Francesco Petrarca: Elogio de la vida solitaria


La vida solitaria es el título de una obra en la que Francesco Petrarca trabajó durante años, sin decidirse a darla a conocer hasta mucho después de haberla concluido. En la dedicatoria a Felipe de Cabassoles, afirma el autor que no se trata de un texto dirigido “al vulgo ignorante”, al cual da por perdido dado su analfabetismo, pero tampoco a quienes practican la que él llama la “letrada estulticia”, es decir, a aquellos que se interesan por las letras únicamente para hacer ostentación de su conocimiento, descuidando la dimensión moral y espiritual que tienen y les dan valor.

La fascinación de Petrarca por la antigua Roma no debería ocultar, como suele suceder, la otra gran añoranza del autor, la cual se pone de manifiesto, de un modo explícito, en La vida solitaria; me refiero a la nostalgia de una Cristiandad vigorosa y todo lo que ello conlleva en términos morales, pero también geopolíticos. De hecho, para Petrarca el culto al pasado parece adquirir una dimensión de protesta: hacia el mundo en el que vive o cree vivir y hacia su propia situación en él, incluso hacia su incapacidad personal para poder cambiarla y cambiarse. Ahora bien, lo que deslumbra de Petrarca es que, lejos de arrojarse en los brazos de la frustración, lucha denodadamente (bien es verdad que no siempre con los instrumentos adecuados) contra su propia impotencia, ora tentando iniciativas mundanas al cabo estériles, ora acometiendo proyectos literarios de una envergadura tal, que acaba dejándolos inconclusos. Testimonio de esa batalla incesante lo encontramos en La vida solitaria, y también en otro de sus textos de naturaleza autobiográfica, por así llamarla: Mi secreto. Petrarca se siente en todo momento un hombre dialéctico, desgarrado, escindido. Él mismo lo reconoce en La vida solitaria: aspira a llevar una existencia retirada (para lo cual no le faltaba una sede a la medida: su estimada morada en el valle de Vaucluse), pero no le duelen prendas para abandonarla a la primera ocasión que se le presenta. 

Es la de Petrarca una existencia ondulante, errática, llegándose a definir a sí mismo como “un peregrino en todos lados”. Con toda certeza, su temperamento era demasiado voluble y vehemente para las metas que se proponía; seguramente, también, este defecto no le pasaba desapercibido, y eso le hacía sufrir y le mortificaba... aunque, como han señalado algunos de sus biógrafos, no parecía inmune a cierto masoquismo que, en el caso de su amor por Laura, alcanzó sus mayores cotas de paroxismo: un cóctel explosivo que sólo el inmenso talento literario del autor consiguió traducir en un legado cultural cuyas dimensiones aún estamos lejos de apreciar. Y es que, siendo como era Petrarca un hombre más, falible y pecador, fue capaz de utilizar su pluma para convertirse en uno de los mejores de todos ellos, de todos nosotros. Sólo por eso, le debemos gratitud perpetua, pues consiguió convertir su angustia en monumento y, así, expiar un poco la nuestra.  

José Luis Trullo


(Nota de los editores: se reproducen los primeros párrafos del libro I de la traducción realizada por Jesús Cotta Lobato, publicada por Cypress en el año 2021).

Creo que un alma generosa no puede hallar reposo en lugar alguno si no es en Dios, donde está nuestro fin, y en sí misma y en sus secretas inquietudes y en otra alma unida a ella por una enorme afinidad; pues el placer no logra retenerle mucho tiempo en tierra las robustas alas por más que, infectado del muérdago más tenaz, esté lleno de lisonjeros y dulces lazos. Ahora bien, si lo que buscamos es a Dios o a nosotros mismos y los honestos estudios con los que logramos lo uno y lo otro, o a un alma afín a nosotros, tenemos que apartarnos lo más posible del hervidero de los hombres y el hervor de las urbes. Que esto es así como digo no lo negarán quizá ni esos mismos que se recrean en la aglomeración y el fragor del gentío, a no ser que las falsas opiniones los hayan cargado hasta hundirlos, que ya ni de tarde en tarde puedan recogerse en sí mismos y encaminarse, aunque sea arrastrándose, a la excelsa senda de la verdad. Ojalá esto no sucediera a tanta gente y los mortales se preocuparan del cultivo de su espíritu tanto al menos como de sus terrenos en el campo y de tantas cosas sin valor. Pues como en un fértil campo abundan las zarzas, así en el humano espíritu los errores: si estos no se arrancan con diligencia, si uno y otro no se limpian con el desvelo y la labor del yugo, sus frutos se pierden en plena flor. Pero estoy cantando para sordos. Actúen los demás en esto como les plazca y yo, por mi parte, confiaré en que al menos las personas cultivadas coincidan de corazón y de palabra en la verdad sin mayor problema. Y en el caso de que todos la negaran, al menos no me la negarás tú, que serías desde luego el primero en rebatir a quien lo hiciera; así que lo que va a suceder es que tú reconocerás en mis palabras tus propias ideas y yo creeré haber alcanzado la suprema meta del que habla: mover el ánimo del oyente adonde me he propuesto, y ello sin que me suponga trabajo alguno. Pues gran fatiga supone para el persuasor esforzarse por atraer a su pensamiento un ánimo reticente; y, al contrario, ¿qué tiene de difícil un discurso dirigido a los oídos de quien, cuando sopesa consigo lo que oye, no exige, para creer, el ejemplo ilustrativo ni el peso de la autoridad ni el argumento estimulante, sino su propio testimonio, y se dice para sus adentros: “Así es”? 

Sé desde luego que algunos santos varones han escrito mucho acerca de esto. El gran Basilio, por nombrar a alguno, escribió un librito alabando la vida solitaria, que he visto alguna vez en unos códices antiquísimos, intercalado en las obras de Pedro Damián, de modo que ahora dudo si era de Basilio o de Pedro; pero nada tengo en común con él salvo el título, porque en este tratado he seguido sobre todo el dictado de mi propia experiencia y, sin buscar otro guía y sin ánimo de admitir lo que otros ya han presentado, estoy siguiendo mi propio corazón más que huellas ajenas, con paso en verdad más libre aunque acaso también con menos cautela. Así pues, podrás oír muchas más cosas de quienes las conocen por experiencia propia o de quienes las han tomado de estos; pero de mí ahora vas a oír lo que me vaya viniendo a la mente. Y es que no le he dedicado mucho esfuerzo ni me ha parecido que fuese necesario, ni he temido que me fuera a faltar materia al escribir de un asunto tan rico, porque lo he tratado hasta hoy con frecuencia, aunque sea por encima, y me es de sobra familiar y conocido. Por ello, sabedor de que me estoy dirigiendo a alguien a quien gusto incluso desaliñado, no he consultado libros ni he acicalado mucho mi pluma, sino que me he limitado a dar forma a consideraciones fáciles de comprobar y al alcance de todos en un lenguaje familiar, así que lo que estás leyendo lo he sacado en parte de haber probado yo este tipo de vida, y en parte del recuerdo reciente que tengo de la otra. Y de todas estas consideraciones mías te invoco a ti como testigo antes que a otros, sin ocultarte que entre los muchos motivos por los que me siento por ti gratamente obligado a quererte no es el último el hecho de que por amor a la soledad y tu apego a la libertad a ella inherente rehúyes la curia que llaman romana, ahora vecina a ti y casi contigua, donde acaso te podría corresponder un puesto no precisamente mediocre, en caso de que la vocinglería de los infiernos te hubiera agradado alguna vez tanto como siempre te ha agradado la soledad de los ángeles. 

Me ha parecido que lo que me va a resultar más fácil para mostrar la dicha que hay en la soledad es compararla con las penas y miserias que conlleva el bullicio, repasando las diferentes acciones de los hombres, los cuales con la vida solitaria alcanzan sosiego y serenidad y, con la otra, solo agitación, ajetreo y ansiedad. Y hay una sola explicación para todo esto: que la una reposa en un ocio gozoso y la otra en un trajín penoso. Y en el caso de que algún acontecimiento o una fuerza de la naturaleza o de la fortuna me demostrase lo contrario, aunque tendría que ser un suceso rarísimo que pudiéramos englobar entre los portentos, si tal cosa no obstante sucediera, no tendría reparo en mudar de parecer, ni temor a preferir un gozoso y ocioso bullicio a una penosa y triste soledad. Pero es que yo de la soledad no alabo solo el nombre, sino los bienes que hay en ella. Y no me deleitan tanto el retiro y el silencio del desierto como lo que en ellos habita: ocio y libertad. Ni soy tan inhumano como para aborrecer a los hombres, a los que estoy obligado por mandato del cielo a amar como a mí mismo, sino que lo que aborrezco son sus pecados, los míos los primeros, y los cuidados y las penosas zozobras que entre las gentes hacen morada.