos. Dios ha inspirado (por activa o por pasiva, eso dependerá de las opiniones de cada cual) las mayores obras de la historia del arte: las catedrales góticas, los frescos de la Capilla Sixtina, La Pasión según San Mateo… incluso hay quien, como George Steiner, ha llegado a afirmar que detrás de toda obra literaria nos espera Él. ¿De veras estamos en disposición de afirmar que es la humanidad la que se ha estado equivocando, durante milenios, y es el hombre contemporáneo quien se ha caído del guindo? ¿No ha llegado el momento, tal vez, de bajarse del pedestal y cuestionarse, de la manera más honesta posible, si no seremos nosotros, no serán los hombres y mujeres emancipados de la tutela de Dios, los que estemos en el error? 

Información de Dios en el aforismo



Motivos para publicar una antología de aforismos sobre la felicidad

Cuando le propuse al poeta, músico, aforista y profesor de literatura Ricardo Virtanen coordinar una antología de aforismos sobre la felicidad, tenía muy presentes las palabras que los sabios del humanismo han vertido a lo largo de los siglos en su defensa, así como la auténtica cruzada que contra ella se viene librando en los últimos tiempos. En efecto, a tenor de las pruebas, se diría que la cultura contemporánea libra una batalla permanente contra la felicidad. El mercado editorial así lo atestigua, difundiendo cada cierto tiempo una nueva proclama al respecto: si en 2008 la editorial Taurus publicaba Contra la felicidad. En defensa de la melancolía, de Eric G. Wilson, hace unos semanas se ha editado un libro titulado Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (¡nada menos), de Edgar Cabanas y Eva Illouz. No es raro leer a quienes hablan de una auténtica “dictadura” de la felicidad, como por ejemplo en el artículo “La tiranía de la felicidad” publicado por la revista digital Ethic, o “La dictadura de la felicidad: Cuando ser feliz es una obligación”, por Mente y Ciencia.

La cosa viene de lejos. Autores celebérrimos han cargado contra la mera idea de la dicha. Gustave Flaubert, ese sempiterno amargado ante la frustración de sus propias quimeras, afirmaba: «Ser estúpido, egoísta y gozar de buena salud son los tres requisitos para ser feliz, aunque si falla la estupidez, todo está perdido». ¡Y no hablemos de Cioran, de Beckett, de Ionesco! La felicidad se ha venido a considerar, por parte de ciertos cráneos supuestamente privilegiados, como sinónimo de un ansia plebeya, un síntoma de escasa ambición personal, de necedad o incluso de supremo egoísmo pues, ¿quién puede ser feliz ante la mera perspectiva del dolor ajeno? Ello por no hablar de la voz de nuestra propia conciencia, que nos recuerda a cada rato que somos mortales y, por ende, nuestros logros efímeros e ilusorios… Por el contrario, manifestar tendencias melancólicas, abismarse en cavilaciones sombrías o jactarse de la propia capacidad para la tristeza constituye un pendón de victoria: los taciturnos sí conocerían la esencia auténtica de la vida, esa que los alegres y los entusiastas se empeñan en sofocar tras una mueca risueña. Por desgracia, «el hombre que sólo piensa en su sufrimiento, no se detiene a pensar en su felicidad. Si pensara también en su felicidad, vería que todas las etapas de su vida tuvieron momentos felices», como nos advirtió Dostoievski.

Sin embargo, no siempre ha sido así. En la cultura clásica (y entiendo por ello la que, arrancando en Grecia y Roma, llega hasta los albores del Romanticismo) se postulaba la felicidad como el más alto ideal al que podía aspirar el sabio, en cuanto paradigma eminente del ser humano. Aristóteles fundamentó toda su ética eudemonológica en este principio. San Agustín dejó escrito: «nadie es sabio si no es feliz». Spinoza y Hume la consideraban la meta natural de la humanidad. Kant, poco sospechoso de despachar fáciles concesiones a la opinión mayoritaria, sentenció: «La felicidad; más que un deseo, alegría o elección, es un deber», y ya sabemos a qué aludía el filósofo de Königsberg cuando elegía ese palabra, y no otra. Bertrand Russell o Julián Marías, ya en el siglo XX, escribieron luminosos estudios acerca de esta noción esencial para la vida humana.

Desde luego, nada tiene que ver esa felicidad clásica con lo que entiende el hombre moderno por dicha palabra, y esa me parece la clave. Mientras que la primera consiste en un estado objetivo subsiguiente a la observancia de ciertas pautas de pensamiento y de conducta (resumidas en el concepto de virtud), para el segundo se reduce a un conjunto de emociones estrictamente subjetivas, normalmente asociadas a la euforia, a la desmesura e incluso al éxtasis. Como es natural, ni el más acérrimo heredero de Baudelaire puede aspirar a vivir en un estado de permanente embriaguez; en el mejor de los casos, y aplicándose un severo régimen de adelgazamiento aspiracional, alcanzará cierta suerte de beatitud consistente en: a) la ausencia de dolor, b) la reducción de los deseos desmedidos y, en última instancia, c) la conformidad con las propias circunstancias. No en vano el gran maestro del estoicismo, nuestro cordobés universal, Séneca, afirmó: «El sabio se contenta con su suerte, sea cual sea, sin desear lo que no tiene». De esta contención de las expectativas, y de su adecuación a las reales posibilidades de materializarlas, depende en gran medida ese sano contento, tan alejado de una idea chabacana de la felicidad como satisfacción permanente y ansiosa de nuestros caprichos, y fuente de intensas descargas hormonales. (Personalmente, como John Stuart Mill, yo también «he aprendido a buscar mi felicidad limitando mis deseos en vez de satisfacerlos»).

Por supuesto, la defensa de la felicidad como noble aspiración humana nada tiene que ver con esa versión edulcorada y serializada con que tratan de narcotizarnos los mal llamados libros de autoayuda, pues si algo la caracteriza es el adoptar diversas configuraciones en función de cada individuo. No existe una receta para ser feliz porque sólo hay un modo de ser uno mismo, si puede decirse utilizando una retórica algo banal. En cualquier caso, parece claro que nada tiene que ver la dicha personal con la mera satisfacción de las necesidades materiales o con el fortalecimiento de un estado del bienestar que nos colmase de servicios de calidad: de hecho, los países más desarrollados son aquellos en los que se registra una mayor prevalencia de depresiones invalidantes y suicidios, y es bien conocida la aptitud de los pueblos depauperados para sentirse dichosos por el mero hecho de estar vivos. Seguramente, el choque entre la convicción de que un nivel de vida elevado nos franquea el acceso a la plenitud y la constatación de que ésta no puede reducirse a la mera gratificación material tengan gran parte de culpa en ello.

Ahora bien, que haya que mantener una sana distancia respecto a los vendedores de sucedáneos no implica que debamos impugnar la bella idea que tratan de degradar, so pena de tirar al niño con el agua de la bañera. Todo lo contrario: es ahora cuando más urgente resulta salir en defensa de un concepto tan manoseado, que corre el riesgo de volverse irreconocible. Seguramente, la actitud más inteligente será la de aplicar la prudencia a nuestras aspiraciones, moderación a nuestros apetitos y medida constante a nuestros deseos (todas aquellas virtudes estrictamente clásicas y, por tanto, bastante alejadas del común sentir contemporáneo). Así las cosas, el camino más sabio y seguro pasa por el conocimiento de los propios límites, pues sólo en la medida en que seamos capaces de saber de qué somos realmente capaces podremos aceptar sin rencores las eventuales derrotas, las inevitables pérdidas y los sempiternos chascos con que la realidad nos obsequia a cada momento. Y espero que estas palabras no sean interpretadas como lo que no son: como un nuevo intento de plantear fórmulas infalibles para ser dichoso… Por el contrario, constituyen una invitación a adentrarse en la tarea de depurar los conceptos para, así, poder empezar a avizorar ciertas soluciones a la angustia vital que parece impegnar a las sociedades opulentas. Y es que, como alertaba Schopenhauer, «el medio más seguro para no llegar a ser muy infeliz es no pretender ser muy feliz».

Información sobre La sonrisa de Nefertiti



Al editar la primera traducción en 500 años de La vida solitaria, de Petrarca

A despecho de su nombradía universal, ya firmemente establecida en su propia época, Francesco Petrarca sigue siendo un ilustre desconocido: sepultado el grueso de su obra bajo el inmenso peso de su poético Cancionero, apenas merece una piadosa referencia en los manuales de historia de la filología como pionero en la recuperación del legado clásico durante el primer Renacimiento. Su obra de creación en latín (a la cual el propio autor concedía la máxima relevancia), que incluye, entre otros, el poema épico inconcluso África, los Salmos penitenciales o las Epístolas métricas, apenas excede el conocimiento de los especialistas; su tratado de índole moral, los Remedios contra la fortuna favorable y la adversa, muy estimado por él, ha corrido una suerte pareja, por no hablar de La ignorancia propia y la de tantos, o de Sobre el ocio religioso. Huelga decir que, al hablar de ignorancia, aludimos a la del público medio lector; ni que decir tiene que en la Universidad sigue encontrando acomodo en forma de tesis doctorales, monografías eruditas, actas congresuales y articulismos diversos; pero para quien, como el que esto escribe, la academia es lo más alejado que imaginarse pueda de la vida, se trata de un magro consuelo: el saber ha de insertarse en la comunidad para poder generar frutos; confinarlo entre muros (por muy doctos que sean o se crean) equivale a esterilizarlo.

Es más que probable que la propia naturaleza, personalísima tanto en su forma como en sus contenidos, de la obra de Petrarca haya contribuido a mantenerla orillada en cierta orfandad, ya que para los filósofos son los suyos unos planteamientos excesivamente literarios, mientras que a los literatos –excepción hecha del mencionado Cancionero– les parecen plúmbeos, cuando no pétreos. En una cultura como la moderna, donde las fronteras entre los saberes son cada día mayores y más rígidas, un pensador transversal como Petrarca, cuya formación autodidacta lastra sus aportaciones de cierto amateurismo encantador, resulta incómodo, cuando no molesto. Sin embargo, otro autor con el cual mantiene el italiano más de una afinidad, Michel de Montaigne, no ha corrido la misma suerte, practicando como él un género, y haciéndolo de un modo, si cabe, aún más desprejuiciado. Sin adelantar acontecimientos, es probable que el compromiso religioso de Petrarca –patente, si no en todas, sí en muchas de sus creaciones– se les antoje a ciertos estómagos de difícil digestión. Algo parecido le ha ocurrido a Erasmo de Rotterdam, de quien el lector medio conoce, en el mejor de los casos, el Elogio de la locura, cuyo sentido último, además, suele retorcer de manera torticera.
 
En honor a la verdad, cabe admitir que, en los últimos años, han aparecido algunas publicaciones que permiten albergar la esperanza de un cambio de tendencia, al menos en España: así, en la colección Letras Universales de la editorial Cátedra se ha incluido (2011) una edición muy meritoria de Mi secreto, en traducción de Rossend Arqués y Anna Saurí, y Renacimiento publicó Cartas a los grandes hombres del pasado, en versión de Andrés Ortega Garrido (2014). Sin embargo, tengo noticia de que una traducción de las Seniles, ya realizada y abonada a su artífice, ha visto bloqueada temporalmente su aparición ante las dudas de la editorial sobre su viabilidad comercial.

Frente este panorama desolador, cabría preguntarse acerca de la vigencia de la propia obra de Petrarca: ¿sigue teniendo algo que decirnos? ¿Sus preocupaciones, a menudo obsesivas, nos conciernen? ¿O, si nos aproximamos a él, es tan solo con cierta conmiseración, como quien revisita en un álbum las fotografías de una época ya periclitada e inerte? Creo que el lector podrá comprobar por sí mismo durante la lectura de este libro que, lejos de caducar, los grandes vectores de la existencia siguen siendo los mismos ahora que en el siglo XIV y, si me apuran, que en el siglo I; de hecho, la supuesta modernidad que se le suele atribuir a los humanistas del Renacimiento, hasta el punto de endosarles el dudoso honor de constituirse algo así como en precursores de los ilustrados, no es más que la constatación de que existe, ¡vaya si existe!, la hoy tan denostada naturaleza humana: si las Cartas a Lucilio de Séneca se erigieron para Petrarca en fuente de meditación y aprendizaje no es porque el cordobés se adelantase a su tiempo, sino porque para el hombre lo que le ocupa de veras está fuera del tiempo, por encima o más adentro, según se prefiera. Lo mismo nos ocurre cuando, en pleno siglo XXI, confraternizamos íntimamente con las luchas internas del autor de La vida solitaria, en liza contra sus propias debilidades; a excepción de quienes conducen su vida como si se tratase de la de un caimán o la de una amapola, su misión sigue siendo la nuestra: desvelar el camino que nos conduce a la raíz de todo, apartar los obstáculos que nos desvían de la ruta y focalizar, de manera denodada, el sentido de nuestros actos según una horma moral. Que dicha tarea tenga para Petrarca una dimensión esencialmente religiosa no es óbice para que quienes carezcan de todo sentido de la trascendencia puedan, y deban, acompañar al escritor en su viaje: no será, en cualquier caso, una travesía estéril, pues durante las distintas etapas del mismo asistiremos, maravillados, al despliegue de una personalidad, y de un estilo literario, cautivadores, ricos, vibrantes y plenos de verdad y vida, volcados además al castellano de manera imponente por Jesús Cotta. 



Razones para iniciar con Erasmo de Rotterdam la colección HUMANITAS de Thémata

Con Del desprecio del mundo, de Erasmo de Rotterdam, en traducción de Miguel Ángel Granada (sin duda, el más eminente especialista de la filosofía del Renacimiento en nuestro país), echa a andar la colección HUMANITAS, coeditada por Cypress Cultura y la editorial Thémata. Con ella, sus directores nos proponemos dar a conocer a los lectores del siglo XXI textos de autores de los siglos XIV al XVI que, o bien llevaban tiempo sin ser reeditados, o bien nunca han sido traducidos a nuestro idioma. Además, acogeremos estudios y monografías acerca de una época de la cual, en nuestra opinión, aún tenemos muchas cosas que aprender, y no sólo en un plano teorético o erudito; de hecho, creemos que, en no pocos aspectos, con ella compartimos problemas e inquietudes, de modo que, mediante un mayor y mejor conocimiento de la misma, tal vez podamos extraer ciertas lecciones de carácter práctico.

Más allá del indudable interés que las obras que componen la colección poseen por sí mismas, los editores las traemos a colación por su valor pedagógico desde una perspectiva múltiple: moral, intelectual y también espiritual. Es decir, nuestro énfasis se decantará por aquellos textos en los cuales sus autores se adentran en cuestiones universales cuya vigencia resiste la erosión del tiempo. No es casual que el propio título de la serie, HUMANITAS, incida en esa dimensión ucrónica de ciertos temas, pues tenemos la convicción de que el hombre ha sido, es y será siempre el mismo, con idénticas angustias e ilusiones, por mucho que el modo de encauzarlas haya variado según las épocas. De hecho, si nuestra atención se centra en el humanismo renacentista es porque es él, de manera eminente, el que acertó a centrar el debate en torno a la universalidad de la aventura humana, mediante una inteligentísima síntesis de los preciosos legados de la Antigüedad grecorromana y el cristianismo. Nunca hasta entonces –ni demasiadas veces después– se alcanzó una voluntad tan elevada y honesta de cosechar lo mejor de ambos mundos: en cuanto principie la Modernidad, el primero quedará relegado al ámbito académico y estético, mientras que el segundo deberá pelear de manera encarnizada contra los intentos de confinarlo en el ámbito estrictamente personal, sin auténtica repercusión social.

Esta es una dimensión del humanismo renacentista que nos parece clave, y que justifica su plena vigencia: apelando a un concepto integral del ser humano, integrando el patrimonio cultural más eminente (tanto secular como religioso) en una apuesta común, es de su mano como, tal vez, podamos retomar el contacto con las fuentes de nuestra propia identidad en cuanto civilización, y así revitalizarla ante los decisivos retos a los que se enfrenta en todos los órdenes. De hecho, al humanismo del siglo XVI corresponde el mérito de tratar de armonizar las divergencias conceptuales que asuelan el mundo, con sus disputas interminables, en alguna suerte de denominador común, de entente de mínimos. Es así como la cultura sirve al fin superior para el cual nos fue donada: para vivir bien y entendernos mejor, a nosotros mismos y entre todos, y no como lucimiento de conocimientos inanes.

Desde esta perspectiva, empezar nuestra singladura con Erasmo de Rotterdam no deja de ser una poderosa declaración de intenciones. El humanista holandés, con su decidida defensa de una Philosophia Christi, acertó a apuntar hacia ese horizonte en el cual entran en diálogo, de modo franco y pacífico, los naturales contrastes entre las personas, las convicciones y las tradiciones. Sin ser esta una obra central en su producción, sí que constituye Del desprecio del mundo un texto que abunda en reflexiones fecundas, aparte de incidir en la dimensión moral del ser humano y en su compromiso con la trascendencia. En la línea del estoicismo clásico, Erasmo conmina al lector a adentrarse en sí mismo, a depurar sus peores pasiones y a comprometerse activamente en la búsqueda de esa luz que le guíe en el duro camino de su existencia, la cual sólo puede provenir de Dios1. ¿Y qué mejor propuesta, para los tiempos que corren, atenazados por la codicia, el encono ideológico y la discordia por bienes ilusorios? Escuchemos a Erasmo, sopesemos su propuesta y meditemos. A buen seguro que extraeremos una valiosa lección de vida, que es la vocación a la que debe tender toda sabiduría auténtica.

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Editando por primera vez en castellano al humanista Rodolfo Agricola 

Si algo caracteriza al humanista del Renacimiento es su afán de armonizarlo todo, incluidos (y en especial) los grandes antagonistas: la cultura pagana de griegos y romanos, y la tradición cristiana en la cual él mismo se inserta y a la cual sueña con fecundar constantemente con nuevas aguas, procedentes de quién sabe qué fuentes: alquimia, cábala, hermetismo... El caso extremo, incluso un tanto ingenuo, lo constituye Marsilio Ficino remontando el origen de nuestro monoteísmo nada menos que a los antiguos egipcios, merced a su equivocada creencia de que el Corpus Hermeticum era una obra de génesis remota, y no la mixtificación histórica que en realidad fue. Permanecía, eso sí, intacto su sueño de alcanzar una síntesis postrera –quién sabe si precursora de la hegeliana– en la cual se armonizarían amorosamente todos los denuedos humanos por trascender(se) y avizorar, si quiera de un modo efímero, las delicias celestiales.

Conmueve el afán de los Valla, Erasmo, Budé o el propio Agrícola por integrar el rico legado recién rescatado de la antigüedad clásica en el patrimonio cristiano, fertilizado además con la recuperación de los Padres de la Iglesia menos frecuentados durante la Edad Media: Juan Crisóstomo, Hilario, Cipriano o Basilio el Grande. Pero es que, para un humanista, claro está, nada de lo humano le es ajeno, y menos aún si se aboca a lo divino con espíritu sincero. (Nadie menos antropocéntrico que un humanista auténtico, y no meramente retórico).

Philosophia Christi, llamaba Rudolph Agricola a su doctrina, siguiendo el ejemplo erasmiano, en la cual “intentaba mediar entre la sabiduría antigua y la fe cristiana”, según glosa L.W. Spitz en su análisis de la figura del autor incluido en el libro The Religious Renaissance of the German Humanists. No en vano, si algo caracteriza al humanismo es su descubrimiento de que pervive entre todas las personas una raíz común que nos hermana en cuanto hijos de un mismo Padre. ¿Y no es ese el mensaje esencial de Cristo? Amaos los unos a los otros… y a Dios sobre todas las cosas. Si hay que perdonar las afrentas que nos hacen es porque quien nos hiere es… como nosotros, somos nosotros. El leproso, la adúltera, el endemoniado, ante todo son hombres, y no podemos volverles la espalda porque nos estaríamos negando a nosotros mismos.

Un cristiano tiene, por fuerza, que ser un humanista, y un humanista no puede por menos que tener a Cristo en su corazón (aunque una lectura tendenciosa de la historia nos quiera persuadir de que el Renacimiento fue poco menos que una época atea). Ahora bien, como bien señala E.F. Rice Jr. en su artículo «The Renaissance Idea of Christian Antiquity: Humanist Idea of Patristic Scholarship», incluido en la magna obra colectiva Renaissance humanism: foundations, forms and legacy, dirigida por A. Rabil, “no hubo ateos en el Renacimiento. Ningún humanista fue pagano. Desde el principio del rescate de la antigüedad, el entusiasmo por la literatura antigua pagana fue inseparable por el entusiasmo por la literatura antigua cristiana”. Sólo una visión de la época sesgada, o directamente fraudulenta, según la cual con el final de la Edad Media poco menos que se puso en marcha el largo camino hacia la Ilustración y, con ello, la inminente muerte de Dios, puede sostener que el humanismo renacentista mostró un escaso entusiasmo por los asuntos religiosos, decantándose en cambio por los asuntos cívicos y políticos. A este respecto, recomiendo a quien pueda interesar la lectura del monumental estudio In our image and likeness: humanity and divinity in Italian humanist thought (1970) de Ch. E. Trinkaus, a lo largo de cuyas más de ¡900 páginas! descubrirá qué pensaban los mayores autores italianos de los siglos XV y XVI acerca de temas tan centrales para un cristiano como la inmortalidad del alma, la salvación personal, los sacramentos, la eucaristía o el libre albedrío.

La publicación, por primera vez en castellano, y en versión directa del latín por parte de Jesús Cotta, de la oratio (discurso) Sobre la Natividad de Nuestro Señor, de Rudolph Agricola, aparte de su interés intrínseco, y más allá incluso de su valor documental o arqueológico, constituye un modesto intento de contribuir a un conocimiento más veraz, ya no sólo de un autor y una época de por sí fascinantes, sino de la rica tradición del humanismo cristiano. A pesar de que un ateísmo de vía estrecha ha querido y sigue queriendo extirpar la religión de los corazones de los hombres, ésta continúa bombeando su sangre por debajo del alud de infamias y mixtificaciones con que la quieren sepultar, y a menudo suplantar. Basta correr las cortinas y atender. El mensaje sigue vivo. Y nos está esperando.

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